Julio López
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Nuestra historia: Martín Uchu, el otro líder de la insurección contra el español
Por Fuente: Correos del Wayra Muyu - Tuesday, Jan. 20, 2004 at 1:43 PM

La siguiente nota nos ha sido enviada por el Movimiento Comunero Quechua “MARTÍN UCHU”, de la hermana República de Bolivia, al que agradecemos. No hemos alterado la signografía de las voces de idiomas nativos del texto original.

3er. CONGRESO MUNDIAL
DE LA LENGUA QUECHUA
YUYAY YAKU WAWAKUNA
OCTUBRE DE 2004
SALTA – ARGENTINA
Informes: gibajak@hotmail.com

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BIOGRAFIA DE MARTÍN UCHU

Una actividad secreta y febril conmovía a los habitante del valle de Cliza en los primero días del mes de enero de 1781, bajo el reinado del emperador Carlos III. Las autoridades españolas mantenían el estado de alerta para controlar las ramificaciones producidas por el levantamiento de Tupac Amaru, que nació en las poblaciones peruanas de Tinta y Cuzco y fue secundado por Tupac Katari en el Alto Perú, pero no se percataron de que la rebelión se extendía por los valles y no tardaría en estallar.

Al parecer estos movimientos no escapaban, en cambio, al control de Martín Uchu, el curaca de Sacabamba, la basta hacienda que se extendía por el valle de Cliza. Reuniones secretas al abrigo de las sombras de la noche, a la luz de las estrellas y lejos de las poblaciones, tenían lugar en las quebradas y breñales que rodean el extenso valle, mientras mensajeros indígenas se desplazaban a los valles circunvecinos y trepaban las alturas hasta las estribaciones más altas de los Andes. Una red clandestina, subterránea, se había extendido, según se decía, desde el corazón del virreinato de Lima hasta el altiplano y los valles del Alto Perú, con alcances que llegaban a Panamá por el norte y a Tucumán por el sur, y desde Atacama Alta en el litoral del Océano Pacífico hasta los últimos contrafuertes andinos que se sumergían en la vasta llanura verde de la Amazonia. Esto quería decir que el territorio de la Audiencia de Charcas estaba inmerso en la rebelión, pero en una magnitud que oidores, corregidores y jefes de las tropas reales no podían medir.

El valle de Cliza era sin duda el núcleo más importante de la región, por la riqueza y fertilidad de sus haciendas, entre ellas la de Sacabamba, así como por la actividad comercial y productiva de poblaciones aledañas como Tarata, Punata, Toco, Carasa, Muela, Paredones, Pocona, Arani, Mizque, Totora, Tapacarí, Quillacollo, Sipe Sipe, Tiquipaya, en intima conexión con Oruro, La Paz, Charcas, Potosí, la costa de Atacama y el inmenso territorio dependiente del virreinato de Buenos Aires.

La preeminencia de Martín Uchu, se basaba en su condición de curaca y de propietario de importante patrimonio en ganado y pertenencias que se repartían
por los pastizales de Locotani, Jatun Chimpani y seguramente otros sitios fértiles, como veremos luego en un valioso inventario. Era su esposa legitima la india Rosa Bartola, y con ella tuvo ocho hijos, Francisco y Nicolás los mayores, este ultimo aspirante a sacerdote.

Martín Uchu había fijado, seguramente en consulta con su estado mayor, el miércoles de ceniza como el día de la toma de la hacienda de Sacabamba, que cayó en 28 de febrero.

Aquel día una multitud armada con garrotes, hoces, chuzos y algunas armas de fuego tomaron Sacabamba, incendiaron la capilla y saquearon las villas vecinas. Hubo escaramuzas a orillas de los ríos Itaypaya y Caine, en la hacienda Sucusuma, en caseríos cerca de Charcas y en la celebre mina de Choquecamata, Ayopaya. No se trataba de una simple asonada contra los tributos excesivos del mal gobierno de la colonia, como fue la característica de la mayor parte de los levantamientos criollos de inicios del siglo XIX, sino de una peligrosa (para el yugo español) ramificación del levantamiento general de los indígenas quechuas y aymaras contra la corona española, con el histórico propósito de restaurar el régimen incaico y el sabio equilibrio de poderes que administraba en un vasto territorio antes de la llegada de los españoles.

No bien llego la noticia a Cochabamba, se produjo la alarma consiguiente y una reunión precipitada del Cabildo para determinar las acciones de defensa consiguientes. Era gobernador don Francisco de Viedma y Narváez; Alcalde ordinario don Antonio Martínez Lujan, Comandante de Armas y Corregidor de Cochabamba, Ignacio Flores. Seguramente el testimonio de los mensajeros e informantes determinó que se destacara una fuerza de caballería importante al mando del capitán Manuel de Olguín, que constaba con mas de mil quinientos efectivos debidamente pertrechados. A partir de ese momento, la persecución de las tropas reales sufrió peripecias durantes tres meses antes de dispersar a los indígenas que defendieron desde las alturas y combatieron en acciones destinadas a diezmar al enemigo.

Hay autos que dan cuenta de una batalla a orillas del río Lacapaya, muertos y heridos por ambas partes e indígenas ajusticiados. Otro grupo rebelde ocupo la población de Paredones para aprovisionarse de alimentos y coca; las tropas de Olguín cayeron sobre los indígenas y allí fue capturado Francisco Uchu, hijo del curaca, quien fue también ajusticiado junto a otros indios, en los innumerables cadalsos erigidos en la zona rebelde, por entonces poblada de indígenas vestidos de ponchos rojos y negros, que se retiraban para hacerse fuertes en Charcas. El capitán Olguín dejo testimonios de la ejecución de Francisco Uchu en Paredones, declarando que se rescato su vestimenta consistente en un poncho colorado y otro azul, una montañera de paño de castilla que estuvo en poder de un muchacho de nombre Antonio Rivera, una mula, dos escopetas, dos pares de espuelas, un pabellón y un potro moro en poder de un vecino de nombre Juan Angulo.

Nicolás Uchu, el segundo hijo del curaca era cura principiante de la hacienda de Sacabamba. Prevalido de esa condición viajaría a reclamar el ganado de propiedad de su padre, que confiscó el capitán Olguín y lo traslado a la villa de Pocona, de donde era residente; pero de nada valió la sotana pues fue hecho prisionero y en el interrogatorio reveló que los rebeldes de la hacienda de Cliza tenían contactos con los indios de Charcas y se desplazaban allí para alentar otra sublevación. Olguín usó al parecer a Nicolás Uchu como señuelo para hallar el paradero de su padre, al enviarlo en busca de él con el encargo de pedirle la rendición. Según el parte de este oficial al Corregidor de Toco, fechado en 19 de mayo de 1781, Martín Uchu fue capturado en la Estancia El Totoral, ubicada en las alturas de Muela, hoy Villa Rivero, en horas de la noche mientras dormía en medio de un pilón de cebada perteneciente a una india llamada Andrea, junto a su mujer e hijos, y acompañado de dos rebeldes, Simón Quispe y Lope Mamani. Dice Olguín que le confisco dos pares de calzones de charro con un chupetín de terciopelo que lo reconoció don Apolinar Terrazas que le fue sustraído, un talego de lienzo que contenía en su interior un trapo ensangrentado, bandera de los rebeldes, y ocultas en el pilón de cebada armas tales como hoces, lanzas, hondas y arcabuces. Maniatado y conducido a Toco, Doctrina y Vice Parroquia dependiente de Tarata, fundada en 1576, el curaca fue entregado al teniente de ese partido Dr. Miguel Prudencio Sainz, y sometido a interrogatorio se negó a hablar mientras guardaba prisión en espera de sentencia.

Olguín detallaba en el proceso las acciones que desarrollo en serranías y breñas donde sus hombres eran acosados por los rebeldes con tanta fiereza que hasta las mujeres luchaban “con mas brío que sus maridos”.

La sentencia fue pronunciada en la parroquia de San Miguel de Toco, el 25 de mayo de 1781 a instancias del Gral. Félix Joseph de Villalobos, capitán de Dragones de los Reales Ejércitos de su Majestad, Corregidor, Justicia Mayor y Alcalde de Minas, Regidor de la Villa de Cochabamba, quien libró exhorto para ese fin. En servicio de Su Majestad y el bien público, Martín Uchu fue condenado a la pena capital en la forma acostumbrada, bajo el sacramento de la penitencia, es decir a morir colgado en horca de tres palos en plena plaza pública de la Vice parroquia. Fue pronunciada por Antonio de Lujan, Regidor del Ilustre Cabildo de Cochabamba y Alcalde provincial, siendo presentes testigos el propietario Dn. Vicente Flores, Dn. José Serrano y don Julián Andrés Guevara. El fallo hace referencia a la confesión de Nicolás Uchu, hijo del curaca y a la declaración de Apolinar Terrazas, que ratifico la culpabilidad del curaca, cuyos bienes fueron puestos a cargo de don Ambrosio Montenegro, con la obligación de dar cuenta de ellos para que su monto se aplique al Real Erario, con excepción de los gastos procésales.

Entre las innumerables ejecuciones figura también la de los rebeldes indígenas Mateo Tucu, Atenacio Alcocer y Josef Salazar, según fallo pronunciado en Tapacarí, en el mes de enero de 1782. A usanza española, los reos fueron conducidos al cadalso amarrados a la cola de un caballo desde la cárcel matriz, con un pregonero que publicaba su delito presidiendo el cortejo que visitó las cuatro esquinas de la plaza poco antes del colgamiento. Había orden severa de no quitar los cuerpos de la horca mientras no lo determinara la autoridad para decapitarlos y repartir las cabezas en sitios donde sirvieran de escarmiento, en este caso, una en el pueblo de Tapacarí , la otra en el lugar que ejecutaron el delito, es decir, en Sacabamba y la otra en el paradero más frecuente “de los criminales fascíneros”, para “espectáculo y ejemplo de los malvados e infidentes”. Penas menores pero severas contra los rebeldes consistieron en el destierro por diez años al Real Socavón de Potosí o en 200 azotes en las calles públicas de esta villa.

En definitiva, el carnaval de 1781 se vivieron jornadas de rebelión en el valle cochabambino. Ya el domingo inicial se registro un motín sangriento en Tapacarí, con súbditos españoles degollados en el ara de la iglesia, incluidos niños de pecho. Los días lunes y martes de carnaval, indios de Tapacarí descendieron a los valles de Tiquipaya, Sipe Sipe y Quillacollo en el intento de llegar a la ciudad de Cochabamba, dando muerte a algunos peninsulares y saqueando algunas de sus casas. La característica es que llevaban como enseña ponchos y lienzos empapados de sangre, “a modo de banderas”. Uno de los capitanes rebeldes, Isidro Orozco, “dijo ser soldado de Tupac Amaru y que en breve estarían los españoles y mestizos sujetos a los indios y que a todos los degollarían”...pues el único rey que reconocían era Tupac Amaru”. Poco antes del carnaval, había fracasado un motín en la hacienda de las monjas de Santa Clara, en el valle de Cliza, sedición que antecedió inmediatamente a la de Martín Uchu en la hacienda de Sacabamba.

Mientras los indígenas del valle cochabambino secundaban el levantamiento de Amaru y Katari, los “mozos” mestizos cochabambinos, que se habían levantado en 1730 contra los tributos excesivos, una vez “libre de amenazas fiscales pero viendo su mundo en peligro, junto a criollos y españoles facilitaron la cruda represión a los rebeldes y marcharon luego en ayuda de la sitiada La Paz, amenazada por Tupac Katari. Su contribución a la causa real, gano para ellos la fama de ‘leales y valientes’, que desde 1786 adorna el escudo de la ciudad que preside todavía hoy las fiestas del 14 de septiembre”, según Gustavo Rodríguez Ostria.


Reclamo judicial

Un años después de sofocada la rebelión del valle de Cliza, se apersonó ante la justicia Rosa Bartola, viuda de Martín Uchu, describiéndose a si misma como una india pobre y miserable cargada de ocho hijos, dedicada a mendigar, muquear e hilar para sostenerlos, pues había perdido a su marido y a sus dos hijos mayores, así como todos sus bienes dótales y gananciales de que había sido despojada por el alzamiento de febrero de 1781. Rosa bartola se amparaba en una disposición real contenida en el libro Nº 5, Título 19 de las Ordenanzas de Castilla, que protegía los bienes de la consorte aun cuando el marido fuera reo de lesa majestad.

Por orden del Alcalde Ordinario Luján, el capitán Olguín le había confiscado un centenar de yuntas de bueyes, 18 parideras, 11 terneras de 1 y 2 años, 500 cabezas de ganado ovino, 14 burros entre machos y hembras, una mula tordilla, 3 costales nuevos, 400 ovejas madres y 100 borregos que tenia en Locotani, así como 80 yeguas, un caballo moro, un novillo bonoso, 7 fanegas de trigo, 300 vellones de lana, un hacha, una azuela, un escopio, 12 hoces de segar trigo, 20 vacas, 30 cajones de colmena de abejas, rosarios, medallas, 50 vellones de lana, una Santo Cristo de la Exaltación, un San Francisco, un San Pedro, una talega de caito de colores, un tablón de papas, dos tubos de plata, masas, semillas, un escaño, platos y otros enseres que tenia en Jatun Chimpani.

Rosa Bartola declaraba haber tenido tres hijos varones, uno de ellos cura principiante, los otros dos agricultores como su padre y las restantes menores mujeres; y que para 1782 se encontraban sin casa ni morada ni una olla en que cocinar para mantener a los suyos, pues la milicia del capitán Olguín había incendiado su casa y quemado con ella todo lo que no pudo confiscar.

El Capitán Olguín, Comandante General de las Tropas de Su Majestad, informó al Alcalde Ordinario que los bienes confiscados y embargados de los rebeldes habían sido otorgados en calidad de paga a los jefes, oficiales y tropas de la milicia real en recompensa a los buenos, leales y valientes servicios a favor del Católico Rey Carlos III, en virtud y fuerza de haber servido a Su Majestad (que Dios guarde) sin salario ninguno. Actuó como abogado defensor Dn. José Manuel Galdo y Luna, y gracias a su celo, la demanda prosperó cinco años después, cuando fue dictada la Resolución de 27 de enero de 1787, firmada por el Gobernador Francisco de Viedma y Narváez, que ordenaba la restitución a Rosa Bartola de una mitad del patrimonio denunciado mientras la otra mitad quedaba a favor del Erario Real.


Significación histórica

A diferencia de las rebeliones criollas y mestizas, que tenían proyecciones históricas limitadas al buen gobierno de las colonias, los indígenas de Tapacarí, Cliza y los valles cochabambinos aspiraban a protagonizar un “verdadero Pachacuti”, es decir un vuelco drástico del orden existente, incluido “todo el horizonte cultural y económico de los blancos, criollos y mestizos para restaurar, al parecer, el viejo orden incaico andino en sustitución del poder español de Carlos III, según Rodríguez Ostria.

El contexto en el cual inició la rebelión José Gabriel Condorcanqui, Tupac Amaru, en 1780, no podía ser más agobiante para los indígenas, pues la nueva administración de los Borbones había exacerbado el cobro de tributos, diezmos y otras contribuciones que beneficiaban al orden secular y a la iglesia. Por otra parte, en 1776 se había declarado la independencia de Estados Unidos y la corona española se encontraba en guerra con Inglaterra. Tupac Amaru fue ajusticiado el 18 de mayo de 1781, pero la sublevación cundió particularmente en el territorio de la Audiencia de Charcas comandada por Julián Apaza, nativo de Ayo Ayo, quien adopto el nombre de Tupac Katari e inicio el 13 de marzo de 1781 el sitio a la ciudad de La Paz. Fue ajusticiado en la plaza de Peñas, y su esposa; Bartolina Sisa, poco después.

El malestar que provocó el alzamiento de Alejo Calatayud en 1739 no se había disipado hasta fines del siglo XVIII. De 1740 a 1780 se registraron múltiples peregrinaciones de indios a Chuquisaca para plantear quejas ante la Audiencia de Charcas contra los repartimientos, los tributos y los excesos de los corregidores contra los indios. Las diferencias de la justicia colonial, que se empeñaba en acatar pero no cumplir las ordenanzas reales que favorecían a los indios, se acumularon a tal extremo que eclosionó el mayor y más extendido levantamiento indígena de que se tenga memoria en los tres siglos coloniales, bajo la conducción de Tupac Amaru.


El peor legado de la conquista y la colonia

Tzvetan Todorov, conocido lingüista, en un ensayo memorable sobre la conquista y la colonia españolas, dice que el peor legado de ese proceso no fue el exceso de crueldad con que se diezmó a la población indígena, sino las persistentes “relaciones de otredad” que aun hoy no pueden disiparse. Cita en principio dos casos escabrosos que permiten medir la crueldad del invasor. El primero de ellos habla de un contingente de españoles que al vadear un río encontró piedras de amolar y una vez restituido el filo de las espadas quisieron probarlo, y no encontrando a mano a otros objetos que los cuerpos de los indígenas que los seguían como siervos, acabaron con ellos haciendo una espantosa carnicería. El segundo caso habla de una india que no quiso someterse al asedio sexual de un soldado español y que en represalia fue condenada sin figura de juicio a ser “emperrada”, es decir, devorada por una jauría de perros feroces.

Para Todorov, ni siquiera esos dos casos paradigmáticos son tan perjudiciales y persistentes como la profunda estratificación de las sociedades americanas, en las cuales hay profundas barreras que no permiten el mutuo reconocimiento entre razas. Los españoles y criollos blancos jamás reconocieron como sus semejantes a los indios y discriminaban aun a los mestizos; pero, en contrapartida, mestizos e indios abrigaban el mismo sentimiento de otredad, en una sociedad en la cual la mezcla de sangres y culturas, al mismo tiempo que se amalgama y funde irreversiblemente, genera una conciencia esquizoide y un sentimiento de culpa por el origen indígena o de soberbia por el origen peninsular.

Quizá por eso tenemos tradiciones paralelas, a veces encontradas, aun en temas que podrían reafirmar nuestras bases pluriculturales y multilingües como país. Tal podría ser el caso de la historiografía oficial que desde el siglo XIX trata de crear un pasado homogéneo para la república recién constituida y para cada una de las regiones que la componen, según señala Rodríguez Ostria; una historia oficial escrita para “fomentar la unidad cerrando las fisuras entre las elites criollas, recientemente ascendidas al poder”.
Se trata de borrar el pasado español e incaico para subrayar los fastos de la era republicana, refiriéndose tan solo a un pasado reciente, cuidadosamente seleccionado en su nómina de héroes y su registro de acciones heroicas.

Chuquisaca y La Paz disputaron así la precedencia de sus respectivos “gritos libertarios”, en tanto que Cochabamba rescataba la gesta criolla mestiza de Alejo Calatayud en 1730, como precursora de los levantamientos de 1809 y de 1810; no así los levantamientos indígenas de Martín Uchu o Isidro Orozco, por su peligrosa vinculación con Amaru y Katari.

En esta tradición historiográfica sólo podía tener cabida los mitos fundacionales de la república, no así los movimientos indígenas, aunque estuvieran también dirigidos contra la Corona española.

En esa línea se diseño a fines del siglo XIX el escudo departamental, pintado por la poetisa Adela Zamudio, según revela Rodríguez Ostria, y se dio al 14 de septiembre la significación histórica y cívica que desde entonces tiene, como el evento inicial de la guerra independentista, cuando ya en 1781 se había producido la rebelión más importante de los indígenas contra el yugo colonial. De este modo se negó a los indios su innegable derecho de participación en la historia republicana.

En contraste, cuánto más justa es la conclusión a la cual llega Rodríguez Ostria sobre este tema cuando dice que “reconocer ‘nuestra’ historia en toda su compleja contradicción, es atrevernos a mirar el presente y el futuro de una manera diferente, diversa, múltiple y por ello más rica que las acartonadas versiones de la historia oficial regional”.


Hallazgos en el archivo histórico municipal

Aproximadamente hace una década, no teníamos todavía noticia de la existencia de un héroe indígena natural del valle de Cliza, de nombre Martín Uchu, llamado El Curaca Rebelde, que secundó la rebelión de Tupac Amaru y Tupac Katari en los valles y serranías de Cochabamba, con ramificaciones a Charcas y Potosí. Corresponde al historiador Edmundo Arze el mérito de haber encontrado un legajo en el Archivo Histórico Municipal, referente a un proceso seguido por Rosa Bartola, para pedir a las autoridades españolas la devolución de los bienes gananciales y dótales que se le había confiscado por su condición de cónyuge del curaca de Sacabamba, martín Uchu, reo de lesa majestad por haberse levantado contra la Corona del 28 de febrero al 25 de mayo de 1871.

Según Arze, se trata de un expediente de 107 fojas, con actuados que se prolongan de 1782 a 1787, y contienen valiosa información sobre el alzamiento de Sacabamba, Cliza.

Gracias a los estudios histórico que inicio Edmundo Arze podemos inscribir hoy el nombre de Martín Uchu en el panteón de los héroes cochabambinos precursores de la independencia americana.

Fuente:
Archivo histórico Municipal Cochabamba
Suplemento Biografía - Personajes de la historia por Ramón Rocha Monrroy publicada en el Diario Opinión de 12 de enero de 2004.

RUNASIMI YACHAY WASI
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