Julio López
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Un caballero en la corte de Santucho
Por julio (((iSdE))) - Wednesday, Mar. 24, 2004 at 6:53 PM

Mi recuerdo de Eduardo Merbilhá


Por Luis Mattini





Si había un caballero entre los cuadros dirigentes del PRT-ERP, ese era Eduardo Merbilhá a quien llamábamos Alberto.
Caballero en cualquiera de los sentidos de que se hable: fino, culto, excelente humorista, de modales suaves, físicamente bello, extrasensible, sobre todo sencillo y, para colmo, una de las inteligencias más agudas que he tenido la suerte de tratar.
¿Una visión demasiado apologética la mía? Convengo que sí y que mi entrañable estima a Alberto me puede jugar malas pasadas. En todo caso este reconocimiento aventa cualquier sospecha de pretensión de "objetividad". Por eso no hablo de "memoria" sino de recuerdo. Es mí recuerdo, en fragmentos de relatos que intentan evitar esas biografías amañadas que envenenan la historia y no dejan lugar a las nuevas generaciones.
Mi recuerdo viene desde 1972, cuando Benito Urteaga, desde la dirección nacional del PRT instalado en La Plata, tenía la firme intención de quebrar la situación de impotencia en San Nicolás.
Ese formidable emporio industrial, el más grande del país por aquellos años, se negaba a ser penetrado por el partido. De modo que Benito me mandó a Alberto para que se hiciera cargo de la ciudad que formaba parte de lo que luego llamaríamos Regional Rivera del Paraná y que el caudillo del partido radical, Ricardo Balbín, calificaría más adelante, no sin cierta razón, como el centro de la "guerrilla industrial".
Una tarde de verano bonaerense Alberto se descolgó del tren en Zárate, Yo lo esperaba en el andén y luego de un café abordamos "el lechero" hacia San Nicolás. Yo lo había tratado fugazmente en algunas reuniones y recordaba sus agudas intervenciones por lo que tenía una predisposición muy favorable, la que creaba una gran expectativa con su llegada.
Con un hombre como él, en el estado de ánimo generalizado en la regional, coparíamos Somisa por encima de la tradición clerical conservadora de la ciudad de San Nicolás. Optimismo no nos faltaba.
Su humor se manifestó de entrada cuando me dijo:
"Vamos al coche comedor, no se puede hablar de política sin una mesa de por medio" Sentados en el desierto "coche comedor" -el que de tal sólo tenía el nombre como herencia de antiguos esplendores- simpatizamos de inmediato soportando los cafés y, además, congeniamos en lo que, para el Partido Oficial , serían "elucubraciones pequeño burguesas" frente a los asuntos internos.
En mis fantasías de joven literato frustrado aspirante a revolucionario, solía hacer analogías entre mis compañeros y los personajes históricos o de ficción. Y así como el Pelado Gorriarán se me asemejaba a Stalin por su parquedad o el Gringo Mena a Trotsky por su empuje y vuelos teóricos y Santucho a Mariano Moreno por su racionalidad criolla y determinación, Alberto me recordaba a Lunacharsky, quizás el más cultivado, ético y desconocido de los bolcheviques. Disciplinado pero con pensamientos propios, planteaba sus inquietudes con pasión y franqueza y si no se aprobaban acataba las decisiones de la mayoría o, en nuestro caso, del representante de la mayoría, el responsable.
Había sido estudiante de abogacía y venía de familia de alta clase del interior de la Provincia de Buenos Aires, según me contaba su amigo y condiscípulo Rogelio Galeano. Eso podía notarse en los modales de una modestia innata y chocaba con algunos compañeros de "origen pequeño burgués", fiel reflejo de nuestra clase media, instruida pero inculta y pretenciosa. Entonces Alberto vivía una continua contradicción entre una especie de íntima "culpa de clase", que debilitaba su influencia sobre los demás y un estar más allá, que le posibilitaba tomar distancia, a pesar suyo.
Esto se manifestaba en la necesidad de acentuar un tanto su conducta práctica como si dijéramos para ganarse el "derecho" a expresar libremente sus ideas. Benito Urteaga era uno de los que más lo hostigaba, no por malicia, sino porque le irritaba el espíritu libertario de Alberto, que Benito atribuía a "resabios burgueses", sin poder captar el talento de quien, precisamente por ver más lejos que el conjunto, comprendía que sólo se podía avanzar con ese conjunto.
Se instaló en San Nicolás con su compañera Alicia y su indomable Margarita en un barrio modesto y enseguida buscó trabajo. Fiel a las instrucciones, y a pesar de sus documentos falsos, logró emplearse como peón en una subsidiaria de Somisa.
Visitarle en esa casita al costado de las vías era para mí una de esas fiestas que hacían feliz el supuesto sacrificio militante. Mientras esperábamos a Alicia, quien en medio de sus cientos de tareas también tenía que recoger a Margarita de la escuela, él preparaba el mate -por supuesto, como no era perfecto, gustaba del mate dulce- ofrecía y comía con fruición pan con manteca sin dejar de comentar los acontecimientos de los últimos días. Su calidez hacía que en medio de ese ascetismo el visitante se sintiera como en casa. A los pocos días de instalado me contó una picardía que confirma esa sensación de que él siempre estaba por delante de nosotros. Dijo más o menos así: "Mariano (Benito Urteaga) avisó que vendría a la zona y fui a esperarle a la estación en bicicleta, vinimos caminando hasta aquí, como ves por mayoría de calles de tierra y cuando vio esta casa que había alquilado al costado de la vía quedó impresionado. No te preocupés más flaco, ya ascendí de categoría como cuadro para Mariano". Y era así nomás, poco después Benito Urteaga me comentaría con convicción cómo había cambiado Alberto una vez que hubo dejado la "pequeño burguesa" ciudad de La Plata. Yo no pude evitar ironizar y le respondí que al lado de San Nicolás, La Plata era Petrogrado.
Alberto se integró fácilmente al medio fabril por su sencillez y también porque era un excelente jugador de fútbol, la mejor tarjeta de visita para ingresar en el mundo obrero. Sin embargo no ganaba para sustos en su clandestinidad y de las formas más inesperadas y cómicas. Un día en que se duchaba junto a los demás obreros al terminar la jornada, de repente un compañero de trabajo que estaba a su lado le dice: "Oiga amigo, Ud. debe ser Tupamaro ¿No?" Alberto contaba que sintió parálisis en el corazón y apenas logró sonreír preguntándose cómo habría levantado sospechas.
"Eh, eh, claro que no ¿Por qué lo dice?" Y el hombre le respondió con una risotada y desencadenando un estrépito de carcajadas: "Porque está bien armado"
A diferencia de otros compañeros "proletarizados" cuyas conclusiones eran coincidentes con nuestro discurso oficial de partido, Alberto extraía la riqueza de la experiencia y señalaba las incoherencias y contradicciones. "Laburo en una fábrica, me hago amigo de los compañeros como base para hacer la política, juego al fútbol con ellos y estrecho las relaciones, todo lo que es la línea de masas del Partido. Pero cuando me invitan a algo, asado, picado, el bautismo de uno de sus hijos o cualquier otra actividad social además del yugo de ocho horas diarias, tengo que mirar disimuladamente la agenda y ver cómo compartir con todas las tareas del partido, la mayoría internas. Y les tengo que decir que mi nena está enferma o qué sé yo. Aquí hay una contradicción no resuelta". Desgraciadamente no siempre lo escuchábamos.
Por otro lado era un combatiente peculiar por su pulcritud y sangre fría en la acción, en contraste, o más bien en su coherencia , con todas las consideraciones que hacía antes y después del enfrentamiento armado ("elucubraciones pequeño burguesas") que en realidad eran las mejores expresiones del humanismo guevarista. Ese era uno de los aspectos que -junto con Reino- más he compartido con él, aunque con temperamentos tan disimiles de ambos.
En una oportunidad que Alberto y su grupo de nicoleños coparon una escuela secundaria en una operación de propaganda armada, sencilla pero perfectamente realizada, el director comentaba ante al periodismo, después de pasado el susto, eufórico, a los gritos, y frente al fastidio de la policía "El guerrillero...le digo, un caballero, señor ...un caballero" ; "Son subversivos" -retrucó
el policía, pero al docente no lo podían parar- "Bueno, sí, pero les juro... un caballero. Y la chica, una dama... una dama, les digo" ; "Una dama guerrillera" -farfulló de nuevo el policía- "¿Qué dice? -insistió el Director- "Tenia una pistola así de grande, más grande que ella, pero era una dama".
Cuando yo dejé la Regional para integrarme al Buró Político, él asumió en mi lugar y, desde luego, tuvo que dejar la fábrica y la vida que estaba haciendo. Dirigió la regional un tiempo hasta que las necesidades de la organización interna hicieron que lo trasladáramos como secretario del Buró Político. A partir de aquí retomamos la militancia juntos y pude calibrar no sólo lo que era notable en él, su sencillez y finura sino su perspicacia, una de las facetas poco reconocidas como parte de la inteligencia.
Alberto ejercía, en efecto, como secretario del Buró Político, Adscrito, como le decíamos, participaba en todas las reuniones y levantaba las actas, tarea esta que hasta ese momento veníamos realizando "de oficio" por turnos el gringo Mena y yo. Este cambio fue frustrante para Quique Gelther, secretario de Santucho, quien después de las reuniones recibía los borradores, las transcribía y las microfilmaba para el archivo secreto, quemando luego todos los papeles. El
asunto es que yo también tenia alguna cuota de humor y cuando iba escribiendo la síntesis de las discusiones, quitando las informaciones de seguridad, registraba sólo las frases de concepto y, frente a los discursos demasiado largos y reiterativos para mi gusto, acostumbraba a escribir el párrafo abreviado y luego dibujar una guitarrita significando que lo que seguía era guitarreo. Pero no todos los discursos merecían la guitarra. Por ejemplo, jamás aparecía dicho instrumento después de la palabra de Santucho o de Gorriarán, el primero por económico y preciso y el segundo, como queda dicho, por parco. El gringo Mena y Benito Urteaga recibían alguna que otra guitarrita, en cambio, en exposiciones como las de Mauro Gómez o Rogelio Galeano, oradores fluidos, a la guitarra le agregaba un violín, un piano, toda una orquesta. Los compañeros auxiliares al Buró me contaban las carcajadas de Quique al transcribirlas.
Alberto, en cambio, era preciso y sobrio. Además cumplía con algo por lo que había bregado y compartía conmigo desde los tiempos de San Nicolás: Dejar constancia de las posiciones, sobre todo, las que quedaban en minoría y no eran aprobadas. En eso era un bolchevique de pura cepa.

Creo que difícilmente otro hombre en el PRT haya conocido, mejor dicho, captado tan a fondo la personalidad de cada uno de los miembros del Buró Político. Nos junaba a todos. Demostraba una sutil percepción para detectar virtudes y debilidades por encima de las apariencias. El también jugaba con sus fantasías y a veces nos comparaba con los personajes de Roberto Arlt. Pescaba más rápido que ninguno los matices que evidenciaban diferencias a despecho de una disciplinada homogeneidad. Sin embargo, no puede decirse que Alberto poseyera sólo una sensibilidad mayor que el conjunto. Creo más bien que esta propiedad se podía expresar por una mayor distancia de los prejuicios, de los que, como seres humanos pertenecientes a una determinada cultura, no estábamos exentos. Eso sumado a una ética intransigente le permitía detectar el "doble discurso" en la conducta cotidiana de cada uno. Ambigüedades sobre pequeñeces que revelaba no otra cosa que se trataba de personas comunes y corrientes y no "bronces", cuya mayor e indiscutida virtud estaba dada por la decisión y la determinación de enfrentar todas las consecuencias en aquello en que estaban comprometidas. Alberto registraba sutilezas como, por ejemplo, cuando se discutía si, por razones de seguridad, para tal reunión convenía ingresar a la casa el día anterior por la noche o el mismo día de la reunión por la mañana bien temprano. Entonces, con su sonrisa traviesa, apuntaba que había que admitir que era más agradable y cómodo dormir con la compañera o la familia que incómodamente en la casa de reunión. Y no faltaba quien adujera la "abnegación militante", frente a lo cual este joven viejo, trocaba por una sonrisa comprensiva, porque al mismo tiempo observaba que, a veces, quien así tiraba con los mamelucos de revolucionario sacrificado, o bien estaba solo o bien no andaba de luna de miel precisamente con su pareja. Lo mismo ocurría con la famosa proletarización o las supuestas "virtudes proletarias". Alberto se reía con inusitada estima de los disfraces. Parecía como "estar de vuelta" en esas cuestiones. El, que usaba un gastado traje de confección (el que le caía, no obstante, como cortado por el mejor sastre) no dejaba de registrar las poleras o camperas a la moda de algunos proletarios. Y uizás precísamente por eso, tenía un sentido nato de lo que significa la labor de un colectivo de personas no "perfectas" y ponía todo su empeño para coordinar de modo eficaz.
Y no era tarea fácil. Coordinar las tareas de un grupo de hombres disímiles, cada uno con su estilo o sus mañas, que concentrábamos en cada línea de responsabilidad una magnitud de actividades diversas, sencillas o complejas, en todo caso abrumadoras. Un Buró Político que estaba en todo, viajaba por todo el país, anche eventualmente el extranjero, y daba línea hasta en el barrio. Un sistema de enlaces basado casi exclusivamente en chasquis que había que despachar y recibir, con los riesgos que cada cita significaba. Incluso atender y orientar frentes orgánicos, como cualquiera de nosotros. Y Alberto recibía palos con frecuencia, la mayor parte de las veces injustos. Porque su tarea, además de ciclópea, era la resultante de ese Buró Político, una especie de conversión cualitativa de la sumatoria del colectivo que se sintetizaban en él. Dicho de otra manera, él tenia que hilvanar y cubrir los numerosos baches de la actividad del conjunto los cuales diluidos de uno en uno no significaban gran cosa, pero concentrados ponían a la luz la falencias reales o aparentes, inevitables o producto de errores personales.
La pregunta que me hice siempre, fue por qué un hombre de esas características cumplia una función jerárquicamente "secundaria" en el PRT. No me caben dudas que Alberto era más talentoso que todos nosotros. No pude dar una respuesta porque hoy me doy cuenta que la pregunta estaba mal hecha. En rigor, la función que él cumplía como adscrito, aparentemente "secundaria" comparada con las nuestras, era más difícil e importante. Esto lleva directamente a cuestionar las categorizaciones, criterios jerárquicos que solemos utilizar sin tomar a mientes que no son más que conceptos del orden burgués. El mismo criterio que jerarquiza una actividad "productiva": carpintero, arquitecta o chef de restaurante, por encima de una madre criando niños o jóvenes cuidando ancianos. La única manera de comprobar la importancia de la tarea de Alberto era que faltara, del mismo modo que queda comprobado el trabajo de una mujer en su casa cuando no está.
Pero aún así, superando la pregunta mal hecha, con el una cosa no quita la otra, queda el interrogante de cómo podría haberse aprovechado más el privilegiado cerebro de Alberto en funciones dirigentes. Es que por otra parte él parecía arrastrar una especie de timidez por un complejo por el sitio de la clase social de donde se supone que provenía y que le dificultaba afrontar a fondo una discusión. De haber sido esto así es lamentable pero quizás inevitable. El, como hombre inteligente y formado era tan responsable como los demás de semejante equívoco, y son cosas que hay que asumir.
Tuve la más clara percepción de esa potencialidad desaprovechada en 1976, en la reunión que se evaluaron los resultados de la operación sobre Monte Chingolo. Alberto no había participado ni en
la planificación ni en la dirección de la misma y no estoy seguro que haya estado informado por lo menos hasta el lanzamiento. Pero en todo caso en esa reunión en la que el Buró Político demostró perder el rumbo con la expresión "derrota militar y triunfo político", Santucho había perdido la serenidad reflexiva con que acostumbraba a poner en orden el debate y afirmaba que las cosas hubieran sido de otro modo si el Comité Central no le hubiese prohibido dirigir él personalmente las operaciones. Alberto me impresionaba como la persona más lúcida en ese momento, intentando ir mucho más a fondo, orientando el análisis hacia la responsabilidad del "mando estratégico", o sea Santucho y el Buró Político. No obstante, ni lo dejamos, ni él pudo romper sus propia limitación e intervenir más enérgicamente. Yo creí apreciar en él la perplejidad por el enfoque de la discusión que atribuía todo el peso del error a la impericia de Benito Urteaga como "mando táctico" y sentí que podía participar de dicha perplejidad, pero estaba inmerso en la misma dinámica de abroquelamiento que habíamos impuesto. Visto a la distancia sólo podía transformar la perplejidad en espíritu realmente critico, creador, desplazándome del punto de enfoque. Posiblemente lo mismo sentiría Domingo Mena. En todo caso Alberto parecía haberse corrido más que nosotros y, de hecho, insinuó algunas cosas. Su ética le impedía hacer leña del árbol caído y a la vez su honestidad intelectual pujaba por intervenir, quizás, influido favorablemente por las críticas que venían de afuera y él era el principal portador, pero la mirada censurante de Roby y el cerco del Buró Político pareció desalentarlo.
Después de la muerte de Santucho y la mayor parte de la Dirección , Alberto fue el más sereno de los cuadros sobrevivientes de los que intentamos la reconstrucción y continuidad, y al mismo tiempo el más consciente de la gravedad de la situación, incluido el que esto escribe. Con conciencia que éramos eso precisamente: sobrevivientes. Que los que dábamos el paso adelante para asumir la responsabilidad máxima, en esos aciagos meses de julio-agosto de 1976, no lo hacíamos en carácter de continuidad superadora sino casi como por "descarte", como si dijéramos que no había otros en mejores condiciones. Esto no debe entenderse en el sentido de atributos individuales, porque en todo caso el propio Alberto era un cuadro mejor dotado que la mayoría de los caídos, sino como la resultante dialéctica de un colectivo difícil de reconstruir porque las circunstancias que lo formaron habían cambiado. Un partido nacido y criado en la ofensiva, debía pasar a la defensiva.

La mirada de Alberto en la reunión del Comité Ejecutivo que reorganizó el Buró Político era más elocuente que sus palabras. Pero contradictoriamente fue él quien lanzó la frase de aliento que sería después fatídica: "tenemos línea para tres años" y que yo completé con "el enemigo llegó tarde" que saldría en un editorial de El Combatiente. Era la expresión de la voluntad y la decisión ante el zafarrancho de fuego a bordo.
Apagar el fuego para sortear el naufragio en medio de las andanadas de la artillería enemiga. Si evitábamos el hundimiento el rumbo estaba asegurado por tres años.
Pero Alberto no llegaría a ver el final: poco después pasaría a la lista de los desaparecidos.

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