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El Camino del reformista
Por Gachi -
Tuesday, Aug. 03, 2004 at 10:40 PM
Interesante reflexion. Creo que vale la pena leerla.
Oscar Terán - "Hay que evitar que vuelvan los viejos fantasmas" - La Nación 24-7-04
Los intelectuales y el país de hoy
"Hay que evitar que vuelvan los viejos
fantasmas", dice Terán
El análisis del historiador y filósofo
Se dice un hijo de la ley 1420, de la educación laica, gratuita y
obligatoria. Aquella que durante décadas permitía que un joven de clase media
tirando hacia abajo, como él, cursara la primaria y la secundaria en escuelas
del Estado, en un pueblo de provincia, que llegara luego a la ciudad de Buenos
Aires, ingresara en la universidad pública y, en poco tiempo, si era estudioso,
trabajador y medianamente inteligente, estuviera a la altura, y hasta superara,
a quienes habían tenido mejores oportunidades económicas y educacionales.
"Eso hoy ya no existe", dice Oscar Terán, profesor de Pensamiento
Argentino y Latinoamericano en la Facultad de Filosofía y Letras de la
Universidad de Buenos Aires, docente de la Universidad Nacional de Quilmes e
investigador principal del Conicet, además de miembro del Club de Cultura
Socialista José Aricó y del consejo de redacción de la revista Punto de Vista.
"Las brechas sociales y culturales determinaron que la educación
sea hoy una cuestión de clases. Desapareció aquella igualdad de oportunidades
que fue nuestro timbre de honor durante tantas décadas", se lamenta. Terán
nació en 1938 en Carlos Casares, provincia de Buenos Aires. Estudió Filosofía
en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, en tiempos en que el edificio
de la calle Viamonte era el centro de la ebullición intelectual de los años 60.
Luego completó una maestría de Estudios Latinoamericanos en la Universidad
Nacional Autónoma de México, ciudad en la que se exilió en 1976. "Exilio
es una palabra que me cuesta mucho asumir, porque creo que es demasiado
prestigiosa para lo que yo hice, que fue, simplemente, tratar de preservar mi
vida y la de mi familia", aclara.
Autor de "José Ingenieros: pensar la nación", "En busca
de la ideología argentina" y "Vida intelectual en el Buenos Aires de
fin de siglo (1880-1910)", Terán se define como un socialdemócrata. Hijo
de padre radical y madre socialista, admite que él, a los 18 años, fue un
marxista "convicto y confeso".
"Yo formé parte del partido de la revolución cubana, de los
ideales de la revolución cubana, de la metodología de la revolución cubana",
reconoce. Pero también asegura que, ya en México, con las denuncias sobre el
socialismo real, comenzó a percibir que algo olía mal en aquel país de las
utopías.
"Mi ideología marxista, simplemente, se cayó y, a comienzos de los
años 80, era un marxista en crisis. Como usted imaginará, cuando una ideología
cae, se generan problemas de identidad muy serios", reconoce Terán.
"En 1983, antes de las elecciones, era tal la necesidad, diría
animal, de volver al país, que no pude esperar más y regresé. Me convertí en un
izquierdista reformista que trata de conciliar justicia social con democracia.
Me hice socialdemócrata y creo que sigo así hasta el presente. Reconozco que
nuestros errores fueron funestos. Sin embargo, los problemas que el socialismo
denunció, la injusticia social, la marginalidad, la disparidad, siguen estando
absolutamente vigentes, en la Argentina y en el mundo", asegura.
Dice que nunca fue peronista ("traté, pero no pude", se
ríe), pero aclara que jamás podría adherir a quienes, a su entender, están
conspirando para desestabilizar a Kirchner.
-Kirchner es Kirchner, el peronismo es el peronismo, pero hay un
valor más importantes que preservar: la democracia, que nos ha costado mucho,
que es endeble, pero que ofrece vías de tramitación pacífica de los conflictos
y un espacio para que los ofendidos y humillados encuentren canales para la
defensa de sus derechos. Debemos tener cuidado de que no vuelvan los viejos
fantasmas que llevaron a este país a tragedias incontrolables, de las que yo formé
parte.
-Usted hace su autocrítica, pero, en general, la tentación,
típicamente argentina, es mirar para otro lado y preguntar: ¿quién tuvo la
culpa?
-Tenemos que aceptar que, de un modo u otro, todos hemos fallado.
A partir de este reconocimiento, es posible tratar de imaginar un destino que
no esté condenado al éxito, pero que tampoco esté destinado, necesariamente, al
fracaso. Me preocupa mucho la idea predominante de que el drama argentino son
los piqueteros y los cortes de ruta, mientras que se desconoce que el auténtico
drama argentino es la excepcional disparidad económica y social. Ese es el gran
drama argentino y hay que resolverlo ya mismo, de alguna manera.
-¿Cuándo la Argentina pasa de ser un país incluyente a otro excluyente?
-Diría que la bestial polarización social que comienza a configurarse
hasta desembocar en este escenario de gran inequidad se inaugura a mediados de
la década del 70 y se condensa en la última década. Esa crisis impacta de
manera brutal no sólo en los sectores más bajos del arco social, sino en las
clases medias, a las que durante décadas se les aseguró que la educación era
una vía de ascenso social.
-Y lo era...
-De hecho, lo era. Se decía y se cumplía. Hoy, tal vez se siga
diciendo, pero no se puede cumplir. Porque la educación pública recorre el
mismo sendero que el Estado argentino desde hace 30 o 40 años: un Estado débil,
impotente, fallido. Aquella sociedad de la igualdad de oportunidades que yo
conocí en mi infancia y juventud no existe más. Pero, además de lamentarnos, es
un buen momento para decir: somos lo que somos. Mi generación y alguna otra han
defraudado a nuestro país. Les dejamos a nuestros hijos y nietos un país mucho
peor del que heredamos de nuestros padres.
-¿Será porque el país sufre el vacío que dejó una clase dirigente
desplazada, pero nunca reemplazada?
-La barca argentina se lanza a la mar, digamos, en 1880. En esos
momentos, la Argentina estaba en un proceso de franca expansión, con un
crecimiento económico extraordinariamente acelerado. En la época del
"milagro argentino", se colocaban bienes en el mercado mundial con un
éxito que nunca más se alcanzaría. Esta expansión económica se acompaña con un
proceso de movilidad social ascendente. Tal vez no todos tenían ocupación o progresaban,
pero el porcentaje exitoso era realmente grande.
-¿Esa era la república posible de la que hablaba Alberdi?
-Claro. Era una república en la cual existía un sector, una
elite, que se autoadjudicaba el derecho de gobernar, de gestionar el desarrollo
y de tutelar a las masas argentinas. En esos años, el país navegaba en aguas
venturosas, con esta dirigencia elitista que restringía la ciudadanía política,
que no daba cabida al voto universal, pero en la que se observaba que había un
proyecto de país. Además, el Estado argentino era muy activo y podía fijarse
metas que iba a realizar; uno puede pensar cómo podía ser que se implantara la
enseñanza laica en una sociedad católica. Y es porque ahí había un Estado. Un
Estado que se proponía un objetivo y lo cumplía.
-La inmigración, por ejemplo.
-Bueno, ésa fue, a mi entender, la gran epopeya argentina, de la
que nuestro país puede enorgullecerse. La Argentina fue el país del mundo que
recibió mayor cantidad de extranjeros respecto de la población nativa. En términos
absolutos, Estados Unidos recibió más, pero en términos comparativos la
Argentina supera con extraordinaria largueza los promedios. En Buenos Aires, en
1914, si uno iba al bar de la esquina, de cada cuatro varones, tres eran
extranjeros. Lo notable es que ese dato no provocó escándalos. Las masas
extranjeras se incorporaron pacíficamente, aunque no sin concesiones, si bien
creo que esa realidad crispó y dramatizó la búsqueda de una identidad nacional.
-¿Se incorporó a esos inmigrantes a través del sistema educativo?
-Sí, pero además había condiciones materiales para que eso
efectivamente se realizara. La Argentina era muy rica, le iba muy bien. Un
trabajador argentino ganaba más que un trabajador francés o alemán. En ese
tiempo, por ejemplo, LA NACION contrató como corresponsal a Miguel de Unamuno,
que era rector de la Universidad de Salamanca. Unamuno reconoció entonces que a
partir de haber conseguido escribir un artículo por semana para LA NACION su
situación económica había mejorado, porque con esos artículos ganaba tal vez
más de lo que podía ganar como rector de Salamanca. Este es el lado claro de la
luna, pero no hay duda de que estos sectores pagaron un precio, que fue el de
abandonar sus lugares de origen, material y simbólicamente. La Argentina
bloqueó la posibilidad de una nación multicultural, no permitió que existiera
un barrio llamado Little Italy, que estaba en ciernes en La Boca. El Estado
argentino operó de manera autoritaria para disolver las diferencias y cepillar
lo heterogéneo.
-¿Esto fue acertado o errado?
-En la Argentina de fines del siglo XIX y principios del XX
triunfó una concepción que sostenía: una nación, una cultura; una nación, una
lengua. Las diferencias culturales y lingüísticas debían ser eliminadas... y
fueron eliminadas. Hace unos años le preguntaron a Héctor Bianciotti, el
escritor argentino que se incorporó a la Academia Francesa, sobre esa
experiencia tan significativa para un escritor que es escribir en otra lengua.
Respondió: "Para un hijo de italianos pobres, eso no es ningún misterio,
porque lo primero que nos decían era que teníamos que olvidar el italiano y
aprender bien el español para poder integrarnos y circular en la
sociedad". Se podrá indicar, críticamente, que no había espacio para la
diversidad, pero creo que fue un tiempo admirable y que tenemos que lamentarnos
de nuestro retroceso.
-Aquel proceso modernizador de principios del siglo XX, que podía
verse por registros concretos de la economía o de la cultura, no pudo verse, en
cambio, tan claramente en la política...
-Se pensaba que había que dar libertades civiles, pero no
participación política. Al menos, hasta configurar ciudadanos ilustrados, con
vocación republicana. A partir de ese momento se abriría el período de la
República verdadera, la que, en términos del liberalismo democrático, significa
un hombre, una mujer, un voto.
-Eso comenzó a ocurrir a partir de la reforma que la elite
gobernante, como usted la define, realizó con la ley Sáenz Peña, en 1912.
-Claro. Y fíjese qué paradoja: aquellos que habían encabezado
este proceso modernizador iban a ser derrotados en las elecciones democráticas
de 1914 y, sobre todo, en las de 1916, cuando triunfó Yrigoyen. Las enormes
dificultades de esta elite a la que se le dice conservadora, pero que, en
realidad, fue en algunos aspectos básicos realmente transformadora, se
reflejarían en que no consiguió, y nunca iba a conseguir, articular un partido
político de dimensiones nacionales. Los dueños de los bienes económicos no
tienen una representación política.
-¿Dan educación para todos y la gente vota en contra?
-Hay que entender que esta sociedad se constituyó con una
perspectiva y un criterio de valores, fundamentalmente, igualitarios, cosa que
no ocurrió en el resto de la América hispana. En la Argentina, los de abajo
miran a los ojos de los de arriba. Esto ya estaba en la idiosincrasia del
gaucho ("naides es más que naides"). Yo viví bastantes años en
México, y allí hay gente que, aun hoy y más allá de su situación económica, no
se permite a sí misma ingresar en ciertos lugares. Siente que no tiene derecho.
Aquí uno se siente con derecho a estar en todas partes.
-¿Seguimos siendo igualitarios?
-Somos una sociedad imaginariamente igualitaria. Es imposible
entender ciertos fenómenos que ocurren todos los días sin entender esta pulsión
o esta convicción de igualitarismo. Es imposible ver cómo se mueven los
piqueteros, los travestis, los vendedores ambulantes, sin esta idea de que
todos somos iguales.
-¿Esto es lo que nos hace también una sociedad difícil de
gobernar?
-Lógicamente, porque el igualitarismo tiene un doble rostro. Es
extraordinariamente elogiable porque ha contribuido a que la gente adquiera
derechos. Pero cuanto más igualitaria es una sociedad, también es mucho más
difícil de gobernar. A lo que hay que sumar las dificultades que surgen cuando
el igualitarismo se convierte en "cualquierismo" o en qualunquismo.
-¿Qualunquismo?
-Es el desconocimiento de ciertas jerarquías que no tienen nada
que ver con la democracia. Algo típicamente argentino. Salga a la calle y lo
comprobará: gente que sin instrucción, sin mérito, sin esfuerzo, sin
especialización en nada, opina de cualquier cosa. Las consecuencias son
desquiciantes. Otro rasgo clave que nos describe es el populismo. Una cultura
populista dominante tiene bajo nivel de reconocimiento de la institucionalidad.
En nuestro país, las instituciones tienen debilitada su capacidad de ser
mediadoras entre los ciudadanos y el Estado. Es mejor estar protegido por un
puntero que por el Estado argentino. La nuestra es una sociedad con fuertes
componentes corporativos. Si hay un sindicato de metalúrgicos, al dirigente de
los metalúrgicos lo vamos a nombrar ministro de Trabajo. Aparece un sector
piquetero y lo metemos dentro del Estado, con lo cual se le resta autonomía al
movimiento social y se confunde el Estado con un partido. Creo que una de las
modificaciones que generó el primer peronismo fue romper con el modelo de
trabajador, llamémosle, "socialista". Un trabajador autónomo, que
tenía que construir de abajo para arriba, que no debía aceptar ser incluido en
las redes del Estado, que tenía que ser laborioso, frugal y letrado. Bueno, el
peronismo inventó otra cosa.
Por Carmen María Ramos
Para LA NACION