Julio López
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JORGE ESTRELLA EN LA FERIA DEL LIBRO
Por Libro Libre - Wednesday, Aug. 04, 2004 at 9:39 PM
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Jorge Estrella estará en la Feria del Libro de Santiago del Estero, el día sábado 7 de agosto a las 20.30 en el Museo de Ciencias Antropológicas "Emilio y Duncan Wagner". A continuación, un texto de este gran escritor.

JORGE ESTRELLA EN LA...
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Desiderio

Por Jorge Estrella
YERBA BUENA (Tucumán)

Desiderio Papp, como Manuel García Morente o Rodolfo Mondolfo, ha prestigiado a nuestra Universidad Nacional de Tucumán desde la cátedra en la década de los años cuarenta. Historiador de las ciencias, autor de una voluminosa obra escrita, tuvo el raro talento de exponer con sencillez los más variados temas científicos y de advertir en ellos los asuntos filosóficos fundamentales. De origen austro-húngaro, fue miembro efectivo de la Academia Internacional de Historia de la Ciencia (París); ejerció la docencia en universidades argentinas, chilenas y uruguayas; y falleció en Buenos Aires en 1993. Estas páginas tuvieron el honor de que las honrara publicando en ellas. Discípulo suyo y amigo personal, Jorge Estrella testimonia en este relato los últimos días del maestro. (La dirección de LA GACETA)

Tengo 98 años. No los recomiendo. Los días han perdido su espera y ahora se remansan en algo así como una laguna bajo la niebla. Los rumbos en el tiempo y en el espacio se borran. Nunca estoy seguro del lugar en que me encuentro. ¿Santiago de Chile, Praga, Bucarest, Viena, Buenos Aires? Debo preguntar a Mona, mi mujer, para saberlo, pero luego se me olvida y vuelvo a habitar el mundo plural que me tocó en suerte, difuso de pasado. Debo vivir el presente desde antiguas evidencias, como el escritorio o mi sillón que supe conservar en mis derivas. Ayeres y mañanas se arremolinan en este presente plano, y me hallo indefenso en él. Mi mujer sonríe ante mis repeticiones -dice-, ante mis preguntas reiteradas. Ella no entiende.
Cuando relato el día en que estalló la Primera Guerra Mundial, quienes oyen no pueden entender que aquel carruaje donde viajaba hacia mi colegio sigue rodando en el pavimento de piedras, sigo apeándome de él frente al edificio donde gritan el alborozo de la violencia recién iniciada. No son recuerdos: estoy ahí, sintiendo mi asombro y mi tristeza de adolescente ante esa fatalidad recibida con entusiasmo por mis prójimos. Aún puedo escuchar el graznido de los gansos que caminan meneándose sobre la granza, camino de la acequia, haciéndose eco del jolgorio humano.
Cuando debo asistir a un acto cultural en que se presenta un libro o me piden que comente la conferencia de algún expositor, debo hacer un esfuerzo mayor para dejar la charla que estoy sosteniendo con mi padre, rabino él en Praga, donde discutimos. El insiste en quedarse allí ante la evidencia de la invasión nazi. Ambos caminamos sobre el empedrado del barrio judío de casas altas. Y respetuosamente le estoy diciendo que emigraré hacia América del Sur, por España. Pero es la discusión entre un creyente y un ateo: él apuesta a la bondad de su dios; yo, a la perversidad alemana. Mucho más tarde, estando en Tucumán, me enteraré de que él, mi madre, hermanas y hermanos fueron asesinados por los comunistas. Curioso, pero él tendría razón: su dios lo protegió de los nazis y sólo sobrevivió para ser víctima del comunismo. ¿Cómo preferir la exposición de un desconocido que me aburre a la elevada conversación con mi padre, en Praga, donde ambos estamos definiendo nuestra suerte diversa? Es Mona quien me saca del lugar elegido para señalarme que este de la conferencia es el único lugar donde estoy. Eso es falso. ¿Quién está en el lugar donde está? ¿Acaso ese espacio que nos cobija no es fruto de sueños y recuerdos a los que debemos el estar allí?
-Estás en Santiago de Chile -me dice ella-, en la calle Londres, donde funciona tu Instituto de Historia de las Ciencias y escucharás una charla sobre Giordano Bruno, a la que debes comentar después. Escúchala bien.
-Sí, claro, Giordano Bruno... como mi padre, pero al revés: aquel, víctima de la religión; este, víctima por religioso.
Pero Mona no entenderá; son desvaríos míos para ella. Y sin embargo sé que sólo por ella estoy vivo. Me alimenta, me baña, ordena y administra mis remedios, me lleva al médico, conoce mejor que yo mis síntomas. Sabe mis comidas y vinos preferidos y siempre estarán a mano. Pero temo indefenso esa protección amorosa, porque sé que ella prefiere vivir en Buenos Aires, donde tiene una hija y dos nietas pequeñas a las que ve poco. Y está amenazando con llevarme a vivir allá.
-Es Jorge, querido -la oigo decir-; viene a visitarte a Buenos Aires.
-¿Jorge? ¿De Santiago? -pregunto mientras estrecho la mano huesuda de mi amigo-. ¿Acaso no estoy en Santiago?
-No, maestro, en Buenos Aires.
-Ella me trajo, yo quería quedarme en Santiago.
Los días se cuelan como el viento bajo la puerta en una tempestad. Los veo venir cuando ya se fueron, confundo los pasados con los que vendrán, doy por hecho lo que sólo era anuncio. Y prefiero instalarme en los más remotos de mi infancia, contar el número de aquellos gansos, verlos marchar hacia la laguna, meneándose, con esa jactancia inmotivada y pendenciera que tienen. Pisar desde el estribo el rayo de la rueda de aquel carruaje que me transportaba al colegio, sentir su sólido encuentro con el empedrado del camino. O atender el cuidadoso detenerse del caballo que lo lleva, para defecar su trenza de estiércol verde, perfumado a bosques y a pastizales de los campos.
Desde mucho tiempo atrás Mona me alienta a cumplir lo que a muchos suena como delirio: llegar a los cien años. Hice mía esa apuesta insensata. Y como si fuese uno de los muchos libros que escribí, puse convicción y esperanzas en concluirlo. Cada día era visto como una señal de acercarme más a la meta. Aunque después esos días se fundían todos en uno y era la misma expectativa que sobrevivía, incierta, desnuda. Entonces era Mona quien debía informarme cuánto faltaba, cuánto había pasado, del mismo modo que me indicaba dónde estaba. Siempre sostuve que el tiempo de la vida y el tiempo mecánico de la física no pueden identificarse. En las máquinas nacidas de la ingeniería es la organización espacial la que define sus propiedades.
Por eso una máquina (de combustión interna, por ejemplo) podrá ser detenida y echada a andar nuevamente mientras se conserve esa organización espacial de sus componentes. Los organismos, en cambio, han apostado a su organización en el tiempo: destruyen sus elementos en los procesos catabólicos y deben rearmar otros nuevos que los sustituyan, interminablemente. Y si se detiene su mecanismo, simplemente no pueden echarse a andar nuevamente, tal es su compromiso con el tiempo. ¿Tiene memoria una máquina de vapor?
Parece vivir sólo en su presente. En cambio, nos consta que hasta las amebas tienen memoria de su historia pasada y actúan en consecuencia.
Pero ahora, cuando Mona me anuncia que he cumplido los noventa y ocho años, cuando el desgano por cruzar la meta de los cien va ganándome, comienzo a preguntarme si esa diferencia que defendí entre el tiempo de las máquinas (sólo espacio) y el tiempo de los organismos vivos es real. Si lo fuera, ¿por qué me pierdo parejamente en lugares y en épocas? ¿Por qué tiempos y espacios vividos me juegan la misma broma burlesca de mezclarse? ¿No será que tiempo y espacio son finalmente costados de lo mismo y, por ende, no cabe distinguirlos como propuse siempre? En fin, otros arreglarán este embrollo; no tengo más tiempo ni ganas de repensarlo. Basta el día con su afán, decía mi padre como buen rabino. Para mí, basta mi vida entera con su afán. Las fatigas del día se acumulan en el atardecer del campesino. Las fatigas de mis años adormecen mi ánimo. Y lo único claro que veo es la inutilidad de todo empeño, la falta de sentido real de nuestras vidas en este mundo.
-Traigo tu desayuno, mi vida, con las medialunas que más te gustan.
-No, Mona. No comeré más. He vivido suficiente.
-Vamos, no seas bromista. Apenas nos falta un año y ocho meses para que tengas tu título más valioso con tus flamantes cien años.
-No, Mona, es en serio. He vivido demasiado. No soporto más el estiramiento de mi vida en días que nada nuevo me traen. Pero ella no me cree; revolotea sus amables manos por mi calva y se va segura de que a su regreso hallará el desayuno consumido.

-¿Creerás, Jorge? Desiderio se plantó en su voluntad de rechazar todo alimento. Cruzó los brazos, apretó sus manos fuertemente en las axilas. Parecía un niño caprichoso. Al tercer día vino el médico, intentó ponerle suero porque se deshidrataba. Pero fue inútil. Finalmente lloré aceptando que si él había decidido marcharse no debíamos oponernos más. Pasamos otros cinco días, despidiéndonos, conversando sobre nuestras vidas, pidiéndome él qué hacer con sus bienes. Y se murió así, sano, sin dolores, protegido de todo sufrimiento por su voluntad. A sólo un año y poco más de cumplir sus cien años.

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Muy bien filogeno Saturday, Aug. 07, 2004 at 6:57 PM