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El Movimiento Asambleario en Argentina: Balance de una Experiencia
Por Ezequiel Adamovsky -
Wednesday, Sep. 22, 2004 at 11:12 AM
El Movimiento Asambleario en Argentina: Balance de una Experiencia
El Movimiento Asambleario en Argentina: Balance de una Experiencia
Ezequiel Adamovsky
[Artículo aparecido en la revista El Rodaballo (no. 15, Buenos Aires, invierno de 2004)]
Inmediatamente después de la rebelión del 19 y 20 de diciembre de 2001 en Argentina, surgió un nuevo movimiento social de “asambleas populares”. En muy poco tiempo, más de 150 asambleas de entre 15 y 300 vecinos se formaron espontáneamente en Buenos Aires, y otras en Córdoba, Rosario, Mendoza, Santa Fe y otras ciudades. Ya en enero de 2002 se organizó una coordinación de estas asambleas, primero a nivel de la ciudad y luego a nivel nacional: la asamblea “Interbarrial de Parque Centenario” y la “Interbarrial nacional”. El fenómeno prometía convertirse en una fuerza social arrolladora. Luego de casi un año de intensa actividad, sin embargo, el movimiento asambleario comenzó a mostrar signos de decaimiento: muchos vecinos se alejaron, y las “Interbarriales” e incluso muchas asambleas locales desaparecieron. Hoy, a más de dos años de la rebelión, sólo algunas de aquéllas asambleas iniciales siguen trabajando, menguadas en energía y en concurrencia.
Lo que sigue es un intento de realizar un balance crítico del movimiento, basado en mi experiencia como miembro de la Asamblea Popular Cid Campeador y en esfuerzos previos por pensar nuestras prácticas.
El significado de un nuevo movimiento
Como todo nuevo movimiento social, el movimiento asambleario surgió en una grieta del sistema de representación. En la Argentina de fines de los 90s, como en el resto del mundo, el andamiaje político-institucional diseñado para canalizar/expropiar la energía constituyente de los habitantes daba muestras cada vez mayores de inadecuación. Concebido hace más de dos siglos, y perfeccionado desde entonces, el sistema conocido como “democracia liberal” se vuelve cada vez menos eficiente a la hora de contener las tensiones del capitalismo en la era de la globalización. En Argentina, este proceso se vivió de manera particularmente aguda: políticas neoliberales de una profundidad y violencia mayores que en otros casos generaron efectos fuertemente destructores de lo economico y disolventes de lo político. El rápido deterioro económico de la Argentina a partir del golpe militar de 1976 –acelerado durante los 90s– y la pérdida de credibilidad del régimen político –corrompido por el poder del dinero y cada vez más dependiente de la voluntad del FMI y las grandes corporaciones– son suficientemente conocidos, y no volveré aquí sobre esas cuestiones. Lo importante es visualizar los desplazamientos de sentido políticos de los que las grietas del sistema son a la vez indicios y factores productivos. “Que se vayan todos” (QSVT), la consigna principal de la rebelión, es uno de esos desplazamientos de sentido. Las asambleas, por su parte, emergen inesperadamente del horizonte de posibilidades abierto por esa consigna.
Es difícil establecer el origen del QSVT, y mucho más seguir los múltiples significados que adquirió a través del tiempo. Es probable que la consigna haya surgido, paradójicamente, de una mutación de sentido de mensajes neoliberales previos. Desde mediados de los 80s la prensa mainstream se había dedicado a una campaña sistemática de desprestigio de los políticos y del estado en general, con el fin de legitimar el proyecto privatizador y antisocial del neoliberalismo, es decir, el predominio del mercado como mecanismo único de organización de la vida social. Esta crítica se combinaba con otra en el mismo sentido, pero de carácter más puramente moral, contra la flagrante corrupción de los funcionarios públicos. El ataque a los políticos y lo político alcanzó niveles tan virulentos, que grandes sectores de la prensa llegaron a promover la abstención o la anulación deliberada del voto en las elecciones legislativas anteriores a la rebelión. Ante la torpeza del gobierno de De la Rúa para manejar la crisis económica, la gente que participó en el cacerolazo la noche del 19 de diciembre de 2001 retomó y llevó al extremo el mensaje aprendido en años de campaña antipolítica, y acuñó el QSVT. Pero el cambio en el acto de enunciación del mensaje antipolítico abrió las puertas a un profundo desplazamiento de sentido. Al trasladarse de la prédica de la prensa, recibida pasivamente por los espectadores, a la voz de miles de vecinos movilizados en las calles por propia decisión, el rechazo de los políticos adquirió un significado completamente diferente. Para los neoliberales, “fuera los políticos” significaba un mundo de consumidores, sin ciudadanos; los vecinos que cantaban QSVT en la Plaza de Mayo y ocupando el espacio público por toda la ciudad, por el contrario, afirmaban su soberanía política a través de ese mismo acto.
“Que se vayan ellos, que acá estamos nosotros”. De esa mutación de sentido surgieron las asambleas. El horizonte de posibilidades abierto por la perspectiva de un mundo sin políticos, pero con sujetos activos encontrándose en las calles, abrió la grieta por la que, sin premeditación, se colaron las reuniones de vecinos decididos a deliberar y decidir por ellos mismos.
Quizás estas primeras reuniones obedecieran a un impulso casi instintivo frente al sentimiento de desolación producido por una economía y un sistema político en añicos. Nadie las planificó ni organizó de antemano. Ningún partido o líder las había propuesto o llamado. Frente al colapso de una sociedad organizada a partir del mercado y del (su) estado, muchos vecinos sencillamente volvieron al grado cero de la vida social: el encuentro con el prójimo (próximo) a través de la palabra.
A esta forma y contenido primigenios –el encuentro y la palabra– fueron sumándose formas y contenidos más complejos, y que no eran obvios ni necesarios. Desde el nombre mismo, “asamblea”, las reuniones de vecinos fueron abrevando de las pocas experiencias y discursos disponibles y no sospechados, y adaptándose a su propia realidad. El rechazo de toda forma de representación, muy fuertemente instalado desde un comienzo, fue seguramente resultado de la desconfianza respecto de los representantes y los partidos, ambos en profundo descrédito. A su vez, el recurso a la acción directa (no utilizábamos esa expresión al principio) deriva de tal rechazo a las instituciones representativas. La defensa de la “horizontalidad” –otra novedad en el vocabulario político de esos días– también se transformó en uno de los principios rectores de las asambleas. En su origen, seguramente estuviera tanto la desconfianza respecto de los líderes y autoridades existentes, como la reacción frente a los militantes de partidos de la izquierda jerárquica que pretendían manipularnos e imponernos sus “programas”. Otras formas y contenidos fueron ingresando paulatinamente, y muchos permanecen como terreno de disputa dentro del movimiento. Muchas asambleas, por ejemplo, pronto adoptaron un discurso claramente anticapitalista. En el plano puramente formal-procedimental, algunas asambleas optaron por las listas de oradores o las votaciones por mayoría y minoría, mientras que otras prefirieron el debate espontáneo o las decisiones por consenso. Las opciones en uno u otro sentido estaban condicionadas tanto por la presencia de gente con tal o cual experiencia previa, como por el grado de confianza y respeto mutuos que los vecinos lograran generar.
Otro terreno de disputa fue y sigue siendo el de la estrategia política a adoptar en lo referente a la construcción de poder y al estado. Para algunos, el concepto de “autonomía” –otra novedad en nuestro vocabulario político–, combinado con el de horizontalidad, ayudaba a pensar estrategias no centradas en la “toma del poder” mediante partidos y a construir, en cambio, “contrapoderes” más ligados al trabajo territorial y a través de redes sin autoridad central. La ola de tomas de edificios e instalación de centros sociales autónomos protagonizada por las asambleas hacia mediados de 2002 es un buen ejemplo de esto. Otros asambleístas, sin embargo, continúan apegados a la herencia socialista o populista, e imaginan la construcción de un movimiento que lleve a “uno de los nuestros” al poder. En rigor, todas estas ideas novedosas venían siendo exploradas por grupos de activistas ya desde, por lo menos, mediados de los 90s. Pero fue la grieta abierta por el QSVT, el desplazamiento de sentido que operó la rebelión, lo que permitió la contaminación de vastos sectores de la sociedad con esos saberes hasta entonces casi herméticos.
En cualquier caso, y más allá de contenidos explícitos o procedimientos formales, lo que más importa del movimiento asambleario son los procesos y cambios casi invisibles que su funcionamiento cotidiano genera y atestigua. El plano donde esto se hace particularmente evidente es el de las identidades socio-políticas. Tanto la heterogénea composición de las asambleas como sus pautas de funcionamiento horizontales hicieron indispensable un proceso continuo de negociación de diferencias, y la puesta en cuestión de las identidades heredadas.
En el caso de mi asamblea esto se evidenció de varias maneras. Por ejemplo, en el tozudo rechazo a identificarse como “de clase media”, según la veloz sociología que proponían los medios de comunicación. Por otro lado, las identidades que proponía el discurso de izquierda tradicional tampoco podían aplicarse sin un evidente forzamiento: no éramos “clase obrera”, ni estábamos dispuestos a portar con culpabilidad una identidad de “pequeñoburgueses”. La asamblea asumió con orgullo, en su propia autopercepción, la alianza tácita que la rebelión instaló entre clase media y los sectores populares. De los primeros integrantes de la asamblea, sin embargo, podría decirse que pertenecían a la clase media porteña. Y, aun así, la voluntad de romper con las divisiones de clase a que nos somete el sistema hizo que la asamblea se volcara constantemente a tejer lazos con las clases populares hasta, pasados unos meses, incorporar efectivamente miembros de esas clases. De más está decir que esto no fue un proceso sencillo, ni mucho menos concluido: las tensiones y prejuicios de clase se nos colaron y siguen colando de mil maneras en el lenguaje, en el trato, en la distribución de tareas, etc.
Asimismo, la asamblea permitió hasta cierto punto la negociación de las identidades nacionales, un poco por el aporte de un internacionalismo consciente de algunos miembros, y otro poco por la presencia de integrantes que, de hecho, no habían nacido en Argentina. Retrospectivamente, me resulta evidente que fuímos pasando de concebirnos protagonistas de una lucha puramente nacional, a pensarnos como parte de una lucha global. En este proceso fue fundamental la imagen de nosotros mismos que nos devolvía el Otro extranjero: las decenas de activistas internacionales que pasaron por nuestra asamblea, los informes sobre las repercusiones de nuestras luchas y nuestras ideas en otros países, y la participación en acciones de solidaridad con movimientos en lugares distantes del globo reforzaron la tendencia hacia el debilitamiento del componente nacional de nuestras identidades primarias. Otras formas de negociación de identidades –por ejemplo las de género y las generacionales– se hicieron también evidentes. En suma, las asambleas no sólo son producto de una multiplicidad de sujetos sociales, sino también, al menos potencialmente, agentes productores de multiplicidad.
En conclusión, diría que el significado histórico del movimiento de asambleas reside en que señala (en su doble sentido: atestigua y produce), junto con otros movimientos similares, una transición hacia una nueva forma de concebir la política emancipatoria. Recuperando mucho del legado de la izquierda tradicional, las asambleas sin embargo marcan desplazamientos en varios sentidos fundamentales. En la producción de espacios de deliberación, autonomía y acción directa, el movimiento se aparta de la política puramente estatal y representativa; en su funcionamiento horizontal tanto como en la producción de horizontalidad y multiplicidad, las asambleas se alejan de la política jerárquica y autoritaria de la vieja izquierda y de su concepción sustancialista y limitada del sujeto emancipatorio. Finalmente, las asambleas producen una superposición de las nociones de “forma” y “contenido” y las de “medio” y “fin”, a la vez que ponen en cuestion la concepción lineal del tiempo propia de las narrativas de izquierda anteriores. Se ha criticado muchas veces a las asambleas por carecer de un “programa” político. Sin embargo, en el funcionamiento asambleario, es el propio procedimiento (forma) el que está preñado de los contenidos. El “programa” de una asamblea –si pudiera llamárselo así– consiste en la multiplicación de espacios asamblearios, es decir, la creación de un mundo a su imagen y semejanza: horizontal, múltiple, abierto, y libre (es decir, autónomo). Por ello, a diferencia de la concepción instrumentalista de la política propia de la vieja izquierda –que genera una disociación entre medios (jerárquicos y autoritarios) y fines (igualdad y libertad)– en la política asamblearia medios y fines coinciden. En otras palabras, las asambleas prefiguran o anticipan el mundo que desean.
Es por todo esto que las asambleas también subvierten la concepción del tiempo cara a las tradiciones revolucionarias del pasado. La política emancipatoria tradicional se basa en la narrativa de un tiempo lineal, en el que la tarea del presente es destruir el pasado y acumular fuerzas para avanzar hacia un punto radiante y conocido, ubicado en el futuro. Así, tanto la identidad del sujeto emancipatorio –la “clase obrera (indefectiblemente) revolucionaria”– como el caracter instrumental de la forma de organización (el partido centralista que acumula poder) y el contenido del “programa” (la sociedad comunista) apuntan hacia el futuro. El imperativo de un tiempo lineal así concebido es tal, que el pasado –es decir, los sujetos tal como arriban a las luchas con sus identidades forjadas por su propia experiencia vital– y el presente –el momento de la lucha y la construcción de un movimiento emancipatorio– se sacrifican en favor de un futuro premoldeado. El presente se lee en clave teleológica: sólo tiene sentido si desemboca en el futuro esperado. Desde este punto de vista, el declive actual de las asambleas sólo puede ser interpretado como fracaso: no acumulan, ergo, se retrocede en el camino; desaparecen, ergo, no sirvieron al fin.
Sin embargo, la nueva política emancipatoria que el movimiento de asambleas ejemplifica cuestiona la linealidad temporal del camino a la emancipación. Pasado, presente y futuro conviven “reconciliados”en un presente que es el que encarna el momento de la utopía. El proceso de negociación de diferencias descrito más arriba implica una dialéctica de reconocimiento mutuo de los sujetos en lucha que, por su misma naturaleza, supone la aceptación (reconocimiento) del pasado como componente del presente por derecho propio. Pero, a su vez, la negociación de diferencias en el presente es orientada no por un futuro externo y predeterminado, pero sí por un horizonte de expectativas y posibilidades que la propia lucha presente construye y que, por ende, permanece necesariamente abierto. Por todo esto, la efectividad política de las asambleas no puede medirse en términos de un supuesto futuro que les es ajeno, ni en función de su acumulación de poder o su continuidad ininterrumpida. Por el contrario, la “productividad” del hecho asambleario sólo puede medirse en términos de los horizontes de posibilidad que inaugura, de las preguntas que habilita, de los desplazamientos y rupturas que genera en el proceso de invención de una nueva cultura política. Y, en la medida en que este proceso es colectivo y global –es decir, excede la situación del movimiento asambleario argentino– el éxito o fracaso de las asambleas tampoco puede medirse por su simple continuidad temporal. Las asambleas podrían perfectamente desaparecer y, sin embargo, eso no supondría necesariamente el fracaso del movimiento como tal: los desplazamientos políticos que contribuyeron a generar, las ideas y experiencias que exploraron, podrían mutar de forma y/o alimentar y “contaminar” a otros movimientos. Por el contrario, la continuidad ininterrumpida de lo mismo a través del tiempo, sin cambios de formas, bien puede ser signo de esterilidad política (prueba de ello es la improductiva supervivencia de los partidos de izquierda tradicional).
En este sentido, me resulta indudable que el movimiento asambleario, junto con los otros movimientos similares, fue de una enorme productividad emancipatoria justamente porque contribuyó a interrumpir las narrativas del poder (tanto las del estado como las de la izquierda tradicional). En la Argentina, un país marcado por una imaginación política fuertemente jerárquica –no sólo en su vertiente populista-Peronista, sino incluso en la de la izquierda– la irrupción de ideas y prácticas basadas en la horizontalidad, la multiplicidad y la autonomía representan una verdadera revolución cultural. Los efectos de esta ruptura, por otro lado, se trasladaron más allá de las fronteras: no sólo los ecos de nuestra rebelión (incluidos los de las asambleas) han dado la vuelta al mundo inspirando a muchos movimientos: el propio concepto de horizontalidad fue “aprendido” por activistas de muchas latitudes a partir del pensamiento que emanó de nuestras asambleas y movimientos no-jerárquicos. ¿Cómo cuantificar los efectos posibles de este “pequeño” cambio? ¿Cuántos retoños de las asambleas podrán todavía florecer en lugares y de formas impensados?
Limitaciones y tensiones de la construcción asamblearia
Claro que esta explicación acerca de los criterios de efectividad de los movimientos sociales bien podría servir para negarnos a ver los problemas y limitaciones del movimiento asambleario. No se trata aquí de instalar una celebración a priori de cualquier situación de lucha, sino de habilitar una reflexión sobre los alcances y limitaciones de las luchas en su forma actual. Con todo su potencial, las asambleas han encontrado importantes limitaciones en su construcción y, sin dudarlo, mucho del declive de los últimos meses obedece a ellas. Lo que sigue es un intento por identificar y analizar las más importantes.
1- VINCULOS INTERNOS (o las dificultades de la horizontalidad)
Muchas de las limitaciones del movimiento asambleario tienen que ver con la dificultad para establecer relaciones de confianza entre sus miembros. A su vez, esta dificultad está relacionada con la forma particular en que nacieron las asambleas: como espacios 1) no fundados en vínculos de afinidad previos o al menos presuntos y 2) radicalmente abiertos e igualitaristas.
Las asambleas surgieron en desafío a uno de los preceptos fundamentales que orienta la construcción de muchos de los nuevos movimientos anticapitalistas: “Habrás de unirte con tus semejantes en grupos ‘de afinidad’; con los no (tan) afines te articularás en red, estableciendo consensos puntuales en la medida de las posibilidades.” Al haber surgido como agrupamiento espontáneo, instintivo, ante el colapso del mundo circundante, las asambleas siguieron el camino inverso: desde un principio agruparon una heterogeneidad tal, que construir afinidades resultaba a veces imposible. Los vecinos reunidos en primeras asambleas eran jóvenes y viejos; empobrecidos y de buena posición económica; con educación superior y de instrucción básica; con experiencia política y sin ella; militantes de partidos y antipartidarios; “machos” y de temperamento más blando. Además, todos traíamos, en mayor o menor medida, la cultura autoritaria, individualista, “guerrera” e intolerante en que nos educa el sistema.
En este contexto, la negociación de diferencias y la producción de multiplicidad se vieron enormemente dificultadas. Con demasiada frecuencia, la dialéctica del reconocimiento del Otro –proceso lento y trabajoso– se reemplazó por el procedimiento más rápido y sencillo de conseguir la unificación mediante el “aniquilamiento” del diferente.
En el proceso de construcción de mi asamblea, por ejemplo, altos niveles de agresión verbal y mecanismos indirectos de exclusión estuvieron siempre muy presentes, con el resultado de que decenas de personas fueron indirectamente “expulsadas” en varias oleadas. Primero, muchos vecinos sin experiencia política, que se acercaron tímidamente los primeros días, pronto se alejaron, probablemente ante la falta de posibilidades de hablar sin someterse a la “aprobación” o “desaprobación” del conjunto, y ante la comprobación de que no manejaban los “saberes” mínimos de los oradores más intrépidos. Por otro lado, los altos niveles de agresión verbal fueron alejando a todos aquéllos sin la fortaleza de temperamento necesaria como para soportarlos. En una segunda oleada, más o menos luego de cinco meses de trabajo juntos, se desarrolló una encarnizada batalla de agresiones verbales entre los asambleístas de izquierda radicalizada y aquéllos de opiniones más “moderadas”. El resultado fue el alejamiento de todo un grupo de vecinos pertenecientes a la Central de Trabajadores Argentinos, más otros que simpatizaban con ellos. En una tercera oleada –aproximadamente al año y medio de existencia de la asamblea, cuando ya todos los que quedábamos éramos claramente anticapitalistas– la batalla de agresiones se dio entre algunos de los militantes más “machos” y guerreros, y un grupo de jóvenes de disposición más artística y festiva. El resultado: éstos terminaron abandonando la asamblea en bloque. Y hoy mismo, más de dos años luego de la fundación de la asamblea, continúa la batalla entre los “antipartido” y los afines a los partidos de izquierda.
Esta dinámica del “aniquilamiento” del otro dificultó el establecimiento de relaciones de respeto y confianza, indispensables si se quiere instalar una verdadera dinámica horizontal. La asamblea rechazó sistemáticamente las propuestas de decidir por consenso, como un modo de forzarnos a adoptar la dialéctica del reconocimiento en lugar de la dinámica del aniquilamiento. Los argumentos para tal rechazo provenían de aquéllos más apegados a la cultura de izquierda tradicional: “el consenso demora mucho”, “nunca nos vamos a poner de acuerdo”, etc. Como es habitual, estos argumentos se transformaron en profecías autocumplidas: quienes se sentían propietarios de la verdad única, jamás se disponían sinceramente a negociar diferencias.
Asimismo, la pesada herencia de la cultura política tradicional también hizo extremadamente difícil encontrar mecanismos para mejorar las relaciones interpersonales. En efecto, en ojos de la cultura de izquierda heredada, lo personal y los vínculos afectivos se perciben como un ámbito “no político” o “femenino” –es decir, opuesto al comportamiento “aguerrido” que se espera del militante. Casi todas las propuestas de discutir una “política de la afectividad” –tomo esta frase de Martín K, ex asambleísta de Colegiales– chocaban contra la sospecha y la mirada cínica de los asambleístas “machos” (independientemente de su género). En este contexto, fue imposible desarrollar procedimientos para lidiar con los inevitables problemas personales, que terminaban obstruyendo una y otra vez el desarrollo de las reuniones.
El establecimiento de relaciones horizontales y de confianza mutua se vio resentido por otro factor: el caracter “radicalmente abierto” e igualitarista de las asambleas. En su caracter espontáneo y autoconvocado, las asambleas dieron siempre la bienvenida a quienquiera que se acercara. No existe ningún procedimiento de selección, admisión ni formación de los nuevos miembros. Cualquiera tiene derecho a voz y voto desde el primer momento, y desde que se acerca a la asamblea es un “igual”. Esto no es un mero enunciado formal: literalmente, no es infrecuente que aparezca una persona totalmente desconocida en una reunión de asamblea, hable, vote, y jamás se la vuelva a ver. En la experiencia de mi asamblea, por ejemplo, esto significó tener que lidiar de igual a igual con personas con serios trastornos mentales, o con militantes de partidos que venían “encubiertos”, deliberadamente, a inclinar una votación puntual en favor de tal o cual propuesta.
Los problemas que devienen de esta “apertura radical” e igualitarismo en las formas son difíciles de visualizar y de debatir, debido a una concepción romantizada de la horizontalidad y a una idea abstracta de la igualdad. Ambas provienen, a su vez, de un falso colectivismo que impide percibir/aceptar las diferencias individuales.
La premisa de las asambleas, “todos somos iguales, ergo, todos tenemos los mismos derechos”, no deja de ser cierta. Pero, en rigor, ni la igualdad ni la horizontalidad existen por decreto de la mera voluntad. Una comunidad política (por ejemplo, un asamblea) adquiere un caracter horizontal no por una simple decisión formal de que todos los que están allí serán iguales, sino por un esfuerzo consciente y constante de garantizar las condiciones para la igualdad real. Una persona sin experiencia que recién ingresa a la asamblea dos años después de que ésta comenzara a funcionar, no es en modo alguno “igual” a uno de los miembros fundadores. Éstos cuentan con todo un bagaje de conocimientos y experiencias que hacen que, en la práctica, tengan más posibilidades de aprovechar su “igualdad” que el recién llegado. Si nadie se toma el trabajo de transmitir a éste la información mínima, de poco vale su derecho formal a la igualdad. Por otro lado, una persona muy sensible a las agresiones personales no es igual a quien la agrede: a falta de prevenciones colectivas, éste terminará prevaleciendo.
Del mismo modo, tiene poco sentido otorgar igual derecho de voz y voto a cualquiera, aun si tiene escasa o ninguna vinculación con las posibles consecuencias de su decisión, ni con el trabajo necesario para que esa decisión se materialice en efectos concretos. Esta forma de igualdad abstracta, en los hechos, violenta el derecho a la igualdad real de los demás. Por ejemplo, en mi asamblea hubo gente que estaba “de paso” y que, sin embargo, se permitió votar sobre los dispositivos de seguridad a tomar durante una acción directa en la que no iban a participar ni colaborarían en organizar. Por otro lado, en una ocasión todos votamos “igualitariamente” si nueve de nuestros compañeros que estaban procesados por la justicia debían aceptar presentarse ante el juez. En ambos casos, todos fuimos “iguales” a la hora de discutir y votar medidas cuyos pre-requisitos y efectos, sin embargo, recaerían “desigualmente” sobre cada uno.
La verdadera horizontalidad no consiste en esconder bajo la alfombra las desigualdades existentes, sino en superarlas o reconocerlas. En el caso de aquellas desigualdades que sea conveniente y posible eliminar –por ejemplo, la del recién llegado que no tiene idea de los temas que se discuten, o la del “sensible”–, horizontalidad significa trabajar para superarlas –por ejemplo, ofreciendo instancias de formación política para los nuevos miembros, o formas de controlar la agresividad. Para aquéllas desigualdades que sea imposible o indeseable eliminar –por ejemplo, el hecho de que sólo algunas personas sufrirán los efectos de no comparecer ante un juez, o el hecho de que alguien sólo está “de paso”– lo único que queda es reconocerlas y poner los derechos políticos en sintonía con ellas. En otras palabras, la verdadera igualdad política en una organización horizontal consiste en un principio muy simple: que cada cual tenga el derecho a decidir exactamente en la medida en que esas decisiones lo afectan.
Así como las asambleas en general tuvieron serias dificultades para desarrollar mecanismos no traumáticos de superar las diferencias internas, tampoco avanzaron en la creación de dispositivos de reconocimiento/superación de las desigualdades reales. Por otro lado, el caracter “radicalmente abierto” de las asambleas las hizo demasiado vulnerables a los ataques externos y, por ello, complicó aún más la tarea de lograr confianza mutua. Por estos motivos, la construcción de la horizontalidad dentro del movimiento asambleario encontró límites muy precisos.
Dadas las condiciones de nuestro nacimiento, pensando restrospectivamente, cabe concluir que las asambleas teníamos pocas posibilidades reales de sortear con exito estos problemas de “apertura radical” y de construcción desde la “falta de afinidad”. Surgimos con esas características –no lo elegimos así, sólo nos sucedió– y quizás perezcamos con ellas. No se culpe a nadie: lo importante es aprender de la experiencia para poder avanzar por otros caminos.
2- VINCULOS EXTERNOS (o la levedad de las redes)
Algunos de los límites en los vínculos internos se reproducían, a otra escala, en los vínculos entre asambleas y con otros movimientos. El primer intento de articulación interasamblearia fue la “Interbarrial de Parque Centenario”, que llegó a reunir a más de un centenar de asambleas porteñas, y las dos “Interbarriales nacionales”. Concebidas desde la lógica del “frente de masas” de la izquierda tradicional, sucumbieron ya en 2002 bajo esa misma lógica. La idea subyacente en la creación de la Interbarrial era que, una vez que las asambleas tuvieran un espacio centralizado capaz de representar a todo el movimiento asambleario, tendrían una voz unificada, y un centro autorizado a hablar en nombre de todas. Desde ese centro, las asambleas definirían un “programa” político, y podrían entonces coordinarse con los demás sectores (piqueteros, partidos, sindicatos, etc.), que también deberían tener una voz y un programa. La política que está detrás de esta concepción imagina que, entonces, todo el movimiento social elegiría el mejor “programa”, junto con el mejor “instrumento” para llevarlo a cabo: el partido X. Como era de esperar, los partidos de izquierda –particularmente Izquierda Unida y el Partido Obrero– lucharon encarnizadamente para controlar la Interbarrial, a través de una serie de vergonzosas manipulaciones que no excluyeron las agresiones físicas. Como consecuencia, en pocos meses las asambleas se fueron retirando de la Interbarrial, hasta que sólo quedaron cuatro o cinco. Podría pensarse, sin desmedro de lo anterior, que las asambleas rechazaron el concepto de la Interbarrial más allá del accionar de los partidos. Desconfiadas de la política representativa y de la centralización de las decisiones, las asambleas se negaron a delegar su poder y a uniformizar sus voces e ideas en un “programa” único.
Rechazado el modelo de la Interbarrial, sin embargo, las asambleas no construyeron otra forma de coordinación interasamblearia de caracter general. A falta de ello, desarrollaron instintivamente formas de coordinación en red, sin proponérselo conscientemente. Aunque en general permanecieron invisibles, en algunas oportunidades las redes de vínculos laxos entre asambleas y asambleístas demostraron su materialidad y efectividad. Por ejemplo, cuando en pocos minutos, a través de contactos telefónicos informales, sin ninguna organización centralizada, miles de asambleístas se movilizaron para detener el desalojo de la fábrica ocupada Brukman.
Más allá de estas redes laxas e informales, existieron algunos experimentos encaminados a crear formas de coordinación no centralizadas o uniformizadoras. Por ejemplo, hubo encuentros “interzonales” que agrupaban las asambleas de una misma área, y una serie de experiencias de menor escala (como los “Encuentros de Asambleas Autónomas”, donde un par de decenas de asambleas debaten sin tomar decisiones) o temáticas (como las reuniones de “Intersalud”). Las asambleas también participan de campañas puntuales coordinadas con otros movimientos, por ejemplo contra el ALCA, por una Ley de Comunas para una democracia más participativa, contra los aumentos tarifarios, etc. Una experiencia de coalición interesante fue la del “Piquete Urbano” (PU), una acción directa de bloqueo del Banco Central y la Bolsa de Valores de Buenos Aires realizada el 19 de diciembre de 2002. La idea surgió inicialmente en nuestra asamblea, desde donde lanzamos un llamado a la acción a la red de contactos que habíamos estado construyendo durante todo el año. Superando nuestras expectativas, decenas de grupos respondieron, y durante dos meses organizamos la acción en forma completamente horizontal. En la organización participaron más de 40 grupos, no sólo asambleas, sino también organizaciones piqueteras, sindicatos combativos, partidos políticos, colectivos de arte, grupos gay/lésbicos, organizaciones de ahorristas, colectivos de resistencia global, estudiantes, grupos ambientalistas, y asociaciones de derechos humanos. Luego de la acción, la coalición del PU se autodisolvió.
Sin embargo, más allá de estas experiencias puntuales que demuestran su indudable potencialidad, las redes no dieron lugar a formas de coordinación más amplias, sólidas o efectivas. Esta incapacidad de cooperar en mayor escala seguramente contribuyó al decaimiento del movimiento asambleario, que vio sus expectativas de crecimiento frustradas. Es interesante notar, a modo de hipótesis, que el fracaso de la Interbarrial y la inexistencia de formas de coordinación alternativas marcaron el fin de la dinámica expansiva del movimiento. Mientras existió la expectativa de que las asambleas podrían articular sus acciones a gran escala, se verificó el proceso de “crecimiento por multiplicación”. Con todas sus limitaciones, la mera existencia de la Interbarrial probablemente invitaba a autoorganizarse para participar de un espacio que se percibía como abierto; en ese momento, las asambleas se reprodujeron como hongos en cada rincón de la ciudad. Tal como en el mundo biológico, esta forma de reproducción (multiplicación) del movimiento no generaba un crecimiento a costa de las demás –como en el caso de los partidos, que crecen por “acumulación”, compitiendo uno con otro– sino que cada nueva asamblea invitaba indirectamente a crear otras. La falta de un horizonte más amplio de cooperación seguramente influyó en el detenimiento de la dinámica de la multiplicación.
La dificultad para organizar formas de cooperación en gran escala tiene que ver, otra vez, con la imposibilidad de establecer relaciones de confianza y reglas claras de funcionamiento que garanticen la igualdad de los “nodos” (horizontalidad) y el respeto de sus diferencias (multiplicidad), y que protejan a la red de los atacantes exteriores (autonomía). Una lección importante de este proceso es que la solidez de los vínculos externos y la fuerza de la dinámica de la multiplicación son directamente proporcionales a la intensidad de los ataques centralistas y jerarquizantes. En el caso en cuestión, los partidos de izquierda se lanzaron con violencia e intensidad a controlar las redes del movimiento asambleario mientras éstas crecían y se coordinaban a mayor escala. Cuando este proceso se detuvo, los partidos perdieron interés: las asambleas ya no les ofrecían la promesa de “acumular” poder.
La conclusión de esta sección es similar a la de la anterior: las limitaciones principales en la construcción de formas de coordinación reticulares provino de la incapacidad para crear procedimientos e instituciones de nuevo tipo, que generen el terreno propicio para la expansión de las redes. El derrotero del movimiento asambleario demuestra que existe un choque inevitable entre las lógicas de crecimiento por multiplicación –horizontales– y por acumulación –jerarquizantes– y que, en ausencia de mecanismos institucionales de protección, éstas terminan prevaleciendo por sobre aquéllas (por lo menos en el plano de la coordinación a gran escala). El predominio de las formas jerárquicas no se traduce, sin embargo, en una coordinación efectiva: su lógica ha demostrado, una y otra vez, conducir a la frustración política. Pero su fuerza es suficiente para bloquear o entorpecer el desarrollo de las formas reticulares. Por ello es necesario, para decirlo con una metáfora, avanzar de las redes biológicas a las redes políticas. Toda la historia de la humanidad es testigo de fuertes impulsos sociales espontáneos (“biológicos”) hacia la asociación reticular y horizontal. Pero también atestigua que los impulsos hacia la centralización y jerarquización existen, y que tenderán a predominar a menos que haya esfuerzos políticos por limitarlos y mantenerlos bajo control. Por esfuerzos “politicos” me refiero a aquéllos que estén materializados en procedimientos e instituciones formales (es decir, fruto de un acuerdo político).
3- ESTRATEGIA (o los dilemas de la autonomía)
La dificultad para fortalecer los lazos internos, y establecer formas de cooperación que vayan más allá de pequeños núcleos, ha funcionado como un bloqueo fundamental para el desarrollo de una estrategia política fundada en la autonomía. En el ciclo de crecimiento y retracción del movimiento asambleario he visto casos de compañeros que, habiendo apostado a la construcción de una política autónoma, terminaron aceptando las reglas de juego de la política pensada desde el poder. Ante la falta de capacidad para organizar una política autónoma que trascienda el espacio meramente local del barrio, con frecuencia terminamos entregándonos a las estrategias de coordinación/unificación de los partidos. Es que, aunque hayan demostrado una y otra vez su infertilidad, éstas al menos ofrecen una aparente fortaleza y materialidad. Nuestra asamblea, por ejemplo, viene de decidir, luego de un importante debate, participar como convocante de la Asamblea Nacional de Trabajadores (ANT), un espacio básicamente controlado por grupos leninistas. Aunque pocos compañeros votaron con entusiasmo, la decisión fue orientada por el dato irrefutable de que “hoy la ANT es lo único que hay”. De modo similar, varias de las campañas en las que participamos están motorizadas principalmente por partidos: otra vez aquí, para trascender el espacio local debemos confiarnos a instituciones jerárquicas cuyas características, sin embargo, repudiamos dentro de nuestra propia construcción. Paralelamente, ante la frecuente inefectividad de la política sin representantes, muchos regresan a la representación (incluso bajo formas extremadamente delegativas).
El mismo problema se reproduce al exterior del campo de las organizaciones en lucha. La falta de mecanismos que nos permitan articular nuestras fuerzas dispersas para transformarlas en alternativas reales y concretas de cambio, nos viene alejando cada vez más de la sociedad no movilizada. La sociedad argentina, que gritó “¡Que se vayan todos!” y depositó esperanzas de renovación en el movimiento asambleario, terminó alejándose ante la evidencia de que, en realidad, tenemos poco real para ofrecerles. En este contexto, hoy la población decidió volver a poner sus esperanzas en el sistema político tradicional, entregándose con entusiasmo a las estrategias estatales de recaptura que hoy encarna el gobierno de Néstor Kirchner. Durante algunos meses, tras la profunda crisis de 2001, la sociedad en su conjunto alejó su mirada del estado, apagó la TV, y abrió sus oídos para escucharnos. Lamentablemente, en ese momento no tuvimos alternativas reales para ofrecerles –y no digamos alternativas de cambio radical: ni siquiera pudimos desarrollar formas de participación política significativa para aquéllos que no estaban listos para convertirse en activistas profesionales. No es de sorprender, entonces, la doble recaptura actual: la de la gente común por parte del estado, y la de muchos activistas y movimientos que simpatizaban con estrategias autónomas por parte de la política tradicional de la izquierda leninista o nacionalista.
Además de los factores ya comentados, existe un último elemento que dificulta la tarea de diseñar y explorar formas de política autónoma efectivas. Se trata de una concepción ingenua y romantizada de autonomía y horizontalidad que circula entre muchos “autonomistas”. Para algunos, la política autónoma se trata de construir “espacios autónomos” de encuentro político y de producción económica, por fuera y al margen del mercado y la política organizada desde el estado. Más que resolver los dilemas con que nos enfrenta uno y otro, para los autonomistas ingenuos se trata simplemente de ignorarlos, y de construir una “sociedad paralela” a fuerza de pura voluntad y entusiasmo. Contra el individualismo del presente imaginan una maniobra evasiva que consiste en negar al individuo y reemplazarlo por una comunidad imaginada donde lo individual se “disuelva” en lo colectivo. Contra la opresión de las instituciones políticas (el estado y los partidos) y económicas (el mercado), imaginan que alcanza con sólo eliminar toda regla e institución y despejar así el terreno para un libre flujo de las energías comunitarias; por definición, éstas solas, espontáneamente, crearán las condiciones para la felicidad colectiva.
Esta concepción pierde de vista, sin embargo, que la lucha por la autonomía se extiende todo a lo largo de la sociedad, incluido el estado. Si sólo ignoramos la política estatal, jamás podremos combatir las estrategias de recaptura que el estado diseña cada vez que generamos un éxodo, una autonomización importante de la vida social respecto del poder. Si no desarrollamos formas diferentes de gestión global y efectiva de lo social, la gente terminará siempre en las garras de lo conocido: el estado y la política pensada desde el poder, y relaciones económicas donde prime el interés individual. Es fundamental inventar una interfase que nos permita accionar sobre el plano del estado/mercado sin que éste termine cooptándonos o fagocitándonos. La estrategia Lula –construir un partido y poner a “uno de los nuestros” en el poder–, está visto, sólo sirve para desactivar los movimientos sociales. Precisamos instituciones políticas, e incluso representativas, de características hasta ahora impensadas. Asimismo, si no inventamos instituciones de nuevo tipo –tanto para nuestros movimientos como para la gestión de lo social– nos exponemos a lo que la feminista norteamericana Jo Freeman llamó hace ya años, no sin clarividencia, “la tiranía de la falta de estructuras”. Incluso eliminando totalmente las clases sociales, el patriarcado, y toda forma de opresión, las sociedades modernas no se organizarían espontáneamente, dejando todo en manos del “libre flujo de la energía comunitaria”. Necesitamos desarrollar instituciones, reglas, y formas de funcionamiento de nuevo tipo, que puedan visualizarse, discutirse, controlarse, limitarse. De lo contrario, sólo estaríamos abriendo las puertas a los liderazgos informales y los poderes inconfesos, o simplemente el reino del estancamiento y la inefectividad políticas. Lo mismo vale para el vínculo entre el individuo y la comunidad. No es factible ni deseable eliminar o “disolver” al individuo: la tarea fundamental de la política autónoma es renegociar los espacios de uno y otra de modo tal de garantizar que la solidaridad sea el valor superior de la vida social. Sin resolver estas cuestiones no conseguiremos trabajar con porciones importantes de la población; y, sin ellas, no existe política autónoma. El refugio en soluciones románticas nos arroja indefectiblemente al campo de la irrealidad.
Palabras finales
Aunque me dediqué a hacer un balance del movimiento de asambleas en Argentina, estoy seguro de que mis conclusiones son aplicables, mutatis mutandis, a otros movimientos horizontales y autónomos del país y quizás también del exterior. Retrospectivamente, pueden encontrarse movimientos parecidos a las asambleas, que corrieron una suerte similar. Como las asambleas, los primeros piqueteros y los clubes del trueques, por mencionar sólo dos ejemplos, también regresaron al grado cero de la vida social ante la debacle del mundo estatal-mercantil. Como las asambleas, ellos también se desarrollaron en formas y experiencias novedosas y reveladoras. Y también como las asambleas fueron víctimas de las fuerzas disolventes y disciplinadoras del estado y del mercado, y de su propia incapacidad de desarrollar alternativas efectivas de nuevo tipo.
El movimiento de asambleas, que alguna vez aterrorizó a la prensa conservadora (que temía la llegada de los “soviets”) y al presidente Duhalde (“no se puede gobernar con asambleas”), hoy agoniza. Quizás renazca, quizás mute en otra cosa, quizás desaparezca completamente. Tal vez el movimiento asambleario haya servido sólo para dejar planteados los problemas y las preguntas que otros, en el futuro, quizás lograrán responder. Si así hubiera sido, ha desempeñado un rol fundamental.
Buenos Aires, 26 de marzo de 2004.