REVOLUCIÓN CUBANA : PASADO,PRESENTE Y FUTURO.PARTE 5.
Por EL MILITANTE. -
Sunday, Dec. 26, 2004 at 10:04 AM
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5 . Cuba después de la revolución |
LA REVOLUCIÓN
CUBANA: PASADO, PRESENTE Y FUTURO |
Autor : El Militante Fecha
: ( 20-Diciembre-2004 ) Categoria : Cuba
|
a
culminación de la Revolución Cubana en el establecimiento de un
sistema de economía planificada sentó las bases para un desarrollo
económico y unos avances sociales que serían impensables bajo el
capitalismo. Incluso hoy, a pesar del bloqueo económico, comercial y
financiero de EEUU y la caída de los regímenes del Este con los que
Cuba tenía la gran mayoría de sus relaciones comerciales, es
significativo el abismo que separa la situación de la sanidad, de la
educación y de otras prestaciones sociales existentes en Cuba en
comparación con los demás países capitalistas centroamericanos e
incluso con los países capitalistas más desarrollados de América
Latina.
La supresión del capitalismo en la Isla trajo
enormes ventajas pero también nuevas contradicciones. Algunas se
derivan del hecho de que la economía predominante en el mundo sigue
siendo capitalista y que la economía del país se amoldó a lo largo
de muchas décadas antes de la revolución a una división mundial del
trabajo por la cual Cuba tenía “asignado” el papel de producir
azúcar. Otras contradicciones provienen del carácter específico que
tiene una sociedad que rompe con el capitalismo, pero que aún no es
socialista.
LA TRANSICIÓN AL SOCIALISMO. ALGUNAS
CONSIDERACIONES TEÓRICAS
Una cuestión elemental
de la teoría marxista es que el socialismo, entendido en el sentido
de una etapa específica del desarrollo social de la humanidad, no
sobreviene automáticamente como consecuencia de la supresión del
capitalismo. Lo que sí es automático, repentino, o por decirlo de
alguna manera, realizado en un solo acto, es el derrocamiento
de la burguesía (es decir, quitarle el poder económico y político
que le confiere el control del aparato estatal). En la Revolución
Cubana, como hemos visto, la expropiación económica requirió otro
acto, permitiendo así el establecimiento de una economía
planificada y la supresión del capitalismo en la Isla. Pero por sí
mismo, un sistema de economía planificada no es socialismo, es sólo
la precondición para alcanzarlo.
Una diferencia
fundamental entre una sociedad socialista y una sociedad en
transición hacia el socialismo es que en esta última sí existe el
peligro de restauración capitalista. Pese al derrocamiento de la
burguesía aún persisten factores externos e internos que pueden
llegar a frenar el proceso y hacerlo retroceder. Sólo comprendiendo
la naturaleza específica de una sociedad de transición entre el
capitalismo y el socialismo, con los peligros y las desviaciones que
le acechan, se le podrá dar la importancia que le corresponde al
papel consciente de la clase obrera en ese proceso y llegar a la
consideración de que la democracia obrera es algo indispensable y no
un “extra”, una “opción”, en función del “tipo” de socialismo que
cada país “elija”. La lucha por la extensión de la revolución en
otros países, al igual que la democracia obrera, es otra de las
líneas fundamentales que debe seguir una sociedad en transición si
no quiere asfixiarse en los límites impuestos por el estado
nacional.
LA INVIABILIDAD DEL SOCIALISMO EN UN
SOLO PAÍS
En realidad, la idea de que es posible
el socialismo “en un solo país”, planteada por primera vez por
Stalin, reflejando el carácter conservador y miope de la burocracia
que representaba, es un total contrasentido y pisotea los principios
más elementales de la teoría marxista. La teoría del socialismo en
un solo país, que criticamos, no tiene nada que ver con la
necesidad, obvia para cualquier revolucionario que merezca tal
nombre, de defender las conquistas revolucionarias alcanzadas en un
país, en dos o en veinticinco, en los que la clase obrera toma el
poder. Si la clase obrera alcanza el poder en un país determinado
los trabajadores tienen que luchar por mantenerlo a toda costa. Esa
tarea de elemental supervivencia no contradice la idea de que no
puede haber socialismo si la revolución no triunfa
internacionalmente. En realidad, entender que el socialismo sólo es
posible si es internacional es el fundamento mismo del
internacionalismo proletario y las implicaciones que esa idea tiene
en la práctica es que una revolución, que necesariamente empieza en
un país, no puede detenerse en las fronteras nacionales.
En realidad la economía mundial es un cuerpo con vida
propia, no es la simple suma de economías nacionales. La
globalización es un fenómeno que acompaña al capitalismo
desde que nació -como señala El Manifiesto Comunista-
impulsado por el comercio mundial y la división internacional del
trabajo. El problema para el desarrollo de la humanidad, y en
particular en los países económicamente retrasados, no está en la
globalización, o dicho en la terminología clásica del marxismo, en
la internacionalización del proceso de producción, sino en el
dominio que el imperialismo ejerce a través de él, que una cosa muy
diferente. Desde un punto de vista revolucionario y marxista, el
carácter internacional alcanzado por el desarrollo de las fuerzas
productivas es el punto de partida para la construcción del
socialismo, sienta las bases para que con una economía planificada
mundialmente los avances de la humanidad puedan ser vertiginosos y
por lo tanto es algo progresista. El verdadero obstáculo para el
progreso social es la propiedad privada de los medios de producción
y la camisa de fuerza del Estado nacional, que es una expresión
material de los intereses nacionales de la burguesía.
Una de las cosas que Lenin y los bolcheviques tenían
muy claras es que la tarea más urgente y necesaria para la propia
supervivencia de la Revolución Rusa era la extensión de la
revolución a otros países. Esa idea estaba arraigada no sólo en la
dirección y en la militancia bolchevique sino en amplias capas del
proletariado, que la asumieron como propia. Rusia era un país
capitalista con enormes elementos de atraso económico y social y la
extensión de la revolución a Alemania, entonces el país capitalista
más desarrollado del mundo, permitiría una mayor rapidez en la
mejora de las condiciones de existencia de las masas soviéticas.
Este punto tenía implicaciones políticas importantes porque el
desarrollo de la técnica y la reducción de las horas de trabajo era
un elemento fundamental para mantener e impulsar la participación
consciente de la clase obrera en las tareas de construcción del
Estado socialista soviético.
El internacionalismo de
Lenin no era abstracto sino concreto. Todas sus energías desde la
capitulación de la II Internacional en agosto de 1914, se centraron
en reunir las fuerzas necesarias para construir una nueva
Internacional. La III Internacional, el Partido Mundial de la
revolución socialista, fue la concreción del internacionalismo de
los bolcheviques, su más ansiada creación y en la que se basaron
para impulsar el derrocamiento del capitalismo mundial, la única
forma de asegurar la victoria de Octubre y defender a la propia
URSS. Lenin siempre atacó las ilusiones sobre la supuesta
“construcción del socialismo en un solo país”.
Existen innumerables textos al respecto que reflejan
perfectamente su pensamiento. En uno de ellos señaló: “Ustedes saben
bien hasta qué punto el capital es una fuerza internacional, hasta
qué punto las fábricas, las empresas y los comercios capitalistas
más importantes están vinculados entre sí en todo el mundo, y por
consiguiente es imposible batir definitivamente al capitalismo en
una sola parte.
“Se trata de una fuerza internacional
y para batirla definitivamente es necesaria la acción común de los
obreros a escala internacional. Y desde que combatimos a los
gobiernos republicanos burgueses en Rusia en 1917, desde que
conquistamos el poder de los sóviets en noviembre de 1917, nunca
dejamos de señalar que la tarea esencial, la condición fundamental
de nuestra victoria residía en la extensión de la revolución cuanto
menos en algunos países avanzados” (V. I. Lenin, Discurso en el
VII Congreso de los Sóviets de Rusia).
EL
ESTADO Y EL PERÍODO DE TRANSICIÓN
En una sociedad
en transición, que aún no es socialista, que en cierta medida aún
arrastra determinados rasgos de su reciente pasado capitalista, es
fundamental prestar atención a las características que debe tener el
nuevo Estado obrero.
Marx y Lenin eran perfectamente
conscientes de que el socialismo necesitaba de un período de
transición, en el que la clase obrera organizada como clase
dominante necesita todavía ejercer su coacción sobre las antiguas
clases poseedoras, la burguesía y los terratenientes. Pero esa
dictadura del proletariado, o dicho en términos más actuales, la
democracia obrera, no constituía un Estado a la vieja usanza. En
realidad se trataba de un estado en proceso de extinción, pues en la
medida que las clases fueran desapareciendo, que no fuera necesaria
la represión y se hubiera acabado con la resistencia de los
capitalistas, el Estado como tal se iría disolviendo. Los marxistas
no comprendemos el socialismo como un proceso donde el Estado se
refuerza, sino por el contrario, como una fase de transición donde
el Estado, en este caso un Estado obrero, también va perdiendo sus
funciones y se disuelve.
En El Estado y la
Revolución, Lenin estableció las condiciones para un régimen de
democracia obrera sana, que debía llevar adelante la transición del
capitalismo al socialismo:
1) Todo el poder a los
sóviets, esto es, a los consejos obreros, de soldados y campesinos.
2) Todos los funcionarios serán electos y revocables en
cualquier momento y no recibirán un salario mayor al de un obrero
cualificado. 3) Todos los cargos en la administración serán
rotativos. En palabras de Lenin, “también una cocinera puede ser
primer ministro” 4) Ningún ejército permanente, sino su
sustitución por una milicia obrera.
EL
SURGIMIENTO DE LA BUROCRACIA EN LA URSS
Los
acontecimientos posteriores a la revolución de octubre no se
desarrollaron como tenían previsto los bolcheviques. La oleada
revolucionaria que se desató en Europa y que afectó a numerosos
países no culminó con éxito. En Alemania la revolución fracasó por
la traición de la socialdemocracia que actuó como el principal
sostén del régimen capitalista. El asesinato de los mejores líderes
del proletariado alemán, Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht fue un
duro golpe para las jóvenes fuerzas del comunismo en Alemania y del
conjunto de la Internacional. Durante un largo período la revolución
rusa quedó aislada, mientras en el interior de la URSS se producía
un profundo proceso de agotamiento de la clase obrera. La revolución
había sido una gran devoradora de energías, a la que siguió la
guerra civil y la intervención de 21 ejércitos extranjeros. Una gran
parte de los mejores cuadros comunistas, miles en realidad,
perecieron en los campos de batalla. En todo ese contexto el Estado
soviético tuvo que basarse en una economía de guerra que impuso
condiciones de vida aún más duras que las que existían bajo el
zarismo.
El reflujo del “orgullo plebeyo”,
parafraseando a Trotsky, que había sido el sostén de todo el proceso
revolucionario y de la defensa de la revolución, aflojó el control
que la clase obrera ejercía, con su actividad y su participación,
sobre el aparato del Estado. En este contexto las capas más pasivas
de la sociedad, los funcionarios y la gran cantidad de mandos
militares que se habían quedado sin una función muy clara que
desempeñar terminada la guerra, fueron adquiriendo más independencia
y conciencia de su papel privilegiado.
El último
combate de Lenin al final de su vida, fue precisamente contra este
fenómeno de creciente burocratización del Estado. Como Marx había
señalado hace tiempo, en medio de la miseria, de la necesidad y la
lucha por la supervivencia cotidiana, era inevitable que “toda la
vieja basura” empezase a subir a flote. En esas condiciones
objetivas era extremadamente precipitado hablar de socialismo, algo
que Lenin tenía muy presente cuando advertía a sus camaradas de los
peligros que amenazaban al joven Estado obrero soviético: “Se dice
que era necesario un aparato del Estado”, señala Lenin en su
artículo Más vale poco y bueno, “¿De dónde proviene esa
convicción? ¿Acaso no fue del mismo aparato ruso que, como señalé en
otro capítulo de mi diario, tomamos del zarismo y ungimos
ligeramente con aceite soviético? Sin duda esa medida debería
haberse retrasado hasta que hubiéramos podido garantizar un aparato
propio. Pero ahora debemos admitir, conscientemente, lo contrario:
El aparato del Estado que denominamos nuestro nos es todavía, de
hecho, bastante ajeno, es una mezcolanza burguesa y zarista y
durante los últimos cinco años no ha habido ninguna posibilidad de
librarse de ella porque no hemos contado con la ayuda de otros
países y porque la mayoría del tiempo hemos estado ‘ocupados’ en
compromisos militares y luchando contra el hambre”.
La muerte de Lenin, con toda la autoridad política y
moral que tenía, aceleró la degeneración de la democracia obrera en
Rusia en un Estado burocrático. Aun así, las tradiciones
bolcheviques de participación de la clase obrera rusa no habían
desaparecido y podían emerger en cualquier momento. De ahí que, para
su consolidación definitiva, la burocracia tuviese que eliminar
físicamente cualquier referente que recordase y pusiese en
entredicho su papel en la sociedad, porque en realidad, la
existencia de una casta burocrática privilegiada no era un
ingrediente necesario sino un obstáculo en una sociedad de
transición al socialismo.
En los primeros tiempos de
la revolución Lenin tenía muy claro que la escasez de técnicos
requería la utilización inteligente del personal calificado, y que
no era posible establecer una igualdad salarial estricta. Incluso
Trotsky, que tuvo que levantar el Ejército Rojo prácticamente de la
nada, utilizó los conocimientos de los mandos militares del antiguo
ejército zarista para fines revolucionarios. Pero en todo caso, a
las diferencias salariales se les establecía un límite razonable y
lo más importante, las decisiones políticas no dependían de ese
sector que tenía condiciones relativamente más cómodas que los
trabajadores normales, en los que descansaban, realmente, las tareas
de control.
Una vez la burocracia adquirió conciencia
de sus privilegios y eliminó la democracia obrera del partido, de
los sóviets y del propio proceso productivo (sustituyendo el control
obrero por la gestión burocrática), el peligro de una involución
social fue aún mayor. Los burócratas, que con su papel asfixiante y
parasitario neutralizaron totalmente los avances de la economía
planificada, acabaron por decidir que precisamente, lo que sobraba,
no eran ellos, sino la economía planificada y trataron de conservar
sus privilegios convirtiéndose ellos mismos en capitalistas, con el
consiguiente drama social y político que vive Rusia hoy día.
DIFERENCIAS ENTRE LA REVOLUCIÓN RUSA Y LA
REVOLUCIÓN CUBANA
En el caso de Cuba, por las
peculiaridades que tuvo su proceso revolucionario, explicado en el
capítulo anterior, la clase obrera nunca llegó a jugar un papel
central en el proceso revolucionario y en el Estado cubano. Mientras
en Rusia, los sóviets constituían el embrión del Estado obrero ya
antes de la revolución, y era a través de ellos como la clase obrera
participaba y avanzaba en su conciencia -unido al papel determinante
de la política defendida por los bolcheviques- el elemento de
contrapoder en Cuba lo ejerció la guerrilla, introduciendo,
necesariamente, enormes distorsiones desde el primer momento.
Como vimos, la huelga general de La Habana, en los
primeros días de enero de 1959, fue fundamental para desmantelar el
plan de formación de un gobierno militar “provisional” que apartara
a la guerrilla del poder y diese continuidad a un régimen batistiano
sin Batista. Pero, con todo lo decisivo que fue la intervención de
la clase obrera en el éxito de la revolución, no jugó el papel de
dirección política del movimiento revolucionario, tal como concibió
Lenin y ocurrió en la Revolución Rusa. Es difícil que los dirigentes
del Movimiento del 26 de Julio tuviesen una visión leninista del
papel que debía jugar la clase obrera en la lucha por el socialismo
cuando ni siquiera era ese el objetivo que tenían en un primer
momento y las ideas del socialismo estaban tergiversadas por la
lamentable orientación del PSP.
Por supuesto que la
revolución despertó a la clase obrera a la vida política y a la
participación. La autoridad moral y política que tenían Fidel y el
Che era impresionante y las masas cubanas realmente vivieron el
proceso revolucionario. El entusiasmo revolucionario incluso se
manifestó con más claridad después de la victoria de la guerrilla y
en todo el proceso de enfrentamiento con el imperialismo que
desembocó en las nacionalizaciones y la derrota de la invasión
imperialista. Es incuestionable la tremenda base de apoyo social que
tenía el régimen instaurado por los guerrilleros. Pero todo eso por
sí mismo, no significaba que en Cuba existiese un régimen de
democracia obrera como en los primeros años de la Revolución Rusa,
un régimen que fue producto directo del papel que jugó la clase
obrera en el período anterior al derrocamiento del capitalismo.
En 1959, el régimen existente en la URSS ya no tenía
nada que ver con el que existía en vida de Lenin, de 1917 a 1924. En
ese año, ya hacía tiempo que la III Intencional -que había sido una
de las contribuciones políticas más importantes de la Revolución
Rusa y de Lenin al socialismo mundial- estaba disuelta por Stalin.
Al fin y al cabo ¿qué sentido tenía si era posible alcanzar el
socialismo “en un solo país”?
Si algo pudo transmitir
a la Revolución Cubana la burocracia rusa no fueron las tradiciones
bolcheviques, sino las deformaciones burocráticas que condujeron a
la destrucción del último vestigio de la Revolución Rusa, la
economía planificada. Para los bolcheviques el partido era un
instrumento de organización e intervención fundamental. Sin el
partido bolchevique incluso el papel de los sóviets, los órganos de
participación democrática de los trabajadores durante el período de
doble poder y de los primeros años de auténtica democracia
soviética, hubiese sido distinto. Además, el partido era un marco de
debate permanente y democrático. El debate, e incluso las
discrepancias, nunca fueron sinónimo de desorganización, esa era la
gran virtud del centralismo democrático.
En contraste
con la trayectoria y el papel del Partido Bolchevique, la dirección
del PSP jugó un rol lamentable. El nuevo Partido Comunista Cubano no
se funda hasta siete años después de la revolución y hasta 1976,
según la propia historiografía oficial, no se crean los órganos de
Poder Popular. En Rusia, antes del derrocamiento del capitalismo, ya
existían los sóviets, que eran organismos de poder obrero, y que
constituyeron luego la base del nuevo Estado. De alguna manera, la
Revolución Cubana pagó un precio por su audacia, por un hecho
realmente peculiar: el capitalismo fue abolido en la Isla sin que la
clase obrera jugase un papel de dirección y sin que al frente del
proceso revolucionario existiese un partido de tipo bolchevique,
sino un movimiento de carácter democrático revolucionario, basado
fundamentalmente en el campesinado pobre. A pesar del carácter
incuestionablemente progresista que tuvo la Revolución Cubana, su
propio desarrollo peculiar favoreció que se cristalizase una
burocracia mucho más rápidamente que en Rusia.
LA
IMPORTANCIA DE LA DEMOCRACIA OBRERA
No se trata
de alimentar polémicas estériles, pero este punto tiene una enorme
trascendencia práctica para el futuro de la Revolución Cubana. En el
capitalismo la necesidad de acumular beneficios por parte de los
capitalistas es lo que mueve a la economía y lo que moldea la
superestructura política. En una economía planificada la tarea de
dar impulso al funcionamiento del sistema corresponde a la fuerza de
la clase obrera, que debe gozar de absoluta democracia para
gestionar, administrar y controlar cada instante del proceso
productivo y del funcionamiento del aparato estatal. En caso
contrario el sistema será sofocado por la ineficiencia y el
despilfarro que antes o después lo llevará al colapso, como sucedió
en la URSS y en el Este de Europa.
En realidad, la
importancia del control democrático de la clase obrera es fácil de
entender. Bajo el capitalismo, es el propio mecanismo de la oferta y
la demanda, inherente a la economía de mercado, el que regula el
peso que tienen que tener las distintas ramas productivas, el que
ejerce un control sobre la calidad de los productos, etc. Eso no
evita, obviamente, las crisis de sobreproducción, ni la explotación,
ni la desigualdad creciente y ni siquiera la mala calidad de ciertas
mercancías. Pero es el mecanismo que existe y a su manera funciona.
Cuando se suprime el mercado, un factor orgánicamente ligado al
capitalismo, hay que sustituirlo por algo, y ese algo, es la
participación democrática de los trabajadores en la toma de
decisiones a todos los niveles de la economía y de la política. Las
tareas de control y decisión bajo una economía planificada necesitan
de una amplia participación democrática de la clase obrera. Eso no
es algo optativo, como si en cada país se pudiese elegir un “modelo”
de socialismo. Nunca las tareas de planificación pueden basarse
exclusivamente en una minoría especializada.
En 1966
K. S. Karol visitó una de las más grandes fábricas de níquel en la
Isla. Reproducimos algunas líneas de su interesante relato: “(...)
Pasamos después a la oficina del sindicato para discutir sobre las
relaciones de trabajo. ¿Había alguna forma de gestión o de control
obrero? Sorpresa y embarazo: una industria nacionalizada es de por
sí socialista y funciona de acuerdo con el pueblo, sin necesidad de
estos organismos. Pasamos a los salarios, cuya variedad nos pareció
enorme: un ingeniero ganaba 1.700 pesos (el equivalente a 1.700
dólares), mientras los obreros medios ganaban 100 dólares. (...)
¿Los trabajadores impulsan reivindicaciones salariales o de otra
naturaleza? ¿Cómo? Claro que no. Los trabajadores saben que trabajan
para el pueblo y así son felices. ¿Y cuál es la tarea del sindicato?
Entusiasmar a las masas para que trabajen mejor y contribuyan al
progreso de la revolución” (K. S. Karol, op. cit., págs. 291-292).
En Rusia los bolcheviques establecieron que ningún
ingeniero u otro profesional podía ganar más de cuatro veces el
salario de un obrero calificado y si eran miembros del partido ni
siquiera podían gozar de este privilegio. Lenin condujo una
encarnizada batalla en el X Congreso del partido en 1920 para que
los sindicatos no se convirtieran en un simple aparato estatal, sino
que pudiesen apoyar a los trabajadores en contra de las posibles
irregularidades que el aparato estatal pudiese cometer en aquel
delicado momento de transición.
De cualquier modo, a
pesar de todas las distorsiones debidas a la ausencia del control
obrero, los efectos beneficiosos de la economía planificada eran
evidentes. De 1958 a 1968 el número de hospitales pasó de 44 a 221;
el número de camas se dobló. Lo mismo sucedió para el número de
escuelas primarias y niños en ellas. Los pasos hacía la eliminación
del analfabetismo eran impresionantes.
Por otro lado,
el respaldo social con el que contaba el gobierno era
incuestionable. El ambiente revolucionario era palpable. Cuando el
gobierno llamó a las armas a la población contra el intento
contrarrevolucionario en Bahía de Cochinos, 200.000 personas
respondieron al llamamiento. Un pueblo entero estaba armado para
responder a la invasión imperialista. Existía una gran voluntad de
participación, pero las masas no tenían un cauce por el que pudieran
ejercer un control sobre el aparato estatal de esa misma revolución
que habían apoyado decididamente.
Los Comités de
Defensa de la Revolución, aunque caracterizados como los órganos de
organización de las masas, no decidían en realidad cuestiones
fundamentales, salvo algunos aspectos más bien ligados con la
organización de la vida en los barrios, y la movilización de la
población a participar en los llamamientos a manifestaciones y otras
acciones realizadas por la dirección del PCC.
En la
mitad de los años setenta fueron creadas instituciones locales, los
Órganos del Poder Popular (OPP). Su función era la de dirigir
programas de inversión local de modo de alcanzar los objetivos
señalados por el plan general. Pero el poder de decisión económica
seguía concentrado en unos cuantos ministerios. La elección directa
regía sólo para los OPP, pero bajo el control del partido y bajo las
candidaturas de éste.
LA CUESTIÓN DEL PARTIDO
ÚNICO
Otro aspecto extraordinariamente polémico
es la creencia de que un Estado Obrero excluye la existencia de
partidos políticos y tiene que ser a la fuerza un régimen de partido
único. En realidad esto no es más que una distorsión introducida por
el estalinismo cuando consolidó su poder a finales de los años
veinte y principios de los treinta en la URSS. Con el triunfo de la
Revolución de Octubre Lenin y los bolcheviques en ningún caso
prohibieron la existencia de otras formaciones políticas. Tan sólo
se prohibieron las Centurias Negras (fascistas). De hecho el primer
gobierno soviético fue una coalición entre los bolcheviques y los
eseristas de izquierda. En el seno del partido bolchevique, también
existía la máxima libertad de discusión hasta el punto de que se
llegaron a organizar fracciones cuando las discrepancias alcanzaban
aspectos tácticos de importancia. Este fue el caso de los llamados
“Comunistas de izquierda” encabezados por Bujarin y Preobazhenski
que defendían la guerra revolucionaria contra Alemania en el período
de la firma de la paz de Brest Litovsk. Lenin combatió duramente sus
puntos de vista pero nunca se le ocurrió exigir su expulsión del
partido. De hecho la formación de plataformas políticas era algo
natural en los períodos congresuales o cuando los debates afectaban
a cuestiones serias. La cohesión ideológica del partido, que era
evidente y una cualidad a resaltar, fue el producto no de la
imposición, no del ordeno y mando burocrático, sino de la autoridad
política que la dirección se ganó a lo largo de años, donde la
explicación paciente, el ejemplo, el sacrificio, y la crítica
compañera, fueron sus métodos más destacados.
La
situación en la que se tuvo que desarrollar la Revolución Rusa fue
extremadamente hostil. La oposición burguesa pronto se levantó en
armas contra el poder obrero. Lo mismo hicieron otras tendencias
denominadas “socialistas”, como los eseristas o una fracción de los
mencheviques. En esas condiciones, cuando las fuerzas de la
contrarrevolución imperialista se aliaron con la contrarrevolución
interna, que aspiraba a la restauración del viejo orden capitalista,
los bolcheviques procedieron a ilegalizar a aquellas formaciones que
se levantaron en armas contra el Estado obrero. Era una medida
defensiva y justificada, no hacerlo hubiera significado ofrecer una
palanca a la burguesía zarista y a los imperialistas para destruir
más fácilmente el poder soviético. En la X Conferencia bolchevique,
en plena guerra civil y con el levantamiento armado de Kronstadt,
los delegados bolcheviques votaron a favor de prohibir
temporalmente, subrayamos lo de temporal, las plataformas políticas
dentro del partido. La exigencia de centralización y máxima
disciplina en la acción se justificaban por el momento crítico que
atravesaba la revolución.
Como hemos explicado
anteriormente, la combinación de toda una serie de derrotas
revolucionarias en Europa, la catástrofe económica que asolaba la
URSS, la desmovilización del Ejército Rojo, el cansancio, el hambre,
el exterminio de una parte considerable de cuadros comunistas creó
las condiciones para el surgimiento de una casta de funcionarios
que, apoyándose en medidas adoptadas en momentos de excepcionalidad,
acabaron con la democracia obrera en el seno del partido y de las
instituciones soviéticas. El partido único, no significaba que sólo
existiera la expresión política del proletariado revolucionario. En
realidad el Partido Bolchevique, que era esa expresión, fue purgado
físicamente con el exterminio de cientos de miles de cuadros obreros
comunistas y del Komsomol que se oponían al rumbo adoptado por
Stalin. El “Partido único” fue la consecuencia del dominio de la
burocracia en todas las esferas de la sociedad.
Lamentablemente el ejemplo que tenía delante Fidel y
los dirigentes de la revolución no fue el del Partido Bolchevique,
sino el del PCUS estalinizado. El nuevo Partido Comunista Cubano
fundado en 1965, celebró su primer congreso diez años después. En
este tiempo todos los hombres encargados de la dirección eran
nombrados por Fidel o por sus más cercanos colaboradores. En treinta
y cinco años de vida del partido se han celebrado apenas cuatro
congresos. La comparación con el Partido Bolchevique de los primeros
años de la revolución no puede ser más clara: aun durante la guerra
civil los bolcheviques celebraron congresos anuales.
Los únicos que tienen justificados temores a un
debate genuino y compañero entre revolucionarios son aquellos cuyo
papel político y social pueda quedar cuestionado, hecho que
indudablemente ocurriría en una genuina democracia obrera. Pero eso
no es malo para el socialismo, es malo para aquellos que temen
perder su prestigio o sus privilegios. Por supuesto que no estamos
hablando de la farsa democrática que el imperialismo defiende, dando
facilidades legales para que los contrarrevolucionarios actúen en la
Isla. Estamos hablando de democracia obrera, es decir, total
libertad de expresión y de organización para todos los que defiendan
la revolución y su carácter socialista y control real de todos los
cargos públicos del Estado por parte de la clase obrera. No, eso no
sería malo para el socialismo, pero sería muy malo para todos los
que albergan la esperanza de poder conservar su posición social
privilegiada en una Cuba capitalista. En realidad, el partido único,
como sinónimo de única línea posible, de ausencia de un ambiente de
discusión genuinamente democrático es el mejor caldo de cultivo para
la contrarrevolución capitalista. El caso de China es evidente. El
partido único no está guiando al pueblo chino al socialismo sino a
la restauración capitalista.
Como marxistas estamos
convencidos que la máxima democracia obrera en Cuba también
significaría la máxima libertad de crítica y de expresión por parte
del pueblo cubano. Lógicamente esto no excluiría a todas aquellas
tendencias socialistas que defendiesen las conquistas de la
Revolución Cubana pero que podrían tener puntos de vista diferentes
sobre la estrategia y los métodos a seguir, y su derecho a agruparse
políticamente. Esto en ningún caso debería minar la fuerza del
Partido Comunista si éste sigue un rumbo genuinamente marxista. El
debate y la confrontación de ideas es inseparable del método
marxista e inevitable también en el proceso de transición al
socialismo.
Es obvio que la Revolución Cubana tiene
todo el derecho a defenderse del imperialismo y la
contrarrevolución. Toda la campaña cínica de la burguesía mundial,
apelando a la falta de libertades en Cuba no es más que un ejercicio
de hipocresía repugnante. Los mismos que apoyaron dictaduras
sangrientas en Cuba, Chile, Argentina, Pakistán, Indonesia; los que
respaldaron la dictadura de Franco por cerca de cuarenta años, los
que siempre han recurrido a la fuerza más despiadada para defender
sus intereses provocando guerras imperialistas como las de Vietnam,
Afganistán o Iraq donde cientos de miles de hombres y mujeres
inocentes han sido asesinados; los mismos que mantienen un bloqueo
criminal contra el pueblo cubano no tienen ninguna autoridad moral
para criticar a Cuba. Como marxistas rechazamos estas “condenas” de
la burguesía occidental, y les decimos claramente que ellos siempre
han sido los primeros en destruir la libertad de expresión y de
organización del pueblo cuando han visto peligrar sus intereses de
clase. ¿Qué es acaso la campaña de ataques a los derechos
democráticos puesta en marcha por la administración Bush y otros
gobiernos occidentales, tomado como excusa la “lucha contra el
terrorismo”? Estos señores y sus amigos “intelectuales” no pueden
confundir a la clase obrera mundial en su apoyo a la Revolución
Cubana.
En la cuestión de la democracia hay que ser
concretos. Desde un punto de vista marxista sólo hay dos tipos de
democracia posibles: la democracia burguesa y la democracia obrera.
En la democracia burguesa se contempla el derecho a opinar, siempre
y cuando el derecho a decidir esté reservado a la banca y a las
grandes corporaciones empresariales. Defender ese tipo de democracia
en Cuba es estar, abiertamente, en el campo de la contrarrevolución.
En realidad sería una de las formas que podría adoptar, aunque no la
más probable, la contrarrevolución capitalista en Cuba. La
democracia obrera afecta lo que para la democracia burguesa es
intocable: los intereses derivados de la propiedad privada de los
medios de producción. La democracia obrera es en realidad la única
democracia auténtica, en la que la mayoría de la sociedad puede
decidir sobre todos los aspectos fundamentales que rigen la vida de
una nación.
En las condiciones de hostigamiento
brutal por parte del imperialismo en la que se encuentra Cuba es
evidente que los elementos de coerción por parte del Estado obrero
son necesarios. No vivimos en un mundo de hadas. Pero esa coerción
se tiene que ejercer contra los elementos contrarrevolucionarios de
dentro y de fuera del país y en realidad sería mucho más eficaz si
se combinase con una genuina democracia obrera. No pedimos libertad
para los saboteadores de la revolución, para los agentes que
infiltra el imperialismo. Eso es elemental. ¿Pero realmente el
peligro de contrarrevolución se acota a ese tipo de elementos? En
nuestra opinión no. En el conglomerado de fuerzas conservadoras que
ponen en peligro las conquistas de la revolución se encuentran
también aquellos sectores que se apropian de parte de la riqueza
nacional por su papel privilegiado en la sociedad, que en realidad
no juegan ningún papel social en el proceso productivo, y que en un
momento determinado podrían decidir ligar su futuro a la
reinstauración del capitalismo. También para esos sectores la
democracia obrera, que pondría al desnudo sus privilegios ilegales y
legales, representa un peligro mortal.
LA DEFENSA
CONSECUENTE DEL INTERNACIONALISMO
Sería de
cualquier forma incorrecto afirmar que el gobierno cubano seguía al
pie de la letra las directivas y el ejemplo de la URSS sin ninguna
cuestión que lo distinguiese de la burocracia del Kremlin. La
necesidad de defenderse de las fuerzas contrarrevolucionarias tanto
en el interior como en el exterior del país forzaron a desarrollar
en los primeros años una política exterior más bien radical. La
segunda declaración de La Habana es el principal testimonio de
ello, con su llamamiento a la revolución en América Latina y las
denuncias de las políticas conciliadoras de los diversos partidos
comunistas del continente. Esto era producto de la revolución y
sobre todo en el primer período de la presión de las masas.
Los llamamientos revolucionarios de Guevara y Fidel,
sobre todo en los años sesenta y setenta, provocaron el entusiasmo
de muchos jóvenes y trabajadores en el mundo entero. Los dos eran y
aún son considerados como un punto de referencia para la juventud
rebelde, particularmente si los comparamos con las figuras grises de
la burocracia rusa como Breznev, Chernenko o Gorbachov. También es
cierto que el gobierno cubano apoyó con armas, soldados y recursos
económicos la heroica lucha de los campesinos y trabajadores de
Angola y Mozambique contra las fuerzas contrarrevolucionarias de los
sudafricanos y los imperialistas. Estas acciones contrastan
obviamente con las actitudes conservadoras de la burocracia rusa en
los procesos revolucionarios de los países ex coloniales.
No obstante, después de algunas divergencias en los
primeros años, Cuba acercaba su política exterior a la de los demás
países del llamado “socialismo real”(1). La prueba de la práctica ha
demostrado que toda la política exterior de la burocracia rusa y
china, cuyo objetivo era mantener el “status quo” en sus relaciones
con las potencias capitalistas, en realidad no sirvió para contener
la contrarrevolución capitalista. Todo lo contrario, al asfixiar
cualquier intento de instauración de un sistema de democracia obrera
u obstaculizar la revolución socialista en los países capitalistas,
la burocracia aceleró el proceso de restauración capitalista.
De toda la experiencia anterior se desprende la
necesidad de una política internacional basada en los intereses de
la revolución socialista y en la lucha irreconciliable contra el
capital. Esta es la única bandera que puede servir al futuro de la
revolución en Cuba y a sus conquistas históricas, ni la diplomacia,
ni los acuerdos temporales con tal o cual país, ni las concesiones
al capital privado, por muy necesarias que sean, pueden sustituir la
lucha revolucionaria por el socialismo de la juventud y la clase
obrera mundial.
En ese sentido, ha sido siempre una
grave deficiencia que la dirección del Partido Comunista Cubano no
se haya pronunciado por una Federación Socialista al menos para
América Latina. En el primer congreso del PCC en 1975, Fidel Castro
declaró que “América Latina no está lista para cambios globales que
puedan llevar, como a Cuba, a transformaciones socialistas, aunque
no son imposibles en algunos países del continente” (J. Hebel, op.
cit., pág. 215).
Una posibilidad concreta se
desarrolló cuatro años después con la revolución en Nicaragua,
incluso también en El Salvador, donde la guerrilla del FMLN estuvo
muy cercana a tomar el poder. Sin embargo, Fidel Castro y los
líderes del PCC estimularon a los dirigentes sandinistas a no seguir
el ejemplo cubano. Hablando en Nicaragua el 11 de enero de 1985
Fidel afirmó:
“Ayer hemos tenido la oportunidad de
escuchar el discurso del compañero Daniel Ortega y debo
congratularme con él. Era serio y responsable. Ha explicado los
objetivos del Frente Sandinista en cada sector -por la economía
mixta, el pluralismo político y también una ley sobre las
inversiones exteriores-. (...) Sé que hay un espacio de vuestra
concepción para una economía mixta. Podéis tener una economía
capitalista. Lo que indudablemente no tendréis es un gobierno al
servicio de los capitalistas”.
Los acontecimientos
posteriores han desmentido tristemente las previsiones de Fidel. La
falta de una orientación enérgica hacia la economía planificada y la
expropiación de los capitalistas nativos y de la propiedad
imperialista, unida al aislamiento de la Revolución Nicaragüense
llevaron a la victoria electoral de la reacción, encabezada por
Violeta Chamorro, en 1990, la cual pudo vencer, entre otras cosas,
basándose en el descontento y la desilusión provocada por diez años
de “economía mixta” combinada con la agresión militar y económica de
los Estados Unidos y la contra.
LOS GIROS
EN LA POLÍTICA INTERNA
Después de un período en
el que se llegaron a nacionalizar hasta los pequeños negocios, hecho
absolutamente innecesario en una economía socialista, hacia la mitad
de los años 70 tiene lugar un nuevo cambio en la política económica.
Se establecieron incentivos para la producción, sobre todo agrícola.
Se instituyeron los “mercados libres campesinos”, donde los pequeños
propietarios podían vender sus excedentes.
Se
permitió a los directores de las fábricas conceder incentivos
materiales, comúnmente más altos que los salarios. Todo bajo la
insignia de la autonomía de las empresas, pero en la medida que las
empresas no estaban bajo el control de los trabajadores, la
autonomía significaba la autonomía de los administradores.
Las diferencias entre los salarios aumentaron y “el
igualitarismo pequeñoburgués” fue entonces condenado. Mientras que
el salario medio de un trabajador fabril estatal era de entre 80 y
100 pesos, el de un empleado de nivel medio era de entre 2.000 y
3.000 pesos y el de un ministro llegaba a los 6.000 pesos (J. Habel,
Cuba fra la continuità e la rottura, Erre emme ediz. 1994,
pág. 87).
Durante estos años de reforma aumentaron
también los casos de indisciplina en el lugar de trabajo, claro
síntoma de la indiferencia de los trabajadores ante los citados
premios de producción que acrecentaban las diferencias salariales en
cada una de las empresas. Los procesos por indisciplina en el
trabajo pasaron de 9.988 en 1979 a 25.672 en 1985. Dichos procesos
implicaban todo tipo de “delitos” tales como acuerdos secretos entre
administradores y representantes de los trabajadores para establecer
niveles de salario, ritmos y condiciones de trabajo
(Trabajadores, revista sindical cubana, 6 de julio de 1986).
LA RECTIFICACIÓN DE 1986
Durante la primera mitad de los años ochenta Cuba
vivió una nueva y grave crisis económica. Resultaba cada vez más
difícil alcanzar las tasas de crecimiento económico cercanas al 4%
como sucedía a principios de la revolución. La deuda externa había
crecido un 11% en 1985 alcanzando los 6.500 millones de dólares, los
precios del níquel y el azúcar estaban cayendo en el mercado
mundial. El gobierno cubano admitía una tasa de desempleo del 6% en
1987, cuando en 1981 representaba sólo el 3,4%.
Había
llegado el momento de lanzar un “proceso de rectificación de las
tendencias negativas”. Los representantes de las reformas económicas
de los años precedentes fueron criticados y alejados de los puestos
de responsabilidad. Se prohibieron muchas actividades privadas
consideradas poco antes como legales, tales como los mercados libres
campesinos. Se criticó el endeudamiento externo e incluso se llegó a
hablar de la promoción de una moratoria en los pagos de los
intereses del mismo.
En julio de 1986, en la décima
sesión de la Asamblea Nacional, Fidel denunció: “Hemos creado una
clase de nuevos ricos”, refiriéndose a que un pequeño comerciante en
La Habana podía ganar hasta 20 veces más que un cardiólogo. Se
mostraron casos de enriquecimiento personal de algunos dirigentes
verdaderamente escandalosos. En 1986 Manuel Sánchez Pérez,
viceministro encargado de la compra de equipo técnico al extranjero,
desertó llevándose consigo medio millón de dólares.
El círculo dirigente encabezado por Fidel Castro
temía seriamente que los sectores que habían acrecentado enormemente
su poder económico pudiesen convertirse en una amenaza real para el
régimen. Entonces se redujo fuertemente la autonomía de los
administradores para establecer un control más firme por parte del
aparato del Partido Comunista.
Se exhortaba al
desarrollo de la industria apelando al espíritu de sacrificio de los
trabajadores, a la conciencia revolucionaría y al trabajo
voluntario. La consigna de moda era “el mejor al timón”. Pero uno de
los problemas era que el “mejor” no era seleccionado por los
trabajadores sino por la dirección de la empresa.
Se
desencadenó una campaña contra los “tecnócratas y nuevos
capitalistas” (lo que contrastaba evidentemente con la propaganda
del partido que afirmaba el triunfo del socialismo y que este
existía desde hacía treinta años). Se lanzaron llamamientos al
igualitarismo, desempolvando algunos discursos del Che, pero era un
igualitarismo que tendía a la constante disminución de los salarios
y buscaba esconder las medidas de austeridad. La caída de la URSS y
de los regímenes del Este de Europa, en la década de los 90 tuvieron
un efecto brutal en Cuba abriendo el período más crítico de la
revolución desde 1959.
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(1). El gobierno cubano aprobó sin reservas la
invasión soviética en Checoslovaquia “para impedir un mal mayor” ya
que “Checoslovaquia estaba camino hacia el capitalismo”. Su discurso
respetaba plenamente la política de Moscú y del Pacto de Varsovia.
En los años siguientes la línea “pro Moscú” de Fidel Castro fue
firme en todos los acontecimientos significativos. La dirección
del PCC guardó también el silencio más absoluto cuando en mayo de
1968 millones de trabajadores ocuparon las fábricas en Francia
desafiando el poder de la burguesía. A pesar de la gran simpatía que
por la Revolución Cubana mostraron los jóvenes y los trabajadores
franceses, la dirección del PCC apoyó incondicionalmente la línea
del PCF, que en ningún caso defendió una resuelta política
socialista para tomar el poder cuando las condiciones eran más que
favorables. Se trataba de la estrategia de “coexistencia pacífica”
que hemos comentado y que para la burocracia soviética, que influía
de forma determinante en la política de los Partidos Comunistas de
todo el mundo, era sagrada. Desestabilizar el “status quo” con una
revolución socialista en Francia era lo último que impulsaría la
burocracia de Moscú. En el mismo año estalló la protesta
estudiantil en México. Uno de los elementos que hicieron explotar al
movimiento estudiantil mexicano fue la represión que sufrieron los
estudiantes en la manifestación celebrada el 26 de julio de 1968, en
conmemoración del asalto al cuartel de Moncada en Cuba. El 2 de
octubre cientos de estudiantes cayeron asesinados en la Plaza de las
Tres Culturas en Tlatelolco, sin embargo, el 19 de ese mismo mes los
atletas cubanos saludaban al presidente de México en la ceremonia
inaugural de las olimpiadas. La razón para ello tenía más que ver
con intereses diplomáticos que con una postura de estímulo a la
revolución socialista mexicana: México era el único país
latinoamericano que mantenía relaciones comerciales con Cuba.
Por supuesto que un Estado obrero necesita una diplomacia que le
permita sacar la mayor ventaja posible de sus relaciones con los
demás países. Sería de un dogmatismo estéril y suicida negar el
derecho de un Estado obrero incluso a llegar a determinados
acuerdos, comerciales por ejemplo, con otros países capitalistas. El
punto fundamental a tener en cuenta en esa cuestión es que jamás la
política exterior de un Estado obrero puede entrar en contradicción
con la lucha por la revolución mundial, ningún acuerdo puede ser a
costa de sacrificar la extensión de la revolución a otros países.
En 1989 la burocracia china masacró a los jóvenes en la plaza de
Tiananmen que cantaban la internacional y defendían un socialismo
sin corrupción ni privilegios. Fidel declaró que: “la protesta de
los estudiantes era un problema interno de los chinos”. “Las
imágenes no han llegado aquí (...) Conocemos sin embargo la versión
de los chinos y no tenemos motivo para dudar de sus explicaciones”
(G. Mina, Fidel, pág. 165). La situación actual pone en
evidencia que los verdaderos impulsores de la contrarrevolución
capitalista son los miembros de la propia dirección del PC Chino.
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