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Ordenes espontaneos
Por Antonio Escohotado - Monday, Feb. 07, 2005 at 1:00 PM

Antonio Escohotado es profesor de Filosofía y Metodología de la UNED.


Muchos cambios que hacen época acontecen entre susurros, mientras
dormimos, como aconteció con la cruzada contra la brujería, convertida
sin decreto expreso en cruzada contra el librepensamiento. Algo análogo -
por solapado- ocurre hoy con las drogas ilícitas.

En 1914, el Congreso norteamericano aprobó cierta ley que restringía
drásticamente el uso de opio, morfina y cocaína. Admitió también a
trámite otra ilegalizando cualquier bebida alcohólica (salvo el vino de la
misa), y nombró una comisión para endurecer la normativa sobre tabaco,
que prohibía ya fumar públicamente en 28 estados de la Unión. El
entonces diputado H.C. Hoover -que luego llegaría a presidente del país-,
definió el paquete legislativo de ese año como «el mayor experimento
moral de la Historia».

El Congreso tuvo en cuenta que la recaudación por impuestos indirectos
iba a contraerse al menos en una cuarta parte, y aprobó antes la
enmienda XVI a la Constitución, que faculta al gobierno federal para
gravar la renta de personas físicas y sociedades, siendo por eso la
prohibición el origen inmediato del IRPF. Luego resultaría que la Ley Seca
se derogó en 1933, y que el tabaco pudo con sus detractores. Pero los tres
productos de botica controlados se transformaron en docenas, después en
centenas y por último en millares de substancias psicoactivas, algunas
controladas con receta y otras prohibidas.

Hoover llamó «experimento» a las iniciativas de 1914 porque traían un
orden nuevo, opuesto a la previa libertad comercial. El privilegio de
recetar y dispensar pequeñas cantidades de coñac y whisky -con fines
estrictamente terapéuticos- convenció a la Asociación Médica Americana y
la Asociación Farmacéutica Americana de unirse a un experimento que
prometía terminar con intrusos sin diploma (los matasanos). No obstante,
como el gremio terapéutico consumía y dispensaba liberalmente dichos
compuestos, cuando en las consultas y boticas aparecieron policías
fingiendo ser adictos, o simples usuarios, muchos cayeron en la trampa.
En 1921, por ejemplo, unos 70.000 médicos, dentistas y farmacéuticos
americanos habían estado o estaban en prisión por recetar o tener
existencias de morfina y cocaína.

Es entonces cuando la Revista de la Asociación Médica Americana denuncia «una conspiración para privar a la
medicina de sus derechos y responsabilidades tradicionales».
Menciono estos detalles de los comienzos no sólo porque quizá se ignoren,
sino porque el prohibicionismo produjo efectos muy considerables en
Norteamérica -contrabando, corrupción institucional, desprecio por la ley,
los primeros yonquis propiamente dichos-, aunque no así en el resto del
mundo.

Había una diferencia de espíritu, que se sopesa recordando la
alocución del senador J.Volstead (Volstead Act se llama la Ley Seca) al
entrar en vigor su proyecto: «Todos los hombres volverán a caminar
erguidos, sonreirán todas las mujeres y reirán todos los niños; se cerraron
para siempre las puertas del infierno». Europa y los demás continentes
practicaban una política menos ambiciosa, que andando el tiempo se
conocerá como reducción de riesgos. Al viejo mundo le resultaba
demencial una legislación que iba a crear el Sindicato del Crimen, y
prefería limitar ciertas drogas a usos médicocientíficos que negar tales
usos.

Por otra parte, los progresos en química de síntesis iban convirtiendo en
antigualla el viejo arsenal para inducir ebriedades, y era sencillo sortear
las restricciones impuestas al opio, la morfina y la cocaína consumiendo
otras. Como en Norteamérica la morfina acabó siendo devuelta sin
demasiadas cortapisas al estamento médico, hasta allí se observa
apaciguamiento cuando vender bebidas alcohólicas dejó de estar
perseguido. Por toda la superficie del orbe hay una pléyade de
analgésicos, sedantes, estimulantes y somníferos nuevos, que se venden
puros, baratos y sin receta en las farmacias, restringiendo el mercado
negro a mínimos.

Muy pocos recuerdan a la cocaína, por ejemplo, cuando disponen en la
botica de anfetamina, dexanfetamina, metanfetamina, fenmetracina y
otros fármacos aún más potentes de estimulación; y nadie echa de menos
morfina disponiendo de meperidina, dolantina o palfium.Tampoco usa
nadie opio para acabar durmiendo, o el áspero cloral, cuando hay
barbitúricos, meprobamato y benzodiacepinas.

Muchos recordarán el Optalidón, ese sostén del ama de casa compuesto por anfetamina y
barbitúrico. De hecho, podían pedirse en farmacia incluso drogas
visionarias como la mescalina. Eso sí, eran personas mayores e integradas
quienes usaban dichos productos, y no obraban de manera escandalosa.
Mirándolo hoy, una organización impersonal e inconsciente, construida
durante siglos, había asumido el brote de voluntad consciente con algunas
muestras de respeto y mucha mano izquierda. Para denunciar esa mano
izquierda, sin embargo, la diplomacia norteamericana instó en la ONU una
red de entidades, que antes de terminar los años 50 lanzaría su primer
plan quinquenal para «un mundo libre de drogas». Su portavoz, el Boletín
Internacional de Estupefacientes, iba a ilustrar sin rubor el nexo entre
alarma a propósito de una droga y minorías sociales mal vistas. Así
leemos que el opio se vinculó con explotación infantil por parte de chinos
en San Francisco y Nueva York; la cocaína con violaciones perpetradas por
negros en el Sur; los licores con inmoralidades de judíos e irlandeses; la
marihuana con accesos de demencia maníaca en inmigrantes mexicanos, o
con malayos en trance amok.

El precario equilibrio entre clasicismo y prohibicionismo colapsa a finales
de los años 60, un periodo de apoteosis insurreccional que reclama drogas
y sexo, enarbolando el lema «prohibido prohibir». Mayo del 68, Woodstock
y sus muchos análogos definen a la vez un catastrófico retorno de lo
reprimido, la victoria incondicional de cierta estética y el sepelio de un
consumismo hasta entonces tímido. Entre las desvergüenzas destaca una
cofradía de la aguja, fundada por William Burroughs al amparo de las
sórdidas condiciones norteamericanas, o el discurso de algún payaso
psiquedélico atribuyendo a la LSD capacidad para evocar cien orgasmos.

Más estupor todavía causa un fenómeno de peregrinación al campo en parte de la juventud, que alegando sustituir el Sistema por la Naturaleza
se permite una carta alternativa al menú farmacológico oficial.
La respuesta va a ser una guerra sin cuartel a viejas y nuevas drogas, que
asume en primer término Nixon. El resto del mundo le sigue, instando la
ONU a que todos los países creen brigadas específicas de estupefacientes,
y endurezcan las penas. Llega así la Convención Internacional de 1971
sobre Sustancias Psicotrópicas, en un clima de opinión que compara la
desobediencia civil reinante con una plaga como la muerte negra del
medievo. Comunistas, capitalistas y subdesarrollados están de acuerdo en
este punto, y unos 40 países contemplan pena de muerte para castigar al
desobediente.Más decisivo aún es que laboratorios y farmacias se vean
obligados a una retracción radical de su oferta, restableciéndose en
condiciones de monopolio el mercado negro.

Sucumbe así el orden secular, sustituído por una organización dirigida a la
abstinencia que ya es cruzada mundial. Con todo, subsiste una distancia
entre intención y resultado, y aunque el nuevo orden esté en las antípodas
del laissez faire lo cierto es que pone en marcha un nuevo orden
espontáneo. Por ejemplo, ahora sí empieza a suceder que los jóvenes
consumen, y que cofrades de la aguja draculina se prostituyen para
conseguir su dosis, o roban y atracan, como tan precozmente temieron los
reformadores a principios de siglo. Un asunto de marginales indigentes se
ha generalizado a todos los niveles de renta, y las encuestas sugieren que
es el problema público número uno. Heroína, cocaína, cáñamo y la recién
ilegalizada LSD son inicialmente los productos estrella, que retornan o
prosperan al amparo de farmacias sin oferta alternativa, dentro de una
rebeldía que denuncia la cruzada como iniciativa pseudocientífica, cuyo
remedio agrava al máximo la enfermedad.

Siguen unos 30 años de guerra incondicional a los paraísos artificiales,
donde lo que acontece en Norteamérica se reproduce en Europa algo
después salvo en el caso de Holanda, que escandaliza a todos
decantándose por una política de reducción de riesgos. Durante ese
periodo buena parte de quienes gritaron «prohibido prohibir» morirán de
sobredosis accidental (envenenados ante todo por adulterantes), o
pernoctarán largamente en cárceles. Es una victoria en la guerra, aunque
multiplica por ocho o diez los asaltos y sustracciones atribuidos a adictos,
creando un Sindicato del Crimen ahora internacional, sostenido por unos
30 países corruptos de arriba abajo; allí el comercio de drogas se castiga
con pena de muerte o reclusión perpetua para excluir a aficionados de un
negocio reservado a militares y policías.

El orden espontáneo que la política de tolerancia cero ha puesto en
marcha se completa poco después, cuando la guerra antidroga tope con la
química en sí, un adversario de proporciones infinitas.Más aún que
originales y análogos, cocineros más o menos competentes pasan
entonces de la reproducción al diseño. Drogas de diseño son el haschisch
marroquí, el crack, la pasta base, la amplísima gama de pastillas, la
ketamina, los fentanilos de mercado negro, el llamado éxtasis líquido, el
cáñamo hidropónico y cualquier otra substancia psicoactiva que nazca
directamente de la prohibición, adaptada a grupos, subgrupos, franjas
horarias y hasta espacios momentáneos.

La polarización y exasperación es tal que empiezan a oirse voces
reclamando legalizar algunas drogas, o todas, como si la Ley Seca hubiese
terminado con la legalización del alcohol, y no con una derogación de la
Ley Seca. Aunque los precios son altos, y cada producto está fuertemente
adulterado, no hay reducción sensible en la demanda. Al contrario, las
drogas tradicionales y las de diseño no sólo cumplen finalidades lúdicas y
ceremoniales (para pijos, progres, chelis, etc.), sino que se convierten en
ritos de iniciación a la madurez, sostenidos por instituciones tan nuevas y
rentables como el Fin de Semana.

Este estado de cosas se mantiene en Europa hasta mediados de los 90,
cuando empieza a ser imposible hablar de una guerra sincera a las drogas.
Las ingentes existencias, lo sencillo del acceso a ellas, la falta de estigma
social y el descrédito del prohibicionismo hacen que todas se abaraten y
mejoren en pureza. Es ahora una batalla sólo nominal, que ha elevado al
cubo los puntos de venta, aunque vea reducirse espectacularmente las
muertes por sobredosis involuntaria. El orden espontáneo se ha
sobrepuesto al decretado.Pero esto -que para nada puede tranquilizar a
los padres de familia- lo analizaremos mañana.



Artículo publicado en El Mundo, 11/1/05

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