Cuba:murió Aída Santamaría
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Friday, Feb. 25, 2005 at 9:01 AM
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El último vuelo de los Santamarías
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Autor : Celia Hart Fecha :
( 23-Febrero-2005 ) Categoria : Cuba
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NOTA:
Aída Santamaría, tía de Celia Hart Santamaría, y hermana de su
madre, Haydée Santamaría, ha muerto. Celia Hart le dedica un hermoso
obituario a la que fuera una activa participante en todo el proceso
revolucionario cubano hasta el final de su vida. “Al triunfar la
revolución cubana, en la que había dejado como legado la vida de su
hermano Abel y el dolor de su familia, Aída se entregó de lleno a
las nuevas tareas dirigiendo el Departamento de Prevención y
Asistencia Social.”
En los días
más difíciles de la clandestinidad en nuestra última batalla por ser
libres, cuando no eran suficientes los contactos, ni las casas donde
los compañeros podían esconderse, frente a las amenazas más brutales
de una tiranía que veía enflaquecida su autoridad a pesar de haber
asesinado a los mejores jóvenes del país, flotaba por las calles de
la Habana, sutil y grácil una hermosa mujer de cabello blanco de
ojos esmeradamente negros, apostados en la más firme de las miradas.
Mi tía Aída Santamaría fue la más serena y bella de
aquellos raros Santamarías emblemáticos que sembraron su corazón en
la revolución cubana. Chaviano sin haber encontrado qué hacer frente
a una mujer de tanta belleza y serenidad, sólo repetía como un
imbécil cuando sabía que ella visitaba una cárcel o hacía algún
arreglo. “¡Ah, esa palomita blanca, esa palomita blanca!”.
Si Haydée fue la dueña de la pasión más desbordada y
de una inteligencia moldeada sólo por la emoción; si tío Aldo
significó valor, en cuyo estómago descansó el secreto de la llegada
del Granma y en cuya precia militar se confió cuando la Crisis del
Caribe siendo y se instalaron sin rubor los cohetes estratégicos en
mi Patria; si fue Adita, la pequeña Adita, el símbolo de la alegría,
el arte, y en su casa, de fiesta permanente encontró Silvio y Pablo
sus mejores tertulias; si por último... o más bien fue por primero,
Abel el símbolo de la entrega absoluta, ese santo inmaculado de ojos
verdes; ojos con los que quisieron comprar el corazón de mi madre en
las cárceles de Santiago de Cuba; entonces Aída Santamaría, a la que
acabamos de dar sepultura, fue el símbolo de la serenidad, de la
coherencia, fue esa persona a la que todos acudían cuando era
menester sufrir o resolver alguna diligencia. Cuentan que cuando ya
era evidente que la palomita blanca era la más comprometida de los
revolucionarios y que agentes encargados por la tiranía le comunican
en Encrucijada (tierra natal de los Santamarías) que debería
abandonar el país, descubren los agentes un libro que descansaba en
el librero que había sido llevado allá después del Moncada por
órdenes de Fidel. Fidel, dicho sea de paso, sabía que aquel libro
era desde ya propiedad de la Historia. El agente saca el libro
firmado por el tío Abel y dice entre sorprendido y amenazador:
“Abel, éste fue el que murió en el Cuartel Moncada”. Tía Aída señaló
imperturbable “No, Abel fue al que asesinaron cobardemente en el
Moncada”. Dicen que ese oficial la miró intrigado, y los bellos ojos
de mi tía no se apartaron un solo segundo de su rostro. El
batistiano colocó sin chistar el libro en el armario, como quien
aleja a la cruz.
Al triunfar la revolución cubana, en
la que había dejado junto como legado la vida de su hermano Abel y
el dolor de su familia, Aída se entregó de lleno a las nuevas
tareas.
Dirigió el Departamento de Prevención y
Asistencia Social. Los trabajadores sociales, que son ahora nuestro
orgullo, tuvieron su primer empleo bajo al ala de esta palomita
blanca, que desde enero del 59 decidió volar mucho más alto.
Las funerarias, los barrios marginales, la atención a
los combatientes, no es con mucho una labor inédita en mi patria.
Aída fue la primera trabajadora social. Los bienes que se
recuperaban de los asesinos y de los cobardes que abandonaron el
país fueron entregados a los más necesitados a través de sus blancas
manos.
Recuerdo ahora, siendo una niña que en plena
zafra de los 70 mis padres estaban en Amancio Rodríguez, un pequeño
pueblo de pescadores en la antigua provincia de Camaguey. En lo que
mi padre arengaba a los macheteros, para llegar a aquella meta de
los 10 millones, que dicho sea de paso, muchas deformaciones
posteriores hubiésemos evitado de haber llegado a aquella cifra,
pues el precio a la “derrota” de aquel plan fue caer en los brazos
de la burocracia soviética y todas sus incalculables aberraciones,
pues bien, mientras Armando Hart alentaba y organizaba la molienda
de azúcar, mi madre se encargaba de construir una carretera, un
acueducto, y otras obras en “Macondo”, como ella bautizara al
pueblo. Entregaba ladrillos para la construcción de las casas de los
campesinos, para obras sociales, etc. Entonces como cuento de hadas,
mi tía Aída enviaba todos los artículos abandonados por los
presurosos burgueses que abandonaban el país: Las campesinas de
Amancio contaban además de una exigencia por cortar caña, con
cacerolas esmaltadas, cubiertos finos, sábanas de lujo, enviadas por
el Departamento de Aída Santamaría Bienes Recuperados del Estado. No
es que esto fuera importante para que los humildes entendieran la
revolución, mas de alguna manera era un símbolo que el café matutino
de los cañeros se colaba en un recipiente que otrora pertenecía a un
soberbio ladrón. No es que pasaran esos objetos de unos ladrones
derrotados a unos ladrones en el poder: Los tenía el pueblo, al que
poco le importaba la firma americana de los recipientes que usaban,
seguirían taimando el café para “los diez millones” a pesar de tener
que usar el derroche aquel de la burguesía más platanera y mediocre
de todas.
Aída siguió siendo el puntal más firme de
su familia, mediadora entre las peleas de abuela Joaquina y mi
madre, partera (por llamarla así) de todos sus sobrinos. Me contaba
mi madre que cuando ya yo había decidido nacer, aún no era el
momento de hacerlo tan sólo porque Aída no aparecía. Para llegar a
este mundo tuve que esperar por la anuencia y el aplomo de mi tía
Aída.
Murió siendo militante del Partido Comunista y
tratando de perseguir que nosotros, sus hijos y sobrinos, que de
alguna manera hemos crecido en el bendito huracán de los Santamaría,
sigamos leales a estos empeños.
Como era su deber
Aída enterró a sus cuatro hermanos. ¡Cuál de los cuatro con más
dolor que el otro! A uno lo asesinaron, la otra se suicidó, la más
pequeña murió antes de tiempo envuelta en el peor cáncer... A mi tío
Aldo hace un año, de igual manera... A todos tuvo que darle
sepultura tratando de amainar el dolor confuso y disímil, de todos
sus descendientes.
Ahora puede ser el fin, al menos
para nosotros: La última rama de ese árbol milagroso acaba de ser
devuelta a la tierra.
No sé si a mis primos, a mi
hermano, y a mí ellos nos hayan dejado algo de aquel embrujo, pero
será difícil que florezcan de igual manera: Estamos contaminados,
con nuevos tiempos, nuevas prisas, y mucho menos de amor.
Hoy cerró un capítulo extendido de esta obra
peculiar de la revolución.
Debemos juntar las
manos con fervor... y pensar... y amar mucho para que las cenizas de
luz de esa legión de iluminados puedan acompañarnos un tanto más
allá, cuando tengamos que seguir a tiro forzado, lidiando con la
muerte en los años que nos restan. Creo que la magia no muere, pero
al menos hoy creo perder la fe para tratar de encontrarla.
Con el sepelio del día de hoy algo muy hermoso e
indefinido termina por cerrarse en esta luminosa historia de una
revolución fabricada a pluma de ángeles.
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