Julio López
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Manifiesto contra el Trabajo - Parte I
Por Nati (((i cba))) - Sunday, May. 01, 2005 at 10:45 PM

Para el debate, un importante texto del grupo krisis.

MANIFIESTO CONTRA EL TRABAJO
Presentación
Desde hace más doce años la gente que forma parte del Grupo Krisis, de Alemania, intenta desarrollar una posición, más allá de las corrientes académicas dominantes y de los discursos paralizantes de la izquierda "movimentista", que suponga una superación del marxismo de tipo "movimiento obrero", sin caer en un discurso afirmativo "realista". Siendo conscientes de que esto no resulta posible sin establecer relaciones activas y organizar foros de discusión, hace años que la asociación Krisis e.V., que es la editora de la revista Krisis, viene or ganizando mesas de discusión, encuentros de trabajo, etc., que persiguen facilitar el intercambio entre personas con voluntad de transformar las viejas maneras de la izquierda, a fin de abrir un debate entre posturas, sectores y modos de hacer hasta ahora dispares, que permita crear una nueva crítica social de carácter «antipolítico».
En El manifiesto contra el trabajo la gente de Krisis consigue sintetizar muy certeramente los ejes principales de su crítica a la sociedad del trabajo, desarrollados más extensamente en numerosos artículos y libros. A la gente de Virus nos parecía importante dar a conocer las posiciones de Krisis, pues pueden contribuir ciertamente a enriquecer debates similares iniciados en el Estado español, y que en parte han quedado recogidos en otros textos publicados con anterioridad en Virus. Completamos la edición del Manifiesto con un artículo de Robert Kurz, miembro del Grupo Krisis, en el que aporta la interesante noción de la «persona flexible», figura emergente de la decadente maquinaria capitalista.
Para contactos con el grupo, os podéis dirigir a:
Förderverein Krisis
Postfach 2111
91011 Erlangen
Tel./fax: 00-49-911-705628
e-mail: ntrenkle@aol.com
http://www.krisis.de
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Manifiesto contra el trabajo
del Grupo Krisis
1. El dominio del trabajo muerto
«Todos deben poder vivir de su trabajo, dice el principio planteado. Poder vivir está, por tanto, condicionado por el trabajo, y no existirá tal derecho, si no se cumple esta condición.»
Johann Gottlieb Fichte, Fundamentos del derecho natural según los principios de la doctrina de la ciencia, 1797

Un cadáver domina la sociedad, el cadáver del trabajo. Todos los poderes del planeta se han unido para la defensa de este dominio: el Papa y el Banco Mundial, Tony Blair y Jörg Haider, los sindicatos y los empresarios, los ecologistas alemanes y los socialistas franceses. Todos conocen una única consigna: ¡trabajo, trabajo, trabajo!
A quien todavía no se haya olvidado de pensar, no le resultará difícil darse cuenta de la inconsistencia de una posición semejante. Pues la sociedad dominada por el trabajo no está pasando por una crisis temporal, sino que está llegando a sus límites absolutos. La producción de riquezas se está alejando cada vez más —en una medida que hasta hace pocas décadas sólo era concebible en la ciencia-ficción— del uso de mano de obra humana como consecuencia de la revolución microelectrónica. Nadie puede afirmar seriamente que este proceso se vaya a parar o que tenga marcha atrás. La venta de la mercancía mano de obra va a ser tan prometedora en el siglo XXI como la de sillas de posta en el XX. Sin embargo, en esta sociedad, a quien no puede vender su mano de obra se le considera «excedente» y se le manda al vertedero social.
¡El que no trabaje, no come! Esta cínica fórmula todavía es válida, y hoy en día incluso más, porque se vuelve irremisiblemente obsoleta. Es absurdo: la sociedad nunca ha sido tan sociedad del trabajo como en un momento en que el trabajo se está haciendo innecesario. Es precisamente en el momento de su muerte cuando el trabajo se revela como un poder totalitario que no admite otro dios a su lado. Determina el pensar y el actuar hasta en los poros de la cotidianidad y la psique. No se ahorran esfuerzos para prolongar artificialmente la vida del ídolo trabajo. El grito paranoico de «empleo» justifica que se fuerce incluso la destrucción, hace tiempo conocida, de los fundamentos de la naturaleza. Cuando se abre la perspectiva de un par de miserables «puestos de trabajo», se permite dejar de lado acríticamente los últimos obstáculos a la comercialización total de todas las relaciones sociales. Y se ha convertido en un acto de fe comúnmente exigido la idea de que es mejor tener «cualquier» trabajo que ninguno.
Cuanto más patente es que la sociedad del trabajo está llegando a su final definitivo, con tanta más violencia se oculta ese final a la conciencia pública. Los métodos de ocultación pueden ser tan distintos como se quiera, pero tienen un denominador común: el hecho mundial de que el trabajo se evidencia como un fin absoluto irracional, que se ha hecho obsoleto a sí mismo, es redefinido con la terquedad de un sistema enloquecido como el fracaso personal o colectivo de individuos, empresas o «enclaves». El límite objetivo del trabajo debe parecer, pues, un problema subjetivo de los excluidos.
Si para unos el paro es el producto de pretensiones desmesuradas, de falta de disposición a rendir y de flexibilidad; los demás le reprochan a «sus» directivos y políticos incapacidad, corrupción, codicia o traición a su enclave económico. Y al final todos acaban por coincidir con el ex presidente federal alemán Roman Herzog: el país necesita de un «empuje» que lo recorra de parte a parte, como si se tratase de un problema de motivación de un equipo de fútbol o de una secta política. Todos tienen que remar con fuerza «como sea», aun cuando haga tiempo que se le hayan escapado los remos de las manos; y todos tienen que ponerse manos a la obra «como sea», aun cuando no quede nada (o sólo sinsentidos) que hacer. El trasfondo de este triste mensaje es inequívoco: el que a pesar de todo no consiga la gracia del ídolo trabajo, tendrá él mismo la culpa, y se le podrá prescribir y expulsar sin problemas de conciencia.
Esta misma ley de la víctima humana tiene validez mundial. Las ruedas del totalitarismo económico aplastan un país tras otro y demuestran así siempre lo mismo: que éstos han contravenido las llamadas leyes del mercado. Al que no se «adapte» incondicionalmente y sin considerar las pérdidas al transcurso ciego de la competencia total, le castigará la lógica de la rentabilidad. Las bases de la esperanza de hoy son la basura económica de mañana. A pesar de esto, los psicópatas económicos que nos dominan no se dejan perturbar lo más mínimo por lo que se refiere a su explicación estrafalaria del mundo. Ya se ha declarado deshechos sociales a tres cuartas partes, más o menos, de la población mundial. Se hunde un enclave económico tras otro. Después de los desastrosos «países en vías de desarrollo» del Sur y después de la subdivisión de capitalismo de Estado de la sociedad mundial del trabajo en el Este, han desaparecido asimismo en el infierno de la catástrofe los alumnos ejemplares de la economía de mercado en el sudeste asiático. En Europa también hace tiempo que se está extendiendo el pánico. Sin embargo, los jinetes de la triste figura de la política y la dirección empresarial continúan su cruzada en nombre del ídolo trabajo con tanto más ahínco.

2. La sociedad neoliberal del apartheid
«El bribón había destruido el trabajo, aun habiendo tomado el sueldo de un trabajador; ahora tendrá que trabajar sin sueldo, imaginando para sí mismo en la mazmorra la bendición del éxito y la ganancia [...] Tendrá que ser educado para el trabajo honrado como acto personal libre mediante el trabajo forzado.»
Wilhelm Heinrich Riehl, El trabajo alemán, 1861

Una sociedad centrada en la abstracción irracional trabajo desarrolla necesariamente una tendencia al apartheid social, cuando el éxito en la venta de la mercancía trabajo se vuelve más una excepción que la regla. Todas las fracciones del campo trabajo, que abarca a todos los partidos, han aceptado hace tiempo secretamente esta lógica y colaboran con entusiasmo en la misma. Ya no discuten sobre si se empuja a los márgenes a partes cada vez más grandes de la población y se las excluye de toda participación social, sino sólo sobre cómo imponer esta selección.
La fracción neoliberal confía, segura, el negocio sucio social-darwinista a la «mano invisible» del mercado. Es en este sentido que se están recortando las redes estatales de protección social para marginar, de la manera más silenciosa posible, a aquellos que no son capaces de resistir la competencia. Sólo se reconoce como ser humano al que pertenece a la hermandad de los sardónicos vencedores de la globalización. Todos los recursos del planeta se usurpan, con toda naturalidad, en nombre de la máquina capitalista autofinalista. Cuando ya no se puedan emplear de manera rentable para ese fin, serán dejados en barbecho, aunque eso suponga hambre para poblaciones enteras.
A la policía, las sectas salvadoras, la mafia y las cocinas populares les tocará encargarse de esta molesta «basura humana». En los EEUU y casi todos los países de Europa central hay más gente en las cárceles que en cualquier dictadura militar mediana. Y en Latinoamérica los escuadrones de la muerte de la economía de mercado matan diariamente a más niños y pobres que a opositores en los peores momentos de represión política. A los excluidos sólo les queda una función social: la del ejemplo aterrador. Su destino ha de servir para que todos los que todavía están en «la carrera hacia la tierra prometida» sigan aguijoneándose en el combate por los últimos puestos de trabajo; y que incluso la masa de perdedores se mantenga en un trajín incansable para que no se les ocurra rebelarse contra unas imposiciones tan desvergonzadas.
Pero aun pagando el precio del autoempleo, este nuevo mundo tan bonito de la economía de mercado totalitaria sólo prevé para la mayoría un lugar como personas sumergidas en la economía sumergida. En tanto que mano de obra más barata y esclavos democráticos de la «sociedad de servicios» sólo les queda ponerse sumisamente al servicio de los vencedores bien pagados de la globalización. A los nuevos «pobres trabajadores» se les permite limpiarle los zapatos a los últimos hombres de negocios de la sociedad feneciente del trabajo, venderles hamburguesas contaminadas o vigilarles sus centros comerciales. Y quien haya dejado su cerebro en el guardarropía puede incluso soñar con el ascenso a millonario de servicios.
En los países anglosajones ese mundo de pesadilla ya es realidad para millones de personas y, en cualquier caso, también en el Tercer Mundo y en Europa oriental. Y en la tierra del euro parecen estar decididos a recuperarse generosamente del retraso existente a este respecto. Los periódicos de economía especializados ya no mantienen en secreto su idea del futuro ideal del trabajo: los niños del Tercer Mundo limpiando parabrisas en cruces apestados son el ejemplo brillante de «iniciativa empresarial» que tienen que hacer el favor de seguir los parados en el desierto de servicios autóctono. «El ideal del futuro es el individuo como administrador de su propia mano de obra y de su previsión existencial», escribe la Comisión sobre Cuestiones de Futuro de los Estados Libres de Baviera y Sajonia. Y: «La demanda de servicios sencillos relacionados con las personas será mayor cuanto menos cuesten los servicios, es decir, cuanto menos gane el que los presta». En un mundo en donde a la gente todavía le quedase un mínimo de dignidad esta afirmación provocaría una revuelta social. En un mundo de animales de trabajo domesticados sólo lleva a un asentimiento desvalido.

3. El apartheid del Estado neosocial
«Cualquier trabajo es mejor que ninguno.»
Bill Clinton, 1998
«Ningún trabajo es tan duro como ninguno.»
Lema de una exposición de carteles de la Oficina Federal de Coordinación de las Iniciativas de Parados de Alemania, 1998
«El trabajo voluntario debería ser recompensado, no retribuido [...] Pero quien realiza un trabajo voluntario se libra además de la mácula del paro y del receptor de ayuda social.»
Ulrich Beck, El alma de la democracia, 1997

A las fracciones antineoliberales del campo trabajo, en el conjunto de la sociedad, tal vez no les guste mucho esta perspectiva, pero también tienen muy claro que un ser humano sin trabajo no es un ser humano. Anclados con nostalgia en la era de posguerra del trabajo fordista de masas, no piensan en otra cosa que en resucitar esos tiempos pasados de la sociedad del trabajo. El Estado se tendría que volver a encargar de aquello que el mercado no puede cubrir. La pretendida normalidad de la sociedad del trabajo se tendría que seguir simulando con «programas ocupacionales», trabajos forzados comunales para receptores de ayudas sociales, subvenciones a enclaves económicos, endeudamiento y otras medidas políticas. Esta planificación estatal del trabajo reavivada sin convicción no tiene la menor posibilidad de éxito, pero sigue siendo el punto de referencia ideológico para amplias capas de la población amenazadas por el desmoronamiento. Y justamente por la desesperanza en la que se fundamente, la práctica que se deriva de la misma es cualquier cosa menos emancipadora.
La transformación ideológica del «trabajo escaso» en el primer derecho del ciudadano excluye, consecuentemente, a todos los no-ciudadanos. La lógica social de selección no es, por lo tanto, cuestionada, sino definida de otra manera: la lucha por la supervivencia individual será suavizada mediante criterios étnico-nacionalistas: «calandrias autóctonas sólo para los autóctonos», grita el espíritu del pueblo reencontrado de nuevo en comunidad gracias al amor perverso al trabajo. El populismo de derechas no le pone reparos a esta conclusión. Su crítica a la sociedad de la competencia sólo conduce a la limpieza étnica en las zonas en retroceso de la riqueza capitalista.
Frente a esto, el nacionalismo moderado de cuño socialdemócrata o verde quiere que los inmigrantes laborales de larga duración cuenten como los autóctonos e incluso darles la nacionalidad, si demuestran un buen comportamiento agradecido y garantizan su mansedumbre. Claro que así se puede legitimar popularmente tanto mejor la exclusión acentuada de refugiados del Sur y del Este, y realizarla tanto más silenciosamente; naturalmente, todo envuelto siempre en un torrente de palabras de humanidad y civismo. La caza humana de «ilegales» que se quieren hacer con puestos de trabajos nacionales, no debería dejar, en la medida de lo posible, feas manchas de sangre y fuego en suelo alemán. Para eso está la policía de fronteras, la policía nacional y los países parachoques del territorio Schengen, que lo solucionan todo según la ley y el derecho y tanto mejor si están lejos las cámaras de televisión.
La simulación estatal del trabajo ya es violenta y represiva de por sí. Está al servicio de la voluntad incondicional de mantener con todos los medios disponibles el dominio del ídolo trabajo aun después de su muerte. Este fanatismo burocrático-laboral no permite a los excluidos, a los parados y a los carentes de oportunidades, y a los que se niegan a trabajar por buenos motivos, disfrutar de un poco de tranquilidad ni siquiera en los resquicios restantes, ya de por sí lamentablemente estrechos, del Estado social en descomposición. Trabajadores sociales y mediadores de empleo les arrastrarán bajo las lámparas de interrogatorio estatales, y se verán obligados a humillarse públicamente ante el trono del cadáver reinante.
Si ante los tribunales suele valer el principio de «inocente mientras no se demuestre lo contrario», en este caso el peso de las pruebas se invierte. Si en el futuro no quieren vivir del aire y del amor al prójimo, los excluidos tendrán que aceptar cualquier trabajo sucio y de esclavos y cualquiera de las «medidas de ocupación», por muy absurda que parezca, para demostrar su disposición incondicional a trabajar. Da igual si la tarea que han de realizar sólo tiene un sentido remoto o si representa una absurdidad absoluta. Lo importante es que sigan en movimiento permanente para que no olviden cuál es la ley que rige sus vidas.
Antes los hombres trabajaban para ganar dinero. Hoy en día el Estado no repara en gastos para que miles de personas simulen el trabajo desaparecido en peregrinos «talleres de entrenamiento» y «empresas ocupacionales», a fin de mantenerse en forma para «puestos de trabajo» normales que no van a conseguir nunca. Cada vez se inventan «medidas» nuevas y más estúpidas solamente para hacer ver que la calandria social, que gira vacía, puede seguir funcionando eternamente. Cuanto menos sentido tiene la obligación de trabajar, tanto más brutalmente se machaca a la gente con que tiene que ganarse el pan con el sudor de su frente.
Desde este punto de vista, el «nuevo laborismo» y sus imitadores en el mundo entero han demostrado ser del todo compatibles con el modelo neoliberal de la selección social. Mediante la simulación de «ocupación» y ese querer aparentar un futuro positivo de la sociedad del trabajo se crea la legitimación moral para enfrentarse con mayor dureza a los parados y a los que se niegan a trabajar. Al mismo tiempo, el trabajo forzoso estatal, las subvenciones a los sueldos y los llamados «trabajos voluntarios no remunerados» rebajan cada vez más los costes laborales. De esa forma, se favorece un sector creciente de sueldos bajos y trabajo de miseria.
La llamada política laboral activa, según el modelo «new labour», ni siquiera preserva a los enfermos crónicos y las madres solteras con niños pequeños. Quien reciba ayuda del Estado no se librará de las asfixiantes garras de la burocracia hasta llegar al nicho con su nombre estampado. El único sentido de esta persistencia impertinente es desanimar al máximo de gente posible de realizar reclamaciones al Estado, y enseñar a los excluidos instrumentos de tortura tan repugnantes que hagan aceptable, en comparación, cualquier trabajo miserable.
Oficialmente, el Estado paternalista empuña el látigo sólo por amor y siempre con la intención de educar con rigor a sus hijos considerados «mandrosos», en nombre de un futuro mejor para ellos. En realidad, todas las medidas pedagógicas tienen única y exclusivamente el fin de sacar a los clientes a palos de su casa. ¿Qué otro significado podría tener obligar a los parados a trabajar en la recogida de espárragos? El objetivo es que desbanquen allí a los trabajadores polacos, que sólo se conforman con el salario de miseria porque al cambio les supone una retribución aceptable en casa. Pero a los trabajadores forzados ni se les ayuda ni se les abren nuevas «perspectivas laborales» con estas medidas. Y también para los dueños de los campos de espárragos resultan sólo una fuente de problemas los desganados doctores y trabajadores especializados con los que son agraciados. Pero si después de una jornada de trabajo de doce horas en la tierra madre alemana, a alguien se le ocurre, de pura desesperación, que igual no estaría tan mal la idea de abrir un puesto de perritos calientes, la «ayuda a la flexibilización» habrá demostrado el efecto neobritánico deseado.

4. Agudización y desmentido de la religión del trabajo
«El trabajo, por muy mammónico y vil que sea, está siempre en relación con la naturaleza. Ya el deseo de desempeñar un trabajo conduce cada vez más a la verdad y a las leyes y prescripciones de la naturaleza, las cuales son verdad.»
Thomas Carlyle, Trabajar y no desesperarse, 1843

El nuevo fanatismo del trabajo, con el que la sociedad reacciona a la muerte de su ídolo, es la continuación lógica y el capítulo final de una larga historia. Desde los días de la Reforma, todas las fuerzas pilares de la modernización occidental han predicado la santidad del trabajo. Sobre todo en los últimos 150 años, todas las teorías sociales y corrientes políticas han estado prácticamente poseídas por la idea del trabajo. Socialistas y conservadores, demócratas y fascistas se han combatido a muerte; pero a pesar de toda esta hostilidad mortal, han adorado siempre al ídolo trabajo. «Apartad a los holgazanes», dice el texto de «La Internacional» [en su versión alemana, N. del T.]; «el trabajo libera» resonaba atrozmente desde el portón de entrada de Auschwitz. Fueron las democracias plurales de posguerra las que apostarían de verdad a fondo por la dictadura perpetua del trabajo. Incluso la constitución de la católica Baviera adoctrina a los ciudadanos en un sentido completamente pegado a la tradición de Lutero. «El trabajo es la fuente del bienestar del pueblo y está bajo la especial protección del Estado». A finales del siglo XX prácticamente se han evaporado todos los antagonismos ideológicos. Sólo ha quedado el dogma común, inmisericorde, del trabajo como destino natural del ser humano.
Hoy en día la realidad misma de la sociedad del trabajo desmiente ese dogma. Los sacerdotes de la religión del trabajo siempre han predicado que el hombre, según su supuesta naturaleza, es un animal laborans. No se hace hombre hasta que, cual Prometeo, somete la materia natural a su voluntad y se realiza en sus productos. Este mito del conquistador del mundo y del demiurgo, con una misión que cumplir, siempre ha sido una burla al carácter del proceso moderno del trabajo, pero pretendía haber poseído un sustrato real en tiempos de los capitalistas-inventores de la talla de Siemens o Edison y sus plantillas de trabajadores especializados. Entretanto, este gesto se ha vuelto completamente absurdo.
Quien hoy en día se pregunte todavía por el contenido, el sentido y el fin de su trabajo, o se vuelve loco o en factor perturbador del funcionamiento autofinalista de la máquina social. El homo faber antes orgulloso de su trabajo que, a su manera torpe, se tomaba aún en serio lo que hacía, se ha quedado tan anticuado como una máquina de escribir mecánica. El molino tiene que seguir girando a cualquier precio, y con eso basta. Para la búsqueda de sentido están los departamentos de publicidad y ejércitos enteros de animadores y psicólogos de empresa, asesores de imagen y camellos. Pero cuando se parlotea continuamente de motivación y creatividad lo único seguro es que no queda nada de ninguna de las dos, a no ser como autoengaño. Por eso la capacidad de autosugestionarse, de venderse a sí mismo y la simulación de competencia figuran hoy en día entre las virtudes más importantes de directivos y especialistas, estrellas de los media y contables, maestros y vigilantes de aparcamientos.
Con la crisis de la sociedad del trabajo también ha quedado completamente en ridículo la afirmación de que el trabajo es una necesidad eterna, impuesta a los hombres por la naturaleza. Desde hace siglos se predica que hay que rendir culto al ídolo trabajo, aunque sólo sea porque las necesidades no se pueden satisfacer por sí mismas sin el esforzado quehacer humano. Y que la meta de todo el montaje del trabajo sería satisfacer las necesidades. Si esto fuera verdad, la crítica del trabajo tendría tan poco sentido como la crítica de la fuerza de la gravitación. ¿Pero cómo una «ley natural» de verdad iba a poder entrar en crisis o, incluso, desaparecer? A los portavoces del campo social trabajo —desde los locos del rendimiento neoliberales, devoradores de caviar, hasta los sindicalistas de barrigón cervecero— la pseudonaturaleza del trabajo les hace enfrentarse a dificultades argumentativas. ¿O cómo quieren, si no, explicar que tres cuartas partes de la humanidad se hundan en la necesidad y la miseria sólo porque el sistema de la sociedad del trabajo ya no necesita su trabajo?
No es ya la maldición del Antiguo Testamento —«comerás el fruto del sudor de tu frente»— la que pesa sobre los excluidos, sino una nueva perdición, esta sí inexorable: «no comerás, porque tu sudor no es necesario y es invendible». ¿Y se supone que esto es una ley natural? No es más que un principio social irracional, que se presenta como imperativo natural porque, durante siglos, ha destruido o ha sometido todas las demás formas de relación social, poniéndose a sí mismo como absoluto. Es la «ley natural» de una sociedad que se tiene por sumamente «racional», pero que en verdad sólo sigue la racionalidad finalista de su ídolo trabajo, a cuyas «exigencias circunstanciales» está dispuesta a sacrificar sus últimos restos de humanidad.

5. El trabajo es un principio social coercitivo
«De ahí que el obrero se sienta en su casa fuera del trabajo y en el trabajo fuera de sí. Está en casa cuando no trabaja, y cuando trabaja no está en casa. Su trabajo, por lo tanto, no es voluntario, sino obligado, trabajo forzado. No es, por lo tanto, la satisfacción de una necesidad, sino sólo un medio para satisfacer necesidades fuera de éste. Su carácter ajeno lo pone de relieve el hecho de que, tan pronto deja de existir alguna coacción física o de cualquier otro tipo, se huye del trabajo como de la peste.»
Karl Marx, Manuscritos económico-filosóficos, 1844

El trabajo no significa de ninguna manera que las personas transformen la naturaleza o se relacionen entre sí por su actividad. Mientras haya gente, se construirán casas, se producirán alimentos, vestidos y otras muchas cosas, se criará a los niños, se escribirán libros, se discutirá, se cultivarán huertos, se compondrá música y muchas más cosas por el estilo. Esto es algo banal y obvio. Lo que no es obvio es que la actividad humana por excelencia, el puro «empleo de fuerza de trabajo», sin importar su contenido, de forma totalmente independiente de las necesidades y de la voluntad de los implicados, sea elevado a un principio abstracto que domina las relaciones sociales.
En las antiguas sociedades agrarias había todo tipo de formas de dominio y de relaciones de dependencia personal, pero ninguna dictadura de la abstracción trabajo. Las actividades de transformación de la naturaleza y de las relaciones sociales no tenían, desde luego, un carácter autodeterminado, pero tampoco estaban subordinadas a la «venta de fuerza de trabajo», sino que más bien estaban imbricadas en complejos sistemas de reglas de prescripciones religiosas, de tradiciones sociales y culturales de obligaciones recíprocas. Cada actividad tenía su momento y su lugar especial; no había una forma de actividad general-abstracta.
Fue el sistema productor de mercancías, con su fin absoluto de la transformación incesante de energía humana en dinero, el que hizo surgir por primera vez una esfera «separada» del resto de relaciones, que hacía abstracción de cualquier contenido, el llamado trabajo: la esfera de la actividad no independiente, incondicional, sin relación con nada y robotizada, ajena al contexto social restante y obediente a una racionalidad final «empresarial» abstracta más allá de las necesidades. En esa esfera separada de la vida, el tiempo deja de ser tiempo vivo y vivido. Se convierte en una mera materia prima que debe aprovecharse óptimamente: «el tiempo es dinero». Cada segundo cuenta, cada ida al lavabo es motivo de enfado, cada cruce de palabras con los compañeros, un crimen contra el fin de producción independizado. Allá donde se trabaje, sólo se puede hacer uso de energía abstracta. La vida tiene lugar en otro sitio, o en ninguno, porque el ritmo del trabajo se adueña de todo. A los niños se les adiestra para el tiempo, para que después sean «laboralmente aptos». Las vacaciones sólo sirven para reproducir la «fuerza de trabajo». E incluso cuando comemos, salimos por las noches o amamos suena el reloj de fondo.
En la esfera del trabajo no cuenta lo que se hace, sino que el hacer se haga como tal, puesto que el trabajo es un fin absoluto en la medida en que es portador de la explotación del capital-dinero: la multiplicación infinita del dinero por mor de sí mismo. El trabajo es la forma de actividad de este fin absoluto absurdo. Sólo por eso, no por causas objetivas, todos los productos se producen como mercancías. Porque sólo así representan la abstracción dinero, cuyo contenido es la abstracción trabajo. En esto consiste el mecanismo de la calandria social independizada, en la que está presa la humanidad.
Y por eso mismo, el contenido de la producción es tan indiferente como el uso de las cosas producidas y como sus consecuencias sociales y naturales. Que se construyen casas o se fabrican minas antipersona, que se impriman libros o se cosechen tomates transgénicos, si por eso la gente se pone enferma o sólo se estropea un poco el sabor, todo eso no tiene transcendencia mientras, de la manera que sea, la mercancía se convierta en dinero y el dinero en nuevo trabajo. Que la mercancía exija un uso concreto y que éste sea destructivo le es completamente indiferente a la racionalidad empresarial, ya que para ésta un producto sólo es el resultado de trabajo pasado, de «trabajo muerto».
La acumulación de «trabajo muerto» como capital, representado con la forma dinero, es el único sentido que conoce el sistema moderno productor de mercancías. ¿«Trabajo muerto»? ¡Una locura metafísica! Sí, pero una metafísica convertida en realidad al alcance de la mano, una locura cosificada que tiene cogida por el cuello a esta sociedad. Las personas no se relacionan como seres sociales conscientes en el eterno comprar y vender, sino que ejecutan como autómatas sociales el fin absoluto que les ha venido impuesto.

6. Trabajo y capital son las dos caras de una misma moneda
«El trabajo reúne cada vez más buena conciencia de su parte: la inclinación por la alegría ya se llama "necesidad de descansar" y empieza a avergonzarse de sí misma. "Cada uno es responsable de su propia salud", se dice cuando se nos sorprende en una excursión campestre. Pronto se podría llegar al punto en el que uno no pueda ceder a la inclinación por una vida contemplativa (es decir, irse de paseo con pensamientos y amigos) sin despreciarse a sí mismo y sin remordimientos de conciencia.»
Friedrich Nietzsche, El ocio y la ociosidad, 1882

La izquierda política siempre ha rendido honores al trabajo con especial celo. No sólo ha elevado el trabajo a esencia del ser humano, sino que también lo ha mistificado así a supuesto principio opuesto al capital. El escándalo no era para ella el trabajo, sino meramente su explotación por el capital. Por eso el programa de todos los «partidos de trabajadores» era la «liberación del trabajo» y no «liberarse del trabajo». La oposición social entre capital y trabajo, sin embargo, no es más que una mera oposición de intereses distintos (con poderes ciertamente también distintos) dentro del fin absoluto capitalista. La lucha de clases fue la forma de poner en juego esos intereses contrapuestos en el campo social común del sistema productor de mercancías. Pertenecía a la dinámica interna de explotación del capital. Da igual que la lucha se tuviera que centrar en los sueldos, derechos, condiciones laborales o puestos de trabajo: su ciega condición previa siguió siendo siempre la calandria dominante con sus principios irracionales.
Desde la perspectiva del trabajo, el contenido cualitativo de la producción cuenta tan poco como desde la perspectiva del capital. Lo que interesa es únicamente la posibilidad de vender óptimamente la fuerza de trabajo. No se persigue la determinación común del sentido y fin del propio quehacer. Si alguna vez se tuvo la esperanza de que tal determinación autónoma de la producción se podía hacer real en las formas del sistema de producción de mercancías, la «mano de obra» se ha quitado ya hace tiempo tal ilusión de la cabeza. De lo único de lo que se trata ya es de «puestos de trabajo», de «ocupación»; los propios conceptos demuestran ya el carácter de fin en sí mismo de todo el montaje y la falta de poder de decisión para los partícipes.
Qué, para qué y con qué consecuencias se produce le importa tan poco al vendedor de la mercancía fuerza de trabajo, en última instancia, como al comprador. Los obreros de las centrales atómicas y de las fábricas químicas cuando más airadamente protestan es cuando se habla de desactivar sus bombas de relojería. Y los «empleados» de Volkswagen, Ford o Toyota son los más fanáticos partidarios de los programas de suicidio automovilístico. Y no meramente porque se tengan que vender obligatoriamente para que se les «permita» vivir, sino porque se identifican ciertamente con esta existencia estúpida. Para sociólogos, sindicalistas, sacerdotes y otros teólogos profesionales de la «cuestión social», todo esto sirve de demostración del valor ético-moral del trabajo. El trabajo forma la personalidad, dicen. Tienen razón. La personalidad de zombis de la producción de mercancías que no son capaces ya de imaginarse una vida fuera de su «calandria» tan amada, para la que se preparan cada día.
Sin embargo, la clase obrera como clase obrera ha sido en tan poca medida la contradicción antagonista y el sujeto de la emancipación humana como, por otro lado, los capitalistas y directivos han dirigido la sociedad por la maldad de una voluntad subjetiva de explotación. Ninguna casta dominante de la historia ha llevado una vida tan esclava y deplorable como los acosados directivos de Microsoft, Daimler-Chrysler o Sony. Cualquier noble medieval los hubiese menospreciado profundamente. Porque mientras éste se podía entregar al ocio y dilapidar más o menos orgiásticamente su fortuna, las élites de la sociedad del trabajo no se pueden permitir ni una pausa. Fuera de la calandria, tampoco ellos saben qué hacer con sus vidas aparte de comportarse como niños; el ocio, el amor al conocimiento y el placer de los sentidos les son a ellos tan ajenos como a su material humano. Sólo son siervos asimismo del ídolo trabajo, meras élites funcionales del fin absoluto irracional de la sociedad.
El ídolo dominante sabe imponer su voluntad sin sujeto sobre la «coacción sorda» de la competencia, ante la que también los poderosos se tienen que arrodillar, justamente aunque estén dirigiendo cientos de fábricas y moviendo sumas millonarias por todo el planeta. Y si no lo hacen, se les quita de en medio con tan pocos miramientos como a la «mano de obra» sobrante. Pero es justamente su propia falta de poder de decisión la que convierte a los funcionarios del capital en inmensamente peligrosos, no su voluntad subjetiva de explotación. Ellos son los que menos pueden permitirse preguntarse por el fin y las consecuencias de su hacer infatigable; no se pueden permitir sentimientos ni consideraciones. Por eso le llaman realismo cuando desertizan el mundo, afean las ciudades y hacen que la gente empobrezca en medio de la riqueza.

7. El trabajo es dominio patriarcal
«La humanidad se ha tenido que hacer cosas espantosas antes de conseguir crear el sí mismo, el carácter idéntico, instrumental, masculino del ser humano, y algo de eso se repite todavía en cada infancia.»
Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, Dialéctica de la Ilustración

Aunque la lógica del trabajo y su transformación forzada en materia dinero puedan presionar en esa dirección, no todos los ámbitos sociales y las actividades necesarias se dejan apresar en esa esfera del tiempo abstracto. Por eso, junto con la esfera «independizada» del trabajo, surgió, en cierto modo como su otra cara, también la esfera privada del hogar, de la familia y de la intimidad.
En ese ámbito, definido como «femenino», se quedan las actividades múltiples y cambiantes de la vida cotidiana que no se pueden transformar en dinero o sólo en casos excepcionales: desde limpiar y cocinar, pasando por la educación de los hijos y el cuidado de los mayores, hasta el «trabajo del amor» del ama de casa de tipo ideal, que mima a su hombre agotado por el trabajo y le sirve de «reserva afectiva». Es por eso que la esfera de la intimidad, como la otra cara del trabajo, es declarada baluarte de la «verdadera vida» por la ideología burguesa de la familia, aunque en realidad la mayoría de las veces no sea más que un infierno íntimo. El asunto es que no se trata de una esfera de vida mejor y verdadera, sino más bien de una forma igual de estúpida y limitada de la existencia, a la que se ha adjudicado un designio distinto. Esta esfera también es producto del trabajo, aunque separado de éste, pero sólo existente con relación a éste. Sin el espacio social separado de la actividad «femenina» nunca hubiese podido funcionar la sociedad del trabajo. Este lugar es su silenciosa condición previa y, al mismo tiempo, su resultado específico.
Esto también vale para los estereotipos sexuales que experimentaron su generalización con el desarrollo del sistema de producción de mercancías. No es casual que se convirtiera en un estereotipo extendido la imagen de la mujer de comportamiento natural e instintivo, irracional y llevada por sus emociones de manera paralela a la del hombre trabajador, creador de cultura, racional y con dominio sobre sí mismo. Y tampoco es casualidad que la autopreparación del hombre blanco para las exigencias del trabajo y de la administración estatal de recursos humanos se viese acompañada durante siglos de una brutal «caza de brujas». También la apropiación científica del mundo que comenzó al mismo tiempo estuvo contaminada en sus raíces por el fin absoluto de la sociedad del trabajo y sus prescripciones para cada género. De esta forma, el hombre blanco, para poder funcionar sin dificultades, expulsó de sí todos los sentimientos y necesidades emocionales que en el reino del trabajo sólo resultan factores molestos.
En el siglo XX, sobre todo en las democracias fordistas de posguerra, las mujeres fueron integradas progresivamente en el sistema laboral. Sin embargo, el resultado sólo ha sido una conciencia femenina esquizofrénica. Pues, por un lado, la entrada de las mujeres en la esfera del trabajo no podía traer una liberación, sino la misma disposición respecto al ídolo trabajo que los hombres. Y por otro lado, la estructura de la «separación» continuó existiendo y, con ella, también la esfera de las actividades definidas como «femeninas» fuera del trabajo oficial. Las mujeres fueron sometidas, de esta manera, a una doble carga y, a la vez, a imperativos sociales completamente contrapuestos. En la esfera del trabajo siguen ocupando hasta el presente, en su mayoría, puestos de trabajo peor pagados y subalternos.
Una lucha, conforme con el sistema, por cuotas y oportunidades de carrera para mujeres no cambiará nada de esto. La lamentable visión burguesa de la «compatibilidad de profesión y familia» deja intacta la separación de esferas del sistema de producción de mercancías y, en consecuencia, la estructura del «desdoblamiento». Para la mayoría de las mujeres esa perspectiva es invivible; para una minoría de «mejores sueldos» se convierte en una posición pérfida de ganadora en el apartheid social, al poder delegar las tareas domésticas y el cuidado de los niños a empleadas («obviamente» mujeres) mal pagadas.
La sagrada esfera burguesa de la llamada vida privada y de la familia, en realidad, se ve cada vez más mermada y degradada en la totalidad de la sociedad, porque la usurpación de la sociedada del trabajo exige la totalidad de la persona, entrega completa, movilidad y disponibilidad temporal total. El patriarcado no es abolido, se vuelve más salvaje en la crisis no reconocida de la sociedad del trabajo. En la misma medida en que se derrumba el sistema de producción de mercancías, se hace responsable a las mujeres de la supervivencia en todos los ámbitos, mientras que el mundo «masculino» sigue manteniendo de manera simulada las categorías de la sociedad del trabajo.

8. El trabajo es la actividad de los incapacitados
La identidad entre trabajo y ausencia de poder decisorio se puede demostrar no sólo fáctica, sino también conceptualmente. Hace unos pocos siglos las personas eran conscientes de la relación entre trabajo e imposición social. En casi todas las lenguas europeas el concepto «trabajo» se refiere originalmente sólo a la actividad de la gente sin poder decisorio, de los dependientes, los siervos y los esclavos. En el ámbito lingüístico germánico se refería al trabajo ímprobo de un niño huérfano y, por eso, caído en la servidumbre. En latín «laborare» significa tanto como «sufrir una pesada carga» y se refiere, en síntesis, a los padecimientos y vejaciones de los esclavos. Las palabras románicas «travail», «trabajo», etc., se derivan del latín «tripalium», una especie de yugo que se empleaba para la tortura y castigo de esclavos u otras personas privadas de libertad. En la expresión «el yugo del trabajo» aún resuena ese origen.
«Trabajo», por lo tanto, no es ni en su origen etimológico un sinónimo de actividad humana autónoma, sino que se remite a un triste destino social. Es la actividad de los que han perdido su libertad. La expansión del trabajo a todos los miembros de la sociedad no es, en consecuencia, más que la generalización de la dependencia servil; y la adoración moderna del trabajo, no es más que la elevación casi religiosa de esta situación.
Estas circunstancias se pudieron ocultar con éxito y se pudo interiorizar este despropósito social porque la generalización del trabajo se vio acompañada de su «cosificación», a través del sistema moderno de producción de mercancías: la mayoría de las personas ya no están bajo el látigo de un solo señor. La dependencia social se ha convertido en un conjunto de relaciones abstractas del sistema y, por lo tanto, se ha hecho total. Se nota en todas partes y, precisamente por eso, apenas si se puede concebir. Donde todos son siervos, son todos al mismo tiempo señores, en tanto que cada uno es su propio tratante de esclavos y vigilante. Y todos obedecen al ídolo invisible del sistema, al «gran hermano» de la explotación del capital que los ha enviado bajo el «tripalium».

9. La historia de la imposición sangrienta del trabajo
«El bárbaro es perezoso y se diferencia del hombre culto en que se recrea en su propia abulia, puesto que la educación práctica consiste justamente en el hábito y en la necesidad de ocupación.»
Georg W. F. Hegel, Fundamentos de filosofía del derecho, 1821
«En el fondo, ahora se siente [...] que semejante trabajo es la mejor policía, que mantiene a todo el mundo a raya y que sabe cómo evitar con firmeza el desarrollo de la razón, la concupiscencia y el deseo de independencia. Puesto que emplea una cantidad enorme de energía nerviosa, la cual sustrae a las actividades de meditar, ensimismarse, soñar, preocuparse, amar, odiar.»
Friedrich Nietzsche, Los aduladores del trabajo, 1881

La historia de la Modernidad es la historia de la imposición del trabajo, que ha dejado tras de sí una inmensa huella de destrucción y horror en todo el planeta; puesto que no siempre ha estado tan interiorizada como en el presente la exigencia de empeñar la mayor parte de la energía vital en un fin absoluto ajeno. Han hecho falta varios siglos de violencia pura en grandes cantidades para que la gente, literalmente bajo tortura, acepte ponerse al servicio incondicional del ídolo trabajo.
Al principio no estuvo la supuesta propagación «favorecedora de la prosperidad» de las relaciones de mercado, sino el hambre insaciable de dinero de los aparatos de Estado absolutistas para financiar las primeras máquinas militares de la Modernidad. Sólo por el interés de estos aparatos, que por primera vez en la historia conseguían inmovilizar burocráticamente a toda la sociedad, se aceleró el desarrollo del capital comercial y financiero de las ciudades más allá de las relaciones comerciales tradicionales. Fue así como el dinero se convirtió, por primera vez, en un asunto social central; y la abstracción trabajo, en un requisito social central sin consideración de necesidades.
La mayoría de las personas no fueron voluntariamente a la producción para mercados anónimos y, con ello, a una economía del dinero generalizada, sino porque el hambre absolutista de dinero había monetarizado los impuestos y los había elevado exorbitantemente. No tenían que ganar dinero «para sí mismas», sino para el militarizado Estado de armas de fuego premoderno, para su logística y su burocracia. Es de este modo y no de otro como nació el absurdo fin absoluto de la explotación del capital y, con ésta, el trabajo,
Pronto dejaron de ser suficientes los impuestos y las contribuciones monetarias. Los burócratas absolutistas y los administradores capitalista-financieros se dispusieron a organizar forzosamente a la gente como material de una máquina social de transformación del trabajo en dinero. Se destruyeron las formas tradicionales de vida y existencia de la población; no porque esta población hubiese intentado «continuar su progreso» libre y autónomamente, sino porque era necesaria como material humano de la máquina de explotación que se había puesto en marcha. Se sacó a la gente de sus campos con la violencia de las armas, a fin de hacer sitio para la cría de ovejas para las manufacturas de lana. Se abolieron todos los derechos tales como la caza libre, la pesca y la recogida de leña en los bosques. Y cuando las masas empobrecidas deambulaban pidiendo limosna y robando por los campos, entonces se las encerraba en casas de trabajo y manufacturas, para maltratarlas con máquinas de trabajo torturadoras y para inculcarles a la fuerza la conciencia de esclavos de animales de trabajo sumisos.
Pero tampoco esta transformación a empellones de sus súbditos en el material del ídolo trabajo, productor de dinero, fue ni mucho menos suficiente para los monstruosos Estados absolutistas. Extendieron sus pretensiones también a otros continentes. A la colonización interna de Europa le siguió otra externa, primero en las dos Américas y en partes de África. Aquí los agentes de imposición del trabajo perdieron definitivamente todas sus inhibiciones. Se lanzaron con campañas de saqueo, destrucción y exterminio, hasta entonces nunca vistas, sobre los mundos «redescubiertos»; las víctimas de allí ni siquiera tenían el valor de seres humanos. Las potencias europeas, devoradoras de hombres, de la emergente sociedad del trabajo se atrevían a definir las culturas extranjeras subyugadas como «salvajes» y... antropófagas.
De esa forma, se dotaban de legitimidad para eliminarlas o esclavizarlas a millones. La esclavitud literal en las plantaciones y explotaciones de materias primas coloniales, que superó en sus dimensiones incluso a la esclavitud de la Antigüedad, es uno de los crímenes fundacionales del sistema de producción de mercancías. Por primera vez, se puso en práctica a lo grande el «exterminio por el trabajo». Éste fue el segundo pilar de la sociedad del trabajo. El hombre blanco, que ya era portador del estigma de la autodisciplina, podía desfogar su odio reprimido a sí mismo y su complejo de inferioridad con los «salvajes». Al igual que «la mujer», no eran para él más que medio seres, entre animales y hombres, próximos a la naturaleza y primitivos. Inmanuel Kant conjeturaba con agudeza que los papiones podrían hablar si se lo propusieran, pero que no lo hacían porque tenían miedo de que entonces se les mandase a trabajar.
Ese razonamiento grotesco hace recaer una luz traidora sobre la Ilustración. El ethos del trabajo de la Modernidad, que hacía referencia en su versión protestante originaria a la gracia de Dios —y desde la Ilustración, a la ley natural— fue enmascarada como «misión civilizadora». En este sentido, cultura es la subordinación voluntaria al trabajo; y el trabajo es masculino, blanco y «occidental». Lo contrario, la naturaleza no-humana, informe y sin cultura es femenina, de color y «exótica»; y, por lo tanto, se ha de someter a la coacción. En pocas palabras, el «universalismo» de la sociedad del trabajo es, ya en sus raíces, profundamente racista. La abstracción universal trabajo sólo se puede definir a sí mismo distanciándose de todo lo que no es absorbido por él.
Los pacíficos comerciantes de las antiguas rutas comerciales no fueron los antecesores de la burguesía moderna, que, en definitiva, fue la heredera del absolutismo. Fueron más bien los condotieros de las bandas de mercenarios de principios de la Modernidad, los alcaides de las casas de trabajo y de las penitenciarías, los recaudadores de impuestos, los tratantes de esclavos y otros usureros los que prepararon la tierra madre para el «espíritu empresarial» moderno. Las revoluciones burguesas de los siglos XVIII y XIX no tuvieron nada que ver con la emancipación social; sólo reubicaron las relaciones de poder dentro del sistema de coerción surgido, liberaron las instituciones de la sociedad del trabajo de los caducos intereses dinásticos e impulsaron su cosificación y despersonalización. Fue la gloriosa Revolución Francesa la que anunció con un pathos especial el deber de trabajar y la que introdujo nuevos correccionales de trabajo con una «Ley para la erradicación de la mendicidad».
Esto era justo lo contrario de lo que perseguían los movimientos sociales rebeldes que ardían en los márgenes de las revoluciones burguesas, sin consumirse en ellas. Mucho antes ya se habían dado formas autónomas de resistencia y de rechazo que no significan nada para la historia oficial de la sociedad del trabajo y de la modernización. Los productores de las antiguas sociedades agrarias, que nunca aceptaron tampoco sin roces las relaciones de dominio feudales, no se querían resignar, con mucho más motivo, a que se hiciese de ellos la «clase obrera» de un sistema de relaciones ajeno a ellos. Desde las guerras campesinas de los siglos XV y XVI hasta las revueltas de los movimientos luego denunciados como «los destructores de máquinas», en Inglaterra, y el levantamiento de los obreros textiles de Silesia, en 1844, sólo se sigue una única cadena de amargas luchas de resistencia contra el trabajo. La imposición de la sociedad del trabajo y una guerra civil, abierta a veces y latente otras, han ido durante siglos unidas.
Las antiguas sociedades agrarias eran cualquier cosa menos paradisíacas. Pero la imposición espantosa de la sociedad del trabajo que irrumpía en escena era vivida por la mayoría como un empeoramiento y «tiempo de desesperación». De hecho, pese a la estrechez de la situación, la gente tenía algo que perder. Lo que en la falsa conciencia del mundo moderno se presenta como tinieblas y plagas de una Edad Media ficticia eran, en realidad, los horrores de su propia historia. En las culturas precapitalistas y no capitalistas, tanto dentro como fuera de Europa, el tiempo diario y anual de actividad productiva era muy inferior incluso al actual de los «empleados» modernos de fábricas y oficinas. Y esta producción no era ni mucho menos tan condensada como en la sociedad del trabajo, sino que estaba impregnada por una marcada cultura del ocio y de una relativa «lentitud». Dejando de lado las catástrofes naturales, las necesidades materiales primarias estaban mucho mejor cubiertas para la mayoría que en largos periodos de la historia de la modernización; y, en cualquier caso, mejor que en los suburbios espantosos del mundo en crisis actual. Tampoco el poder se podía hacer tan presente hasta el último rincón como en la sociedad del trabajo completamente burocratizada.
Por eso, la resistencia contra el trabajo sólo se pudo quebrar militarmente. Hasta el presente, los ideólogos de la sociedad del trabajo siguen fingiendo que la cultura de producción premoderna no «se desarrolló» porque se ahogó en su propia sangre. Los actuales demócratas declarados del trabajo prefieren achacar todos esos horrores a las «circunstancias predemocráticas» de un pasado con el que no tendrían ya nada que ver. No quieren reconocer que la prehistoria terrorista de la Modernidad desvela traicioneramente la esencia también de la actual sociedad del trabajo. La administración burocrática del trabajo y el registro estatal de personas en las democracias industriales nunca pudo ocultar sus orígenes absolutistas y coloniales. En la forma de la cosificación hacia un contexto sistémico impersonal, la administración represiva de la gente en nombre del ídolo trabajo incluso ha crecido y ha penetrado en todos los ámbitos de la vida.
Justo ahora, en plena agonía del trabajo, se vuelve a sentir, como en los comienzos de la sociedad del trabajo, la garra asfixiante de la burocracia. La administración del trabajo se desvela como el sistema coercitivo que siempre ha sido, al organizar el apartheid social e intentar conjurar, en vano, la crisis mediante esclavismo estatal democrático. De manera similar, también regresa el espíritu maligno del colonialismo mediante la administración económica impuesta en los países de la periferia, arruinados, uno tras otro, por el Fondo Monetario Internacional. Tras la muerte de su ídolo, la sociedad del trabajo vuelve a recurrir, en todos los sentidos, a los métodos de sus crímenes fundacionales, los cuales, sin embargo, no podrán salvarla.

10. El movimiento obrero fue un movimiento por el trabajo
«El trabajo tiene que empuñar el cetro, siervo debe ser sólo el que va ocioso, el trabajo debe regir el mundo, porque solo él es el fundamento del mundo.»
Friedrich Stampfer, En honor al trabajo, 1903

El movimiento obrero clásico, que vivió su auge mucho después del ocaso de las antiguas revueltas sociales, ya no luchaba contra los abusos del trabajo, sino que desarrolló una sobreidentificación con lo aparentemente inevitable. Lo que perseguía era sólo ya «derechos» y mejoras dentro de la sociedad del trabajo, cuyas imposiciones hacía tiempo que había interiorizado ampliamente. En vez de criticar radicalmente la transformación de energía humana en dinero como fin absoluto irracional, aceptó el «punto de vista del trabajo» y concibió la explotación económica como un orden de cosas positivo y neutral.
Así, el movimiento obrero hacía suyo a su manera la herencia del absolutismo, el protestantismo y la ilustración burguesa. De la desgracia del trabajo se pasó al falso orgullo de trabajar, que redefinió como «derecho humano» la domesticación propia en material humano del ídolo moderno. En cierta forma, los parias domesticados del trabajo le dieron la vuelta ideológicamente a la tortilla y desarrollaron un celo misionario, que les llevó a reclamar, por un lado, el «derecho al trabajo para todos» y, por otro, a exigir el «deber de trabajar para todos». La burguesía no fue combatida en tanto que portadora funcional de la sociedad del trabajo, sino que, por el contrario, fue insultada en nombre del trabajo por parasitaria. Todos los miembros de la sociedad, sin excepciones, tenían que ser reclutados a la fuerza para «los ejércitos del trabajo».
El movimiento obrero se convirtió así, él mismo, en pionero de la sociedad capitalista del trabajo. Fue él quien impuso los últimos escalones de la cosificación, en el proceso de desarrollo del trabajo, contra los torpes portadores funcionales burgueses del siglo XIX y principios del XX; de manera muy similar a como la burguesía se había convertido en heredera del absolutismo un siglo antes. Esto fue sólo posible porque los partidos obreros y los sindicatos, en el curso de su idolatración del trabajo, fueron tomando una actitud positiva respecto al aparato estatal y las instituciones de la administración represiva del trabajo, las cuales no querían abolir, sino ocupar ellos mismos, en una especie de «marcha a través de las instituciones». De esta manera hacían suya, lo mismo que antes la burguesía, la tradición burocrática de gestión sociolaboral de las personas iniciada con el absolutismo.
La ideología de la generalización social del trabajo exigía, no obstante, también una situación política nueva. En lugar de la división constante con «derechos» políticos distintos (por ejemplo, el derecho de voto según el grupo impositivo), en la sociedad del trabajo a medio imponer tuvo que irrumpir la igualdad democrática general del «Estado del trabajo» consumado. Y las desigualdades en el funcionamiento de la máquina de explotación, en tanto que ésta determinaba la totalidad de la vida social, tuvieron que compensarse «social-estatalmente». El movimiento obrero también proporcionó el paradigma para esto. Bajo el nombre de «socialdemocracia», se convirtió en el «movimiento civil» más grande de la historia, que no podía ser otra cosa que una trampa puesta a sí mismo. Porque en la democracia todo es negociable menos las imposiciones de la sociedad del trabajo, que se presuponen de manera más bien axiomática. Lo único que se puede discutir son las modalidades y maneras de aplicar dichas imposiciones. No queda más que la elección entre Ariel o Dixan, entre la peste y el cólera, entre ser un fresco o un tonto, entre Kohl y Schröder.
La democracia de la sociedad del trabajo es el sistema de dominio más pérfido de la historia: un sistema de autoopresión. Por eso, esta democracia no organiza nunca la determinación libre de los miembros de la sociedad sobre los recursos comunes, sino sólo la forma legal de las mónadas trabajadoras, separadas unas de otras, que tienen que dejarse la piel en el mercado compitiendo entre sí.
Democracia es lo contrario de libertad. Y así, las personas trabajadoras democráticas acaban por degenerar, necesariamente, en administradores y administrados, en empresarios y empleados, en élites funcionales y material humano. Los partidos políticos, y principalmente los partidos obreros, reflejan fielmente esta situación en su propia estructura. Dirigentes y dirigidos, gente prominente y gente de a pie, líderes y simpatizantes son muestra de una situación que nada tiene que ver con un debate o una toma de decisiones abierta. Es un constituyente integral de esta lógica del sistema que las propias élites no puedan más que ser funcionarios heterónomos del ídolo trabajo y de sus resoluciones ciegas.
Como muy tarde desde los nazis, todos los partidos son partidos de trabajadores y, al mismo tiempo, del capital. En las «sociedades en vías de desarrollo» del Este y del Sur, el movimiento obrero mutó en el partido terrorista de Estado de la modernización aún por hacer; en Occidente, en un sistema de «partidos populares» con programas intercambiables y figuras mediáticas representativas. La lucha de clases se ha acabado porque se ha acabado la sociedad del trabajo. Las clases se muestran como categorías sociales funcionales de un sistema fetichista común, en la misma medida en que este sistema se extingue. Cuando la socialdemocracia, los verdes y los ex comunistas se hacen un hueco en la administración de la crisis y diseñan programas represivos especialmente mezquinos, entonces demuestran sólo que son los herederos legítimos de un movimiento obrero que nunca ha querido otra cosa que trabajo a cualquier precio.

11. La crisis del trabajo
«El principio moral fundamental es el derecho de los hombres al trabajo [...] Según mi parecer, no hay nada más abominable que una vida ociosa. Ninguno de nosotros tiene derecho a algo semejante. En la civilización no hay sitio para gente ociosa.»
Henry Ford
«El capital es él mismo la contradicción en proceso [en tanto] que tiende a reducir el tiempo de trabajo a un mínimo, mientras que, por otro lado, pone el tiempo de trabajo como única medida y fuente de riqueza [...] Por una parte, en consecuencia, llama a la vida a todos los poderes de la ciencia y la naturaleza, así como de la combinación social y la circulación social, a fin de hacer la creación de riqueza (relativamente) independiente del tiempo de trabajo que haya exigido. Por otra parte, quiere medir esas enormes fuerzas sociales, así creadas, según el tiempo de trabajo y encauzarlas en los límites que se requieren para mantener como valor el valor ya conseguido.»
Karl Marx, Contribución a la crítica de la economía política, 1857-58

Después de la Segunda Guerra Mundial, por un breve momento histórico, pudo parecer como si la sociedad del trabajo en las industrias fordistas se hubiese consolidado como un sistema de «prosperidad eterna», en el que lo insoportable del fin absoluto coercitivo se pudiese aliviar de manera permanente con el consumo de masas y el Estado social. Aparte de que semejante idea fue siempre una fantasía democrática de parias, que sólo se refería a una pequeña minoría de la población mundial, también iba a quedar desacreditada en los centros. Con la tercera revolución industrial de la microelectrónica, la sociedad del trabajo tropieza con su límite histórico absoluto.
Era de prever que se llegaría antes o después a ese límite. Porque el sistema de producción de mercancías adolece desde su nacimiento de una contradicción incurable. Por un lado, vive de chupar energía humana en cantidades masivas mediante la dilapidación de mano de obra en su maquinaria, cuanta más mejor. Por otro lado, la ley de la competitividad empresarial impone un crecimiento constante de la productividad, en la que la fuerza de trabajo humana se sustituye con capital en forma de conocimientos científicos.
Esta autocontradicción ya había sido la causa profunda de todas las crisis anteriores, entre ellas la atroz crisis económica mundial de 1929-33. Estas crisis, sin embargo, siempre se pudieron superar con mecanismos de compensación: cada vez que se alcanzaba una cima de productividad, después de un cierto tiempo de incubación y gracias a la expansión de los mercados a más estratos de compradores, se volvía a engullir, en términos absolutos, otra vez más trabajo del que antes se había eliminado por motivos de racionalización. El empleo de mano de obra por producto se reducía, pero en términos absolutos se producían más productos en una cantidad que permitía sobrecompensar esta reducción. Mientras que la innovación de productos superó a la innovación de procesos, se pudo traducir la autocontradicción del sistema en un movimiento de expansión.
El ejemplo más característico es el del coche: mediante las cadenas de montaje y otras técnicas de racionalización «científica» del trabajo (aplicadas por primera vez en la fábrica de coches de Henry Ford en Detroit) se reduce el tiempo de trabajo por coche al mínimo. A la vez el trabajo se densifica prodigiosamente, de forma que el material humano es mucho más esquilmado en el mismo lapso de tiempo.
De esta manera, se satisfacía en un grado mayor el hambre insaciable de energía humana del ídolo trabajo, pese a la producción en cadena racionalizada de la segunda revolución industrial del fordismo. Al mismo tiempo, el coche es el ejemplo central del carácter destructivo de los modos de producción y consumo altamente desarrollados de la sociedad del trabajo. En interés de la producción masiva de coches y del transporte individual masivo, se cubre de asfalto y se afea la naturaleza, se contamina el medio ambiente y, con indiferencia, se toma por normal que en las carreteras del mundo, un año sí y otro también, haga estragos una tercera guerra mundial no declarada, con millones de muertos y lisiados.
Con la tercera revolución industrial de la microelectrónica se desvanece el anterior mecanismo de compensación mediante expansión. Aunque mediante la microelectrónica también se abaratan, por supuesto, muchos productos y se crean otros nuevos (sobre todo en el ámbito de la comunicación); por primera vez, el ritmo de innovación de procesos supera el ritmo de innovación de productos. Por primera vez, se elimina más trabajo por motivos de racionalización del que se puede reabsorber con la expansión de los mercados. Como consecuencia lógica de la racionalización, la robótica electrónica sustituye la energía humana y las nuevas tecnologías de comunicación hacen el trabajo innecesario. Se arruinan sectores y ámbitos enteros de la construcción, la producción, el marketing, el almacenamiento, la distribución e incluso de la gestión. Por primera vez, el ídolo trabajo se somete involuntariamente a sí mismo a una estricta dieta permanente. Y con ella pone las bases de su propia muerte.
Dado que la sociedad democrática del trabajo consiste en un autofinalista sistema madurado y autorregenerativo de consumo de mano de obra, dentro de sus formas no es posible introducir un cambio hacia la reducción generalizada del tiempo de trabajo. La racionalidad de la economía de empresa exige que, por un lado, masas cada vez más numerosas se queden «sin trabajo» de manera permanente y, de esta forma, se vean apartadas de la reproducción de su vida inmanente al sistema; mientras que, por otro, el número cada vez más reducido de «empleados» se vea sometido a unas exigencias de trabajo y de rendimiento tanto mayores. En medio de la riqueza reaparecen la pobreza y el hambre incluso en los propios centros capitalistas; una gran cantidad de medios de producción y campos de cultivo intactos permanecen en desuso; una gran cantidad de pisos y edificios públicos permanecen vacíos, mientras que la mendicidad aumenta sin parar.
El capitalismo se está convirtiendo en un espectáculo global para minorías. Empujado por la necesidad, el feneciente ídolo trabajo se está autofagocitando. En busca de alimento laboral restante, el capital hace saltar por los aires las fronteras de la economía nacional y se globaliza en una competencia de suplantación nómada. Regiones enteras se ven apartadas por las corrientes globales de capitales y mercancías. Con una ola sin precedentes históricos de fusiones y «compras no amistosas», las multinacionales se están armando para la última batalla de la economía de empresa. Los Estados y naciones desorganizados implosionan; los pueblos arrastrados a la locura por la lucha por la supervivencia, se lanzan a guerra

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Dirección web
Por Julio - Monday, May. 02, 2005 at 10:28 AM

Nati, muy bueno el aporte. Una sola cosita, la dirección de Krisis no es la consignada, sino

http://www.krisis.org

Saludos.

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¡QUE TRABAJO!
Por Movimientista paralizado - Monday, May. 02, 2005 at 5:40 PM

che, ¡que largoooo! leerlo da mucho trabajo.

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