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Cruento y terrible, como la vida intramuros
Por Magdalena Brocca - Saturday, Jun. 18, 2005 at 8:09 PM

La estudiante Magdalena Brocca integró el PUC desde que el programa se puso en marcha. Trabajó para la consolidación de ese proyecto, acompañó a los internos y realizó numerosas tutorías. Conoce como pocos la realidad penitenciaria y tiene una fluida relación con los internos de la penitenciaría de San Martín. Desde su experiencia, opina sobre la tragedia de la cárcel y reclama acabar con la hipocresía que ésta encarna

Los acontecimientos vividos el 10 de febrero en la penitenciaría de barrio San Martín no hacen más que poner al descubierto la irracionalidad del encierro como solución a los conflictos sociales. Un terrible motín -con un horroroso saldo de ocho muertos- nos está mostrando la insensibilidad del sistema penitenciario ante las demandas de los presos, a las que no podemos negar su justeza y realidad.

Las condiciones de vida adentro del penal, tal como han sido denunciadas y mostradas por los medios de comunicación, son condiciones “infrazoológicas”, según palabras del abogado penalista Elías Neuman.

La cárcel de barrio San Martín, inaugurada en 1889, aloja en la actualidad a más de 1500 personas en un edificio que, según el Estado provincial, puede alojar como máximo a 990 y, según los dichos de los internos y los propios guardias que viven y trabajan todos los días en su interior, no más de 700. Las celdas de pocos metros cuadrados donde se hacinan durante años dos ó tres internos, obviamente no colaboran con la estabilidad emocional y psíquica de nadie.

A las condiciones de profundo hacinamiento hay que sumarle el estado deplorable de un edificio de más de 110 años, que nunca ha sido mantenido y que, literalmente, se cae a pedazos (es común que pedazos del techo se desprendan).

Tampoco hay asistencia sanitaria mínima para quienes allí se encuentran alojados, y los patios donde los internos diariamente reciben el poco sol que les está permitido se inundan con los desechos de los baños y se convierten en campos de excrementos secándose al sol, provocando olores nauseabundos durante semanas o meses, sin que nadie se haga cargo de su limpieza.

A todo esto debemos agregar una ley penitenciaria que no se cumple, más allá de la propia irracionalidad y de la ideología profundamente cuestionable de dicha norma. Los presos no exigen más que el cumplimiento de la ley a un Estado que, paradójicamente, los ha condenado a ellos por infringirla. ¿Es que el Estado no está obligado a cumplir las leyes? ¿Cómo un Estado que se sume a sí mismo en la ilegalidad puede exigir a los particulares que cumplan la ley? ¿Sería correcto exigir que los funcionarios responsables de esta ilegalidad sean sancionados con la misma severidad con que lo son los presos ladrones, violadores o asesinos?

También vale mencionar a una Justicia que se olvida de los condenados y no se preocupa por las condiciones de vida de estos ciudadanos; ¿o es que no se los considera ciudadanos? Una Justicia que se preocupa sólo por condenar a las personas y, después de ello, parece que los olvida hasta el momento de su liberación.

Los jueces de Ejecución penitenciaria no existen por decisión política de este mismo gobierno (la ley que crea estos juzgados ha sido sancionada y promulgada pero no publicada en el Boletín Oficial, lo que en la práctica es lo mismo que si no existiera), y las cámaras del Crimen, que deberían cumplir la función de controlar la ejecución de la pena, miran para otro lado. Ante las denuncias de los presos, el único resultado son las represalias de la administración de la cárcel sobre los denunciantes.

El gobierno provincial, en tanto, repudia de tal manera a los presos que ante los ocho muertos sólo lamenta la pérdida de los tres agentes de las fuerzas de seguridad. Parece que las familias de los presos no han sufrido pérdida alguna, ¿o alguien pensará que, en realidad, estas muertes son una ganancia?

Los medios de comunicación, por su parte, no hacen más que repetir lugares comunes acerca de la peligrosidad de los presos condenados a perpetua (que son sólo el 4% de la población penal), y que discuten por qué hay que respetar los derechos humanos de estas personas... Pues, simplemente porque son personas, nada más que por eso...

¿Quién, en su sano juicio, podría soportar la vida en estas condiciones? ¿Quién, de todos nosotros, podría acusar a alguien por reaccionar ante el cúmulo de vejaciones a que se ve sometido un preso durante su estancia en prisión?

¿Qué podemos esperar si a todo esto le sumamos un director del establecimiento que sistemáticamente se ha negado a escuchar los reclamos por mejores condiciones de vida por parte de los presos, y que un día se levanta con ganas de restringir las visitas, que es lo más sagrado que tiene un preso durante los años de reclusión?

Entonces, el desenlace es tan cruento, terrible e irracional como es cruenta, terrible e irracional la vida intramuros.

Nosotros, que estamos afuera, ni siquiera podemos imaginar lo que es vivir en el interior de esta institución. Sólo podemos insistir en lo que ya han dicho muchos: una cosa es legislar sobre la cárcel, otra es juzgar, otra defender, otra estudiar su problemática y otra denunciar sus atrocidades, pero una es particularmente mucho más difícil y dura: estar preso en ella.

Es necesario reflexionar y actuar para poder terminar con esta gran mentira de la cárcel, con la terrible crueldad que impera en ella y con la profunda hipocresía que ella significa. Porque la cárcel -y es hora de que lo asumamos- no es otra cosa que un lugar cerrado donde el Estado, en nombre de la sociedad, encierra a quienes patentizan el conflicto social para que no “molesten”. Y cualquier otra función que se pretenda atribuirle es pura mentira.

Magdalena Brocca,

Alumna de la FFyH e integrante del PUC

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