Julio López
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Marxismo y anarquismo.
Por EL MILITANTE - Sunday, Jun. 26, 2005 at 7:34 PM

Fundación Federico Engels ..

Documentos El Militante

 

MARXISMO Y REVOLUCIÓN
una crítica del anarquismo
.

 

índice
I. Teoría y práctica del anarquismo
II. Por una organización revolucionaria
III. El Estado
IV. El socialismo
Epílogo

I. Teoría y práctica del anarquismo

 

Presentación

El presente documento dedica una buena parte de su contenido a cuestiones teóricas pero sin duda su finalidad es práctica. Al fin y al cabo la revolución socialista es una cuestión práctica y para nosotros, como marxistas revolucionarios, la validez de cualquier aportación en el terreno de las ideas se mide por su contribución al triunfo de la lucha contra el capitalismo, contra una sociedad injusta que somete a la mayoría de la población del planeta a la miseria y a la opresión y, que históricamente, ha dejado de jugar un papel progresista.

La controversia entre el marxismo y el anarquismo no es algo nuevo. Existe mucho material escrito por los propios clásicos (Marx, Engels, Lenin y Trotsky por un lado y Proudhom, Bakunin, Kropotkin y Malatesta por otro) y a él remitimos a todos los que quieran profundizar más en el tema. Pero si algún sentido tiene ahora un material sobre el anarquismo desde el punto de vista del marxismo revolucionario, es para situarlo en el contexto actual de la lucha de clases. Por esta razón, en la polémica con los seguidores del anarquismo, los marxistas empezamos por plantear los siguientes interrogantes: ¿Se puede derrocar el capitalismo y el Estado que lo sostiene? ¿Cómo? ¿Con qué fuerzas? ¿Con qué métodos? ¿Qué papel juegan los partidos y cuál debe ser nuestra posición, como revolucionarios, hacia ellos? ¿Y hacia los sindicatos, hacia las elecciones, hacia el parlamento? ¿Qué reivindicaciones debemos defender y cuáles combatir? Viejas preguntas que están en la cabeza de miles de jóvenes y trabajadores que se aproximan ahora a la participación consciente en la lucha.

 

 

I. Teoría y práctica del anarquismo

Durante los últimos años la idea central que la burguesía ha transmitido a través de los medios de comunicación de masas, de sus ideólogos, sociólogos, subrayaba que el sistema social capitalista es el fin de la historia. Para ellos, todos los intentos de transformar la situación y de cuestionar su poder son considerados, como mínimo, una lamentable pérdida de tiempo. Otros, de una forma más condescendiente, en la medida en que perciben que esos intentos aún están muy frescos en la memoria colectiva, optan por presentarlos como actos cargados de utopía; simpáticos pero sin ninguna posibilidad de triunfo. En ese sentido, el tratamiento que la burguesía dio y sigue dando al Mayo del 68 francés es un extraordinario modelo de manipulación histórica. Algo parecido ocurre con el proceso revolucionario de Chile que acabó con el golpe de Estado de Pinochet en 1973. Pero esos acontecimientos y muchos otros —como la Revolución de los Claveles en Portugal de 1974, la Revolución Rusa de 1917 o la revolución española en los años treinta—, por encima de la visión caricaturizada y simplificada que nos presenta la burguesía, fueron verdaderos procesos revolucionarios. Eran el reflejo del cambio brusco que se produjo en la conciencia de millones de trabajadores, jóvenes, campesinos... y que les impulsaron, parafraseando a Trotsky, "a tomar el destino de la historia en sus propias manos".

La idea del fin de la historia no es nueva. Siempre la clase dominante cree que el sistema que le permite obtener sus privilegios, sus beneficios, su prestigio es el único posible, el más justo, y que por lo tanto es el encumbramiento del progreso humano, la realización de la sociedad ideal tras siglos de perfeccionamiento y evolución gradual. Se olvidan u ocultan deliberadamente que el propio sistema capitalista fue también producto de un proceso revolucionario.

 

Un sistema condenado

Si el capitalismo fuera lo único posible la humanidad estaría condenada a una pesadilla eterna. El sistema social capitalista significa desigualdad creciente, explotación, desempleo, opresión, militarismo, hipocresía, manipulación, violencia, ignorancia.

Ni siquiera en el periodo posterior a la II Guerra Mundial, la etapa más próspera de toda la historia del capitalismo, hubo un sólo día de paz en el mundo. La muerte por hambre es una realidad en buena parte del planeta. La persecución, el asesinato y la tortura contra los que defienden los derechos de los más pobres o determinadas ideas políticas, jamás han dejado de practicarse de una forma generalizada en la mayoría de los países, incluso en los que aparentan ser "democracias respetables".

En realidad, tan sólo en Japón, EEUU y algunos países de Europa, se alcanzaron niveles de vida más o menos decentes, debido a la universalización de la sanidad, de la educación, del seguro de desempleo, y todo ello, producto de la lucha del movimiento obrero. Pero si algo caracteriza la etapa en la que vivimos es que todo lo que ha hecho posible una vida más o menos civilizada está bajo ataque de la burguesía en todos los países del mundo.

El paro ha llegado a cifras similares a los años 30. Tan sólo en Europa Occidental, según cifras oficiales, hay cerca de 18 millones de parados, el 10,6% de la población activa. La cifra para el Estado español es de un 16%. Pero incluso en Alemania, el país "fuerte" de Europa, el desempleo ha superado los cuatro millones por primera vez desde la época de Hitler.

El nivel de pobreza en los países capitalistas avanzados ha llegado a niveles nunca vistos. Por primera vez en generaciones, tal como plantea el conocido Informe Petras sobre la situación de la juventud en el Estado español, los hijos no superarán el nivel de vida de sus padres. La independencia familiar, el empleo estable es una perspectiva casi imposible para la juventud.

La otra cara de la moneda son los beneficios millonarios que las multinacionales y los grandes bancos están obteniendo. Beneficios que salen no tanto de la creación de riqueza como de la reducción generalizada de los salarios y de los gastos sociales, de la intensificación de la explotación de la fuerza de trabajo, de la oleada de privatizaciones de empresas públicas rentables y, por supuesto, del saqueo de los países subdesarrollados.

La concentración de la riqueza ha llegado a niveles desconocidos. En EEUU, 500 grandes monopolios controlan el 92% de los ingresos nacionales. A escala mundial, las mil mayores compañías tenían ingresos por valor de ocho billones de dólares, lo que equivale a una tercera parte de los ingresos mundiales. En EEUU, el 0,5% de los hogares más ricos posee la mitad de los activos financieros en manos de individuos.

Pero paradójicamente donde más han calado todas esas patrañas de la burguesía acerca de las lindezas del mercado es en los dirigentes de las organizaciones sindicales y políticas de la clase obrera. Es lógico que la burguesía trate de convencernos de la "inevitabilidad" de su sistema y de la superioridad de la economía de mercado. Lo que no es tan lógico es que esto lo crean los dirigentes de las organizaciones obreras.

Pero esto tampoco es un fenómeno nuevo. Los periodos de crecimiento capitalista más o menos prolongados, aun aquellos que sólo han beneficiado a una pequeña parte de los trabajadores de todo el mundo, han tenido un efecto en los dirigentes de los partidos y sindicatos obreros en el sentido de aumentar su confianza en el capitalismo, abandonando cualquier pretensión de transformar la sociedad.

 

Ilusiones en el capitalismo

Este fenómeno también se produjo tras el boom económico de finales del siglo XIX y la primera década del sigo XX. Los dirigentes de los sindicatos y los partidos obreros de masas de entonces creyeron que el capitalismo había superado sus crisis, confundiendo una recuperación temporal con la superación definitiva de la enfermedad. Abandonaron las ideas revolucionarias que originalmente habían defendido y pasaron a ideas más "realistas", entiéndase reformistas..

La aceptación de la lógica del sistema capitalista les llevó muy lejos. Aquel boom económico, desembocó en una crisis aguda y en la I Guerra Mundial, una guerra imperialista en la que las distintas potencias se disputaron el mercado mundial utilizando a millones de jóvenes como carne de cañón. La mayoría de los líderes de los partidos obreros integrantes de la II Internacional, que ya habían echado el marxismo y sus ideas revolucionarias por la borda desde hacía tiempo, abandonaron cualquier posición internacionalista y apoyaron a sus respectivas burguesías nacionales y los presupuestos de guerra; no sólo los reformistas, también el ruso Kropotkin, uno de los principales ideólogos del anarquismo de todos los tiempos, se dejó arrastrar por la oleada chovinista desatada por la burguesía y se posicionó a favor de Gran Bretaña, Francia y Rusia durante la guerra.

En la actualidad vivimos una situación que tiene un cierto parecido con aquella; la práctica totalidad de los dirigentes de las organizaciones obreras creen que la "salud" del capitalismo es excelente, que el libre mercado ha sido capaz de amortiguar definitivamente las tensiones sociales precisamente cuando lo más probable es que el capitalismo entre en una profunda recesión económica. Y al igual que sus homólogos a principios del siglo XX, apoyan incondicionalmente las intervenciones militares del imperialismo, en nombre de la "democracia" y la "libertad".

En general suele ocurrir que los "dirigentes" obreros, más que estar al frente de las movilizaciones, más que anticiparse a los ataques de la burguesía y preparar a los trabajadores para responderlos, más que fomentar la desconfianza en la búsqueda de soluciones a los problemas bajo el capitalismo, más que actuar al fin y al cabo como dirigentes de la clase, se ponen al culo de la lucha, se oponen a ella, dificultan el proceso de toma de conciencia, y se convierten en instrumentos de la burguesía, en sus lugartenientes en las filas del movimiento obrero.

 

El papel de los dirigentes reformistas

Ese es el factor más importante de la situación política actual, no sólo en el Estado español sino en todo el mundo: el alejamiento de los dirigentes de las aspiraciones y de los sentimientos de los trabajadores y de la juventud. Los años de gobierno del PSOE, con una política que giró progresivamente a la derecha, su "oposición de terciopelo" a la política del PP una vez en la oposición, la política sindical de los dirigentes de UGT y CCOO, con la firma de acuerdos que han permitido al gobierno de la derecha presentar ataques (reforma laboral, pensiones...) como ¡conquistas para los trabajadores!, son hechos que influyen en la situación política.

¿Por qué existe esta tendencia, que es un fenómeno que se ha repetido muchas veces a lo largo de la historia del movimiento obrero? En realidad las presiones de la burguesía, del sistema, se ejercen fundamentalmente sobre los dirigentes de los partidos y de los sindicatos obreros. En la medida que no tienen una perspectiva revolucionaria consciente, producto de la compresión real de cómo funciona el capitalismo, los dirigentes suelen ser mucho más vulnerables a las presiones de la clase dominante, que les enseña su cara amable, les hace copartícipes de algunos de sus privilegios y les integra otorgándoles la credencial de "agentes sociales". Al abandonar la perspectiva de la transformación de la sociedad, la perspectiva del socialismo, pasan a aceptar la idea de que cualquier política de mejoras de las condiciones de vida tiene como límite las posibilidades del sistema. Por eso, en líneas generales, cuando el margen de maniobra económico que da el sistema es escaso no sólo se moderan la demandas económicas sino los derechos sindicales, las libertades políticas..., en coherencia con su idea de fondo según la cual el capitalismo es el único sistema posible.

El Gobierno PSOE llegó a aprobar la ley Corcuera. Ahora el PP, la derecha pura y dura, utiliza esta ley contra el movimiento estudiantil y las huelgas obreras, y llega mucho más lejos al suscribir con el apoyo de los dirigentes del PSOE la Ley de Partidos Políticos, que constituye el mayor ataque a la libertad de organización, expresión y reunión desde la caída de la dictadura de Franco. Si nos remontásemos en la historia, durante la II República el gobierno socialista-republicano aprobó la ley en defensa de la república, que castigaba con la cárcel cualquier insulto u ofensa a la autoridad y que fue utilizada a fondo por la derecha durante el Bienio Negro, para reprimir la lucha de los trabajadores y los jornaleros.

Sin embargo nada ni nadie puede detener el proceso que conduce a situaciones revolucionarias, a un enfrentamiento abierto entre las clases. La burguesía y los reformistas pueden retardar el proceso, pero no evitarlo. La revolución es un proceso objetivo y hunde sus raíces en la incapacidad del sistema capitalista de hacer progresar la sociedad.

De igual manera que el reformismo es una tendencia política inevitable, también existen y surgen, en el seno del movimiento obrero y basándose en la experiencia de los acontecimientos, tendencias revolucionarias. Cuando la situación de la lucha de clases entra en una fase más aguda, no es menos cierto que un giro a la izquierda de los dirigentes puede animar todavía más la radicalización de los trabajadores, sobrepasando con creces en la práctica, el radicalismo que tienen los dirigentes de palabra. Eso ocurrió, por ejemplo, con Largo Caballero, dirigente del PSOE, que llegó a participar en los Consejos de Trabajo de la dictadura de Primo de Rivera y tras la experiencia de la primera etapa del gobierno republicano y el ascenso del fascismo en Europa, defendió la "dictadura del proletariado" y la revolución generando verdadero entusiasmo entre los trabajadores y campesinos de todo el Estado español.

De la misma manera que las presiones del capitalismo empujan a la dirección de los partidos obreros hacia la derecha, la clase obrera ejerce una presión en sentido contrario. La convocatoria de la huelga general del 20 de junio de 2002 es un ejemplo claro. Fue la presión del movimiento desde abajo, que se expresaba en huelgas sectoriales muy radicalizadas, en la oposición del movimiento estudiantil a las contrarreformas educativas del PP, en las masivas manifestaciones antiglobalización, lo que empujó a las direcciones de CCOO y UGT a responder con la huelga al decretazo que recortaba los derechos sociales de los parados.

 

Por una alternativa revolucionaria de masas

En todo caso, el reconocimiento del papel negativo, de freno, que juega el reformismo es al mismo tiempo un reconocimiento implícito de su influencia efectiva en el movimiento obrero. Esa influencia negativa, y sin embargo real, no es algo caprichoso. Obedece fundamentalmente a la ausencia de una alternativa revolucionaria de masas frente a los planteamientos reformistas y pro-capitalistas de las direcciones de la organizaciones obreras.

Las tres o cuatro décadas posteriores a la II Guerra Mundial fueron la época del reformismo por excelencia. La idea de alcanzar mejoras sin necesidad de una revolución tenía una correspondencia con la experiencia de millones de obreros en los países capitalistas avanzados. Esta situación, que fue una realidad restringida a una parte mínima de la población del planeta, ha ido cambiando a pasos agigantados en los últimos tiempos. Sin embargo las ideas reformistas dirigentes siguen siendo predominantes. No existe una relación mecánica entre los procesos económicos y políticos; aunque los primeros son determinantes, sólo lo son en último término.

Ninguno de los problemas básicos de la población tiene justificación en las limitaciones de la técnica o de la producción. Éstas han alcanzado un desarrollo sin precedentes de tal forma que sería posible acabar rápidamente con el hambre, la miseria, el desempleo, la explotación infantil, el analfabetismo. Si los medios de producción estuviesen al servicio del conjunto de la sociedad, si la producción se organizase con el fin de satisfacer las necesidades sociales y no la obtención privada de beneficios, todas las lacras sociales desaparecerían. Una sociedad socialista, basada en una economía planificada democráticamente, con el control directo y democrático por parte de los trabajadores y de la mayoría de la sociedad, haría posible la reducción efectiva de la jornada de trabajo, liberando a la mayoría de la población de la lucha cotidiana por la supervivencia e implicaría una explosión de cultura y de inteligencia imposibles de alcanzar bajo el capitalismo.

Sin embargo el socialismo no sólo es una buena idea, es una necesidad y esa necesidad se manifestará tarde o temprano en luchas más virulentas y explosivas.

En todo caso contrarrestar la influencia del reformismo a favor de las ideas de la revolución es para nosotros el quid de la cuestión y por tanto el punto más importante para un movimiento revolucionario consecuente.

Si pudiéramos trazar la historia a nuestro antojo podríamos elegir el estallido de la revolución coincidiendo con el momento en que al frente del movimiento obrero estuviesen las organizaciones revolucionarias. Pero eso no está garantizado de antemano, es una tarea, la tarea más importante.

La desgracia de la mayoría de los procesos revolucionarios como los que hemos mencionado más arriba, es que en los momentos decisivos no existía una dirección auténticamente revolucionaria, completamente dispuesta a llegar hasta el final, sin los vicios y las vacilaciones propias de un largo periodo de práctica reformista.

La crítica fundamental del marxismo revolucionario al anarquismo es precisamente que las concepciones y los métodos propugnados por este último no sirven para resolver la contradicción señalada más arriba, es decir, arrebatar al reformismo la hegemonía que tiene sobre el movimiento obrero y fortalecer las ideas de la transformación socialista de la sociedad, las ideas revolucionarias.

Hoy las ideas anarquistas no tienen, ni de lejos, la influencia de los años 30 y eso obedece a razones sociales y políticas de fondo, que luego explicaremos. Sin embargo, en la actual situación política, ideas antipartido, antiorganización, antipolítica pueden tener cierto eco entre un sector de la juventud como respuesta a la nefasta política del reformismo. Algunos grupos anarquistas incluso rechazan la lucha por reivindicaciones inmediatas, como si éstas, al igual que la política o la existencia de dirigentes fueran, al margen de cualquier otra consideración, una manera de integración en el sistema.

Este tipo de planteamientos aparentemente radicales cuanto más apoyo alcanzan más contribuyen a los intereses objetivos de la burguesía y del reformismo, aumentan la desorganización del movimiento y contribuyen al desprestigio de las ideas verdaderamente revolucionarias.

Sin embargo, antes de entrar en las diferencias de fondo entre el anarquismo y el marxismo, queremos hacer una aclaración importante.

En la historia del movimiento obrero internacional y concretamente en el Estado español, bajo la bandera del anarquismo lucharon millones de trabajadores, campesinos y jóvenes revolucionarios. La CNT en los años 30 era la organización que agrupaba mayoritariamente los sectores más combativos y sacrificados del movimiento obrero, que entregaron su vida en los frentes combatiendo el fascismo. El espíritu de los trabajadores anarquistas en los años 30 sí debe ser para todos los revolucionarios una fuente de inspiración —desde luego para los marxistas es así— y una prueba de la capacidad revolucionaria de la clase trabajadora. Nosotros distinguimos como un hecho muy positivo el "espíritu anarquista" de luchar contra la opresión del Estado, contra la hipocresía y las maniobras de la burguesía, contra la participación de los dirigentes obreros en estas maniobras, contra la mentalidad práctica y posibilista que caracteriza a la burocracia que se forma en los partidos y los sindicatos obreros. No sólo compartimos este "espíritu anarquista" sino que lo consideramos también parte del verdadero "espíritu marxista"; es en realidad un "espíritu revolucionario" que se genera espontáneamente en las masas y que está presente hoy en muchos trabajadores y sobre todo, jóvenes.

Lo que no compartimos es la ideología anarquista que, como el marxismo, es un sistema completo de ideas y no simplemente un espíritu, o la simple suma de nociones sueltas.

 

¿Individualismo o lucha de clases?

Por supuesto que el capitalismo es un verdadero tapón para el desarrollo individual de las personas. No podría ser de otra manera tratándose de un sistema que obliga a la inmensa mayoría de la población del planeta a concentrar todas sus preocupaciones en la supervivencia cotidiana. Para millones de seres humanos el simple hecho de estar vivos al día siguiente (superando las inclemencias de la naturaleza, el hambre y violencias de todo tipo) constituye un auténtico éxito personal. No es ésa la mejor situación para el desarrollo de todas las inquietudes individuales implícitas en el género humano. Todo lo contrario: el capitalismo nos retiene con fuerza en un modo de vida mucho más animal que auténticamente humano. En ese sentido, la lucha contra el capitalismo y por una sociedad socialista significará un desarrollo sin precedentes de todo el potencial creativo, intelectual, físico y moral de los individuos y cómo no, de toda la colectividad. Pero una cosa es eso y otra muy distinta es situar al individuo, contrapuesto a la clase obrera, como el agente fundamental llamado a acabar con la opresión capitalista y del Estado.

Para el marxismo el motor de la evolución histórica es la lucha de clases. "Hombres libres y esclavos, patricios y plebeyos, señores y siervos, maestros y oficiales, en una palabra: opresores y oprimidos se enfrentaron siempre (...); lucha que terminó siempre con la transformación revolucionaria de toda la sociedad o el hundimiento de las clases en pugna", afirmaban Marx y Engels en El Manifiesto Comunista. La perspectiva de transformación revolucionaria de la sociedad se basa en el análisis de las propias contradicciones que genera la sociedad de clases. La consolidación del modo capitalista de producción frente a la economía de tipo feudal, el desarrollo y la concentración de los medios de producción, la generalización del trabajo asalariado, han creado las condiciones objetivas para la transformación socialista de la sociedad. Esas condiciones son esencialmente dos: un nivel de desarrollo económico y tecnológico que permita al ser humano planificar conscientemente la obtención y la reposición de lo necesario para vivir dignamente y la existencia de una clase social revolucionaria, la clase obrera, con la fuerza suficiente para derrocar a la burguesía, a los explotadores.

Así, aunque tanto el anarquismo como el marxismo tienen como objetivo inmediato la lucha contra la opresión (hablando en términos muy generales), ocurre que para los primeros la base que sustenta esta lucha es la del individuo (en general), contra el Estado (en general) y para los segundos es la lucha de los trabajadores (una clase social con intereses históricos y características determinados) contra la burguesía (otra clase social que también tiene intereses propios y una forma de actuar característica) y su Estado (el Estado capitalista o burgués).

El pensamiento anarquista clásico lleva implícita una visión ahistórica de los procesos sociales. El individuo, llamado a restablecer la justicia, no pertenece a ninguna formación social determinada, como tampoco le ocurre a la autoridad a combatir. El surgimiento del Estado, por tanto, aparece desligado de los procesos económicos y sociales y es un fenómeno que tiene su origen en el pensamiento puro, que pudo haberse producido en cualquier momento de la historia de la humanidad. Por la misma lógica desaparecerá la opresión simplemente por otro acto de voluntad, pero esa vez de signo contrario. En este sentido el anarquismo abraza completamente al idealismo en el campo del pensamiento filosófico, desembocando en una visión conspirativa y organizativa de los métodos de lucha.

 

La naturaleza de clase del anarquismo

El anarquismo y el marxismo tuvieron una influencia clarísima en la lucha de clases desde mediados del siglo XIX. Cualquier ideología que alcanza determinado eco e influencia refleja también (de una manera más o menos directa, más o menos consciente) los intereses de determinadas clases sociales. Establecer estas relaciones ayuda siempre a comprender la auténtica naturaleza de esas ideologías y situarlas en su contexto histórico.

El anarquismo proclama como objetivo alcanzar una sociedad en la que los individuos se relacionen libremente, según su propia voluntad. En el terreno económico esto se concreta en la defensa de una sociedad libre de productores que intercambian libremente las mercancías, asociándose libremente entre ellos.

A principios del siglo XIX, la gran masa social estaba compuesta por pequeños productores en el campo y en la ciudad. El individualismo anarquista tenía una base social en la que apoyarse. Los pequeños productores querían preservar esa libertad característica de la fase inicial del capitalismo frente al surgimiento de grandes fábricas, al creciente papel de la banca y la actuación del Estado al servicio de la gran burguesía.

De hecho, Proudhon, el precursor más inmediato del anarquismo, defendía una economía mercantil pero sin su desarrollo ulterior inevitable: la concentración del capital, la desaparición de la libre producción como efecto de la libre competencia, y la aparición del monopolio... es decir un capitalismo imposible. En el terreno político aspiraba a la disolución del poder central en pequeñas comunidades inspiradas en la época medieval.

Los anarquistas del siglo XIX denominaban al anarquismo como "la Idea". Aunque el radicalismo anarquista atrajo a sectores descontentos y oprimidos de la sociedad, los primeros activistas de la "Idea" no proclamaban la lucha de clases sino el humanismo. Refiriéndose al anarquismo en la Andalucía rural de finales del siglo XIX, Gerald Brenan en su libro El laberinto español relata lo siguiente: "La idea’, como se llamaba, era difundida por los pueblos por los ‘apóstoles’ anarquistas. En las gañanías de los cortijos, en las aldeas perdidas, a la luz del candil de aceite, los apóstoles hablaban de la libertad, la igualdad y la justicia a auditorios entusiasmados. Se formaban pequeños círculos en los pueblos y aldeas que creaban escuelas nocturnas en las cuales muchos campesinos aprendían a leer, se hacía propaganda antirreligiosa y se practicaba a menudo el vegetarianismo y la abstención del alcohol. (...) Pero la característica principal del anarquismo andaluz era su milenarismo ingenuo. Cada nuevo movimiento o huelga era considerado como la inmediata aparición de una nueva época de plenitud en la que todos —hasta la Guardia Civil y los terratenientes— serían libres y felices. Nadie sabía explicar cómo se conseguiría este objetivo: fuera del reparto de tierras (y ni siquiera esto en algunas zonas) y la quema de la iglesia parroquial, no existía ninguna propuesta positiva".

En las ciudades el movimiento anarquista de mediados del siglo XIX no actuó independientemente de los partidos políticos que aglutinaban a la pequeña burguesía radical. El experimento cantonalista fue aplastado por su falta de objetivos, así como todos los pueblos que, de una forma totalmente descoordinada con el pueblo de al lado, proclamaban el anarquismo. La Guardia Civil podía concentrar sus fuerzas a su antojo ante la carencia total de planes de los insurgentes.

La lucha contra la explotación sólo podía tener un carácter muy desestructurado y repleto de actos individuales de desesperación frente a la represión, con atentados a diversas autoridades políticas y militares. Paradójicamente las luchas de las masas acababan siendo rentabilizadas, pese a los anarquistas, por los partidos burgueses radicales federalistas. No es ninguna casualidad que el primero en traducir y difundir los textos de Proudhon en el Estado español fuera Pi i Margall, artífice del movimiento federalista pequeño burgués de finales del siglo XIX.

La característica fundamental de este periodo es que la clase obrera no había puesto su sello en los acontecimientos. La presencia del anarquismo en España, Italia y Rusia era debida precisamente a su atraso económico en comparación con los demás países capitalistas y la consecuente debilidad de la clase obrera.

La crisis del anarquismo de fin de siglo, más que por los efectos de la represión policial, era el reflejo de que la lucha se polarizaba cada vez más claramente entre la burguesía y la clase obrera.

La Internacional bakuninista celebró su último congreso en 1877. Después de esta fecha, una crisis en la industria relojera arruinó a las pequeñas empresas familiares de los Alpes suizos, cuyo espacio fue ocupado por la producción a gran escala en Ginebra. Eso era el fin del principal punto de apoyo social que tenían los bakuninistas en Europa y fue algo más que un hecho anecdótico o casual, era un indicio de los nuevos tiempos.

El misionerismo, el terrorismo individual, la búsqueda del ‘hombre natural’ mediante las escuelas racionalistas, la figura del bandolero revolucionario, las insurrecciones descoordinadas, el cantonalismo son fenómenos totalmente ligados a la etapa en la que la clase trabajadora no podía desplegar toda su capacidad de lucha —por su debilidad numérica e inexperiencia— ni su temple revolucionario, del que el marxismo no es más que su condensación teórica.

Por "la Idea", por la anarquía, dieron la vida miles de oprimidos. Pero el anarquismo, aunque coetáneo del marxismo, nació mirando hacia el pasado. Se sustentaba en clases sociales que, aunque oprimidas, iban a quedar relegadas a un segundo término en la medida en que la lucha de clases iba teniendo dos protagonistas cada vez más claros: la clase obrera y la burguesía. En cambio, cuando los postulados de Marx y Engels salieron a la luz, la clase obrera apenas había desplegado una pequeñísima parte de su peso social, su capacidad de lucha y su potencial para convertirse en el sostén de una nueva sociedad.

 

El surgimiento de la clase obrera

Dentro del régimen feudal se fueron desarrollando los primeros pasos de la economía capitalista. Con el florecimiento de la economía mercantil la burguesía fue escalando en la pirámide social. Las revoluciones burguesas, que fueron un enorme progreso para la humanidad, transfirieron el poder político, el control del Estado, a una clase que de hecho ya tenía el poder económico.

Con la clase obrera ocurre lo contrario. Conforme el capitalismo se desarrolla la riqueza se concentra cada vez más en manos de la burguesía. Los trabajadores no pueden vivir más que vendiendo su fuerza de trabajo a los capitalistas que detentan todos los medios de producción necesarios para el funcionamiento de la sociedad. No sólo eso, la burguesía, basándose en su riqueza, inunda a toda la sociedad de sus valores, su ideología... En cambio la única fuerza de la que dispone la clase obrera es la de su unidad consciente para la transformación de la sociedad.

La clase obrera, como otras en otros momentos históricos, es una clase oprimida, pero con propiedades específicas que le permiten acabar con la opresión capitalista.

El trabajo asalariado generalizado y la concentración de los obreros en empresas, superando los límites del pequeño taller, favorecen el desarrollo del sentimiento de solidaridad, de lucha colectiva, de que su trabajo es sólo una parte de una producción que es social, en la que participan otros trabajadores de otras fábricas y de otras ramas. Por eso en un trabajador difícilmente arraiga el sentido de propiedad sobre el instrumento de trabajo o sobre la fábrica. La enorme amplitud de los intercambios de mercancías entre las diferentes ramas, países, etc. obliga a los trabajadores a tener una visión más amplia del funcionamiento de la sociedad que un productor aislado en su parcela, por poner un ejemplo.

La clase obrera actúa de forma independiente frente a la burguesía porque es la única que puede adquirir conciencia de que la sociedad puede seguir funcionando sobre otras bases, prescindiendo de la burguesía. Potencialmente tiene la última palabra en el funcionamiento de la economía. Nada funcionaría sin el consentimiento de la clase trabajadora.

La clase trabajadora, en la que incluimos los trabajadores asalariados del campo, no es la única clase oprimida de la sociedad; también lo son los pequeños comerciantes, los campesinos pobres, las personas que ni siquiera tienen el privilegio de ser explotadas y que forman grandes bolsas de miseria en las grandes ciudades, etc. Pero ninguna de esas clases puede jugar un papel decisivo e independiente en la lucha por la transformación de la sociedad. Debido a las condiciones en que trabajan, viven y se relacionan, los trabajadores alcanzan un nivel de conciencia, de capacidad de organización y de lucha al que no llegan otras clases sociales. Evidentemente hay que entender que este proceso no es automático y que pasa por diferentes etapas.

El papel que atribuye el marxismo a la clase obrera no tiene por lo tanto nada de romántico; se basa en el análisis científico y en la experiencia. Naturalmente el carácter revolucionario de los trabajadores se revela cuando actúa realmente como clase, es decir colectivamente y organizadamente. La clase no es la mera suma de los individuos que la componen y no encontraremos todas las propiedades de la clase en cada uno de los individuos y en cualquier momento. Cuando la clase obrera actúa como clase se diluyen los intereses individuales, los sectores más decididos arrastran a los más indecisos, los más conscientes ayudan a los menos conscientes, etc.

La concepción del anarquismo acerca de la naturaleza del proletariado es muy imprecisa. Bakunin, por ejemplo, defendía que la clase más revolucionaria era el lumpemproletariado, porque "estando casi totalmente incontaminada por toda la civilización burguesa, lleva en su corazón, en sus aspiraciones, en todas las necesidades y las miserias de su situación colectivista, todos los gérmenes del socialismo futuro, y que es la única con suficiente poder hasta hoy en día para iniciar la Revolución Social y conducirla hasta el triunfo".

Mientras el marxismo ve en el desarrollo del proletariado, por todas las razones que hemos apuntado más arriba, una mejora de la correlación de fuerzas en la lucha contra el capitalismo, la concepción bakuninista se fijaba en los sectores de la sociedad más afectados por la descomposición social que implica el capitalismo, otorgando al lumpen un papel revolucionario que nunca podrá tener.

No falta en la actualidad quien vea en la clase obrera "contaminación burguesa" por el hecho de tener un coche, o un vídeo u otras pequeñas necesidades que pueden cubrirse con un salario. Es un factor que tienen en común tanto los reformistas como los grupos ultraizquierdistas y anarquistas. Unos pretenden justificar con esta idea la imposibilidad de luchar por transformar la sociedad y otros para lanzarse en busca de oprimidos "descontaminados" al margen de las relaciones de producción, a los que otorgan una capacidad revolucionaria "pura".

 

El papel de la organización

La clase trabajadora, desde su aparición en la escena de la historia hasta hoy día, también ha tenido un aprendizaje.

El primer paso de la clase trabajadora fue unirse en sindicatos para enfrentarse organizadamente a los patronos. Primero en el ámbito de cada empresa y luego a nivel de distintos sectores de la producción, hasta llegar a escala estatal.

Pero la experiencia demostró que la organización sindical, si bien era un paso fundamental, no era suficiente. Las mejoras salariales, la reducción de las horas de trabajo, las vacaciones..., ni eran ni son conquistas duraderas. Tarde o temprano, lo que la burguesía da en un momento determinado lo quita en otro en el que la correlación de fuerzas le es más favorable. Pronto quedó claro para la vanguardia del movimiento obrero, la necesidad de una lucha más global contra la burguesía. Para hacer las conquistas más permanentes, era necesario dar una perspectiva más general a la lucha económica y por mejoras inmediatas. También se hacía necesaria la lucha por derechos que no se podían arrancar fábrica a fábrica, como el derecho a reunión, manifestación, el derecho a la libre propagación de ideas... Era necesario hacer frente a las maniobras de la burguesía, a la utilización que ella hacía de las diferencias culturales y lingüísticas de los trabajadores, de las diferentes formas de Estado (democracia, dictadura, monarquías constitucionales, y demás), de la guerra, etc. En definitiva, era necesaria la participación de los trabajadores en la política como forma de alcanzar la plena libertad y emancipación de los oprimidos.

Igual que la organización en sindicatos, la participación en la vida política surgió como una necesidad de la lucha de la clase trabajadora. La clase obrera no podía quedar limitada a la actividad sindical mientras la burguesía actuaba en todos los frentes de la vida: político, ideológico, filosófico, cultural, etc... Indudablemente el éxito en el terreno de la lucha inmediata, sindical, está totalmente ligado a una lucha política e ideológica correcta, que sea capaz de animar, de hacer comprender los procesos generales.

De hecho la utilización del aparato represivo del Estado no es el único método, y en muchos periodos ni siquiera el más importante, que utiliza la burguesía para mantener su dominación. En muchas ocasiones a la burguesía le basta que cuaje la idea de que cambiar su sistema es imposible, de que es insustituible; le basta infundir al proletariado la sensación de que es impotente para hacer frente a un sistema aparentemente tan poderoso y de encabezar la lucha por otra sociedad.

El principal factor con el que juega la burguesía es la inconsciencia de la clase trabajadora de su propia fuerza.

El dominio ideológico es mucho más cómodo y seguro que la represión directa. La burguesía utiliza los más mínimos rasgos que diferencian a un sector de la clase obrera de otro para dividirles y echar una cortina de humo sobre la verdadera causa de todos los problemas que es la existencia del capitalismo. Utilizan las diferencias culturales, lingüísticas, incluso las diferentes condiciones laborales que ellos mismos han impulsado para intentar crear división.

Como reacción a la utilización combinada de todos estos factores, la clase obrera ha respondido con la única arma a su alcance: la fuerza de su unidad, primero en la lucha económica organizándose en sindicatos y luego en el terreno político e ideológico, creando partidos.

Evidentemente la participación de las masas en esos procesos no es automática ni simultánea.

La gran mayoría de los trabajadores no se organizan en sindicatos o participan en la vida política por inspiración teórica, sino por la conclusión que sacan de su experiencia cotidiana. Y cuando lo hacen tampoco abrazan directamente la idea de la revolución socialista o de la transformación radical de la sociedad. Un sector de los trabajadores y de los jóvenes sí lo hacen, pero a la inmensa mayoría de la gente le resulta más fácil aceptar la idea de un cambio gradual de la situación mediante la suma de pequeñas mejoras sucesivas, evitando así un cambio brusco, traumático. La idea de transformar la sociedad mediante pequeños cambios y reformas parece bastante más práctica que la revolución. Eso es muy normal, la mente también tiende hacia la línea de menor resistencia... hasta que la realidad se hace insoportable.

La conciencia humana no es un factor acelerador de los procesos históricos. Muy a pesar de lo que piensan los idealistas, que sitúan la evolución histórica a remolque de las ideas, los procesos se dan precisamente al revés. La conciencia tiene tendencia a adaptarse a la situación hasta límites insospechados. "Esto está mal, es cierto. Pero si siempre ha sido así, no es posible cambiarlo". Cuando la inmensa mayoría de los trabajadores y jóvenes deciden romper con esta rutina e intentan cambiar las cosas, no lo hacen por haber leído ni una línea de marxismo o anarquismo, entre otras cosas porque el capitalismo agota las energías de los trabajadores en largas horas de trabajo, hasta el punto de que lo último que se propone al llegar a casa por la noche es leer algo "de teoría". La conciencia siempre refleja con retraso los procesos que se dan en la base material de la sociedad.

 

¿Es mala la participación en política?

La política es un reflejo de la disputa entre las diferentes clases sociales por la hegemonía social, aunque normalmente esa disputa aparezca de forma muy distorsionada y diluida.

Es sólo cuando el enfrentamiento entre las clases es más abierto, por ejemplo durante una huelga general, cuando se hace inevitable un posicionamiento más claro por parte de todos los políticos, los partidos, los sindicatos, los intelectuales, los sociólogos y hasta de todos los que teóricamente abjuran de la política o de ‘los asuntos terrenales’, como los curas y los jueces.

La política de la burguesía es el conjunto de maniobras, ideas, tácticas, que utiliza para mantener su dominación. La política burguesa está hecha para confundir, dividir y desmoralizar a los trabajadores. ¿Cómo contrarrestar esta influencia?

Para los marxistas hay que participar en política defendiendo una auténtica política de clase, denunciando las maniobras y los engaños de la burguesía. Hay que defender y demostrar que existe un tipo de sociedad diferente que podemos construir, sin desempleo, sin miseria, con justicia y con igualdad. Hay que utilizar todas las formas posibles para que esas denuncias y alternativas lleguen al máximo número de trabajadores y jóvenes. Hay que agrupar a todos los sectores más conscientes de la clase obrera para que este trabajo sea más eficaz, para evitar la dispersión de fuerzas. Hay que participar en política, para que las ideas revolucionarias tengan una influencia masiva y se conviertan en una fuerza material.

La participación en la vida política ha sido considerada por parte de la clase trabajadora como una necesidad en la lucha contra la burguesía a lo largo de la historia. Lejos de ser una imposición ‘externa’ o ‘antinatural’ la creación de partidos políticos obreros, a finales del siglo XIX fue producto de una maduración interna de la clase obrera, de su capacidad de actuar como clase de una forma independiente, con fines propios y contrapuestos a los de la burguesía.

A la teoría anarquista le ocurre con la política lo mismo que con el poder o el Estado, es decir, le quita su carácter de clase, dando más importancia a la forma que al fondo. Ocurre lo mismo con los partidos, la centralización, la disciplina, las decisiones "desde arriba", los líderes, etc. No importa si proceden o están al servicio de la burguesía o del proletariado.

En sus inicios los ideólogos anarquistas proclamaban un odio furibundo contra la lucha sindical de los trabajadores. Desde su punto de vista, la lucha sindical por mejoras salariales era, por su propia naturaleza, el reconocimiento del sistema de explotación burgués en tanto que se reconocía la aceptación de un salario. Cualquier acto que no condujese inmediatamente a la huelga general revolucionaria contra el poder era conciliarse con ese mismo poder. El bandolero, el lumpen, la sociedad medieval con sus pequeños gremios de trabajadores autónomos eran la fuente de inspiración de los ideólogos anarquistas y no el sindicalismo obrero.

Esos planteamientos chocaban evidentemente con los trabajadores industriales e iban a contrapelo del propio desarrollo económico y social. El anarquismo si quería sobrevivir tenía que ganarse el apoyo del movimiento obrero y con ello dejar cada vez más atrás sus postulados originales.

 

Surgimiento del anarcosindicalismo

La persistencia del anarquismo en algunos países como España se explicaba menos por razones socioeconómicas —señaladas anteriormente— y cada vez más por motivos de tipo político. Los dirigentes de los partidos socialistas de la I Internacional y de la II Internacional giraron a la derecha abandonando el marxismo que originalmente les había inspirado. Adoptaron actitudes y políticas que provocaban un rechazo cada vez mayor entre los trabajadores. Muchos dirigentes socialistas apoyaron a la burguesía en los momentos decisivos, como en la I Guerra Mundial. Cayeron en el cretinismo parlamentario, abandonando la lucha de clases y renunciando definitivamente a la transformación socialista de la sociedad.

Ese fenómeno supuso un enorme balón de oxígeno para el anarquismo que, aun cayendo en políticas equivocadas, podía presentar a muchos de sus dirigentes libres de pasteleos con la burguesía. Esto se produjo en el caso del Estado español, que fue el último país en el que el anarquismo tuvo una influencia de masas.

Sin embargo en la medida en que el anarquismo tuvo un apoyo más masivo entre los trabajadores asalariados —y no en el productor individual, su clase ‘natural’— tuvo que desechar, más en la práctica que en el lenguaje, sus postulados originales.

Era insostenible estar en contra de la organización sindical cuando ésta resultaba ser la tendencia más natural y primaria de la clase obrera cuando empezaba a participar como clase. Los planteamientos anarquistas sufrieron un vuelco en un sentido: mientras que los bakuninistas, y en general los partidarios originarios de la "acción directa", rechazaban el sindicalismo porque aceptaba "pactos" con la burguesía y ninguna acción era revolucionaria si no tenía como objetivo inmediato la abolición del Estado, los anarcosindicalistas contraponían el sindicalismo, como una actividad legítima, a la actividad política, que permanecía en el campo de lo prohibido, por ‘autoritario’.

Pero la aceptación de la organización sindical de una forma abierta, esa concesión al campo del ‘autoritarismo’, no dejaba el anarquismo a salvo de sus contradicciones inherentes, sino que las agudizaba todavía más. En la medida en que el anarcosindicalismo pudo influir verdaderamente en la clase obrera sufría cada vez más sus presiones y también las de la burguesía. Conscientes de su enorme peso numérico, la no participación en las elecciones se hacía cada vez más incomprensible. Había que tomar posturas políticas frente a los acontecimientos nacionales e internacionales. El terrorismo individual y la lucha sindical sabía a poco a una clase que empezaba a sentir, intuitivamente, su peso específico en la sociedad.

La aversión a la participación en la política podía tener cierta aceptación sólo en la medida en que la clase obrera no podía jugar aún un papel decisivo; este rechazo tenía bases firmes mientras la política era percibida como una pelea por arriba, entre distintas facciones de la clase dominante —como así ocurrió desde mediados del siglo XIX hasta principios del siglo XX, con la sucesión pactada en el gobierno de conservadores y liberales— en la que los trabajadores, dispersos, sólo eran los invitados de piedra.

 

El anarquismo y la revolución española

El proceso revolucionario que sacudió el Estado español en los años 30 fue una prueba de fuego para todas las tendencias políticas del movimiento obrero, incluidos los anarquistas que tenían entonces una influencia masiva entre los trabajadores, a través de la CNT.

En este documento es imposible analizar a fondo las lecciones de la II República y la guerra civil española de los años 30, pero es muy ilustrativa la postura de la CNT en la cuestión electoral y la participación en el gobierno para el tema que estamos tratando.

La postura tradicional de la CNT era el abstencionismo electoral. Desde un punto de vista marxista, la transformación socialista de la sociedad nunca será obra del parlamento sino de la acción revolucionaria directa de las masas trabajadoras. Eso no significa que desde el punto de vista de la lucha en la calle, desde el punto de vista de las tareas prácticas de la clase obrera en su camino hacia la revolución, "dé igual" quién esté en el gobierno, ni que consideremos negativa "por principio" la participación de los trabajadores en unas elecciones.

Para ilustrar la idea anterior con un ejemplo, podemos remontarnos a la época del Bienio Negro. Las circunstancias concretas en las que se celebraron las elecciones de 1933 fueron de extrema polarización. Por un lado se presentaba la extrema derecha, ansiosa de ganar las elecciones para poder reforzar la ofensiva contra el movimiento obrero desde el gobierno y, por otro lado, el PSOE y otras fuerzas menores de la izquierda en aquel momento, como el PCE. Sin duda la política del PSOE desde 1931 había sido decepcionante para millones de trabajadores y campesinos pero, con todo, había una diferencia abismal con los enemigos directos y viscerales de la clase obrera, que eran los partidos encabezados por Gil Robles.

Sin embargo la CNT defendió activamente la abstención y el apoliticismo, hecho que tuvo su efecto en el movimiento obrero que era donde los anarquistas tenían influencia.

Pocos días antes de las elecciones Tierra y Libertad declaraba: "¡Trabajadores! ¡No votéis! El voto es la negación de vuestra personalidad. Volved la espalda al que os pida vuestro voto, es vuestro enemigo, quiere encumbrarse a costa de vuestra candidez. (...) Para nosotros todos son iguales, porque igualmente enemigos nuestros son todos los políticos. (...) Nuestros intereses son únicamente el trabajo, y éste lo defendemos sin necesidad del Parlamento. (...) Ni republicanos, ni monárquicos, ni comunistas, ni socialistas. (...) No os preocupe el triunfo de las derechas ni de las izquierdas en esta farsa. Aquí no hay más que derechas recalcitrantes. La única izquierda auténticamente revolucionaria es la CNT, y por serlo, no le interesa el Parlamento, que es un prostíbulo inmundo donde se juega con los intereses del país y de los ciudadanos".

La campaña abstencionista de la CNT no sirvió para plantear ninguna alternativa revolucionaria a los dirigentes del PSOE y no impidió la victoria de la CEDA y abrir paso al Bienio Negro, caracterizado por la feroz represión contra el movimiento obrero y campesino, así como la recuperación por parte de los ricos de muchas de las conquistas arrebatadas con la lucha en el periodo anterior.

La postura de la CNT causó enormes tensiones en el propio movimiento anarquista, y en general en el movimiento obrero, que se reflejaron en el cambio de postura en las elecciones de febrero de 1936. De una forma mucho más correcta que antes criticaron el programa del Frente Popular, pero no recomendaron la abstención. La probable liberación de los presos políticos anarquistas y de izquierdas encarcelados durante el Bienio Negro, si ganaba el Frente Popular, era una prueba práctica de que la participación electoral, en aquellos momentos, no entraba en contradicción en absoluto con las tareas de la Revolución. En un contexto de extrema polarización entre las clases, seguir defendiendo que daba igual la "derecha o la izquierda", o que "nosotros no necesitamos gobierno", hubiera sido un precipitado suicidio para el movimiento anarquista.

Diego Abad de Santillán, en su libro Por qué perdimos la guerra*, explicó cómo desde las primeras elecciones "las derechas se acercaron con medio millón de pesetas para que realizásemos la propaganda antielectoral de siempre". Efectivamente, el abstencionismo político de la CNT, lejos de ser una posición "apolítica", se encuadraba perfectamente en los objetivos políticos de la burguesía en aquellos momentos.

Poco después de las elecciones de febrero de 1936 la burguesía organizó el levantamiento militar del 18 de julio, que fue respondido por los trabajadores de forma heroica. Decenas de miles de obreros en todo el Estado asaltaron los cuarteles, sofocando el golpe en las principales ciudades, tomando el control de las empresas y en general de la vida del país. Como los marxistas explicaron en aquel periodo, y especialmente León Trotsky, la victoria contra el fascismo en la guerra estaba estrechamente vinculada al triunfo de la revolución socialista en el campo republicano. A pesar de que de hecho los trabajadores tenían el control de la situación los restos del Estado burgués aún no habían desaparecido. La política seguida por el Frente Popular, por los dirigentes del PSOE y del PCE, era la de "primero ganar la guerra y luego hacer la revolución". Todo su empeño se orientó a reconstruir el maltrecho Estado burgués y destruir los elementos de poder obrero que se habían creado en toda la zona republicana, especialmente en Catalunya.

Para esa reconstrucción era necesaria una legitimación por la izquierda que sólo podían ofrecer los dirigentes de la CNT, menos desgastados que los dirigentes del PSOE y del PCE. Salvo honrosas excepciones, como la de Buenaventura Durruti, los dirigentes de la CNT cayeron en la trampa, justo en el momento más decisivo. Ya en agosto de 1936 la CNT participa con el PNV, un partido declaradamente burgués y de derechas, en la Junta de Defensa Vasca, sin que esa ruptura con la línea anterior mereciera una explicación en la prensa anarquista. Después participa en el gobierno de la Generalitat en Catalunya, con los partidos de la burguesía catalana y finalmente participa en el gobierno central con cuatro ministros, en un momento en que los líderes estalinistas deciden pasar a la ofensiva y liquidar los órganos de poder obrero que todavía subsistían desde la insurrección del 19 de julio.

En esencia los dirigentes de la CNT habían abandonado la perspectiva de la revolución social (por utilizar un término del lenguaje anarquista) en el mismo momento en que ésta se estaba produciendo y más que nunca era necesaria una actitud firme y decidida en este sentido. ¡Todos las radicales frases contra "los gobiernos" no impidieron su participación en él precisamente cuando éste estaba suspendido en el aire por la propia acción de los trabajadores! ¡Precisamente cuando la preocupación fundamental de ese gobierno era aniquilar el poder de los trabajadores en la calle!

"La entrada de la CNT en el gobierno central es uno de los hechos más trascendentales que registra la historia política de nuestro país. De siempre, por principio y convicción, la CNT ha sido enemiga antiestatal y enemiga de toda forma de gobierno.

"Pero las circunstancias... han desfigurado la naturaleza del gobierno y del Estado español.

"El gobierno en la hora actual, como instrumento regulador de los órganos del Estado, ha dejado de ser una fuerza de opresión contra la clase trabajadora, así como el Estado no representa ya el organismo que separa a la sociedad en clases. Y ambos dejarán aún más de oprimir al pueblo con la intervención en ellos de elementos de la CNT"*. Así se expresaba Solidaridad Obrera, principal órgano anarcosindicalista, para justificar una política que en muy poco se diferenció del estalinismo y del reformismo.

Con la conformidad de los ministros de la CNT se aprobaron decretos que estipulaban la disolución de los comités obreros formados en centenares de ciudades y pueblos sustituyéndolos por la vieja administración burguesa. Asimismo se aprobó un decreto que suprimía los controles en las carreteras y en las entradas de los pueblos establecidos por esos comités transfiriendo sus funciones a las fuerzas al Ministerio de Gobernación.

Lo peor es que esta actitud por parte del gobierno no podía pillar por sorpresa a los dirigentes de la CNT. En un artículo escrito varios años después de la guerra, Federica Montseny, una de las principales dirigentes de la CNT y que participó como ministra en el gobierno afirmaba que "Sabía, sabíamos todos, que a pesar de que el gobierno no era, en aquellos momentos, gobierno, que el poder estaba en la calle, en manos de los combatientes y de los productores, el poder [gubernamental] volvería a coordinarse y a consolidarse y, lo que es más doloroso y terrible, con nuestra complicidad y con nuestra ayuda, devorando moralmente a muchos de nuestros hombres"**.

Estas palabras encierran el reconocimiento de la total bancarrota de los dirigentes anarquistas sometidos a la prueba de la revolución.

Es precisamente en los momentos de revolución y contrarrevolución, cuando las clases sociales actúan desplegando todas sus energías, cuando se revelan con más fuerza que nunca las tendencias ideológicas fundamentales, desapareciendo el envoltorio y los aspectos formales con los que se podían presentar en tiempos de relativa paz social. Así, en el conflicto real entre las fuerzas de la revolución y la contrarrevolución los postulados acerca del ‘Individuo’ y la ‘Autoridad’ quedaron relegados, cada vez más, a un cascarón vacío de contenido.

Pero tanto la política como la naturaleza aborrecen el vacío. Ese vacío sólo podía ser rellenado en aquel momento por el "realismo" tras el que se escondían los estalinistas y los reformistas, con su programa a favor de reconstruir el Estado burgués y no molestar a las potencias occidentales, o con una alternativa revolucionaria que defendiese consolidar el poder de los trabajadores sobre la base de los comités de obreros y soldados, su coordinación estatal y la defensa de un programa revolucionario que pasara por la expropiación de la propiedad capitalista, el control obrero de la producción y la extensión de la revolución a Europa y el norte de África. Lo que quedó claro en esos acontecimientos decisivos fue que el apoliticismo anarquista no sirvió ni para combatir al fascismo, ni para construir una alternativa revolucionaria al reformismo y al estalinismo.

Para el marxismo no se trata de analizar si la política es buena o mala en general. Lo único que se puede decir de la política en general es que si tú no vas a ella, ella viene a ti. En el campo de la acción, de la lucha de clases, el apoliticismo no existe más que como una variante reaccionaria de la política.


II. Por una organización revolucionaria

Documentos El Militante

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Enriquecer el debate
Por Sorel Negri - Sunday, Jun. 26, 2005 at 8:10 PM
mauriciocastaldo@yahoo.com

Es necesario DESARROLLAR una síntesis y una superación dinámica crítico-práctica entre marxismo y anarquismo. Tal vez sea importante releer y repensar a Georges Sorel, a Daniel Guerin, Anton Pannekoek, Rudy Dutschke, Rosa Luxemburgo, Guy Debord, Toni Negri, John Holloway, José Carlos Mariátegui y otros.

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anarquismo o caricatura del anarquismo
Por todo el poder a los soviets - Monday, Jun. 27, 2005 at 12:39 AM

Entre el anarquismo de verdad y la caricatura del anarquismo hecha por El Militante, me quedo con el anarquismo de verdad.

El que quiera saber de verdad sobre el anarquismo le recomiendo este libro que está buenísimo:

http://www.geocities.com/labrecha3/danielguerin.htm

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NO EXISTE
Por YO - Monday, Jun. 27, 2005 at 8:50 AM

CHABON LA PAGINA NO EXISTE, ESTA FUERA DE FUNCIONAMIENTO

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Igual que SoB
Por anarkotrafikante - Monday, Jun. 27, 2005 at 10:55 AM

La página no existe, "todo el poder a los soviets", TAMPOCO.

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Francamente....
Por ^--^ - Monday, Jun. 27, 2005 at 11:08 AM

...querer vender a Daniel Guerin como una expresión novedosa o superadora de algo, es patético.

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acabo de probar el link y funciona
Por todo el poder a los soviets - Monday, Jun. 27, 2005 at 12:15 PM

Y francamente, reaccionar como "policía del pensamiento" como lo hace Xor, es patético. Típico de viejo amargado.

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Mirá quién habla!!!!!!
Por jajajaaaaa - Monday, Jun. 27, 2005 at 12:22 PM

Justo vos decís eso, tenés cara para todo.
Policía frustrado!!!!!

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