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Introducción
La cuestión de las
nacionalidades —la
opresión de las naciones y las minorías nacionales—
es una de las características del imperialismo desde su nacimiento hasta
la actualidad y siempre ha ocupado un lugar central en la teoría marxista.
En particular, los escritos de Lenin se ocupan con gran detalle de este
problema tan importante, y todavía nos siguen proporcionando una base
sólida para abordar este tema tan explosivo y complicado. Si los
Bolcheviques no hubieran tratado el tema correctamente nunca habrían
conseguido tomar el poder en 1917. Sólo situándose a la cabeza de las
capas oprimidas de la sociedad consiguieron unir al proletariado bajo la
bandera del socialismo y reunir las fuerzas necesarias para derrocar el
dominio de los opresores. De no haber apreciado correctamente los
problemas y aspiraciones de las nacionalidades oprimidas del imperio
zarista, la lucha revolucionaria del proletariado no habría
triunfado.
Las dos barreras para el
progreso humano son por un lado la propiedad privada de los medios de
producción y por el otro el estado nacional. Pero mientras que la primera
parte de esta ecuación está suficientemente clara, a la segunda no se le
ha prestado la debida atención. Hoy en la época de decadencia
imperialista, cuando las contradicciones latentes de un sistema
socioeconómico moribundo han alcanzado unos límites insoportables, la
cuestión nacional surge una vez más en todas partes, con consecuencias aún
más trágicas y sangrientas. Lejos de solucionarse, ha regresado a sus
orígenes, a una fase antigua del desarrollo humano y ha adquirido una
forma particularmente virulenta y venenosa que amenaza con arrastrar a
todas las naciones al barbarismo. Resolver este problema es una condición
previa y necesaria para el triunfo del socialismo a escala
mundial.
Ningún país —ni
los estados más grandes y poderosos—
pueden resistir el aplastante dominio del mercado mundial. El fenómeno que
la burguesía describe como globalización, previsto por Marx y Engels hace
150 años, ahora se revela casi en condiciones de laboratorio. Desde la
Segunda Guerra Mundial, en particular durante los últimos veinte años, se
ha intensificado de manera colosal la división internacional del trabajo y
se ha producido un enorme desarrollo del comercio mundial, alcanzando un
grado que ni Marx ni Engels pudieron imaginar. La interpenetración de la
economía mundial ha alcanzado un nivel nunca visto antes en la historia
humana. En sí mismo éste es un acontecimiento progresista que refleja la
existencia ya de las condiciones materiales para el socialismo
mundial.
El control de la economía
mundial está en manos de las doscientas empresas internacionales más
grandes. La concentración de capital ha alcanzado proporciones asombrosas.
Cada día las transacciones internacionales mueven en el mundo 1,3 billones
de dólares, el setenta por ciento de éstas se realizan entre las
multinacionales. Se gastan vastas sumas dinero para concentrar un poder
inimaginable en cada vez menos empresas. Se comportan como caníbales
feroces e insaciables, devorándose unos a otros a la caza de un beneficio
cada vez mayor. En esta orgía canibalística la clase obrera siempre
pierde. Nada más producirse una fusión, la dirección anuncia nuevos
despidos y cierres, una presión implacable sobre los trabajadores para
incrementar los márgenes de beneficio, los dividendos y los salarios de
los ejecutivos.
En este contexto el libro de
Lenin, El imperialismo: fase superior del capitalismo, tiene cada
vez más vigencia y actualidad. Lenin explicaba que el imperialismo es el
capitalismo de la época de los grandes monopolios y los trusts. Pero el
grado de monopolización de los días de Lenin parece un juego de niños
comparado con la situación actual. En 1999 el número de absorciones
internacionales fue de 5.100. El valor de las transacciones alcanzó el
record de 798.000 millones de dólares. Con estas asombrosas sumas se
podrían resolver los problemas más acuciantes del planeta, la pobreza, el
analfabetismo y la enfermedad. Pero eso presupone la existencia de un
sistema racional de producción en el que las necesidades de la mayoría
tengan preferencia sobre los beneficios de una minoría. El poder colosal
de las gigantescas multinacionales, cada vez más fusionadas con el estado
capitalista, crean un fenómeno que el sociólogo americano Wright-Mills
califica de "complejo industrial - militar", y que ejerce un dominio sobre
el mundo jamás visto en la historia.
Aquí vemos una gran
contradicción. Los apologistas burgueses del capitalismo y los de la
pequeña burguesía en particular, afirman que la globalización ha
conseguido que el estado nacional carezca ya de importancia. Esto no es
nuevo. Es el mismo argumento de Kautsky durante la Primera Guerra Mundial
(la llamada teoría del "ultra imperialismo"), y defendía que el desarrollo
del capitalismo monopolista y del imperialismo poco a poco eliminaría las
contradicciones del capitalismo. Ya no habría mas guerras porque el propio
desarrollo del capitalismo convertirían al estado nacional en algo
superfluo. La misma teoría que hoy defienden teóricos revisionistas como
Eric Hobsbawn en Gran Bretaña. Este antiguo estalinista que ahora está en
el ala de derechas del laborismo dice que el estado nacional fue un
período transitorio de la historia humana y que ya está superado. Los
economistas burgueses siempre han defendido este argumento. Intentan
eliminar la contradicción inherente al sistema capitalista sencillamente
negando su existencia. Y es precisamente ahora, en el momento en que el
mercado mundial se ha convertido en la fuerza dominante del planeta,
cuando los antagonismos nacionales en todas partes están adquiriendo un
carácter más violento y la cuestión nacional lejos de desaparecer, adopta
un carácter particularmente venenoso e intenso.
Con el desarrollo del
imperialismo y del capitalismo monopolista, el sistema capitalista ha
conseguido superar los estrechos límites de la propiedad privada y el
estado nacional que hoy juegan prácticamente el mismo papel que jugaron
los pequeños principados y estados locales en el período previo al
surgimiento del capitalismo. Durante la Primera Guerra Mundial Lenin
escribía: "El imperialismo es la fase superior del desarrollo del
capitalismo. En los países adelantados, el capital sobrepasó los marcos de
los Estados nacionales y colocó al monopolio en el lugar de la
competencia, creando todas las premisas objetivas para la realización del
socialismo". (Lenin. La revolución socialista y el derecho de
las naciones a la autodeterminación. Pekín. Ediciones en Lenguas
Extranjeras. 1974. Pág. 1). Quien no comprenda esta verdad elemental no
sólo será incapaz de comprender la cuestión nacional, tampoco comprenderá
el resto de las características más importantes de la época
actual.
La historia de los últimos cien
años se ha caracterizado por la rebelión de las fuerzas productivas contra
los estrechos confines del estado nacional. Después llega la economía
mundial —y
con ella las crisis y las guerras mundiales—.
Vemos entonces que el cuadro pintado por el Profesor Hobsbawn, un mundo en
el que se han eliminado las contradicciones nacionales, es pura
imaginación. La realidad es exactamente la contraria. Con la crisis
general del capitalismo la cuestión nacional no sólo afecta a los países
ex – coloniales, también empieza ya a perturbar a los países capitalistas
desarrollados, incluso en lugares donde ya parecía estar solucionado.
Bélgica ―uno de los países más
desarrollados de Europa― , sufre el
conflicto entre Balones y Flamencos, éste ha adquirido un carácter tan
violento que en determinadas circunstancias puede llevar a la ruptura del
país. En Chipre los antagonismos nacionales entre griegos y turcos amplían
el conflicto alcanzando incluso a Grecia y Turquía. Hace poco la cuestión
nacional en los Balcanes ha llevado a Europa al borde de la
guerra.
En EEUU está el problema del
racismo contra los negros y también los hispanos. En Alemania, Francia y
otros países presenciamos la discriminación y los ataques racistas contra
los inmigrantes. En la antigua Unión soviética la cuestión nacional ha
originado un caos sangriento de guerras en un país tras otro. En Gran
Bretaña, país donde el capitalismo lleva más tiempo de existencia, el
problema nacional sigue sin resolver, no sólo en Irlanda del Norte, sino
también en Gales y Escocia. En el Estado español tenemos la cuestión de
Euskadi, Cataluña y Galicia. Pero el caso más extraordinario es que más de
cien años después de la unificación de Italia, la Liga del Norte defiende
la consigna reaccionaria de dividir Italia y para ello se basan en la
autodeterminación del Norte ("Padania"). La conclusión es inexorable.
Ignorar el problema nacional es peligroso. Para transformar la sociedad es
imperativo mantener una postura escrupulosa, clara y correcta sobre este
tema. Con este objetivo nos dirigimos a los jóvenes y trabajadores, a la
base de los Partidos Comunistas y Socialistas que deseen comprender las
ideas del marxismo para luchar para cambiar la sociedad. A ellos va
dedicada esta obra.
Primera parte: La cuestión
nacional en la historia
"Si prescindimos de la lucha de
los Países Bajos por su independencia y del destino de la Inglaterra
insular, la época de la formación de las naciones burguesas en Europa
Occidental comienza con la gran Revolución Francesa y en lo esencial
concluye casi un siglo después, al constituirse el Imperio
Alemán". (Trotsky. Historia de la
Revolución Rusa. Madrid. Zyx. Pág. 315. Vol. 1)
Aunque la mayoría de las
personas creen que el estado nacional es algo natural, y por lo tanto
enraizado en un pasado lejano o en la sangre y en el alma de hombres y
mujeres, en realidad es una creación relativamente moderna, en concreto de
los últimos doscientos años. Las únicas excepciones serían Holanda, aquí
la revolución burguesa del siglo XVI adoptó la forma de una guerra de
liberación nacional contra España, e Inglaterra debido a su posición única
como un reino insular donde el desarrollo capitalista aconteció antes que
en el resto de Europa (desde finales del siglo XIV en adelante). Antes no
existían naciones, sólo tribus, ciudades–estado e imperios. Desde un punto
de vista científico es incorrecto calificar a estos últimos como
"naciones", algo que se hace con frecuencia. Un autor nacionalista galés
incluso hablaba de la "nación galesa" ―¡antes de la invasión romana de Gran Bretaña!― . Los galeses en aquella época era una aglomeración
de tribus, no diferentes a otras tribus que habitaban en lo que ahora se
conoce como Inglaterra. Es un rasgo pernicioso de los escritores
nacionalistas que intentan dar la impresión de que "la nación" (en
especial "su nación") siempre ha existido. En realidad el estado nacional
es una entidad que evoluciona históricamente. No siempre existió, ni
siempre existirá.
El estado nacional es un
producto del capitalismo. Lo creó la burguesía porque necesitaba un
mercado nacional. Necesitaba romper las restricciones locales, la
existencia de pequeñas áreas locales con sus impuestos, peajes, sistemas
de monedas, pesos y medidas separados. El siguiente extracto de Robert
Heilbroner ilustra gráficamente este hecho, en él describe un día en la
vida de un comerciante alemán en 1550:
"Adreas Ryff, un comerciante
barbudo y con abrigo de pieles, regresaba a su casa en Badén; escribía a
su esposa y le decía que había visitado treinta mercados y estaba
preocupado. Incluso le preocupaban aún más las molestias de la época;
cuando viaja se tiene que detener cada diez millas aproximadamente, para
pagar los peajes habituales; entre Basle y Colonia ha tenido que pagar
treinta y un impuestos.
Y aquí no acaba todo. Cada
comunidad que él visitaba tenía su propia moneda, sus propias leyes y
reglas, su propia ley y orden. Sólo en el área circundante a Badén
existían 112 medidas de longitud diferentes, 92 medidas de superficie de
cereales y 123 de líquidos, 63 de licores, y 80 de peso". (R. Heilbroner. The Worldly Philosophers. Pág.
22).
La eliminación de estos
particularismos locales fue un paso de gigante en esa época. La
unificación de las fuerzas productivas en un estado nacional fue una tarea
histórica progresista de la burguesía. La base de esta revolución ya
estaba presente a finales de la Edad Media, en el período de declive del
feudalismo y ascenso de la burguesía, las ciudades poco a poco conseguían
hacer valer sus derechos. Los reyes medievales necesitaban dinero para sus
guerras y para ello se veían obligados a apoyarse en la naciente clase de
comerciantes y banqueros, como los Fuggers o los Médicis. Pero todavía no
había llegado la hora de la economía de mercado. Sólo existía la forma
embrionaria del capitalismo caracterizada por la producción a pequeña
escala y mercados locales. Todavía no se podía hablar propiamente del
mercado o estado nacional. A grandes rasgos ya estaban presentes los
elementos que harían posible el surgimiento de algunos estados europeos
modernos, aunque todavía estaban en una etapa embrionaria. Francia toma
forma poco a poco, fruto de la Guerra de los Cien Años contra Inglaterra,
pero estas luchas todavía tenían un carácter más feudal y dinástico que
nacional. Los soldados que luchaban en esta guerra tenían más lealtad
hacia su señor local que al rey de Francia, y a pesar de la existencia de
un territorio e idioma común, se consideraban Bretones, Borgoñeses o
Gascones en lugar de Franceses.
Poco a poco en un período que
duró varios siglos surge la auténtica conciencia nacional. Este proceso
transcurre paralelo al ascenso del capitalismo, la economía monetaria y el
surgimiento gradual del mercado nacional, representado en el comercio de
lana en Inglaterra a finales de la Edad Media. La decadencia del
feudalismo y el ascenso de las monarquías absolutistas que, en su propio
interés estimulaban a la burguesía, aceleraron este proceso. Como señala
Robert Heilbroner:
"Primero fue el surgimiento
progresivo de las unidades políticas nacionales en Europa. Debido a las
guerras campesinas y de conquista Real, el primitivo feudalismo aislado
daría lugar a las monarquías centralizadas. Y con las monarquías llegó el
surgimiento del espíritu nacional; a su vez esto conllevaba la protección
Real de las industrias favorecidas, como ocurrió con los grandes centros
tapiceros franceses, y el desarrollo de armadas y ejércitos con todas sus
industrias satélites necesarias. La infinidad de leyes y regulaciones que
atormentaban a Andreas Ryff y a los comerciantes viajeros del siglo XVI se
transformaron en las leyes nacionales, medidas comunes y más o menos
patrones monetarios". (Ibíd.. Pág.
34).
La cuestión nacional desde un
punto de vista histórico, está relacionada con el período de revolución
democrático burguesa. En el sentido estricto de la palabra, la cuestión
nacional no forma parte del programa socialista, la burguesía en su lucha
contra el feudalismo tendría que haberla superado. Fue la burguesía la que
primero creó el estado nacional. La formación del estado nacional en su
día, fue un acontecimiento tremendamente revolucionario y progresista. No
se consiguió por medios pacíficos y sin lucha. La primera nación europea
como tal ―Holanda― , se formó en el siglo XVI fruto de una revolución
burguesa que tomó la forma de una guerra revolucionaria de liberación
nacional contra el imperialismo español. EEUU surge como nación en el
siglo XVIII basándose en una guerra revolucionaria de liberación nacional
y se consolida como tal en sangrienta guerra civil sangrienta en la década
de 1860. En Italia también se consiguió con una guerra de independencia
nacional. La unificación de Alemania ―una
tarea progresista en su época― la llevó
adelante el Junker Bismarck por medios reaccionarios, basándose en una
guerra y una política de "sangre y hierro".
La Revolución
Francesa
La formación de los estados
nacionales europeos modernos (excepto Holanda e Inglaterra) comenzó con la
Revolución Francesa. Hasta ese momento la noción de estado nacional era
idéntico al de monarquía. La nación era propiedad del soberano reinante.
Esta forma legal anticuada, herencia directa del feudalismo, entraba en
conflicto con las nuevas relaciones surgidas del ascenso de la burguesía.
Para conquistar el poder la burguesía tuvo que ponerse a la cabeza como
representante del pueblo, es decir, la Nación. Como dijo Robespierre:
"En los estados aristocráticos la palabra patria [nación] carece de
significado, excepto para las familias patricias que mantienen secuestrada
la soberanía. Sólo con la democracia, el estado se convierte realmente en
la patria de todos los individuos que lo componen". (Citado por E. H.
Carr. The Bolshevik Revolution. Vol. 1. Pág. 414).
El primer principio de la
Revolución Francesa fue la centralización implacable. Fue la condición
previa para alcanzar el éxito en su lucha de vida a muerte contra el
antiguo régimen que contaba con el respaldo de toda Europa. Bajo la
bandera de "una República unida e indivisible", la revolución unió por
primera vez a Francia en una nación, eliminó todos los particularismos y
separatismos locales de Bretones, Normandos y Provenzales. La otra
alternativa era la desintegración y la muerte de la revolución. La lucha
sangrienta en la Vendée, no sólo fue una guerra contra el separatismo,
también lo fue contra la reacción feudal. El derrocamiento de los Borbones
dio un poderoso impulso al espíritu nacional en toda Europa. Al principio,
el ejemplo de un pueblo revolucionario que había conseguido derrocar a la
vieja monarquía feudal fue la inspiración y el ejemplo de las fuerzas
progresistas y revolucionarias de toda Europa. Después, los ejércitos
revolucionarios de la república francesa se verían obligados a la lucha
ofensiva contra la unión de todas las fuerzas europeas dirigidas por
Inglaterra y el zarismo ruso que querían acabar con la revolución. Con las
armas en la mano, consiguieron una hazaña prodigiosa, las fuerzas
revolucionarias hicieron retroceder a la reacción en todos los frentes, y
revelaron al asombrado mundo el poder de un pueblo revolucionario y una
nación en armas.
Los revolucionarios llevaron el
espíritu de la revolución a todos los rincones del continente, y además
llevaban el mensaje revolucionario a los territorios que ocupaban. En la
fase ascendente de la revolución, los ejércitos de la Convención Francesa
aparecían ante los pueblos de Europa como los liberadores. Para triunfar
en esta lucha titánica contra el viejo orden, tenían que apelar a las
masas para que llevaran adelante las mismas transformaciones
revolucionarias de Francia. Esta era una guerra revolucionaria hasta
entonces no había ocurrido nada parecido. En las colonias francesas se
abolió la esclavitud. El mensaje revolucionario de la Declaración de
Derechos del Hombre llegó a todas partes anunciando el fin de la opresión
feudal y monárquica. Como señala David Thompson:
"A ellos [los franceses] les
ayudaban los nativos y con ello conseguían que a menudo fuera bienvenido
el aspecto destructivo de su tarea. Sólo cuando los pueblos veían a sus
maestros franceses igual de exigentes que sus antiguos gobernantes, se
daban cuenta de la necesidad del autogobierno. La idea de que la
"soberanía" del pueblo debería llevar a la independencia nacional era el
resultado directo de la ocupación francesa; de la idea de eliminar los
privilegios y derechos universales, surgía esta nueva demanda como
resultado de las conquistas. Los revolucionarios franceses querían
extender el liberalismo, pero al final sólo conseguían crear el
nacionalismo". (David Thompson.
Europe since Napoleon. Pág.
50).
El agotamiento y la decadencia
de la Revolución Francesa desembocó en la dictadura de Napoleón Bonaparte,
de la misma forma que la degeneración del estado obrero ruso aislado,
terminó en la dictadura bonapartista proletaria de Stalin. El mensaje
revolucionario y democrático original, fue deformado por las ambiciones
dinásticas e imperiales de Napoleón, que resultaría fatal para Francia.
Sin embargo, incluso bajo Napoleón, aunque de forma distorsionada,
persistían algunas de las conquistas de la revolución y se extendían a los
territorios europeos de Francia, con resultados revolucionarios, en
especial en Alemania e Italia.
"Sus éxitos más destructivos se
encontraban entre los mas permanentes. Napoleón extendió y perpetuó los
efectos de la Revolución Francesa, acabó con el feudalismo en los Países
Bajos y en la mayor parte de Alemania e Italia. El feudalismo estaba
acabado como sistema legal ―la
jurisdicción nobiliaria sobre los campesinos― , y como sistema económico ―los
campesinos pobres tenían que pagar rentas feudales a los
nobles― , aunque a menudo fue compensado
e indemnizado. Las pretensiones de la Iglesia nunca fueron admitidas y se
adaptó a esta reorganización. Las clases medias y campesinos, igual que
los nobles, eran súbditos del estado, todos sujetos por igual a pagar
impuestos. La leva, la recaudación de impuestos eran más equitativos y
eficientes. Los viejos gremios y oligarquías urbanas fueron abolidas; los
aranceles internos se eliminaron. En todas partes existía mayor igualdad
(...). En toda Europa comenzó una época de modernización a raíz de las
conquistas napoleónicas. Sus intentos violentos de conquistar Europa
Occidental y crear un bloque servil de territorios anexionados o satélites
tuvo éxito, al menos, al sacudir y liberarse de los anticuados privilegios
y jurisdicciones, de las cansadas divisiones territoriales. La mayoría de
las que se eliminaron no fueron restauradas". (Ibíd.. Pág. 67).
Pero el dominio napoleónico
también supuso inconvenientes. Para no imponer duros impuestos en Francia,
Bonaparte los imponía en los territorios conquistados. Y a pesar de todos
los avances sociales, el dominio francés era el dominio extranjero.
Robespierre tenía razón al decir que a nadie le gustan los misioneros con
bayonetas. La invasión francesa inevitablemente generó una oposición que
adoptó la forma de guerra de liberación nacional que terminaría por
socavar los primeros triunfos. La derrota de Napoleón en las heladas
estepas de Rusia y la destrucción del ejército francés sirvió de señal
para una oleada de alzamientos nacionales contra los franceses. En Prusia
toda la nación se levantó y obligó a Federico Guillermo III a declarar la
guerra contra Napoleón. Del caos sangriento de las guerras napoleónicas y
la subsiguiente división de los vencedores surgieron la mayoría de los
estados modernos de Europa que hoy en día conocemos.
La cuestión nacional después de
1848
El año 1848 marcó el punto de
inflexión de la cuestión nacional en Europa. En medio de las llamas de las
revoluciones, aparecieron bruscamente las ahogadas aspiraciones nacionales
de alemanes, checos, polacos, italianos y magiares. De haber triunfado la
revolución, habría abierto el camino para solucionar por métodos
democráticos el problema nacional en Alemania y en todas partes. Pero como
Marx y Engels explicaron, la burguesía contrarrevolucionaria traicionó la
revolución de 1848. La derrota de la revolución obligaba a resolver el
problema nacional por otros medios. Por cierto, una de las causas de la
derrota fue precisamente la manipulación del problema nacional (por
ejemplo los checos) para fines reaccionarios.
En Alemania la cuestión
nacional se puede resumir en una palabra: unificación. Después de la
derrota de la revolución de 1848, el país estaba dividido en pequeños
estados y principados. Esta situación era un obstáculo insuperable para el
libre desarrollo del capitalismo en Alemania ―y también de la clase obrera― . La
unificación era una demanda progresista. Pero lo más importante era quién
unificaría Alemania y con qué medios. Marx esperaba que la tarea de la
unificación viniera desde abajo ¾ clase obrera con métodos
revolucionarios¾ . Pero no fue así. En 1848 el proletariado no consiguió
resolver esta cuestión, y lo haría con métodos reaccionarios el Junker
conservador prusiano Bismarck.
Para conseguir este objetivo
primero era necesario poner fin a la guerra. En 1864 los Austriacos y los
Prusianos se unieron para derrotar a los Daneses. Dinamarca perdió la
provincia de Schleswig – Holstein que, después de una lucha entre Austria
y Prusia se unió a Alemania en 1865. Bismarck maniobró para mantener a
Francia fuera del conflicto, y después formó una alianza con Italia para
luchar contra Austria. Cuando Austria fue derrotada en la batalla de
Königgrätz en julio de 1866, quedó ya garantizado el dominio prusiano de
Alemania. La unificación alemana se consiguió con métodos reaccionarios,
con el militarismo prusiano. Esto fortaleció la posición del militarismo
prusiano y del régimen bonapartista de Bismarck, y sembraría las raíces
para nuevas guerras en Europa. Vemos que para la clase obrera sí tiene
importancia de qué forma se resuelve la cuestión nacional, qué clase y en
qué intereses. Esto basta para explicar por qué es inadmisible actuar
como vitoreadores de la burguesía y pequeña burguesía nacionalista
―incluso cuando llevan adelante una tarea
objetivamente progresista― . Siempre hay
que mantener una postura de clase.
Objetivamente la unificación de
Alemania fue un acontecimiento progresista, por eso Marx y Engels lo
apoyaron. Pero esto no presuponía el apoyo de los socialistas alemanes a
Bismarck. Marx siempre se opuso al reaccionario Bismarck, pero cuando
consiguió unificar Alemania, de mala gana Marx y Engels apoyaron este
acontecimiento porque suponía un paso adelante, ya que facilitaba la
unificación del proletariado alemán. Engels escribía a Marx el 25 de julio
de 1866: "Este hecho simplifica la
situación; facilita la revolución, dejará a un lado las reyertas entre los
capitales insignificantes y en cualquier caso acelerará el desarrollo...
El movimiento absorberá todos los estados minúsculos, cesarán las
perniciosas influencias locales y los partidos serán no sólo locales sino
nacionales...
En mi opinión debemos aceptar
el hecho, sin justificarlo, y utilizar tanto como sea posible las mayores
facilidades para la organización y unificación nacional del proletariado
alemán".
La unificación
italiana
En Italia ocurrió una situación
análoga. A finales de la década de 1850, a pesar de los reiterados
intentos de conseguir la unificación, Italia todavía estaba totalmente
dividida y subyugada a Austria, que se había anexionado sus territorios
del norte. Además varios estados más pequeños, incluyendo el reino Borbón
de Dos Sicilias (el sur de Italia y Sicilia) estaba protegido contra la
revolución por las tropas austriacas dispuestas a intervenir. Los Estados
Pontificios del centro de Italia estaban bajo "protección francesa". Sólo
el pequeño reino de Cerdeña ―de los
Saboya – Piamonte― , estaba libre del
dominio austriaco. Bajo la dirección del hábil diplomático y hombre de
estado, el Conde Cavour, la dinastía conservadora dominante extendió poco
a poco sus esferas de influencia y territorios, y expulsó a los austriacos
de una zona tras otra.
Junto con la oposición
conservadora dinástica a Austria ―los
Piamonteses― , también estalló un
movimiento nacionalista revolucionario radical, en él participaron una
mezcla heterogénea de republicanos, demócratas y socialistas. Estas
fuerzas estaban presentes en cada estado de Italia y en el exilio. El
representante más visible de esta tendencia era Mazzini, sus ideas
confusas y amorfas correspondían a la naturaleza del movimiento que él
representaba. En contraste Cavour, que permanecía a la cabeza de estado
independiente de Piamonte al Norte de Italia, era un astuto y maniobrero
sin principios. Con la típica intriga diplomática, primero se unió a Gran
Bretaña y Francia en la expedición a Crimea contra Rusia en 1855. Después
en secreto prometió al emperador francés ―Napoleón III― , la concesión de
los territorios de Niza y Saboya, Cavour consiguió un tratado en el que
comprometía a los Franceses a ayudar al Piamonte en caso de hostilidades
con Austria. La guerra estalló en 1859 y fue el punto de partida de la
unificación italiana. Estallaron insurrecciones en todos los ducados
italianos y estados pontificios. Junto con las franceses, las tropas
piamontesas consiguieron una señal de victoria contra Austria en
Solferino. La unificación de Italia parecía inminente. Pero no
correspondía con los intereses de Luis Bonaparte, que rápidamente firmó un
armisticio con los ejércitos austriacos en retirada, abandonó a su suerte
a los piamonteses y a los revolucionarios.
Al final la guerra de
liberación italiana se salvó debido a un alzamiento en Sicilia que
saludada el desembarco de la fuerza expedicionaria de Garibaldi compuesta
por mil voluntarios con camisas rojas. Después de ganar la batalla de
Sicilia, la fuerza rebelde de Garibaldi invadió el sur de Italia y entró
triunfalmente en Nápoles. La unidad italiana se conseguiría desde abajo
con métodos revolucionarios. Cavour, el constante intrigador, convenció a
Londres y París para que aceptaran el dominio del Piamonte conservador
sobre una Italia unida, que esperar a que Italia cayera bajo el control de
revolucionarios y republicanos. El ejército de la reacción dinástica
piamontesa marchó hacia Nápoles sin oposición. Garibaldi en lugar de
luchar contra ellos, les abrió las puertas y recibió al Rey de Piamonte,
Victor Enmanuel, el 26 de octubre, aclamándole como "Rey de Italia". De
este modo el pueblo de Italia sólo consiguió media victoria sobre el viejo
orden.
En lugar de una república,
Italia se convirtió en una monarquía constitucional. En lugar de
democracia consiguieron el sufragio limitado que excluía al 98% de la
población. Al Papa se le permitió continuar dominando los Estados
Pontificios (una concesión de Luis Bonaparte). A pesar de esto, la
unificación de Italia fue un paso de gigante. Toda Italia estaba unida,
excepto Venecia que permanecía bajo el control austriaco y los Estados
Pontificios. En 1866 Italia se unió a Prusia en la guerra contra Austria y
recibió Venecia en recompensa. Al final después de la derrota de Francia
en la Guerra Franco – Prusiana (1871) las tropas francesas se retiraron de
Roma. La entrada del ejército italiano en esa ciudad marcó la victoria
final de la unificación italiana.
A finales del siglo XIX parecía
haberse solucionado la cuestión nacional en Europa Occidental. En 1871
después de la unificación alemana e italiana, parecía que la cuestión
nacional en Europa estaba limitada a Europa del Este, y con un carácter
más explosivo en los Balcanes, inmersos en las ambiciones territoriales y
las rivalidades entre Rusia, Turquía, Austro–Hungría y Alemania, éstas
llevarían inexorablemente a la Primera Guerra Mundial. En el primer
período ―aproximadamente desde 1789 a
1871― la cuestión nacional jugaba aún un
papel relativamente progresista en Europa Occidental. Pero en la segunda
mitad del siglo XIX el desarrollo de las fuerzas productivas bajo el
capitalismo comenzaba ya a superar los estrechos límites del estado
nacional. Se manifestaba en el desarrollo del imperialismo y la
irresistible tendencia hacia la guerra entre las principales potencias.
Las guerras balcánicas de 1912-13 marcaron el punto y final de la creación
de estados nacionales en Europa suroriental. La Primera Guerra Mundial y
el Tratado de Versalles (con la excusa de defender el "derecho de las
naciones a la autodeterminación") acabó la tarea al desmantelar el Imperio
Austro – Húngaro y garantizó la independencia de Polonia.
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