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2º ParTe: KiRchner, enTre el saLario Digno y el PostFascismo
Por Colectivo Nuevo Proyecto Histórico - Friday, Oct. 21, 2005 at 2:29 AM
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Ayer mientras Gendarmería bloqueaba las bocas del subte, la Guardia de Infantería apaleó, gaseó y baleó con postas de goma a los empleados del subte dejando un tendal de lastimados y desmayados. Cuando las burocracias sindicales son superadas por el asambleismo, el precariado se autonomiza y la acción directa del trabajo contra el kapital y sus sirvientes dice ¡Basta!; cuando crece la abstención electoral y el voto anulado, y se debilita la legitimidad del Capital-Parlamentario; cuando el estado no puede funcionarizar dentro del capital la antagonía del sujeto social creador de plusvalor; entonces, hecha mano a la represión para que siga su curso el “país normal” del estilo “K”. Con las elecciones del domingo, el progresismo nacional y popular, peronista y transversal, busca plebiscitar lo que se viene: la profundización del ataque del partido del orden contra la resistencia de la multitud del trabajo asalariado, precario y negado por el capital.

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PROKLA 5

PROblema de la Lucha de Klases

 

 

 

Kirchner, entre

el salario digno

y el Postfascismo

 

(Segunda Parte)

 

 

Trazas:

 

1.     El mito de un “salario justo”.

2.     De fuerza de trabajo a clase: Angriffskraft.

3.     “Capital-Parlamentarismo” y la clase media en el mecanismo de consenso del      capital: ¿nuevo y viejo fascismo?

4.     La Forma-Estado del capital: notas sobre el “Capital-Parlamentarismo”.

 

 

 

4. La Forma-Estado del capital: notas sobre el “Capital-Parlamentarismo”:

 

***

La política keynesiana supone dos cosas que ya no existen más: que los gobiernos cuentan con suficiente autonomía para actuar racionalmente  y que existe bastante mercado para que funcione la manipulación. No se mantiene en pié si falta alguno de sus ingredientes. Hoy la concentración económica es tal que puede distorsionar a placer la elaboración de políticas que no coordinen con el desarrollo del capital.

El estado, pretende ser la fuente de todas las relaciones de poder, actúa de hecho como el “garante” de unas que no se originan en sí mismo y que no controla, la generada por el comando privado del capital. El estado ya no puede identificarse directamente con la sociedad, so pena de anular su “especificidad funcional” ligada a la ley de valor. La función esencial del sistema político del estado “Capital-Parlamentario” es obtener el consentimiento del pueblo al curso de la política pública de acumulación del capital. El Parlamento ya no “acopla” a las masas al estado. El disloque “Parlamento-Electorado-Estado” es el rasgo saliente de la nueva forma-estado. Este disloque aún no ha podido ser recompuesto por la Nueva Clase después del 2001, la suma de votos del PJ y la UCR en el 2003 fue la más baja de la historia Argentina. Si el estado populista, keynesiano, “welfariano”, era la realización de la inclusión política (activa y pasiva), las transmutaciones en la anatomía de la sociedad civil producen un estado transicional, llamémosle “postfordista”, expulsivo, de excedencia, exclusivo. La burguesía: ¿Está preparada para salir del fordismo y pasar a una nueva forma-estado sin conmociones revolucionarias como las del 2001? La Nueva Clase Política y los “mass media” actúan como momentos constitucionales de la acumulación, funcionan como subsistemas de legitimación que suplantan al estándar mínimo de “salario mínimo-nutrición-salud pública-vivienda-educación”, por una ciudadanía basada exclusivamente en la posibilidad de consumo egoísta. Los cortocircuitos que el pobre sistema político “gobierno/oposición” se producen en el vacio sobre el antagonismo de las nuevas subjetividades proletarias. El código de la política burguesa (progresista/conservador) ya no atribuye nada, ni codifica identidades duraderas, ni simbología funcional que permitan gobernabilidad y lealtad de masas. La nueva figura mayoritaria del trabajador posfordista, precario,  generalmente trabajando en los servicios a la producción; un ciudadano desencantado, sin ningún tipo de fidelidad ideológica, propenso a una intervensión electoral breve o inexistente. La inestabilidad gobernativa es hoy más difusa, volátil y siempre síntoma de una irreversible pérdida de una síntesis orgánica, de encontrar un horizonte seguro y duradero de legitimidad. La creciente clausura de la autorreferencialidad del “Capital-Parlamentarismo”, esa especie de autismo institucional, motivado por las respuestas del capital al antagonismo de la clase obrera, es la que exige formas de dominio plebiscitarias, ya no basadas en las correas de transmisión del peronismo como el partido del trabajo y los sindicatos que giran en falso, sino en el bonapartismo ejecutivo, los líderes carismáticos y el totalitarismo mediático.

***

 

La sociedad capitalista no consiste en individuos, sino que expresa la suma de relaciones en las que estos individuos están el uno con respecto al otro. Es decir: la sustancia común de todas las cosas debe ser su forma precisamente social, el ser producto de una relación social.

 

El capital es una relación, y de modo inmediato, debido a su naturaleza, es sólo un interés económico; es bajo la amenaza obrera que está obligado a convertirse en fuerza política, a subsumirse en sí mismo, con el fin de defenderse: se convierte en lo político, en clase política.

 

Si el concepto de clase es una realidad política, entonces debemos tomar conciencia que no existe clase capitalista sin estado del capital. La política se erige como oposición institucional a la instancia del antagonismo del trabajo. La economía capitalista busca y necesita a la política para mantener separada las dos dimensiones de su dominio de clase.

 

Hagamos un poco de historia sobre la figura del estado. Sabemos que el proceso capitalista de producción reproduce por su propio desenvolvimiento la escisión y separación entre fuerza de trabajo y condiciones materiales de ese trabajo. Reproduce y perpetúa las condiciones de explotación; los obliga, de manera constante y natural, a “vender” en un contrato “libre” su fuerza laboral para simplemente poder vivir y permanentemente pone al capitalista en condiciones ideales para comprarla a buen precio.

 

Esta “transacción justa” es la que debe asegurar el estado: que el trabajador individual pertenezca al capital aún antes de venderse al capitalista individual. La división capitalista entre economía y política, entre el burgués y el “ciyoyen” (ciudadano) asegura la servidumbre económica con un sistema de poder que implica un predominio que se perpetúa a sí mismo de las clases propietarias sobre los grupos sociales, cuya subsistencia y posición social dependen de su fuerza de trabajo.

 

El capital presupone el trabajo asalariado (premisa que asegura una institución única: el estado) ya que todo trabajador “produce” capital (trabajo no pagado), o sea: la política en su autonomía relativa debe asegurar la natural producción y reproducción de la relación capitalista misma.

 

Es por esto que siempre la política precede al derecho, aunque hay que señalar que el derecho es técnicamente (no siempre políticamente) la forma más acabada de dominación.

 

El estado argentino, como cualquier otro, es un complejo institucional, artificial y planeado por las clases dominantes, condensado en coordenadas institucionales (1994, la Constitución es un instrumento de diferenciación del sistema político) y no es un producto de un desarrollo azaroso o espontáneo, o un fruto de la evolución natural.

 

El estado en su forma “Capital-Parlamentaria” es un marco deliberadamente construido por la Nueva Clase (NC) política de acuerdo a un plan. En otras palabras: el estado y su forma no es un regalo de Dios, ni un mecanismo opaco e irracional, ni siquiera el “Geist” de una época: es una realidad construida por un acto de voluntad y deliberación de una clase social.

Su “función” bajo el capital es la organización y activación autónomas (valga la paradoja) del proceso de acumulación social en un territorio delimitado, fundado en la necesidad histórica de alcanzar “modus vivendi” (violentos, semipacíficos, etc.) entre intereses contrapuestos e irreconciliables.

 

Y es que el estado está marcado a fuego por la contradicción desde su nacimiento moderno: una institución que pretende ser la fuente de todas las relaciones de poder actúa de hecho como el “garante” de unas que no se originan en sí mismo y que no controla, la generada por el comando privado del capital. El estado ya no puede identificarse directamente con la sociedad, so pena de anular su “especificidad funcional” ligada a la ley de valor.

 

Desde su evolución (feudalismo, Ständestaat, absolutismo, liberal, welfare,…) confronta con el problema de su propia legitimidad, el nudo de la obligación política de la multitud, que el “citoyen” acate y reconozca como propias su autoridad, ya no por inercia de rutinas no razonadas o cálculos utilitarios de ventajes personales, sino a partir de la convicción de que la obediencia es correcta.

 

Por supuesto: la paradoja de la legitimación (el problema de la política) se juega en las formas y estaciones de la relación capital-trabajo. A medida que la propia presencia de la clase obliga a cambios y dislocaciones en el desarrollo del capital los problemas de legitimación sobrecarga de tareas al estado.

 

Se desarrolló un sofisticado sistema de partidos políticos y sindicatos, los políticos ya en el parlamento del siglo XIX, “crearon” los partidos para atraer a la creciente masa electoral obrera y popular a la vida estatal. Y aunque los partidos políticos burgueses son algo endémico a la democracia no formaban parte de la definición formal de democracia liberal, de hecho hasta hace poco operaban en un ámbito sin regulación por la ley.

 

La evolución del partido de “notables” (congresistas) al “Volkspartei”, al partido de masas tuvo que ver con la creciente movilización de masas de ciudadanos y proyectaban en el ámbito político fracturas sociales, escisiones de clase heredadas históricamente con la posibilidad de “procesar” demandas populares contradictorias para el sistema (a través de socialización de intereses y afectos), además de reclutar los miembros de la elite de la Nueva Clase de los políticos profesionales. La función esencial del sistema político y el “Staatpartei”, el estado “Capital-Parlamentario” es obtener el consentimiento del pueblo al curso de la política pública de acumulación del capital.

Pero el papel paradójico del partido es que los gobiernos de turno no cumplan con las preferencias de los ciudadanos, en especial de los trabajadores y pobres.

 

Con la subsunción real del trabajo al capital, con la transición epocal del fordismo al posfordismo, el problema político principal pasa a ser el contenido y dirección de los procesos de legitimación de los poderes del estado, en especial el referido a la distribución de la riqueza nacional (Producto Bruto) y el control de los medios de producción.

 

Con la decadencia del keynesianismo (populismo) como método particular de control social y de inclusión política, se produce la corrosión del núcleo duro de la forma-estado de derecho heredada del siglo XIX. El proceso político interno del estado (centrado en la ciudadanía universal, civilidad, esfera de la opinión pública burguesa, división de poderes, centralidad de mediaciones representativas, etc.) se modifica en rituales semiplebiscitarios, neocorporativismo, bonapartismo y formas perversas de dictaduras decisionistas de baja intensidad.

 

El viejo “Parlamient”, el Congreso nacional, que jugaba un papel ideológico mediador entre la “variedad clasista” de las opiniones individuales y la necesidad sistémica del capital de reducirlas a mero “apoyo” al desarrollo del capital, decae en una variante posmoderna de la “Dieta” de los príncipes, alineada automáticamente al puro decisionismo del Ejecutivo, donde ya no se selecciona a los nuevos “leaders” de la Clase Política sino se coloca a familiares y prebendarios (nepotismo moderno).

 

El Parlamento ya no “acopla” a las masas al estado, su papel central como momento constitucional, ya que producía impulsos políticos con el procesamiento de las orientaciones del electorado al que representaba a través de un doble vínculo, como mandato y como miembro del partido político. Está función era la que el viejo Ulianov creía que podía usarse como tribuna en su discusión con los comunistas holandeses y alemanes: éste espacio institucional para “uso obrero”, de propaganda y agitación, ha desaparecido hace tiempo.

 

El disloque “Parlamento-Electorado-Estado” es el rasgo saliente de la nueva forma-estado, es más: éste disloque aún no ha podido ser recompuesto por la Nueva Clase (se puede ver este síntoma de crisis final en la atomización y en el dato relevante que la suma de votos de el PJ y la UCR en el 2003 fue la más baja de la historia argentina).

 

Si en esencia el estado liberal se construyó para favorecer y sostener a través de sus actos de gobierno la dominación colectiva de clase de la burguesía sobre la sociedad en su conjunto (con todas sus variantes nacionales) la actual forma-estado “capital-parlamentaria” significa que el mercado del siglo XXI ya no es capaz de hacer en sus propios términos las distribuciones necesarias o mantener automáticamente el proceso de acumulación social desde “afuera”.

 

Los principios institucionales del estado son instrumentales para el predominio de clase dentro de la sociedad y en este proceso las estructuras del juego e intercambio político son primordialmente sensibles a las exigencias cíclicas del modo capitalista y expresan (ocultando) al mismo tiempo (por la propia característica de la autonomía relativa del estado) la subordinación funcional del sistema político al pulso de la ley de valor.

 

Aunque idealmente la política se coloca por encima del poder del dinero, en los hechos se ha convertido en su “garante”, reconocía un joven filósofo llamado Marx en 1844. El estado, ya “separado” de la sociedad por el absolutismo, sigue funcionando a través de formas políticas y jurídicas derivadas de los diseños decimonónicos del siglo XIX.

 

Aunque los modifica, como en la Constitución de 1994, lo hace en la medida justa para disimular y limitar los cambios en la “sustancia”, en el sustrato profundo del proceso político, pero en el mismo acto modifica y distorsiona las formas mismas.

 

Si el estado populista, keynesiano, “welfariano”, era la realización de la inclusión política (activa y pasiva), las transmutaciones en la anatomía de la sociedad civil producen un estado transicional, llamémosle “postfordista”, expulsivo, de excedencia, exclusivo.

 

La política keynesiana supone dos cosas que ya no existen más: que los gobiernos cuentan con suficiente autonomía para actuar racionalmente  y que existe bastante mercado para que funcione la manipulación. No se mantiene en pié si falta alguno de sus ingredientes.

 

Hoy la concentración económica es tal que puede distorsionar a placer la elaboración de políticas que no coordinen con el desarrollo del capital.

 

Como en la época de Keynes, o Pinedo en los ’30 o Perón en los ’40, la pregunta es si la burguesía está preparada para salir del fordismo y pasar a una nueva forma-estado sin conmociones revolucionarias como las del 2001. Si lo lograra, tal el empeño de Kirchner en las próximas elecciones, estaríamos ante un sistema cuyo presupuestos son el fin del estado de derecho como lo conocemos y el re-establecimiento del nexo monetario como exclusiva relación social.

 

El tema de la exclusión significa la expulsión cada vez mayor de necesidades e intereses de la población en la agenda política posible y, al mismo tiempo, transformar a la Nueva Clase Política y a los “mass media” en momentos constitucionales de la acumulación, en subsistemas de legitimación, que suplantan al estándar mínimo de “salario mínimo-nutrición-salud pública-vivienda-educación” por una ciudadanía basada exclusivamente en la posibilidad de consumo egoísta.

 

La política, esa ciencia noble, se transforma en una ciencia de la legitimación, en “cobertura de seguro de intereses ya formados en la economía”. Si la inclusión del populismo es un principio abierto (“todos” merecen atención política) la “exclusión-excedencia” del posfordismo clausura toda una época del estado: el fin del viejo derecho privado y público para la multitud.

 

La política se hace autorreferencial (pelea Duhalde-Kirchner), por lo que a los clásicos problemas de gobernabilidad y de procesar la exclusión (el estado de carencia) se le suma los cortocircuitos que el pobre sistema político “gobierno/oposición” produce en vacio sobre el antagonismo de las nuevas subjetividades proletarias. El código especial de la política burguesa (progresista/conservador) ya no atribuye nada, ni codifica identidades duraderas, ni simbología funcional que permitan gobernabilidad y lealtad de masas. La lealtad de masas en una lógica exclusiva, de carencia, no puede filtrarse sino con procedimientos puros, extra-políticos, parajurídicos, lo que termina subordinando a la política a la pura administración del flujo monetario, a fiscalizar el input-ouput o a ser la vía regia de los grupos neocorporativos.

 

La nueva figura es el trabajador posfordista, el mayoritario, fuertemente inestable, precario, intermitente, generalmente trabajando en los servicios a la producción; y en lo político un “citoyen” desencantado, sin ningún tipo de fidelidad ideológica, propenso a una inversión electoral breve o inexistente (sabotaje).

 

La alternativa no es entre un sistema político cerrado y una intensa participación política desde abajo, y esto es claro en la atomización electoral, creciente y sin precedentes, desde 1990 y la tendencia a la desaparición de los “Volkspartei”, los partidos de masas burgueses (fractura del PJ, disolución de la UCR: síntoma en las internas partidarias).

 

La inestabilidad gobernativa es hoy más difusa, anárquica, volátil y siempre síntoma de una irreversible pérdida de una síntesis orgánica, de encontrar un horizonte seguro y duradero de legitimidad.

 

La representación política clásica se fundaba sobre la rígida separación de lo privado de lo público, a ésta última esfera se la conformaba en torno a un mandato popular y con una selección racional de la Clase Política en la arena parlamentaria.

 

Al político le competía la “alta estrategia” keynesiana del desarrollo, las tareas inclusivas, la movilización de masas y la capacidad de generar procesos de absorción (purificación) de los embates corporativos del mercado. La creciente clausura de la autorreferencialidad del “Capital-Parlamentarismo”, esa especie de autismo institucional, motivado por las respuestas del capital al antagonismo de la clase obrera, es la que exige formas de dominio plebiscitarias, ya no basadas en las correas de transmisión del “Volkspartei” y los sindicatos (que giran en falso) sino en el bonapartismo ejecutivo, los “leaders” carismáticos y el totalitarismo mediático.

 

Este fenómeno es el que confirma la imposibilidad de verificar la “responsabilidad” de la representación política en el posfordismo. La propia dinámica del dominio político posfordista es la que erosiona el filtro clásico de los partidos políticos (afiliación, internas, estado dentro de un estado, etc.) corroe el viejo papel del Congreso y expulsa competencias de liderazgo, cognitivas y políticas, al espacio extraparlamentario. Por eso es que la manera como se distribuye el poder del estado es el que determina su forma: el “Capital-Palamentarismo”.        

 

11 de septiembre de 2005.

 

Colectivo Nuevo Proyecto Histórico.

 

 

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