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EL ABC DE LA DIALÈCTICA MARXISTA.
Por EL MILITANTE -
Thursday, Oct. 27, 2005 at 9:26 PM
Del campesinado no sólo depende en una amplia medida el desarrollo de nuestra
propia industria, esto está suficientemente claro; de nuestro campesinado y del
crecimiento de su economía depende también hasta cierto punto la revolución en
los países europeos. Lo que retrasa a los obreros europeos en su lucha por el
Poder -y no es el azar-, y lo que los socialdemócratas utilizan hábilmente con
un objetivo reaccionario, es la dependencia de la industria europea en relación
con los países de ultramar por lo que concierne a los productos alimenticios y a
las materias primas. América la abastece de cereales y de algodón; Egipto, de
algodón; la India, de azúcar de caña; el archipiélago malayo, de caucho, etc.
Existe el peligro de un bloqueo americano, por ejemplo, reduzca a la penuria de
miserias primas y de productos alimenticios a la industria europea durante los
meses y los años difíciles de la revolución proletaria. En estas condiciones,
una exportación masiva (acrecentada) de cereales y de materias primas soviéticas
de todas clases es un potente factor revolucionario para los países de Europa.
Nuestros campesinos deben darse cuenta del hecho de que cada gavilla de trigo
suplementario trillado y exportado, es un peso más en la balanza de la lucha
revolucionaria del proletariado europeo, porque esa gavilla reduce la
dependencia de Europa en relación con la América capitalista. Los campesinos
turkmenos que cultivan el algodón deben estar relacionados con los obreros del
textil de Moscú y de Ivanovo-Voznesensk y también con el proletariado
revolucionario de Europa. Es preciso que el día en que los trabajadores de
Europa se apoderen de sus estaciones de emisión, cuando el proletario de Francia
tome la torre Eiffel y anuncie en todas las lenguas desde su cúspide que son los
amos de Francia (Aplausos.), es preciso que ese día, que en esa hora, no sólo
los obreros de nuestras ciudades de y nuestras industrias, sino también los
campesinos de nuestras aldeas más apartadas puedan responder a la llamada de los
obreros europeos: “¿Nos oís?” “Hermanos, ¡os oímos y queremos ayudaros!”
(Aplausos.) Siberia ayudará con cereales, con materias grasas, con materias
primas; el Kuban y el Don con cereales y carne; Uzbekistán y el Turkmenistán
contribuirán con su algodón. Esto demostrará que el desarrollo de nuestras
comunicaciones por radio ha apresurado la transformación de Europa en una sola
organización económica. El desarrollo de la red telegráfica es, entre tantas
otras la preparación del momento en que los pueblos Europa y Asia se unirán en
una Unión Soviética de los Pueblos Socialistas. (Aplausos.) El A B C de la
dialéctica marxista La dialéctica no es una ficción ni una mística, sino una ciencia de las
formas de nuestro pensamiento en la medida en que éste no se limita a los
problemas cotidianos de la vida y trata de llegar a una comprensión de procesos
más profundos y complicados. La dialéctica y la lógica formal mantienen entre sí
una relación similar a la que existe entre las matemáticas inferiores y las
superiores.
Trataré aquí de esbozar lo esencial del problema en forma muy concisa. La
lógica aristotélica del silogismo simple, parte de la premisa de que “A” es
igual a “A”. Este postulado se acepta como axioma para una multitud de acciones
humanas prácticas y de generalizaciones elementales. Pero en realidad “A” no es
igual a “A”. Esto es fácil de demostrar si observamos estas dos letras bajo una
lente: son completamente diferentes una de otra. Pero, se podrá objetar, no se
trata del tamaño o de la forma de las letras, dado que ellas no son solamente
símbolos de cantidades iguales; por ejemplo, de una libra de azúcar. La objeción
no es válida en realidad; una libra de azúcar nunca es igual a una libra de
azúcar: una balanza delicada descubriría siempre la diferencia. Nuevamente se
podría objetar: sin embargo, una libra de azúcar es igual a sí misma. Tampoco es
verdad: todos los cuerpos cambian constantemente de tamaño, peso, color, etc.
Nunca son iguales a sí mismos. Un sofista contestaré que una libra de azúcar es
igual a sí misma “en un momento dado”. Fuera del valor práctico extremadamente
dudoso de este “axioma”, tampoco soporta una crítica teórica. ¿Cómo debemos
concebir realmente la palabra “momento”? Si se trata de un intervalo
infinitesimal de tiempo, entonces una libra de azúcar está sometida durante el
transcurso de ese “momento” a cambios inevitables. ¿O este “momento” es una
abstracción puramente matemática, es decir, cero tiempo? Pero todo existe en el
tiempo y la existencia misma es un proceso ininterrumpido de transformación; el
tiempo es, en consecuencia, un elemento fundamental de la existencia. De este
modo, el axioma “A” es igual a “A” significa que una cosa es igual a sí misma si
no cambia, es decir, si no existe.
A primera vista podría parecer que estas “sutilezas” son inútiles. En
realidad, tienen decisiva importancia. El axioma “A” es igual a “A” es a un
mismo tiempo punto de partida de todos nuestros conocimientos y punto de partida
de todos los errores de nuestro conocimiento. Sólo dentro de ciertos límites se
le puede utilizar con impunidad. Si los cambios cuantitativos que se producen en
“A” carecen de importancia para la cuestión que tenemos entre manos, entonces
podemos suponer que “A” es igual a “A”. Tal es, por ejemplo, el modo en que el
vendedor y el comprador consideran una libra de azúcar. De la misma manera
consideramos la temperatura del Sol. Hasta hace poco considerábamos de la misma
manera el valor adquisitivo del dólar. Pero cuando los cambios cuantitativos
sobrepasan ciertos límites se convierten en cambios cualitativos. Una libra de
azúcar sometida a la acción del agua o de la gasolina deja de ser una libra de
azúcar. Un dólar en manos de una presidente deja de ser un dólar. Determinar en
el momento preciso el punto crítico en que la cantidad se transforma en calidad
es una de las tareas más difíciles o importantes en todas las esferas del
conocimiento, incluso de la sociología.
Todo obrero sabe que es imposible elaborar dos objetos completamente iguales.
En la transformación de bronce en conos, se permite cierta desviación para los
conos, siempre que ésta no pase de ciertos límites (a esto se le llama
“tolerancia”). Mientras se respeten las normas de la tolerancia, los conos son
considerados iguales (“A” es igual a “A”). Cuando se sobrepasa la tolerancia, la
cantidad se transforma en calidad; en otras palabras, los conos son de inferior
calidad o completamente inútiles.
Nuestro pensamiento científico no es más que una parte de nuestra práctica
general, incluso de la técnica. Para los conceptos rige también la “tolerancia”,
que no surge de la lógica formal basada en el axioma “A” es igual a “A”, sino de
la lógica dialéctica cuyo axioma es: todo cambia constantemente. El “sentido
común” se caracteriza por el hecho de que sistemáticamente excede la
“tolerancia” dialéctica.
El pensamiento vulgar opera con conceptos como capitalismo, moral, libertad,
estado obrero, etc. El pensamiento dialéctico analiza todas las cosas y
fenómenos en sus cambios continuos a la vez que determina en las condiciones
materiales de aquellos cambios el momento crítico en que “A” deja de ser "A", un
estado obrero deja de ser un estado obrero.
El vicio fundamental del pensamiento vulgar radica en el hecho de que quiere
contentarse con fotografías inertes de una realidad que consiste en eterno
movimiento. El pensamiento dialéctico da a los conceptos -por medio de
aproximaciones sucesivas- correcciones, concreciones, riqueza de contenido y
flexibilidad; diría, incluso, hasta cierta suculencia que en cierta medida los
aproxima a los fenómenos vivientes. No hay un capitalismo en general, sino un
capitalismo dado, en una etapa dada de desarrollo. No hay estado obrero en
general, sino un capitalismo dado, en una etapa dada de desarrollo. No hay
estado obrero en general, sino un estado obrero dado, en un país atrasado,
dentro de un cerco capitalista, etc.
Con respecto al pensamiento vulgar, el pensamiento dialéctico está en la
misma relación que una película cinematográfica con una fotografía inmóvil. La
película no invalida la fotografía inmóvil, sino que combina una serie de ellas
de acuerdo a las leyes del movimiento. La dialéctica no niega el silogismo, sino
que nos enseña a combinar los silogismos en forma tal que nos lleve a una
comprensión más próxima a la realidad eternamente cambiante. Hegel, en su Lógica
(1812-1816), estableció una serie de leyes: cambio de cantidad en calidad,
desarrollo a través de las contradicciones, conflictos entre el contenido y la
forma, interrupción de la continuidad, cambio de la posibilidad en
inevitabilidad, etcétera, que son tan importantes para el pensamiento teórico
como el silogismo simple para las tareas más elementales.
Hegel escribió antes que Darwin y antes que Marx. Gracias al poderoso impulso
dado al pensamiento por la revolución francesa, Hegel anticipó el movimiento
general de la ciencia. Pero porque era solamente una anticipación, aunque hecha
por un genio, recibió de Hegel un carácter idealista. Hegel operaba con sombras
ideológicas como realidad final. Marx demostró que el movimiento de estas
sombras ideológicas no reflejaban otra cosa que el movimiento de cuerpos
materiales.
Llamamos “materialista” a nuestra dialéctica porque sus raíces no están en el
cielo ni en las profundidades del “libre albedrío”, sino en la realidad
objetiva, en la naturaleza. Lo consciente surgió de lo inconsciente, la
psicología de la fisiología, el mundo orgánico del inorgánico, el sistema solar
de la nebulosa. En todos los jalones de esta escala de desarrollo, los cambios
cuantitativos se transformaron en cualitativos. Nuestro pensamiento, incluso el
pensamiento dialéctico, es solamente una de las formas de expresión de la
materia cambiante. En ese sistema no hay lugar para Dios, ni para el Diablo, ni
para el alma inmortal, ni para leyes y normas morales eternas. La dialéctica del
pensamiento, por haber surgido de la dialéctica de la Naturaleza, posee en
consecuencia un carácter profundamente materialista.
El darwinismo, que explicó la evolución de las especies a través del
tránsito, de las transformaciones cuantitativas en cualitativas, constituyó el
triunfo más alto de la dialéctica en todo el campo de la materia orgánica. Otro
gran triunfo fue el descubrimiento de la tabla de pesos atómicos de elementos
químicos, y posteriormente, la transformación de un elemento en otro.
A estas transformaciones (de especies, elementos, etcétera) está
estrechamente ligada la cuestión de la clasificación, de pareja importancia en
las ciencias naturales y las sociales. El sistema de Linneo (siglo XVIII), que
utilizaba como punto de partida la inmutabilidad de las especies, se limitaba a
la descripción y clasificación de las plantas de acuerdo a sus características
exteriores. El período infantil de la botánica es análogo al período infantil de
la lógica, ya que las formas de nuestro pensamiento se desarrollan como todo lo
que vive. Unicamente el repudio definitivo de la idea de especies fijas,
únicamente el estudio de la historia de la evolución de las plantas y de su
anatomía, preparó las bases para una clasificación realmente científica.
Marx, que a diferencia de Darwin era un dialéctico consciente, descubrió una
base para la clasificación científica de las sociedades humanas, en el
desarrollo de sus fuerzas productivas y en la estructura de las formas de
propiedad, que constituyen la anatomía social. El marxismo sustituye por una
clasificación dialéctica materialista la clasificación vulgarmente descriptiva
de sociedades y estados que aún sigue floreciendo en las universidades.
Unicamente mediante el uso del método de Marx es posible determinar
correctamente, tanto en el concepto de lo que es un estado obrero como el
momento de su caída.
Todo esto, como vemos, no contiene nada “metafísico” o “escolástico”, como
afirman los ignorantes pedantes. La lógica dialéctica expresa las leyes del
movimiento dentro del pensamiento científico contemporáneo. Por el contrario, la
lucha contra la dialéctica materialista expresa un pasado lejano, el
conservadurismo de la pequeña burguesía, la autosuficiencia de los
universitarios rutinarios y... un destello de esperanza en la vida del más allá.
Problemas de la vida
cotidiana
En uno de nuestros periódicos he leído recientemente que en una asamblea
general de trabajadores en la fábrica de calzados “La Comuna de París”, se
aprobó una resolución que ordenaba abstenerse de blasfemar e imponía multas a
quien hiciese uso de expresiones injuriosas.
Este es un pequeño incidente en medio de la gran confusión de la hora
presente. Un pequeño incidente de gran peso. Su importancia, con todo, depende
de la respuesta que encuentre en la clase trabajadora la iniciativa de la
fábrica de calzado.
El lenguaje insultante y los juramentos constituyen un legado de la
esclavitud, de la humillación y falta de respeto por la dignidad humana, tanto
la propia como la de los demás. Esto es exactamente lo que ocurre en Rusia
respecto de las blasfemias. Me gustaría que nuestros filólogos, lingüistas y
especialistas en folklore me dijeran si conocen en cualquier otro idioma
términos tan disolutos, vulgares y bajos como los que tenemos en ruso. Hasta
donde yo sé, nada o casi nada parecido existe fuera de nuestro país. El lenguaje
blasfemo en nuestras clases socialmente inferiores era el resultado de la
desesperación, la amargura y, sobre todo, de la esclavitud sin esperanza ni
evasión. El de nuestras clases altas, el lenguaje que salía de las gargantas de
la aristocracia y de los funcionarios, era el resultado del régimen clasista,
del orgullo de los propietarios de esclavos y del poder inconmovible. Se supone
que los proverbios contienen la sabiduría de las masas; los proverbios rusos,
además, revelan su ignorancia y su tendencia a la superstición, así como su
condición de esclavitud. “El abuso no golpea hasta el cuello”, dice un proverbio
ruso, demostrando que no sólo se acepta la esclavitud como un hecho, sino que se
está obligando a sufrir la humillación que implica. Dos corrientes de procacidad
rusa -el lenguaje blasfemo de los amos, los funcionarios y los policías, grueso
y rotundo, y el lenguaje blasfemo, hambriento, desesperado y atormentado de las
masas- han teñido toda la vida rusa con matices despreciables. Tal fue el legado
que, entre otros, recibió la revolución del pasado.
La revolución, sin embargo, es primordialmente el despertar de la
personalidad humana en el seno de las masas, en esas masas que supuestamente no
poseían ninguna personalidad. Pese a la crueldad ocasional y a la sanguinaria
inexorabilidad de sus métodos, la revolución se caracteriza inicialmente y sobre
todo por un creciente respeto a la dignidad del individuo v por un interés cada
vez mayor por los débiles. Una revolución no es digna de llamarse tal si con
todo el poder y todos los medios de que dispone no es capaz de ayudar a la mujer
-doble o triplemente esclavizada, como lo fue en el pasado- a salir a flote y
avanzar por el camino del progreso social e individual. Una revolución no es
digna de llamarse tal si no prodiga el mayor cuidado posible a los niños, la
futura generación para cuyo beneficio se llevó a cabo la revolución. Pero ¿cómo
puede crearse una nueva vida basada en la consideración mutua, en el respeto a
sí mismo, en la verdadera igualdad de las mujeres (que deben ser estimadas en el
mismo grado que los hombres trabajadores), en el cuidado eficiente de los niños,
en medio de una atmósfera envenenada por el rugiente, fragoroso y resonante
lenguaje blasfemo de los amos y los esclavos, ese lenguaje que no perdona a
nadie v que no se detiene ante nada? La lucha contra el “lenguaje procaz” es un
requisito esencial de la higiene mental, de la misma manera que la lucha contra
la suciedad y las alimañas es un requisito de la higiene física.
Terminar radicalmente con el lenguaje injurioso no es cosa fácil si se tiene
en cuenta que el desenfreno en el lenguaje tiene raíces psicológicas y es una
consecuencia del escaso grado de cultura de los suburbios. Por ello damos la
bienvenida a la iniciativa de la fábrica de calzado y sobre todo deseamos mucha
perseverancia a los promotores de los nuevos movimientos. Los hábitos
psicológicos, que se transmiten de generación en generación y saturan todo el
clima de la vida, son sumamente tenaces. Por otra parte, ¿con cuánta frecuencia
nos lanzamos en Rusia impetuosamente hacia adelante, agotamos nuestras fuerzas y
después dejamos que las cosas sigan a la deriva como antaño?
Confiemos en que las mujeres trabajadoras -y en primer lugar las que
pertenecen a las filas comunistas- apoyen la iniciativa de la fábrica “La Comuna
de París”. Por regla general -que por supuesto admite sus excepciones- los
hombres que comúnmente emplean un lenguaje desenfrenado, desprecian a las
mujeres y les prestan poca atención. Esto no se aplica tan sólo a las masas
incultas, sino también a los elementos avanzados y aun a los llamados
“responsables” del actual orden social. No puede negarse que las viejas formas
prerrevolucionarias de lenguaje procaz siguen todavía en uso, seis años después
de Octubre, y que incluso están de moda en las “altas esferas”. Cuando se
encuentran fuera de la ciudad, especialmente fuera, de Moscú, nuestros
mandatarios consideran en cierto sentido como un deber el uso de expresiones
fuertes. Evidentemente ven en ello un método de entrar en contacto más
profundamente con el campesinado.
Tanto en el aspecto económico como en todos los demás aspectos, nuestra vida
en Rusia ofrece los contrastes más notables. En un sector muy estratégico del
país, cerca de Moscú, hay miles de pantanos y caminos intransitables y próxima a
los mismos surge de pronto una fábrica que por su equipo técnico podría muy bien
sorprender a cualquier ingeniero europeo o americano. Contrastes similares
abundan en nuestra vida nacional. Junto a algunos gobernantes rapaces del viejo
estilo, que atravesaron el período de revolución y expropiación comprometidos en
la estafa y en el enmascaramiento y legalización de la especulación, y que
conservan intactas entre tanto toda su vulgaridad y rapacidad suburbana, junto a
ellos, podemos observar el mejor estilo comunista proveniente de la clase
trabajadora, en quienes día a día consagran sus vidas a servir a los intereses
del proletariado internacional, y están listos, si se presenta la oportunidad,
para luchar por la causa revolucionaria en cualquier país, incluidos aquellos
que no sabrían ubicar en el mapa. Además de tales contrastes sociales -una torpe
bestialidad y el más alto idealismo revolucionario-, presenciamos a menudo
contrastes psicológicos de la misma tendencia. Un hombre es un comunista
ortodoxo devoto a la causa, pero las mujeres son para él tan sólo “hembras” que
en ningún sentido son tomadas en serio. 0 a veces ocurre que el muy respetado
comunista cuando discute cuestiones nacionales comienza a exponer
inesperadamente ideas reaccionarias. Con respecto a esto debemos recordar que
los distintos aspectos de la conciencia humana no se transforman y desarrollan
simultáneamente por rumbos paralelos. Existe una cierta economía en el proceso.
“La psicología humana es por naturaleza muy conservadora y el cambio debido a
las demandas e impulsos de la vida afecta en primer lugar a los aspectos de la
mente que le conciernen en forma directa. En Rusia, el desarrollo social y
político de las últimas décadas tuvo lugar de un modo un tanto inusual, con
sorprendentes saltos y sobresaltos, y esto tiene que ver con nuestra
desorganización y confusión presente, que no concierne sólo a lo político y
económico. El mismo proceso irregular en el desarrollo mental de mucha gente dio
por resultado una mezcla muy curiosa de avanzados puntos de vista políticos,
cuidadosamente elaborados con tendencias, hábitos y, en algunos casos, ideas que
son un directo legado de las ancestrales leyes domésticas. Para obviar tales
efectos, debemos poner en orden la faz intelectual, debemos examinar a través de
métodos marxistas todo el complejo mental del hombre, y en esto ha de consistir
el esquema general de educación y autoeducación del Partido comenzando por sus
dirigentes.” Pero aquí también el problema es bastante complicado y no puede ser
resuelto tan sólo por la instrucción escolar y los libros; las raíces de la
desorganización y confusión están en las condiciones en que se vive. La
psicología en última instancia está determinada por la vida. Pero dicha
dependencia no es puramente automática y mecánica; se trata más bien de una
activa y recíproca determinación. Por tanto, el problema debe ser encarado de
diferentes modos: el de los trabajadores de la fábrica “La Comuna de París” es
uno de tantos. Les deseamos a todos ellos el mayor de los éxitos.
P. S.- La lucha contra la vulgaridad del lenguaje es también parte de la
lucha por la pureza, claridad y belleza de la lengua rusa.
Los necios reaccionarios sostienen que la revolución, sin haber llegado a
destruirla del todo, está en camino de estropear la lengua rusa. De hecho,
existe actualmente una enorme cantidad de términos en uso que han surgido por
casualidad, muchos de ellos expresiones groseras y del todo innecesarias; otros,
contrarios al espíritu de nuestra lengua. Y, sin embargo, estos tontos
reaccionarios están tan equivocados acerca del futuro de la lengua rusa como
acerca de todo el resto. En efecto, a pesar y más allá del desorden
revolucionario, nuestro lenguaje se irá rejuveneciendo y fortaleciendo con una
mayor flexibilidad y delicadeza. El lenguaje obviamente osificado, burocrático y
liberal de nuestra prensa prerrevolucionaria se halla ya considerablemente
enriquecido por nuevas formas descriptivas, por nuevas expresiones mucho más
precisas y dinámicas. Pero a través de estos tumultuosos años nuestro idioma,
por cierto, se ha ido obstruyendo cada vez más, y parte de nuestro progreso
cultural se ha manifestado, entre otras cosas, en el hecho de haber desechado
todos los términos y expresiones innecesarios, así como aquellos que no
concuerdan con el espíritu de nuestra lengua, mientras por otra parte se han
reservado las valiosas e incuestionables adquisiciones lingüísticas del período
revolucionario.
El lenguaje es el instrumento del pensamiento. La corrección y precisión del
lenguaje es condición indispensable de un pensamiento recto y preciso. El poder
político ha pasado, por primera vez en nuestra historia, a manos de los
trabajadores. La clase trabajadora dispone de un gran cúmulo de trabajo y
experiencia vital y un idioma basado en dicha experiencia. Pero nuestro
proletariado no ha recibido la suficiente instrucción preparatoria acerca de los
rudimentos de lectura y escritura, para no hablar de su formación literaria. Y
he aquí el motivo por el que la clase trabajadora ahora gobernante, que en sí
misma y por su naturaleza social es una poderosa guardiana de la integridad y
grandeza de la lengua rusa del futuro, no se levanta hoy, sin embargo, con toda
la energía necesaria para luchar contra la intrusión de expresiones y términos
viciosos, inútiles y a menudo desagradables. Cuando la gente dice: “Un par de
semanas”, “Un par de meses” (en lugar de varias semanas, varios meses), resulta
estúpido y feo. En lugar de enriquecer el lenguaje, lo empobrece: la palabra
“par” pierde en el proceso su significado real (el que tiene en la expresión “un
par de botas”). Las expresiones y los términos erróneos han entrado en uso a
raíz de la intrusión de palabras extranjeras mal pronunciadas. Los oradores
proletarios, aun aquellos que debieran saber hablar mejor, dicen, por ejemplo,
“incindente” en lugar de “incidente”, o dicen “instito” en lugar de “instinto”,
o “regularmente” en lugar de “regularmente”. Tales pronunciaciones erróneas
tampoco eran infrecuentes antes de la revolución. Pero ahora parecen adquirir
cierto derecho de ciudadanía. Nadie corrige estas expresiones defectuosas por
una especie de falso orgullo. Eso es un error. La lucha por una mayor educación
y cultura proveerá a los elementos avanzados de la clase trabajadora todos los
recursos de la lengua rusa en su mayor grado de riqueza, sutileza y
refinamiento. Para preservar la grandeza del lenguaje, todos los términos y
expresiones defectuosos deben ser desechados del habla cotidiana. El lenguaje
también tiene necesidad de una higiene. Y no en menor grado, sino mucho más que
las otras, la clase trabajadora necesita un lenguaje sano, ya que, por primera
vez en la historia, comienza a pensar independientemente sobre la Naturaleza,
sobre la vida y sus fundamentos; y el instrumento indispensable de todo
pensamiento correcto es la claridad y agudeza del lenguaje.
b)No sólo de política vive el
hombre
La historia prerrevolucionaria de nuestro Partido fue la de la política
revolucionaria. Tanto la literatura como la organización de partido venía
marcado por la política en su sentido más estricto e inmediato, en el sentido
más restringido del término. Durante los años de la revolución y de guerra,
civil, los intereses y las tareas políticas han tenido un carácter más urgente y
tenso todavía. Durante estos años el Partido ha sabido agrupar a los elementos
más activos de la clase trabajadora. Sin embargo, esa clase sabe los resultados
políticos más importantes de esos años. La pura y simple repetición de esos
frutos no le ofrece ya nada, contribuye más bien a borrar de su mente las
enseñanzas del pasado. Tras la toma del poder y su consolidación a raíz de la
guerra civil, nuestros principales objetivos se han orientado hacia la
edificación económico-cultural; tales objetivos se han complicado, escindido y
detallado, convirtiéndose hasta cierto punto en “prosaicos”. A un tiempo,
nuestra lucha anterior, sus sufrimientos y sacrificios, sólo podrán justificarse
en la medida en que aprendamos a formular correctamente nuestros objetivos
“culturales” parciales de todos los días y a, resolverlos.
¿En qué consisten, en resumen, las conquistas de la clase trabajadora? ¿Qué
hemos podido asegurar con la lucha hasta ahora llevada?
1) La dictadura del proletariado (por medio del estado obrero y
campesino, dirigido por el Partido comunista). Estos cuatro puntos, conseguidos de manera irreversible, constituyen el marco
de bronce de nuestro trabajo. Gracias a él, cada uno de nuestros éxitos
económicos y culturales será forzosamente -siempre que se trate de éxitos reales
y no ficticios- parte del edificio socialista.
¿Cuál es, entonces, nuestra tarea actual? ¿Qué debemos aprender? ¿A qué
debemos tender ante todo? Debemos aprender a trabajar correctamente, de manera
exacta, rigurosa, económica. Necesitamos cultura en el trabajo, cultura en la
vida, cultura en la vida cotidiana. Hemos derribado el reino de los explotadores
tras larga preparación gracias a la palanca de la lucha armada. Pero no hay
palanca apropiada para elevar de golpe el nivel cultural, que exige un largo
proceso de autoeducación de la clase obrera, acompañada y seguida por el
campesinado. Sobre este cambio de orientación en nuestros esfuerzos, en nuestros
métodos, en nuestros objetivos, el camarada Lenin escribe en su artículo
dedicado a la cooperación:
“Nos vemos obligados a admitir que nuestra posición respecto al socialismo ha
sido radicalmente modificada. Este cambio radical consiste en que antes nuestros
principales esfuerzos se orientaban por necesidad a la lucha política, a la
revolución, a la conquista del poder, etc. Ahora el centro de gravedad se
desplaza de tal manera que llegará a situarse en el trabajo específico de la
organización cultural. Estoy dispuesto a afirmar que el centro de gravedad
debería situarse en el trabajo cultural, si no fuera por las condiciones
internacionales y las necesidades de luchar por nuestra posición a escala
internacional. Pero dejando a un lado este punto, si nos limitamos a las
condiciones económicas internas, el esfuerzo más importante debe dedicarse al
trabajo cultural...”
Por tanto, las tareas que exige nuestra situación internacional no nos
apartan del trabajo cultural, aunque esto sólo sea cierto a medias, como vamos a
ver. En nuestra situación internacional, el factor más importante es el de la
defensa del Estado, es decir, en primer lugar el ejército rojo. En este plano
extremadamente esencial, las nueve décimas partes de nuestra misión desembocan
en el trabajo cultural: hay que enseñarle a utilizar un manual, los libros, los
mapas geográficos, hay que acostumbrarlo a una mayor limpieza, puntualidad,
corrección, economía, facultad de observación. Ningún milagro solucionará de
golpe nuestra tarea. Tras la guerra civil, durante la transición a una época
nueva, el intento de dotar nuestro trabajo de una saludable “doctrina de guerra
proletaria” fue el ejemplo más flagrante, el más evidente de la incomprensión
opuesta a las tareas de la nueva época. Los proyectos extravagantes sobre la
creación de laboratorios destinados a crear una “cultura proletaria” manan de la
misma fuente. La búsqueda de la piedra filosofar deriva de la desesperación ante
nuestro atraso y de la creencia supersticiosa en los milagros, que ya por sí
misma es indicio de atraso. No hay por qué desesperar, sin embargo; es hora de
renunciar a la creencia en los milagros, a la charlatanería pueril sobre la
“cultura proletaria” o la “doctrina de guerra proletaria”. En el plano de la
cultura proletaria hay que dedicarse al progreso de la cultura, el único que
podrá dotar de contenido socialista a las principales conquistas de la
revolución. Eso es lo primero que hay que comprender, so pena de jugar un juego
reaccionario en el desarrollo del pensamiento y del trabajo del Partido.
Cuando el camarada Lenin afirma que nuestros objetivos no pertenecen en la
actualidad tanto al terreno político como al de la cultura, hay que entender los
términos para evitar falsear su planteamiento. En cierto sentido, todo está
determinado por la política. El consejo del camarada Lenin, en sí mismo, de
transferir nuestra atención de la política a la cultura, es un consejo de
carácter político. Si en un momento dado, en un país dado, el partido obrero
decide plantear primero las reivindicaciones económicas antes que las políticas,
tal decisión tiene en sí misma un carácter político. Es evidente que la palabra
“político” se usa aquí en dos acepciones distintas: En primer lugar, en el
sentido amplio del materialismo dialéctico, que abarca el conjunto de todas las
ideas, métodos y sistemas rectores idóneos para orientar la actividad colectiva
en todos los terrenos de la vida pública; en segundo lugar, en el sentido
estricto y específico que caracteriza a una parte concreta de la actividad
pública, en lo que atañe directamente a la lucha por el poder, y que es distinto
del trabajo económico, cultural. etc. Cuando el camarada Lenin escribe que la
política es economía concentrada, considera la política en sentido lato,
filosófico. Cuando el camarada Lenin dice: “Menos política y más economía”, se
refiere a la política en sentido estricto y específico. El término puede usarse
en los dos sentidos, ya que el empleo está consagrado por el uso. Basta con
comprender de qué se trata en cada caso específico.
La organización comunista consiste en un partido político en el sentido
amplio, histórico, o si se quiere en el sentido filosófico del término. Los
demás partidos actuales son políticos, sobre todo porque hacen (pequeña)
política. La traslación del objetivo de nuestro Partido al trabajo cultural no
significa por tanto mengua alguna en su papel político. Su papel histórico
determinante (es decir, político) lo ejercerá el Partido concentrando su
atención en el trabajo educativo y en la dirección de ese trabajo. Sólo el fruto
de largos años de trabajo socialista en el plano interior, realizado con la
garantía de la seguridad exterior, podría deshacer las trabas que implica el
Partido, haciendo que éste se reabsorba en la comunidad socialista. Pero desde
ahora hasta entonces queda tanto camino que más vale no pensar en ello... Por el
momento, el Partido tiene que conservar íntegras sus principales
características: cohesión moral, centralización, disciplina, únicas garantías de
nuestra capacidad de combate. En otras condiciones, esas inapreciables virtudes
comunistas podrán mantenerse y extenderse siempre que las necesidades económicas
y culturales se satisfagan de modo perfecto, hábil, exacto y minucioso.
Precisamente al considerar esas tareas, a las que debemos conceder el primer
puesto en la actual política, el Partido se dedica a repartir y agrupar sus
fuerzas, educando a la nueva generación. 0 dicho de otro modo: la gran política
exige que el trabajo de agitación, de propaganda, de repartición de los
sacrificios, de instrucción y de educación se concentre en las tareas y
necesidades de la economía y de la cultura, no en la “política” en su sentido
estricto y particular.
El proletariado encarna una unidad social poderosa que en período de lucha
revolucionaria aguda se despliega de modo pleno para conseguir los objetivos de
la clase en su totalidad. Pero en el interior de esta unidad hay una diversidad
extraordinaria, diría incluso que una disparidad nada despreciable. Entre el
pastor ignorante y analfabeto y el mecánico especializado hay un gran número de
niveles de culturas y de calificaciones y de adaptación a la vida diaria. Cada
capa, cada gremio, cada grupo está compuesto en última instancia de seres vivos
de edad y temperamento distintos, cada uno de los cuales posee un pasado
diferente. Si tal diversidad no existiera, el trabajo del Partido comunista para
la unificación y educación del proletariado sería muy sencillo. Sin embargo,
¡qué difícil es esa tarea, como vemos en Europa occidental! Podría decirse que
cuanto más rica es la historia de un país, y por tanto la historia de su clase
obrera; cuanto más educación, tradición y capacidad adquiere, más antiguos
grupos contiene y más difícil es constituirla en unidad revolucionaria. Nuestro
proletariado es muy pobre, tanto en historia como en tradición. Esto es lo que
ha hecho más fácil su preparación revolucionaria para la conmoción de Octubre,
no hay duda alguna al respecto; es también lo que ha dificultado más su trabajo
de edificación tras Octubre. Salvo la capa superior, nuestros obreros carecen
indistintamente de las capacidades y los conocimientos culturales más
elementales (para la limpieza, la facultad de leer y escribir, la puntualidad,
etc.). A lo largo de un largo período, el obrero europeo ha ido adquiriendo esas
facultades en el marco del orden burgués: por eso, a través de sus capas
superiores, se halla estrechamente ligado al régimen burgués, a su democracia, a
la prensa capitalista y demás ventajas. Nuestra atrasada burguesía, por el
contrario, no tenía apenas nada que ofrecer en ese sentido, y el proletariado
ruso ha podido romper más fácilmente con el régimen burgués y derrocarlo. Por el
mismo motivo, la mayor parte de nuestro proletariado se ve obligada a conseguir
y reunir las capacidades culturales elementales solamente hoy, es decir, sobre
la base del Estado obrero ya socialista. La historia nada nos da gratuitamente:
la rebaja que nos otorga en un campo -en el de la política- se cobra en otro -en
el de la cultura-. De igual modo que le fue fácil -por supuesto, relativamente
fácil- la conmoción revolucionaria al proletariado ruso, le resulta difícil la
edificación socialista. Como contrapartida, el marco de nuestra nueva vida
social, forjado por la revolución, y que se caracteriza por los demás elementos
fundamentales, otorga a todos los esfuerzos leales, orientados en un sentido
razonable en el plano económico y cultural, un carácter objetivamente
socialista. Bajo el régimen burgués, el obrero contribuía sin saberlo y sin
quererlo al mayor enriquecimiento de la burguesía, en la medida en que trabajaba
mejor. En el Estado soviético, el buen obrero, aun sin pensar ni preocuparse de
ello (cuando es apolítico y sin partido), realiza un trabajo socialista y
aumenta los medios de la clase trabajadora. Todo el sentido del cambio de
octubre radica ahí, y la nueva política económica (N. E. P.) no lo varía en
absoluto.
Gran cantidad de obreros sin partido están profundamente interesados en la
producción, en los aspectos técnicos de su trabajo. Sólo condicionalmente puede
hablarse de su “apoliticismo”, es decir, de su falta de interés por la política.
Los hemos visto a nuestro lado en todos los momentos cruciales y difíciles de la
revolución; por regla general no se han asustado con Octubre, ni han desertado
ni traicionado. Durante la guerra civil muchos de ellos fueron al frente,
mientras otros trabajaban lealmente en las fábricas de armamento. Luego se
orientaron hacia trabajos de paz. Se les llama -y no completamente sin razón-
apolíticos, porque sus intereses productivo-corporativos o familiares predominan
sobre su interés político, por lo menos en tiempos “tranquilos”. Todos y cada
uno de ellos quieren convertirse en buenos obreros, perfeccionarse, subir a una
categoría superior, tanto para mejorar su situación familiar como por justo
orgullo profesional. Como acabo de decir, todos y cada uno de ellos realizan un
trabajo socialista sin proponérselo. Pero nosotros, el Partido comunista,
estamos interesados en que esos obreros empeñados en la producción relacionen de
modo consciente su cuota de traba o productivo diario con las tareas globales de
la edificación socialista. El resultado de semejante vínculo garantizaría mejor
los intereses del socialismo, y quienes modestamente contribuyan a su
edificación experimentarán una satisfacción moral más profunda.
¿Cómo podemos alcanzar ese objetivo? Resulta difícil abordar a esos obreros
por el lado puramente político. Ya ha oído todos los discursos. No le atrae el
Partido. Sus pensamientos se encuentran en su trabajo y no está demasiado
satisfecho que digamos con las actuales condiciones que encuentra en el taller
la fábrica o monopolio. Esos obreros quieren tener ideas por sí mismos, no son
comunistas, y de su ambiente surgen los inventores autodidactas. No se les puede
abordar por el plano político; ese tema no les afecta profundamente por ahora,
pero se les puede y debe hablar de productividad y técnica.
En la citada sesión de debates de los propagandistas de Moscú, uno de los
participantes, el camarada Kolzov, apuntó la extraordinaria escasez de manuales
soviéticos, de guías prácticas y métodos de enseñanza de las diversas
especialidades y oficios técnicos. Las viejas obras de este tipo se han agotado,
otras han muerto técnicamente y por regla general responden en el plano político
a un espíritu servilmente capitalista. Los nuevos manuales de este género pueden
contarse con los dedos de la mano; es difícil conseguirlos porque fueron
publicados en distintas épocas, por distintas editoriales y administraciones sin
ningún proyecto de conjunto. Insuficientes con frecuencia desde el punto de
vista técnico, no pocas, veces excesivamente teóricos y académicos, carecen por
lo general de color político y en el fondo no son sino traducciones enmascaradas
de alguna lengua extranjera. Sin embargo, necesitamos toda una serie de manuales
destinados al cerrajero soviético, al tornero soviético, al montador
electricista soviético, etc., que deben adaptarse a nuestra, técnica y al grado
de nuestro desarrollo económico. Tienen que tener en cuenta tanto nuestra
pobreza como nuestras enormes posibilidades, y tender a introducir en nuestra
industria métodos y prácticas nuevos, más racionales. En mayor o menor medida,
deben abrir perspectivas socialistas en lo que atañe a las necesidades e
intereses de la propia técnica (aquí se incluyen las cuestiones de
normalización, de electrificación de economía planificada). Esas publicaciones
deben ofrecer ideas y soluciones socialistas como parte integrante de la teoría
práctica relacionada con la rama de trabajo de que se trate, evitando aparecer
como propaganda importuna venida del extranjero. La necesidad de publicaciones
semejantes es inmensa; es el fruto de la escasez de obreros cualificados y del
deseo del obrero de comprender su cualificación. La interrupción del ritmo de
producción durante los años de guerra imperialista y de la guerra civil no han
hecho sino acrecentar tal necesidad. Nos encontramos ante una tarea cuya
importancia puede compararse con su atractivo.
No hay, por supuesto, que ocultar las dificultades que plantea la consecución
de manuales de ese tipo. Los obreros autodidactas, incluso los muy cualificados,
no están en condiciones de escribir tratados. Los autores de textos técnicos que
se ocupan de esa tarea ignoran con frecuencia el aspecto práctico. Además, rara
vez tienen mentalidad socialista. No obstante, puede llevarse a la práctica este
objetivo no de manera simple, es decir, rutinaria, sino mediante combinación.
Para escribir un tratado, o por lo menos para revisarlo, hay que formar un
colegio, digamos, por ejemplo, un comité de tres miembros, compuesto por un
escritor especializado con formación técnica que, a ser posible, conozca el
estado de nuestra producción en la materia tratada, o sea capaz de aprender a
conocerlo; de un obrero altamente cualificado que pertenezca a la misma rama y
que se halle interesado en la producción, dotado a ser posible de ingenio
inventivo, y de un escritor marxista, con formación política, que tenga interés
y conocimientos en materia de producción y técnica. Más o menos de este modo
debería llegarse a crear una biblioteca modelo de manuales de enseñanza técnica
relacionados con la producción (por categoría profesional), bien impresos, bien
encuadernados, en un formato práctico y barato. Una biblioteca de este tipo
cumpliría un doble objetivo: contribuiría a elevar el nivel de cualificación del
trabajo y por tanto el éxito de la edificación socialista, y a ligar una
categoría fundamental de obreros productivos al conjunto de la economía
soviética, y, por tanto, al Partido comunista.
No se trata, por supuesto, de limitarse a una serie de manuales de enseñanza.
Si nos hemos detenido en los detalles del ejemplo ha sido porque ofrece una idea
bastante clara de los nuevos métodos exigidos por las nuevas tareas del período
presente. Nuestro combate por ganar moralmente para nuestra causa a los
trabajadores “apolíticos” del sector productivo, debe y puede ser llevado por
distintos medios. Necesitamos revistas semanales o mensuales
técnico-científicas, especializadas según la rama de producción; necesitamos
asociaciones técnicas, científicas, que se sitúen al nivel de esos trabajadores.
A ellos tiene que adaptarse buena parte de nuestra prensa sindical, so pena de
seguir siendo una prensa destinada sólo al personal de los sindicatos.
Entretanto, el argumento político idóneo para convencer a estos obreros consiste
en nuestros éxitos prácticos en el terreno industrial, en las mejoras reales del
trabajo en la fábrica o del taller, en las gestiones bien meditadas por el
Partido en esa dirección.
Las concepciones políticas de esos obreros pueden ser ilustradas de modo
adecuado mediante las ideas que con frecuencia expresa del siguiente modo: “En
cuanto a la revolución y al derrocamiento de la burguesía, no hay ni qué hablar;
en ese sentido, todo va bien y es irreversible. No necesitamos a la burguesía y
podemos prescindir del mismo modo de los mencheviques, y de los demás lacayos de
la burguesía. Por lo que se refiere a la “libertad de prensa”, no nos preocupa
en realidad, porque no es ésa la cuestión. ¿Pero qué pasa con la economía?
Vosotros, comunistas, habéis asumido la dirección. Vuestras intenciones y
proyectos son buenos, ya lo sabemos; sobre todo no nos lo repitáis, lo habéis
dicho y estamos de acuerdo, os apoyaremos; pero ¿cómo váis a resolver esas
tareas en la práctica? Hasta ahora no lo ocultéis, habemos cometido no pocos
errores. Por supuesto, no se puede hacer todo a un tiempo, tenemos mucho que
aprender v los errores son inevitables. Las cosas son así y no hay remedio. Y
puesto que toleramos los crímenes de la burguesía, soportaremos los errores de
la revolución. Pero esta situación no puede ser eterna. Entre vosotros,
comunistas, hay, además, gentes de todo tipo, como entre nosotros, simples
mortales; algunos hacen progresos, se toman las cosa en serio, tratan de llegar
a un resultado económico concreto, pero otros sólo tratan de engañarnos con
frases vacías. Los que se limitan a hacer vacuos discursos son un grave
perjuicio, porque el trabajo se les va de entre los dedos.”
Este es el tipo de obrero: es un tornero, un cerrajero, un laborioso
fundidor, ambicioso, que tiene interés por su trabajo; no es un exaltado, sino
todo lo contrario, desde el punto de vista político, aunque sea razonador,
crítico, a veces algo escéptico; pero siempre es fiel a su clase; es un
proletario de valía. Hacia él debe orientar el Partido en la hora actual sus
esfuerzos. ¿Hasta qué punto lograremos ganarnos a esta capa en la práctica, en
la economía, en la producción, en la técnica? La respuesta a esta pregunta
señalará con la mayor exactitud la medida de nuestros triunfos políticos en
materia de trabajo cultural, en el sentido lato que le da Lenin.
Por supuesto, nuestros esfuerzos por conquistar al obrero competente no se
oponen en modo alguno a los que tenemos que orientar hacia la joven generación
de proletarias. Esta crece en las condiciones de una época dada, se forma,
fortalece y endurece mediante las tareas y problemas que resolver. La joven
generación deberá ser antes que nada una generación de obreros altamente
cualificados, amantes de su trabajo. Crecerá con la seguridad de que su trabajo
productivo se realiza al servicio del socialismo. El interés que se tomen por su
propia formación profesional, el deseo de adquirir maestría en su oficio,
elevará en gran medida, a ojos de los jóvenes, la autoridad de los obreros
competentes de la “vieja generación”, que permanecen, como hemos dicho, en su
mayoría fuera del Partido. Nuestra dedicación al obrero constante, concienzudo,
competente, constituye al mismo tiempo una directriz en materia de educación de
los jóvenes proletarios. Fuera de este camino, todo progreso hacia el socialismo
es imposible. Extracto de un viejo cuaderno: París, verano de 1916
Sin haber salido, como aquel que dice, este verano de París, he podido
observar día tras día el nuevo ajetreo de la ciudad. Han pasado ya dos años
desde el momento en que el ejército de Von Klück se acercaba a la ciudad. Hace
poco, un diputado socialista evocaba en la prensa aquellas dramáticas jornadas.
Tras los comunicados triunfales de las primeras semanas, Francia se dio cuenta
de pronto del peligro mortal que se cernía sobre París. En un mar de
vacilaciones, el Gobierno se preguntaba si habría que defender la capital. Los
grandes propietarios influyentes, temerosos de las destrucciones de la
artillería alemana, presionaban para que París fuese declarada “ciudad abierta”,
es decir, para que fuese entregada al enemigo sin lucha. Sembat se dirigió al
grupo parlamentario socialista para comunicar que Viviani se negaba a asumir por
más tiempo la responsabilidad del país si no conseguía la colaboración de los
socialistas. “Nos miramos entre nosotros horrorizados”, cuenta ese diputado.
Longuet se opuso; Sembat y Guesde aceptaron la propuesta. Esos hombres, que no
estaban hechos para los grandes acontecimientos, se embarcaron en la corriente.
Uno de los miembros del grupo socialista, al divulgar determinados sucesos
internos, obligó al grupo a autodisolverse y a entregar los poderes a un comité
que designó a Sembat y a Guesde para el puesto de ministros. El Gobierno, de
acuerdo con el Estado Mayor, se preparaba para evacuar París. La izquierda
protestó y los ministros socialistas se hicieron eco de la protesta. El general
Galliani, encargado de la defensa de París, convocó a Hubert, secretario del
sindicato de los obreros de pico y pala parisienses, ordenándole movilizar a sus
hombres para cavar trincheras. En París se formó un ejército móvil que más tarde
debía desempeñar un papel decisivo en la batalla del Marne... París se salvo
cuando un tercio de su población estaba evacuada.
Reinaba aún en la ciudad un estado de tensión victoriosa y ruidosa del tiempo
en que el peligro parecía suspendido sobre ella; el Gobierno de la República se
reunía en Burdeos y las mujeres de la pequeña burguesía desplegaban como
banderas flamantes vestidos de luto, sobre todo cuando se trataba de parientes
lejanos; las madres y las obreras se abstuvieron cualquier manifestación vistosa
de esa clase. Semanas más tarde, el luto, que llevaban casi todas las que podían
permitirse ese modesto lujo, se había convertido en el último grito de la moda,
y las siluetas de las mujeres vestidas de negro daban a las calles un insólito
aspecto... Tras alcanzar ese punto extremo, la moda declinó en seguida, el “gran
duelo” dejó de estar en boga y los vestidos de color devolvieron a las calles
parisienses su aspecto característico de tiempos normales. Por lo que respecta a
la respetable prensa burguesa -que no hacía mucho aún exaltaba “el estoicismo
antiguo” de la mujer francesa-, exigía la elegancia como deber patriótico; ¡les
guste o no, los clientes americanos vuelven a París en busca de nuevos ejemplos
del gusto francés! Cuando los soldados que regresan del frente con permiso por
seis días echan una mirada a su alrededor -y esto ocurre por regla general en el
momento en que tienen que tomar el tren de vuelta al frente-, ven con estupor
que la vida sigue su curso normal. La gente ha terminado por acostumbrarse a una
guerra que, sin confesarlo a nadie, presienten que ha de durar mucho.
Al mismo tiempo, y bajo este cambio de actitud, se desarrolla un proceso de
depauperación menos rápido, fundamental y constante que como un gusano mina las
bases de la vida. El asfalto de las calles desaparece lentamente y es repuesto
en casos muy raros; el gas se escapa de las farolas y aunque escasea el carbón
que lo ha convertido en sustancia preciosa, nadie los arregla. Los cocheros y
los conductores de taxi no dan abasto y pese a que varios centenares de
emigrados rusos conducen automóviles, los chóferes se han convertido en una
clase aristocrática. Encima de los torreones, en los quioscos y en las tiendas,
los relojes se paran uno tras otro, marcando la hora de todos los meridianos
salvo el de París.
Las calles de la capital francesa jamás han brillado por su limpieza, pero
ahora menos que nunca. Los famosos vehículos de latón, frente a los que Houdave
y Duba realizaron sus curiosas encuestas periodísticas, envenenan el aire del
verano como nunca. El número de perros ha crecido y la policía, que sabe
comportarse de forma enérgica en otras circunstancias, se ve incapacitada para
obligar a los perros a llevar el bozal y menos aún para que estén limpios. En
distintos barrios de la ciudad hay terrenos rodeados de vallas y edificios sin
terminar: sólo se construyen fábricas de guerra; las demás obras están como
estaban el 2 de agosto de 1914: no hay nadie para construir, ni nadie para quién
construir.
En unos pocos días, una vez que tras la humedad desagradable y gris de la
primavera cedió el paso a los primeros calores, los bulevares, los jardines
públicos y los parques de la ciudad se cubrieron de verdor repentinamente.
Rejuvenecido, París se hizo más elegante en su maravilloso cortejo de plátanos,
castaños y acacias. Pero no duró mucho. No había quien regase los bulevares, y
las tiernas hojas de los árboles en vano mendigaron agua... El estuco de muchos
edificios se iba cayendo: al no cobrar ya los alquileres, los propietarios
dejaron de reparar los edificios. Los escaparates de numerosas tiendas
permanecen rotos. Los vidrieros, que ahora venden su mercancía a precio de oro,
vocean por las calles su trabajo lanzando gritos insoportablemente agudos. El
correo trabaja con lentitud pasmosa: las cartas necesitan tres y cuatro días
para el servicio interurbano, ¡cuando llegan! Recientemente, en el distrito
XVIII, un buzón de cartas empotrado en una farola se desfondó. ¿Cuántos buzones
como ése hay hoy en París? Esa es la melancólica pregunta que se hace la prensa.
Nunca está tan triste París como por la noche, cuando las luces de su
fantástica vida nocturna, en tiempo de paz, resplandecen. En los primeros meses
los cafés cerraban a las ocho; luego pudieron permanecer abiertos hasta las diez
y media. El miedo a los zepelines hace que la gente ponga persianas en las
ventanas y pantallas de colores a las lámparas; hasta el punto de que en las
terrazas los clientes se sientan en la semioscuridad. En los hogares las
persianas se bajan todas las noches pese a la atmósfera irrespirable.
Escudriñando el aire, la policía toma nota de las ventanas iluminadas, y las
porteras suben las escaleras de cuatro en cuatro, aterrorizadas, para llamar a
la puerta de los infractores. De dos en dos, los gendarmes recorren en bicicleta
las calles oscuras y silenciosas, pidiendo la documentación a los transeúntes
que llaman su atención. La gente que quiere pasar un rato divertido tiene que
esconderse. Por la noche se bebe champán en hoteles “amigos”, con los cerrojos
echados. Para jugar al bacarrá o bailar un tango hay que descender a los sótanos
y cerrar cuidadosamente puertas y ventanas. Los moralistas, condescendientes,
ven satisfechos en tales precauciones totalmente involuntarias el homenaje que
el vicio rinde a la virtud.
En una calle como la de Mouffetard, París evidencia su atraso técnico y
sanitario, su indigencia y su suciedad. Entre dos muros de piedra a cuyo pie se
amontonan carretillas cargadas de legumbres podridas, zapatos irreconocibles,
carne de caballo azulosa y toda clase de menudencias comestibles y no
comestibles, en una acera estrecha, escarpada e irregular, en medio de tarrinas
de mantequilla y carne, de cestas de fruta corrompida, en medio de una nube
espesa de pesados olores, bullen ancianos de pantalones de pana chafada
cayéndoles sobre los zuecos mientras mujeres de flácidos músculos (salvo los
conservados por el trabajo), niños de mejillas chupadas y perros... Podrían
reunirse de sobra todos esos elementos en un cuadro de conjunto: cada detalle
vivo pregona elocuentemente la pobreza, la opresión, los nervios gastados por el
miedo al hambre. ¡Oh París! ¡Oh trabajo! ¡Oh miseria!
El león de Belfort, pesada masa de metal, descansa sobre un zócalo de piedra.
Bajo su pata hay una flecha de granito, mientras su cola pende como un poderoso
resorte. Los pájaros han construido nidos en sus fauces entreabiertas y por
entre los colmillos reales apunta la paja: nadie se ha encargado de quitar la
paja de las fauces del león de Belfort.
No por eso dejan de seguir estando firmes, en su sitio, los incomparables
monumentos de París; son incontables y dan a esa vieja ciudad espléndida y sucia
una nobleza para la que no hay palabras. El espíritu de libertad, silueta
reconocible, se alza por encima de nosotros en la plaza de la Bastilla. La
República ocupa firmemente su plaza. Las palomas han dejado sobre la cabeza y
manos de Danton restos, desde hace mucho tiempo sin borrar, de su intimidad con
el tribuno revolucionario. Augusto Comte está ennegrecido de polvo y hollín
frente a la Sorbona. Carlomagno y sus dos hijos, más limpios que otros, destacan
en un fondo de verdor frente a Nôtre-Dame. Frente al Louvre se alza el monumento
a la gloria de Gambetta, de estilo pomposamente rebuscado y sin alma, como el
monumento a Waldeck-Rousseau en las Tullerías, y en general toda la estatutaria
de la Tercera República. Nôtre-Dame, inviolable, llena de admiración al
espectador cada vez que “por casualidad” se percibe esa creación de las manos
del hombre. Marinetti, el gritón futurista italiano, quiere librar la superficie
de la Tierra de todas las catedrales y todos los museos para preparar el camino
a las nuevas formas de arte del porvenir. La artillería cumple con una parte de
este programa de demolición. No hay duda de que tras esta liquidación, que, sin
embargo, no se realiza según los cánones de la estética futurista, comenzará un
capítulo nuevo de la historia humana, y por tanto un capítulo nuevo de la
historia del arte, ya que el arte jamás ha tenido capítulos independientes.
Cuando la Humanidad del futuro vuelva sobre sí misma después de la guerra, la
distancia histórica que la separará de la Edad Media, que ha encontrado una
expresión tan perfecta en los arcos de Nôtre-Dame, habrá aumentado
infinitamente. Pese a ello, o mejor precisamente por ello, la Humanidad, capaz
de crear nuevas formas de vida y de arte, curará todas sus llagas soportables
por las viejas catedrales y los viejos museos... Es bueno que Nôtre-Dame exista.
Como todo lo que es perfecto, el patio del Louvre jamás cansa a la vista por
más que se contemple. ¡Qué armonía, qué concordancia tranquila han conseguido
plasmar en los edificios del Louvre! En el Palais Royal se siente la nostalgia
de una época ida para siempre. En el arco triunfal de Napoleón está no sólo la
vanagloria militar, sino también la potencia. Las estatuas y fuentes de las
Tullerías descansan en una calma espléndida entre verdor y flores. Aquí sí
riegan las plantas con solicitud y esas frescas avenidas son incomparables por
las combinaciones cromáticas que ofrecen. La plaza de la Concordia expresa el
espacio por medio de la piedra. Las libres perspectivas enmarcadas por la
vegetación llevan el pensamiento más allá de la ciudad y, sin embargo, nada
mejor expresa la belleza de la ciudad que esta plaza de la Concordia. Cuando se
llega a este espacio libre, tras salir de la estación de la Concordia, después
de abandonar el largo túnel del Metro que corre por debajo del Sena, queda uno
agradablemente fascinado porque tal cosa exista y pueda ser contemplada. Los
viejos señores que dormitan sobre sus periódicos en los bancos del jardín de las
Tullerías, las mujeres que tejen mientras vigilan a sus niños que juegan,
asombran por su indiferencia rutinaria; parece como si no se debiera venir aquí,
como no se va al teatro o a una galería de arte trayendo consigo el trabajo o la
lectura. En los días festivos, una multitud de gente que sale a tomar el aire se
sienta en los bancos o en las sillas de alquiler de los Campos Elíseos, para
contemplar con ojos de hastío los coches que pasan. En la avenida de los Campos
Elíseos los edificios privados, vacíos, tienen aspecto de palacios; gran número
de ellos se han transformado en hospitales, en institutos de reeducación física
para mutilados, o en almacenes de artículos para las víctimas de la guerra.
Ambulancias con la insignia de la Cruz Roja llevan y traen heridos. La plaza de
la Estrella, gigantesca estrella de París, de donde salen doce avenidas, es uno
de los puntos de encrucijada de la ciudad. El flujo y reflujo de su vida corren
por sus doce arterias. Mientras la plaza de la Concordia expresa en el lenguaje
arquitectónico la belleza del espacio, la plaza de la Estrella pone de relieve
la armonía oculta en el caos del movimiento. París es magnífico.
El Barrio Latino es, antes que cualquier otro, el reino de la mujer. Apenas
hay estudiantes. El famoso salón de baile Builler está cerrado. Sin embargo, hay
numerosas estudiantes, rusas incluso, de las que, como dice un periódico
francés, poseen el arte secreto de vivir con veintiséis francos al mes...
¡Cuántas mujeres abandonadas, languideciendo entre lágrimas, que recurren a la
lectura!. Nunca las mujeres “del pueblo” han leído tanto como ahora. Devoran
cuanto cae en sus manos, cuanto puede distraerías del tiempo presente; leer
sobre todo novelas y obras de teatro, historias rosas, fantásticas, novelas
policíacas... Evitan cuanto es posible, leer noticias del frente, limitándose a
preguntar a sus hombres: ¿a avec la guerre?, y ellos responden: Pas mal! Pas
mal!, moviendo la cabeza de un modo peculiar. En la estación del Norte y en la
del Este los trenes llevan y traen a los soldados con permiso. Muchos son
esperados o despedidos por mujeres: madres, esposas, hermanos. Los hombres sin
familia vagan por la estación solitarios y desesperanzados; desde que bajan las
escaleras para ir a la calle son abordados por las prostitutas, firmes en sus
puestos...
Urbano Gohier pide medidas terminantes para acabar con esas “envenenadoras de
la salud física y moral”; pero su rigor es aún mayor contra los apaches. Durante
el primer año de guerra habían desaparecido casi por completo; la criminalidad
había descendido bruscamente y los cantores de la prensa empezaron a hablar del
influjo regenerador de la guerra. Georges Brandès, completamente destronado por
la prensa por su “neutralismo moral”, fue invitado con toda seriedad por uno de
los periódicos más importantes a venir a París para que con sus propios ojos
pudiese contemplar el grado de pureza que habían conseguido las costumbres... En
este campo tampoco la reacción tardó mucho en producirse. Como en los demás
puntos de la vida, el crimen despertó lentamente del letargo en que la guerra lo
había sumido. A plena luz ocurrieron asesinatos y robos temerarios, además de
combates entre las bandas. “¡Hay que limpiar París!”, clamó la prensa. En el
crítico momento del paso del estado de guerra al de paz, los fomentadores de
desórdenes y los criminales no deberían estar por las calles de la capital.
“Gobernar es prever. Prever es limpiar”, tal es el aforismo de Urbano Gothier.
Quizá el lector no conozca a este moralista; su prestigio le viene de sus
panfletos contra el militarismo, el clericalismo y la reacción en el momento del
affaire Dreyfus. Entonces sobresalía de entre los demás partidarios de Dreyfus
por la mordacidad y brillantez de sus ataques contra el militarismo y el
clericalismo; llegó incluso a atacar a Jaurés, denunciando su tendencia al
compromiso. Pero no se mantuvo mucho tiempo en esta postura. Algo más tarde lo
encontramos al lado de los nacionalistas, los antisemitas e incluso de los
monárquicos. A lo largo de su paradójica carrera, la única constante es su odio
lleno de celo hacia Jaurés. Hoy es uno de los escritores franceses más
comprometidos con la policía y la reacción.
Pocos fueron los burgueses que el año pasado salieron de París durante el
verano; y pocas mujeres se hicieron nuevos vestidos; se espera el rápido fin de
la guerra y dejaban para entonces la compra de nuevos vestidos y chalés. La
guerra no ha concluido, los vestidos se han ajado, el luto se ha vuelto
insoportable y entre los que se han quedado rezagados -salvo los que se ven
obligados a reunir sus energías para luchar contra el elevado coste de la
mantequilla y del carbón, es decir, los habitantes de los barrios obreros- ha
nacido un violento deseo de “disfrutar” en lo posible, en tiempo de guerra, de
esta vida que se nos escapa de entre los dedos. Los sastres y las modistas
afirman que nunca han encargado tantos trajes las mujeres de la burguesía como
este año. Todos los chalets de las afueras y de la costa están llenos. De creer
a Le Fígaro, la temporada en Evián ha superado las previsiones más “optimistas”.
Todas las clases de deportes conocen un auge sin precedentes. Los periódicos
hablan del barón de Mantaschev (?), de Pierre Lafitte, de Sam Park, de Cana (?),
de Fould, de Von Heickel (?), en suma, una verdadera internacional de alegres
juerguistas; nunca se habían comprado tantas joyas. Los orfebres exhiben
maravillosas combinaciones de diamantes y platino. Los diamantes no tienen sólo
un fin ornamental, sino que constituyen un modo de inversión de capitales. Los
valores no son seguros y están sometidos además a impuestos. ¡Quién sabe cuánto
tiempo puede durar todavía la guerra y qué impuestos nos reserva el porvenir!
Los diamantes, sin embargo, son siempre diamantes y el coleccionista podrá hacer
frente a cualquier eventualidad. La gente de retaguardia se ha dado cuenta de
que, de repente, ha envejecido como quien dice dos años, y quieren vivir “la
vida”, de la que La Vie Parisienne trata de ofrecer una imagen.
Es ésa una publicación en la que no han dejado el menor rastro ni el
impresionismo, ni el puntillismo ni el cubismo. Hace cien años, cuando los
ejércitos aliados entraban en París para reinstaurar la dinastía “francesa”, los
artistas de moda pintaban la elegancia intrigante con los mismos procedimientos
y colores empleados por los artistas de hoy cuyas obras publica La Vie
Parisienne. Hace cincuenta años que existe esta revista y que Taine, sí, el
mismísimo Taine, trabajó en ella.
El conservadurismo de la vida cotidiana y de las formas de “arte” francesas
(y eso pese a que las nuevas concepciones artísticas han nacido allí mismo, en
París) es tan poderoso como el conservadurismo de las relaciones económicas.
Francia, durante esta guerra, sufre poderosamente el aspecto negativo de este
conservadurismo. La Vie Parisienne concede lugar preponderante a las historias
satíricas y a las comedias sobre la vida de los nuevos ricos que, de creer a la
revista, están perdidos a la hora de vestirse, escoger un chalet de verano y, en
general, a la hora de conseguir un marco “respetable”. Es, en resumen, una
sátira ligera, secuela del arte didáctico. Los nuevos ricos deben estar
contentos con la revista: en primer lugar, porque encuentran bocetos divertidos
de personas conocidas y además porque, sin sentirlo, van educando el gusto. Para
dar una idea más completa de esta revista, debemos añadir que es fanáticamente
monárquica, que hace campañas contra el parlamentarismo y los diputados, cuyo
lugar, desde luego, debería estar en las trincheras; tales convicciones no
impiden que uno de sus principales directores cobre un salario de subprefecto de
la república. Este quisiera enviar a los diputados a las trincheras mientras él
se quedaba en la trinchera confortable de su subprefectura.
A la guerre comme à la guerre, y los calaveras más juerguistas de la
retaguardia no tienen más remedio que adaptarse a las fastidiosas restricciones.
Falta personal en numerosos “círculos” importantes, y ese personal, por la
complejidad y la delicadeza de su cometido, es más difícil de reemplazar que un
cobrador de tranvía. Encuentran durante esta guerra la vida fácil los clientes
de los “círculos”. Jugar a las cartas es una diversión semilegal: en el mejor de
los casos, la moral patriótica de los directores de los “círculos” les lleva a
cerrar sólo un ojo ante esta actividad. La opinión pública obtusa manifiesta,
por razones poco claras, hostilidad contra los círculos al considerar que sus
miembros, como dice Le Temps, son, aunque pertenezcan a la clase más selecta,
haraganes, juerguistas y borrachos en su mayoría. La policía ha tenido que pedir
incluso a los miembros de uno de los círculos más poderosos que no desayunen al
aire libre, para no ofrecer a los transeúntes un espectáculo demasiado tentador.
La prensa “seria” se enfada, solidaria como es de esos círculos respetables, la
mayoría de cuyos miembros eran demasiado jóvenes en 1870 y ahora son demasiado
viejos para dedicarse a aventuras marciales: “Por supuesto, todos estamos
preparados para aceptar de buena gana hoy día las restricciones que la patria
nos pide, pero ¿por qué abstenernos de jugar a las cartas o desayunar en el
jardín?” Hay que añadir además que la caza ha sido prohibida. Era evidente
durante los dos primeros otoños que no era muy adecuado disparar aquí sobre las
piezas, mientras allá se disparaba sobre otro tipo de blancos. Al tercer otoño,
la paciencia de los cazadores -esos que fueron demasiado viejos para la
presente- se agotó y la prensa de la alta sociedad, que el año anterior había
decretado la imposibilidad moral de cazar, demuestra con sobrada elocuencia que
la caza a nadie perjudica y que los animales dañinos perjudican las tierras de
labranza. En definitiva, la policía ha comenzado a argumentar no a favor de la
caza, sino a favor... del exterminio de esos animales.
En líneas generales, pueden hoy encontrarse numerosas aplicaciones a la moral
de aquel monje que bautizó a una liebre como pescado y se la comió en Cuaresma.
El pasado año fueron prohibidas por las autoridades las carreras de caballos.
Este año los que parecen impacientarse por volver al hipódromo no son los
propietarios de los caballos, sino los caballos de carrera. Se dice que las
carreras son necesarias para el mantenimiento de las mejores tradiciones
ecuestres. Tras algunas dudas, las autoridades han permitido que se celebren en
Caen no carreras propiamente dichas, sino “pruebas”, “encuentros hípicos”, según
los denominan algunos periódicos; gracias a este cambio de nombre, se espera que
las carreras de caballos no motiven amargas reflexiones en las trincheras.
Los cines, los teatros y los music-hall están casi siempre llenos; el
público, cuya constitución considerada globalmente es muy democrática, está
sumido en una nebulosa de apatía e indiferencia. Todos los espectadores dan la
impresión de monstruosamente viejos y anacrónicos. Las obras, estrenadas antes
de la guerra, parecen ahora hundidas en un lejano pasado. La música alemana ha
sido prohibida y así triunfa el verboso y petulante Saint-Saëns, que de cuando
en cuando, mediante cartas a Le Fígaro, recuerda a todo el mundo que la mejor
música es la que lleva el sello de su casa.
Los espectáculos de las revistas tratan de seguir más de cerca los hechos
actuales. La fuerza de la imaginación creadora, débil de por sí, limitada por la
censura, los ha reducido a un conformismo tan claramente patriótico que no
consigue atraer por mucho tiempo a los parisienses, ni siquiera a los
provincianos o a los aliados, que tanto abundan. Quizá su contenido no haya sido
nunca tan pobre como hoy. En el Concert Mayor se pasa una colección completa de
vestidos y de ropa interior, procedentes en su mayor parte de un antiguo
surtido. En el Folies-Bergère, el “número fuerte” lo forma, ¡hoy, en 1916!, una
procesión de crinolinas, levitas de colores y chisteras de 1860. Una de la
secuelas segura de esta guerra es haber echado por tierra el arte.
En los cines, las películas de guerra ocupan un lugar relativamente reducido.
Las películas patrióticas sobre temas alsacianos de agua de rosas han pasado
rápidamente de moda. Dramas familiares y comedias con adulterio festivo en las
películas francesas; en las americanas, detectives irreprochables; en todas,
ninguna relación con la realidad. La mayoría de ellas son viejas; han sido
pasadas antes y no resisten la prueba del tiempo; a su modo, la pantalla
testimonia el proceso de empobrecimiento técnico y cultural. El pueblo no está
triste, sino aletargado y en cierto modo ajeno. La gente se marchita esperando
el gran vacío que debe llenar su vida personal, mientras la época tiende
fuertemente las fuerzas colectivas. Buscan consuelo o distracción; encuentran un
asiento, miran y escuchan pasmados y al día siguiente vuelven a encontrar lo
mismo. Sólo los sábados se puede encontrar un público vivaz que aprecia lo que
se le ofrece en los pequeños teatros de barrio: jóvenes obreros y, sobre todo,
obreras que tras una semana de trabajo intenso desea oír, ver y reír. Las obras
con que París divierte a ese público no honrarían siquiera a Jitomir. Ernest
Pacra, director de un pequeño teatro llamado “La Chanson”, compone él mismo los
vaudevilles en dos actos, en colaboración con cualquier periodista, cuya ayuda
es necesaria para corregir las faltas de ortografía. Pacra es un “auténtico
parisense de París”, según dicen los carteles; hijo de Montmartre, aprendiz de
joyero, aprendiz de grabador, cantante “lírico” en teatros baratos, cartógrafo
militar, ha terminado como director de pequeños teatros. Le seul directeur qui
respecte le public presenta a un novio calavera que no tiene ni botines de
charol ni chistera la víspera de su boda, pero sí un viejo servidor astuto y
fiel. El viejo tuno, auténtico actor del faubourg consigue robar una chistera en
un café dejando pasmado al público que el director Pacra “respeta”.
Los “horrores” que presenciaba en el Gran Guiñol durante los últimos años un
público esencialmente burgués e intelectual, son ahora para los pequeños
burgueses que se han quedado el verano en París, para algunos soldados de
permiso que vienen con sus mujeres y sus hijos. También aquí casi todas las
obras son viejas. Se enseñan al público los horrores de una muerte lenta en un
castillo misterioso donde se han reunido varios millonarios que han contraído la
lepra. Los horrores quedan en parte suavizados si los comparamos con la época en
que vivimos. Cuando en medio de la oscuridad el personaje trepa al escenario
para arrancar un valioso collar a una millonaria roída por la lepra, el público
estalla en carcajadas, en señal de desprecio por la oscuridad, por la letra y
por todos los esfuerzos hechos para impresionarles con esos efectos. Pocos son
los espectadores que aplauden cuando cae el telón sobre las contorsiones, las
máscaras negras y los cadáveres. En el célebre “Caveau de la République” no hay
un solo asiento libre los sábados. El público, democrático y compuesto
principalmente por obreros, ocupa todos los asientos y la entrada: “Aquí no es
como en la ópera, con un telón y todos esos cachivaches”, dice el director que
desplaza el escenario ayudado por un mozo y lo empuja hasta los pies de los
espectadores para dar cabida a una docena de recién llegados. “Aquí, como pueden
ver, todo está claro.” Un cantante declama versos indecentes sobre Jojó
(Francisco José), cuenta que los alemanes sueñan con inspeccionar el interior
del Obelisco, imaginando desde luego que está hueco, y habla de Gustave Hervé,
que se convirtió en diputado de la reacción después de la guerra. Estos temas
casi políticos quedan ahogados bajo una trama de sentimentalismo, erotismo y
pornografía. Como es de esperar por parte de un buen chansonnier francés, casi
no tiene voz, y cuando un barítono de buena voz ocupa repentina e
inesperadamente el escenario, resulta que se llama ¡Wolf! -gran pecado-, lo que
obliga al incansable director a explicar que el cantante nada tiene que ver con
la conocida agencia telegráfica alemana.
Al salir del teatro, del cine o del cabaret, la gente se encuentra de nuevo
con la calle oscura, y si llueve, tiene que tener cuidado para no meter el pie
en los agujeros de la calzada.
Pocos coches. En las estaciones del Metro, montones de gentes regresan a sus
casas. Muchas mujeres con niños, a los que han llevado al cine; muchos hombres
con muletas. Cansadas, las revisoras pican los billetes, ayudan a los mutilados
a encontrar asiento. Las porteras, hoscas, no se dan mucha prisa en abrir a los
inquilinos, que, amparados en la moratoria, no pagan ya el alquiler a los
desdichados propietarios.
Textos sobre arte, cultura y
literatura
Fragmento de “En defensa del marxismo”
2) El ejército rojo,
sostén material de la dictadura del proletariado.
3) La
nacionalización de los medios de producción más esenciales, sin los que la
dictadura del proletariado sería mera fórmula.
4) El monopolio del
comercio exterior, indispensable para la edificación socialista dado el bloqueo
capitalista.
Publicado en el número 1 de Krasnaia Niva,
1922.
Anterior
EL A E I DE LA MILITANCIA MARXISTA...
Por CHOFER!!!PARADA!!!! -
Thursday, Oct. 27, 2005 at 11:35 PM
mataria que comienzan x las vocales los del "Militante"...que nunca militan...jajajaj