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El populismo castrado, tragedia y farsa de la intelectualidad peronista
Por Juan Dal Maso -
Saturday, Nov. 19, 2005 at 1:33 PM
De cómo
la historia se transforma en un texto Citamos
trabajos de distinta envergadura e importancia porque todos
están unidos por un punto común: la preocupación de comprender
correctamente las características específicamente nacionales
de los procesos estudiados, dando cuenta de las relaciones de
fuerzas entre las clases, de las contradicciones del régimen
político y de las interrelaciones entre éstos y el estado de
la economía. Pero Trotsky a diferencia de los nacionalistas de
todo pelaje comprendía el ámbito nacional como el resultado de
una combinación original de procesos internacionales y
nacionales, como parte de la totalidad de la economía
mundial. Un dato más: en
su “cosmopolita” teoría de la revolución permanente Trotsky
asigna una importancia fundamental al problema de la
emancipación nacional, señalando en la segunda tesis la
relación de esta tarea histórica no resuelta en los países
oprimidos por el imperialismo, con las tareas de la revolución
socialista. Da la impresión de que a González, quien en
materia de internacionalismo no llega mucho más allá del
pueblo-mundo de Alberdi, no le vendría mal repasar aquellos
textos que hace muchos años cambió por los de Hernández
Arregui. En segundo
lugar una aclaración sobre el problema del entrismo. Esta
táctica aconsejada por Trotsky a diversos grupos trotskistas
durante los años ‘30, se basaba en la existencia de fenómenos
de radicalización de sectores significativos dentro de los
partidos reformistas de masas, en una situación en la cual
muchos obreros desilusionados del PC luego del ascenso de
Hitler afluían hacia los PS esperando ser mejor recibidos en
sus estructuras más laxas. La propuesta de Trotsky consistía
en entrar en esas organizaciones con una política
independiente de la dirección reformista para confluir con los
obreros y jóvenes revolucionarios y ganar a la mayoría de
ellos para asestar un duro golpe al reformismo. Pero de ninguna
manera el entrismo es, como presenta en forma caricaturizada
González, una definición estratégica del trotskismo ni su
práctica política permanente. Incluso en el caso de Moreno es
una parte, sin duda fundamental, de sus experiencias
políticas, pero éstas no se agotan en el entrismo que, como
explicamos en la nota de pie 7, tenía un carácter
completamente diferente de las experiencias de los trotskistas
franceses y norteamericanos en los años treinta12. Continúa
González: “ De hecho, de la época de Palabra Obrera quedaron
en el peronismo palabras y definiciones que luego formaron
parte de su memoria revolucionaria, en una antropofagia de la
que parece haber aprovechado menos el ‘entrista’ [el
morenismo, N. de R.] que el ‘entrado’ [el peronismo, N. de
R.]”. Luego de plantear que “una de las notorias ideas de
cierto tramo del trotskysmo –la del ‘partido obrero basado en
sindicatos’– tenía la evidente singularidad de que se avenía
con cierta coherencia a los sobreentendidos intereses del
dirigente sindical Augusto Timoteo Vandor, en su sorda disputa
con el exilado Perón” González concluye “... sólo puede
entenderse cabalmente el drama de John William Cooke al
percibirse que sus tesis tenían una cierta cercanía con las
del trotskismo”. González otorga
al trotskismo (morenista) el lugar de un elemento externo que
habría penetrado en la tradición político-cultural argentina,
no por presentar una visión diferente de la historia nacional
y sus principales procesos sino por, entrismo mediante, haber
ampliado y enriquecido el universo discursivo del peronismo,
al cual no habría podido pensar más que como una forma
“meramente instrumental”. Por el
contrario consideramos que el trotskismo es la única corriente
que pensó la historia nacional desde un punto de vista
independiente de todos los proyectos semicoloniales burgueses.
Señalamos a continuación en un breve e incompleto esbozo,
algunos de sus principales aportes. De los ricos
debates fundacionales del trotskismo argentino de los años
‘30, resaltamos el rol de Liborio Justo, quien remarcó la
importancia de la lucha por la liberación nacional como una
tarea fundamental de la revolución obrera en la Argentina,
problemática con la cual la corriente de Nahuel Moreno mantuvo
una continuidad. Moreno
sintetizó los criterios para estudiar los diversos períodos de
la historia argentina: “Analizar la historia de un país
determinado como parte de ese todo que es la economía y la
política mundial [...] El segundo elemento a considerar [...]
es el desarrollo de las fuerzas productivas [...] el tercer
elemento a considerar es el que se refiere a las relaciones de
producción o relaciones entre las clases. Es indispensable,
entonces, que precisemos primero la existencia de las clases,
qué relaciones se establecen entre ellas, el grado de
explotación de unas por otras, quién o quiénes detentan el
poder político, cómo están subdividas. Este tercer elemento se
halla íntimamente ligado al anterior [...] si bien debemos
tener en cuenta que dicha ligazón no es en ningún modo
mecánica y que pueden existir entre ambos contradicciones más
o menos violentas [...], con la combinación de estos tres
elementos estamos en condiciones de definir las etapas
históricas de cualquier país”13. Milcíades Peña,
primero en colaboración con Moreno (revista Estrategia), y
luego por su parte, ofreció una interpretación marxista de la
historia argentina desde este punto de vista, en polémica con
la tradición liberal y su subtradición stalinista, como frente
al revisionismo histórico y su subtradición de la “izquierda
nacional” encarnada en Jorge Abelardo Ramos, poniendo de
relieve la incapacidad de todas las alas de la clase dominante
argentina frente a sus tareas históricas. Milcíades Peña acuñó
y desarrolló una herramienta conceptual fundamental para
comprender la dependencia del país respecto del imperialismo:
la pseudoindustrialización. Mientras que la revolución
industrial inglesa había implicado una profunda transformación
de las relaciones de propiedad, la pseudoindustrialización
argentina fue una política consciente de la oligarquía
(burguesa) argentina para hacer frente a la pérdida de
mercados durante la crisis de los años ‘30, de forma tal que
la “burguesía industrial” tan ensalzada en nuestros días, no
surgiría en oposición a los dueños de las tierras sino como
una diversificación dentro de su mismo sector. Peña sostenía
que la pseudoindustrialización, definida como “el injerto de
fábricas y talleres en un país atrasado [...] perpetúa
constantemente, eleva a nuevos planos y recrea sin cesar el
atraso del país”14. La categoría de
pseudoindustrialización, junto con otros criterios de análisis
tales como la baja productividad del trabajo, el creciente
endeudamiento externo con las metrópolis capitalistas,
el rol de proveedor de materias primas y alimentos en el
mercado mundial, y la subordinación a los Estados Unidos a
través de pactos políticos y diplomáticos internacionales,
permitió a Peña hacer un ajustado análisis de la dependencia
argentina, que mantiene vigencia conceptual en una situación
de creciente reprimarización de la economía argentina, de pago
en regla al FMI y de discursos altisonantes (aunque cada vez
menos) sobre la “sustitución de importaciones”. En relación con
el peronismo, es sin duda el trotskismo la corriente que
intentó desarrollar una comprensión marxista de éste en tanto
fenómeno histórico y social. Si bien aquí Milcíades Peña
exhibe una notoria unilateralidad, presentando a Perón como un
“agente inglés” más a tono con las primeras caracterizaciones
del GOM-POR en el que militó hasta 1959, Nahuel Moreno logró a
partir de 1952 una visión más ajustada del peronismo
caracterizándolo como un bonapartismo sui generis y señalando,
respecto de sus relaciones con el movimiento obrero, la
siguiente contradicción “por un lado, esbozo de democracia
obrera e incipiente desarrollo del poder obrero a través del
respeto a la clase y sus conquistas básicas, representadas por
las comisiones internas y el cuerpo de delegados de fábrica,
por el otro, control total del proceso por parte del estado,
lo que se traducía en la digitación de las direcciones y el
sometimiento al ministerio de trabajo”15. No obstante una
notoria exageración (ciertamente la estatización de los
sindicatos fue más fuerte que la democracia obrera) hay aquí
un intento de captar la dinámica de un fenómeno que todos los
actores intelectuales veían estáticamente. Estos análisis
sobre el carácter histórico y de clase del peronismo, son muy
superiores a los de quienes, como Ernesto Sábato, presentaban
dicho fenómeno como producto del “resentimiento de los
pobres”, tanto como a los de los apologistas de la izquierda
nacional que lo presentaban como expresión de una burguesía
“industrializadora” imaginaria, mientras la burguesía
industrial real había apoyado el golpe proyanqui16. Mientras los
apologistas del “capitalismo nacional” presentan el MERCOSUR
de los monopolios europeos, argentinos y brasileños
transnacionalizados, la crítica de las perspectivas
nacionalistas burguesas y pequeño-burguesas es lo que permitió
a Liborio Justo desarrollar hace ya más de dos décadas una
visión acerca de la necesidad de la integración
argentino-brasileña en una Unión de Repúblicas Socialistas de
América del Sur17. Estos aportes
de tres figuras pródigas en cruces y desencuentros mutuos, son
parte de una tradición oculta e incluso precaria que se
constituyó en el marco de una compleja situación internacional
de dominio del stalinismo sobre el movimiento obrero
internacional y del peronismo en el terreno nacional. En este
contexto los trotskistas argentinos desarrollaron su labor no
exenta de limitaciones: Moreno construyó un partido pero
terminaría abandonando la revolución permanente por una teoría
semi-etapista de la revolución democrática. En Peña, muchas
veces la revolución socialista aparecía transformada en un
medio para la industrialización dislocando la perspectiva
internacionalista, y Liborio Justo no construyó ninguna
organización y sus acusaciones a Trotsky, respecto de su
posición frente a las expropiaciones petroleras del gobierno
de Cárdenas, no resisten el menor análisis. La mayor
limitación compartida es la tendencia a separar los fenómenos
nacionales de los internacionales, no logrando una comprensión
profunda del mundo de la segunda posguerra. Nos obstante
estas limitaciones, trabajos como los cinco tomos de Nuestra patria vasalla
de Liborio Justo, Antes de Mayo, El paraíso terrateniente, La
era de Mitre, De Mitre a Roca, Sarmiento, Alberdi y el ‘90,
Masas, caudillos y élites o Industria, burguesía industrial y
liberación nacional de Milcíades Peña, la revista Estrategia
(‘57/’59), y muchos aportes de Fichas, Método de
interpretación de la historia argentina, de Nahuel Moreno, son
libros fundamentales para cualquier abordaje marxista de los
problemas históricos y políticos argentinos. A esto se suma el
extenso trabajo de Ernesto González El trotskismo obrero e
internacionalista en la Argentina, fundamental para comprender
los debates fundacionales del trotskismo en nuestro país, y
sobre todo la historia de la corriente morenista. Por eso la
tarea que nos planteamos es la de recuperar y superar
dialécticamente estos aportes en nuevos desarrollos de la
teoría de la revolución permanente, que a la vez que recuperen
la continuidad de la tradición marxista revolucionaria,
recreen la teoría marxista de cara a los desafíos de la lucha
de clases del siglo XXI. Esta es una
apasionante tarea de la que gran parte de la izquierda que se
reclama trotskista ha desertado. Los grupos surgidos del
estallido del MAS constituyen un espectro que va desde la
incapacidad de superar el marco teórico del morenismo (MST) al
abandono del trotskismo en aras de una recepción ramplona de
cierto marxismo academicista (Herramienta) adaptándose a la
reacción ideológica de las últimas décadas. Por su parte
PO, que tiene una visión profundamente autorreferencial de la
historia del trotskismo en Argentina, combina una elástica
capacidad de adaptar su “teoría” a los vaivenes de su
trayectoria pragmática con el recurso a la cita canónica, sin
hacer ningún esfuerzo por recrear los elementos de continuidad
antes mencionados en nuevos desarrollos teórico-políticos
superadores. Si tenemos que definir el “marxismo” de PO, la
mejor definición es la de un “marxismo estéril”. Al revés de
estas corrientes, nos proponemos recuperar los elementos de
continuidad antes mencionados sin perder de vista que las
limitaciones propias del trotskismo de la segunda posguerra,
al cual hemos denominado como “trotskysmo de Yalta”. El PTS surgió
en un contexto internacional de procesos complejos y
contradictorios. La caída del Muro de Berlín, la ofensiva
ideológica triunfalista del imperialismo, y la crisis del
marxismo, fueron el marco en el cual la mayoría de las
corrientes trotskistas iniciaron un acelerado curso hacia el
oportunismo. Desde hace más
de diez años el PTS viene orientando sus esfuerzos para
reconstruir el marco de análisis internacionalista, apelando
al marxismo revolucionario como un pensamiento vivo que
necesita recrearse en el roce con la realidad. Señalemos
algunos puntos salientes del trabajo realizado: - una crítica
exhaustiva de las principales posiciones de la corriente
morenista, en especial de su teoría de la revolución
democrática, para retomar los fundamentos de la teoría de la
revolución permanente, revalorizando la importancia de la
lucha por los consejos obreros, notoriamente devaluada en
dicha tradición18; - recuperando
el método de Trotsky de analizar la situación mundial
atendiendo a la marcha de la economía, las relaciones entre
los Estados y la lucha de clases, hemos analizado tanto las
tendencias generales de la situación mundial como los avances
y contradicciones de los procesos de restauración capitalista
en la URSS, Cuba y China19; - hemos
polemizado sobre las experiencias de los años ‘70 en la
revista universitaria En Clave Roja, resaltando la importancia
de las acciones de masas como el Cordobazo, el Rosariazo, el
Viborazo y otras, así como de la emergencia del fenómeno del
clasismo, claramente ausente en el revival setentista
impulsado por la centroizquierda peronista; - hemos
recreado los criterios metodológicos de Milcíades Peña para
analizar la reconfiguración de las clases, la economía y el
régimen político de nuestro país durante los años
‘9020; - polemizamos
con Toni Negri21 mucho antes de su “recepción” por la
intelectualidad local; - encaramos un
diálogo polémico entre Trotsky y Gramsci22 en función de
superar la unilateralidad con que todo el trotskismo analizó
los contornos de la situación internacional a la salida de la
Segunda Guerra Mundial; - en Estrategia
Internacional N° 21 hemos profundizado la reflexión sobre los
desafíos del marxismo en el siglo XXI alrededor de polémicas
de actualidad. En “Desafiando la miseria de lo posible” hemos
polemizado tanto con los teóricos “globalizantes” como con los
defensores del Estado-nación recreando los análisis y las
definiciones de Trotsky frente a la situación internacional,
la heterogeneidad de la clase obrera y otros problemas en los
cuales el análisis marxista sigue siendo más fecundo que las
ideologías en boga. En “Más allá de la democracia liberal y el
totalitarismo” hemos defendido la concepción de democracia
soviética de Trotsky contra aquellos que, desde Laclau a la
LCR francesa, esconden una apología de la democracia burguesa
tras la bandera de la “autonomía de lo político”; - a todo esto
se suma el impulso brindado al Centro de Estudios,
Investigaciones y Publicaciones León Trotsky, que es un
referente latinoamericano en su tarea y mantiene una
colaboración permanente con los principales centros de
historia del trotskismo a nivel internacional. Partiendo de
estas conquistas teóricas Lucha de Clases se propone dar un
paso más: el de aportar a la recreación del marxismo
revolucionario internacionalista en el terreno del análisis
histórico y los debates políticos y culturales de la tradición
nacional, como parte de la lucha por la construcción de un
partido revolucionario de la clase obrera argentina,
latinoamericana y mundial. Notas 2 Martín
Caparrós y Eduardo Anguita, La Voluntad, Tomo II, Bs.
As., Norma, 1998, págs. 313/314. 3 Revista
Confines, op.cit., pág. 50. 4 Ver Nicolás
Casullo, Sobre la marcha, Bs. As., Colihue, 2004,
pág. 204/205. 5 “Carta de J.
W. Cooke a un grupo de compañeros del movimiento peronista
desde La Habana, Cuba. 1962” en R. Baschetti (comp.),
Documentos de la Resistencia peronista 1955-1970, Bs.
As., Ed. de la Campana, 1997, pág. 203. 6 Revista
Confines N° 14, op. cit., pág. 60. 7 Partiendo de
la definición de que el peronismo “no dejó y posiblemente no
deje por mucho tiempo ninguna posibilidad de organización
política independiente de la clase obrera” la corriente
morenista definió que “el entrismo es posible e inclusive
necesario cuando el movimiento obrero apoya a ese movimiento
nacional y no hay brotes importantes de organización
independiente de la clase obrera” buscando convertir al
Movimiento de Agrupaciones Obreras que ellos orientaban en “la
fracción trotskista legal del peronismo”. De esta manera el
“entrismo” en el peronismo se expresó en la adopción de un
discurso sindicalista combativo que le cedía en los problemas
centrales de la política nacional al peronismo, por ejemplo
“acatando” la orden de Perón de votar por Frondizi. Esta
política terminaría sumiendo a la corriente morenista en un
curso sindicalista que se expresaría luego en la ruptura de un
sector de dirigentes posicionados en ese sentido. Ernesto
González (coordinador), El trotskismo obrero e
internacionalista en la Argentina, Tomo II, Palabra Obrera y
la Resistencia (1955-1959), Bs. As., Antídoto, 1996. Cabe
aclarar que las conclusiones por nosotros planteadas difieren
de las de Ernesto González. 8 Horacio
González, Restos Pampeanos, Bs. As., Colihue, 2000,
págs. 392/394. 9 “En los
países industrialmente atrasados el capital extranjero juega
un rol decisivo. De ahí la relativa debilidad de la burguesía
nacional en relación al proletariado nacional. Esto crea
condiciones especiales de poder estatal. El gobierno oscila
entre el capital extranjero y el nacional, entre la
relativamente débil burguesía nacional y el relativamente
poderoso proletariado. Esto le da al gobierno un carácter
bonapartista sui generis, de índole particular. Se eleva, por
así decirlo, por encima de las clases. En realidad puede
gobernar o bien convirtiéndose en instrumento del capital
extranjero y sometiendo al proletariado con las cadenas de una
dictadura policial, o maniobrando con el proletariado,
llegando incluso a hacerle concesiones, ganando de este modo
la posibilidad de disponer de cierta libertad en relación a
los capitalistas extranjeros”. León Trotsky, “La industria
nacionalizada y la administración obrera” (12 de mayo de
1939), Escritos Latinoamericanos, Bs. As., CEIP, 1999, pág.
151. 10 León
Trotsky, “Discusión sobre América Latina” en Escritos
Latinoamericanos, op. cit., págs. 111/126. 11 Ver en Lucha
de Clases Nº 2/3, “Doctores y matreros”, donde analizamos el
módico 13 Nahuel
Moreno, Método de interpretación de la historia
argentina, Bs. As., Pluma, 1975, págs. 9/10. 14 Milcíades
Peña, Industria, burguesía industrial y liberación
nacional, Bs. As., Fichas, 1974, págs. 34/35. 15 Nahuel
Moreno, op.cit., pág. 196. 16 Ver Hermes
Radio (Milcíades Peña), “¿Quiénes supieron luchar contra la
“revolución libertadora” ANTES del 16 de septiembre de 1955?”
en Estrategia de la emancipación nacional N° 1, septiembre
1957, págs. 95/137. 17 Liborio
Justo, Argentina y Brasil en la integración
continental, Bs. As., Centro Editor de América Latina,
1983. 18 Ver
“Polémica con la LIT y el legado teórico de Nahuel Moreno” en
Estrategia Internacional N° 3, Diciembre 1993-Enero 1994 y “La
Estrategia Soviética en la lucha por la república obrera” en
Estrategia Internacional N° 4/5, Junio de 1995. 19 Por ejemplo
“Un intento de redefinir la hegemonía imperialista” en
Estrategia Internacional Nº19, “Cuba: reflexiones sobre su
histopria y actualidad” en Estrategia Internacional Nº 20 y
“Mitos y realidad de la China actual” en Estrategia
Internacional Nº 21. 20 Ver “Una
nueva ‘Década Infame’” en Estrategia Internacional N° 14,
Noviembre-Diciembre de 1999. 21 Ver
“¿Imperio o Imperialismo?” y “¿Comunismo sin transición?” en
Estrategia Internacional N° 17, Abril de 2001. 22 Ver “Trotsky
y Gramsci. Convergencias y divergencias” y “Revolución
Permanente y guerra de posiciones. La teoría de la revolución
en Trotsky y Gramsci” en Estrategia Internacional N° 19, Enero
de 2003.
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Tragedia y farsa de la
intelectualidad peronista
El populismo castrado
Fecha: 22/11/2004
Autor: Juan Dal Maso
Fuente: Lucha de Clases Nº
4
Los
intelectuales provenientes de la JP de los ‘70 son quienes han
capitalizado en lo inmediato el retroceso de los intelectuales
social-liberales argentinos.
La diferencia fundamental que
mantiene este sector de intelectuales (González, Casullo,
Feinman, etc.) con Sarlo, Vezzetti y demás, es el balance
sobre los ‘70. Si bien todos han revisado y mantienen hoy una
distancia “crítica” respecto de sus proyectos setentistas,
ninguno de ellos ha renegado de su pasado al nivel de
reivindicar, como Sarlo, la teoría de los dos demonios. Este
posicionamiento les ha dado un “prestigio” que aquellos
transformistas hasta el final no pudieron lograr,
compensándolo con un mayor control sobre la “academia”, otra
invención de la vuelta de la democracia.
Desde este
posicionamiento fundamental este sector ha logrado empalmar no
sólo con la política de derechos humanos del gobierno de
Kirchner, a la izquierda de la teoría de los dos demonios (no
así su política represiva actual hacia piqueteros, fábricas
ocupadas, etc.), sino con el renovado proceso de rescate y
discusión de los ‘70 expresado en infinidad de libros,
revistas y producciones audiovisuales. Mientras que Sarlo reniega
explícitamente de sus “sueños autoritarios” de esos años, para los intelectuales
provenientes de la JP debatir los ‘70 es volver a
poner sobre la mesa aquellas “utopías irredentas” que si bien
fueron abandonadas, no merecen ser denostadas.
Pero,
contradictoriamente, en este punto fuerte reside su mayor
debilidad. Porque su mirada más favorable hacia los ‘70
convive con un posibilismo que si bien se postula como crítico
del progresismo gorila, no propone más que una expropiación en
clave peronista de los postulados de éste. Este dualismo entre
el pasado nunca negado hasta el final y el presente moderado y
posibilista, entre la patria socialista y el capitalismo
nacional o latinoamericano, es la base de sus mayores
contradicciones.
Desde la cárcel fascista, Antonio Gramsci
escribió que debíamos conservar del pasado aquello que
habíamos contribuido a edificar. Bella definición sin duda. Es
necesario no olvidar que el “nosotros” de Gramsci remitía a la
clase trabajadora y, a través de ella, al conjunto de las
clases oprimidas. Esta dialéctica de pasado y presente
presupone justamente la continuidad de un sujeto social
situado en el quehacer histórico, en el cual todo texto es un
momento de la praxis.
Por el contrario nuestros
intelectuales “peronistas” se han resignado a que el pasado
revolucionario sólo puede volver en un aséptico relato,
reivindicativo hacia atrás, pero sumamente moderado hacia el
presente.
De esta forma el dualismo de “setentismo” y
posibilismo los deja siempre en situaciones “incómodas”, en
las cuales las posiciones de Sarlo actúan como una suerte de
posicionamiento en última instancia compartido implícitamente
contra la izquierda marxista revolucionaria. A su vez este
dualismo se expresa en una suerte de “fuga de la historia
hacia el discurso”. Justamente, al naturalizar el dominio
social y político de la burguesía, no queda mucho más que
apuntalar al actual gobierno para ampliar los alcances de su
discurso político, pero sin cuestionar su política efectiva,
para que la cita de Yrigoyen o Perón reemplace la figura del
Plan Marshall, o para que la reivindicación de la lucha
“contra el terrorismo internacional” vaya acompañada de...
“humanismo crítico”.
De todas formas no debemos
confundirnos, en su desgarramiento guardan una fuerte
continuidad: tanto en los ‘70 como en la actualidad se
referenciaron en una corriente que consideraba a la clase
obrera “columna vertebral” del movimiento nacional pero no
sujeto efectivo de la revolución social. Esta hostilidad hacia
la independencia de la clase obrera es un punto común de todos
los registros que intenta analizar este artículo, y es a la
vez el fundamento histórico e ideológico de esta extraña
autonomía de los intelectuales, muy notoria respecto del
movimiento de masas pero inexistente frente al gobierno de
Kirchner.
I - Horacio González o la retórica
del equilibrista
Fractura del tiempo
histórico o de cómo el superávit fiscal reemplazó a la patria
socialista
Horacio González expresa con muchísima
claridad este dualismo elevándolo a un esquema para analizar
la práctica del gobierno de Kirchner, acudiendo a la división
entre tiempo cíclico y tiempo lineal. El tiempo cíclico es
según González el de la reivindicación de la utopía
setentista, que conlleva una reparación justiciera de aquellos
que fueron salvajemente aniquilados. El tiempo lineal sería
aquel de la “moderación” en materia de decisiones económicas,
de recomposición institucional, en otras palabras de la
gobernabilidad y la política prosaica, sin “utopías” ni
redenciones.
Esto se expresa en la propia práctica de
González, en su renovado afán de ampliar los alcances del
discurso presidencial a la par de mostrar una conformidad
aproblemática frente a la política gubernamental, que basa
toda su estrategia en la más brutal transferencia de ingresos
a favor de una minoría de privilegiados, mientras engrosa el
superávit fiscal a costa de mantener a la mitad de la
población bajo la línea de pobreza con el famoso dólar a tres
pesos, sin reajustar los salarios a nivel de la canasta
familiar y sin creación de empleo genuino. Si durante la
infame fiesta menemista nuestro país se transformó en una
suerte de barril sin fondo del que la Repsol siempre
encontraba algo que sacar, el actual gobierno progresista, con
la careta “nacional” de Enarsa, se prepara para dejar en manos
de las multinacionales la explotación de la plataforma
marítima.
Esta construcción implica una fractura del tiempo
histórico en la cual, mientras estamos condenados a aceptar la
moderación, es decir la ausencia de toda perspectiva
revolucionaria en un tiempo lineal y sin sobresaltos, la lucha
por la liberación de los oprimidos queda limitada a una
reformulación de la lectura del pasado pero completamente
bloqueada como perspectiva para el presente.
Una visión de
este tipo no es nueva. De hecho hay por lo menos dos
perspectivas con las que se emparenta la visión de González.
La concepción de un tiempo lineal, vacío y paso a paso que
fuera dominante tanto en las últimas décadas del siglo XIX
hasta la Guerra del ‘14, con su positivismo y su evolucionismo
vulgar acompañado de programas máximos imponentes (que harían
el rol del tiempo cíclico de González, aunque más atentos a
una construcción idílica del futuro que a una “redención” del
pasado); y el “gran relato” sobre el fin de la historia de
Fukuyama, otra forma de historia con providencia que en lugar
de postular la evolución indolora desde el capitalismo al
socialismo, postulaba la definitiva victoria de aquel sobre
éste. Ambas lecturas construyeron la ilusión, una por
“izquierda” y otra por derecha, de una domesticación del
quehacer histórico.
De más está decir que no vemos a
González propiciando una vuelta al evolucionismo
socialdemócrata, ni al triunfalismo capitalista ingenuo de
Fukuyama, pero su posibilismo, incapaz de ir más allá del
dominio del capital, lo acerca peligrosamente si no a una
visión del fin de la historia, por lo menos a una degradación
del tiempo histórico en la cual la lucha por la revolución
pertenece al pasado mientras que el moderantismo burgués al
presente, liquidando la continuidad de la lucha de los
oprimidos.
Por el contrario, los hombres “hacen historia”
cuando la “redención” de las luchas del pasado se realiza en
la transformación revolucionaria del
presente.
Política y lucha de clases o de cómo
González volvió al palco presidencial
Primero como
tragedia, después como farsa. Así como en los ‘70 González
había roto con Montoneros después de la muerte de Rucci en
aras de mantenerse en el “movimiento nacional”, hoy hace el
remedo de aquella situación atacan do a la izquierda en aras
del “capitalismo nacional”.
Según declara en la revista
Confines, González se siente “muy incómodo” frente al
progresismo y la izquierda: “a mí esa izquierda no me
satisface pues detrás de ella hay, en última instancia, un
modelo de guerra. Pero quienes han hecho las cuentas claras y
desarrollado hasta las últimas consecuencias este pensamiento
y se atemorizan por cualquier despunte de una crítica en la
que ya parecen querer ver todas las formas de la guerra,
tampoco me gustan. O sea que a los viejos críticos del
progresismo que fuimos nosotros creo que nos falta ahora una
parte importante de la crítica para un próximo capítulo sobre
lo que no fue analizado, a riesgo de, si no, quedar sin
voz”1.
La identificación de la lucha callejera y el
enfrentamiento con el Estado, es decir de la lucha de clases
con la guerra, es en González no tanto una suspicacia producto
de la lectura de Clausewitz, sino la expresión de un añejo
conservadurismo. En el número anterior de Lucha de Clases
comentábamos el último editorial de El Ojo Mocho, donde
González reivindicaba la vuelta de la “política nacional” como
la recomposición de un marco común “donde situar el
antagonismo”, es decir un acuerdo implícito de no rebasar
ciertos límites institucionales en aras de un “legado
común”.
González califica como tributarios de un “modelo de
guerra” (del cual sería un ejemplo la huelga de los
trabajadores del subte contra la insalubridad y por las 6
horas) a aquellos que de una forma u otra sostienen la
necesidad de que el movimiento obrero y popular mantenga su
independencia respecto del gobierno (aunque no siempre del
Estado), en lugar de integrarse en el marco común de la
política “nacional”, que consiste en el fortalecimiento del
peronismo y por ende de su control sobre el movimiento obrero
para recomponer la normalidad institucional.
En esto
González tiene un acuerdo implícito con los social-liberales y
con los liberales a secas: la identificación de la política
con la recomposición estatal. Sarlo identifica la revolución
con la “barbarie”, González identifica la lucha de clases con
la “guerra” ¡Notable coincidencia!
Pero González, a
diferencia de la directora de Punto de Vista, no ha
“desarrollado hasta las últimas consecuencias” su propio
pensamiento, de forma tal que viene a jugar el papel de un
“progresista” (en el sentido negativo que González asigna a
esta palabra) inconsecuente, abierto a los “elementos de
crisis de la razón” y al “vitalismo”, siempre y cuando no
tengan que ver con la acción directa y la independencia
política de la clase obrera.
La burguesía argentina ha
dado, desde la Semana Trágica hasta la masacre del puente
Pueyrredón, significativas muestras de su vocación pacifista.
Y si bien es cierto que todo proceso de enfrentamiento de
clases pasará forzosamente por un momento de “correlación de
fuerzas militares” al decir de Gramsci, no debemos olvidar que
aquellos que apelarán al “modelo de guerra” frente a la
radicalización obrera y popular serán la burguesía argentina y
el peronismo, su mediación política más sólida, tal cual
hicieron con la Triple A y posteriormente con la dictadura
genocida.
Por el contrario, nuestro ilustre vicedirector de
la Biblioteca Nacional prefiere criticar el “modelo de guerra”
de “las izquierdas” mientras la burguesía prepara verdaderos
aprestos bélicos con sus políticas represivas y su
demonización de los luchadores sociales.
Pero no vaya a
creer el lector que este posicionamiento es un pequeño desliz
de nuestro libre-pensador. También en la lucha por la elección
directa en Sociología durante el 2002 adoptó una ubicación
equidistante de la izquierda y la derecha; en los ‘90 supo
escribir su “carta abierta al Chacho” y allá lejos y hace
tiempo, en los ‘70, estuvo entre los fundadores de la JP
Lealtad. Una vieja foto para terminar: Según él mismo narra,
el 1° de mayo de 1974 González, después de observar desde el
balcón presidencial la batahola entre los Montoneros y la
burocracia sindical, le dice a Alberto Iribarne: “Che, menos
mal que no estábamos ahí”2.
II -
Intelectuales
De cómo Casullo “simplifica”
a Lenin y se saltea a Gramsci para volver al
liberalismo
Ya lo sabemos, nada gusta tanto a los
intelectuales como discutir sobre sí mismos. Es más, esta
vieja costumbre no es exclusiva de los intelectuales
liberales. Veamos si no lo que nos dice Nicolás Casullo,
director de Confines en “La cuestión del intelectual”:
“vituperado muchas veces por las izquierdas militantes, por
las derechas cazadoras de brujas o por el sentido común de la
gente, el intelectual fue en realidad el nombre que asumió el
dilemático, esquivo y controversial tema de la conciencia
crítica en sociedades ya con múltiples y taimados ismos
políticos e ideológicos en acción. Fue una floración –entre
medio de esas posiciones colectivas– de un espacio de
independencia, autoridad letrada y preocupación por lo
comunitario, que aparecía en tanto autonomía ‘real’ y cuya
gimnasia no iba a ser otra cosa que una tarea cuestionante: la
disconformidad intelectual. Desde el propio mito de la llamada
consciencia autónoma –construcción política, filosófica y
estética que edificó a la modernidad, la figura del
intelectual, llegada una época, puede ser entendida como el
itinerario de radicalización de tal
consciencia”3.
Reflexión crítica frente y a través de los
“ismos” políticos, radicalización de la autonomía de la
consciencia frente al desarrollo de las sociedades de masas
con sus grandes aparatos. Tales son los tópicos de Casullo,
desde los cuales se sumerge para bucear en las fuentes de la
figura del intelectual pasando por su desarrollo en los años
de la segunda posguerra hasta su creciente pérdida de interés
producto del desplazamiento de los intelectuales por toda
clase de sujetos más funcionales a los grandes medios de
comunicación.
Disentimos con Casullo acerca de la figura
del intelectual como radicalización de la consciencia autónoma
constitutiva de la modernidad. En primer lugar porque dicha
autonomía de la consciencia individual escondía la heteronomía
de las clases explotadas respecto de las explotadoras, con lo
cual la radicalización de dicha autonomía, siempre dentro del
registro “ilustrado”, no significa otra cosa que la
“independencia” respecto de todos los actores concretos de la
lucha de clases y en segundo lugar porque esa radicalización
es la contracara, muchas veces complementaria, del proceso
sostenido de politización de los intelectuales durante el
siglo XX (que el propio Casullo comenta), del cual el
stalinismo sacó provecho en la segunda posguerra, cambiándole
el sentido, a lo que nos referiremos más adelante.
No
extraña que Casullo, en función de defender una figura del
intelectual tributaria del individualismo liberal, en su
extenso inventario presente a Lenin como el representante de
un punto de vista instrumental y “disciplinante”, y a la vez
omita deliberadamente las elaboraciones de Gramsci al
respecto.
Lenin sería según Casullo el que cierra el siglo
XIX ruso formulando la “cuestión intelectual”, llamando a los
intelectuales “a ingresar al partido de vanguardia y renunciar
a sus quehaceres burgueses”. Este planteo, en términos de
Casullo, implica una subordinación de la función intelectual a
una clase, la clase obrera que no siempre recibe a los
intelectuales con los brazos abiertos. Al ser la formulación
de Lenin opuesta por el vértice a la de Casullo, no extraña
que éste se contente con algunas referencias superficiales al
Qué Hacer, señalando su influencia sobre los términos
de la “cuestión intelectual” en el siglo XX, pero haciendo un
recorte arbitrario de sus auténticos contenidos.
En primer
lugar, el Qué Hacer se inscribe en la tradición del
pensamiento social, político y literario ruso, dando respuesta
efectiva a una problemática extensamente tratada (recordar la
novela de Chernichevski también llamada Qué Hacer):
la de la necesidad de la rebelión contra la autocracia zarista
por parte de los pequeños hombres “humillados y ofendidos”.
Sólo que Lenin ubicó esta pregunta en una lectura
históricamente concreta, desde la cual dio una respuesta que
superaba ampliamente el legado populista.
En segundo lugar
Lenin desarrolla una concepción acerca del nexo
teoría-práctica opuesta por el vértice a las concepciones
burguesas, románticas o iluministas. Lenin lleva a un nuevo
plano de concreción teórico-política la mundanización del
pensamiento operada por Marx y Engels. Por eso la unidad de
intelectuales y vanguardia de la clase obrera en un partido
marxista revolucionario, que expresara la unidad de lucha
económica, política y teórica, constituye una reformulación de
la figura del intelectual en los marcos de una realidad de
clases muy diferente a aquella de la que surgiera el mito de
la consciencia autónoma que Casullo reivindica, la cual en la
Rusia zarista tenía un único contenido: la convivencia con la
autocracia. De esta manera para Lenin, la “cuestión del
intelectual” era un aspecto de la “cuestión de la revolución”,
al revés de las líneas de Casullo que estamos
comentando.
Siguiendo en líneas generales a Lenin, pero
desarrollando sus propias elaboraciones Gramsci (que en el
inventario de Casullo apenas resulta nombrado) consideraba que
la tentativa de adjudicar a los intelectuales la dirección de
la historia nacional constituía una forma de la revolución
pasiva. Por el contrario, Gramsci pensaba a los intelectuales
como parte integrante de un bloque social hegemónico ya
constituido o contrahegemónico en formación. Gramsci
reivindica la autonomía de la consciencia, pero la radicaliza
no a través de la figura del intelectual crítico,
“independiente” respecto de todas las facciones sociales, sino
a través de una democratización radical del pensamiento
teórico que debe poder traducirse a sentido común, respecto
del cual mantiene una diferencia cuantitativa y no de calidad.
De esta manera Gramsci consideraba que un grupo social entero
podía actuar como “filósofo” en la medida en que su acción
práctica realizaba una concepción del mundo.
En tercer
lugar, aunque los trotskistas mantenemos una distancia crítica
con las posiciones políticas y programáticas y con la
concepción de partido esbozada en los Cuadernos, Gramsci
reivindicaba como forma histórica concreta de ese intelectual
colectivo el partido revolucionario. Casullo, “simplificando a
Lenin” y “olvidándose” de Gramsci, simplemente prepara el
terreno para la crítica fácil a la “izquierda vanguardista” a
que nos referiremos en breve.
De cómo Casullo llega
a decir exactamente lo mismo que Beatriz
Sarlo
Casullo sostiene que desde un punto de vista
el debate político-cultural es más rico en la época presente
que en los años ‘60 y ‘70, puesto que en los años de la
radicalización y el ascenso de masas las verdades que se
defendían se consideraban dadas y por tanto no se ponían en
cuestión, al revés de lo que viene sucediendo después de la
caída del “socialismo real” donde el “marxismo”, el
“proletariado”, la “revolución armada”, “el socialismo” y
otros conceptos fuertes del período anterior estarían en
crisis4.
Casullo sucumbe a la principal operación
ideológica del sentido común posmoderno: identifica el
marxismo con lo que el stalinismo presentaba como “el
marxismo”.
Sucede que por un lado se presenta el stalinismo
como resultado inevitable del bolchevismo (o en muchos casos
del pensamiento del propio Marx) y a la vez se presentan los
aspectos más rudimentarios y pintorescos de la metafísica
stalinista (materialismo vulgar, reduccionismo economicista en
clave cosista, glorificación de los aparatos burocráticos,
productivismo, etc.) como una suerte de “marxismo realmente
existente”.
Pero dada la centralidad de la experiencia
histórica en la conformación tanto del sentido común como del
pensamiento teórico del presente, no alcanzaría con decir que
la caricatura del marxismo concebida por los stalinistas no
respondía al espíritu de la doctrina elaborada por Marx y
Engels y los grandes marxistas del siglo XX como Lenin,
Trotsky y Gramsci. Eso de hecho lo sabe casi todo el
mundo.
Lo que no siempre se pone sobre la mesa es cómo la
consolidación del stalinismo durante los años ´30 como una
burocracia thermidoriana, que expresaba la reacción de
elementos procapitalistas sobre las bases sociales de la
revolución, su transformación en un aparato
contrarrevolucionario que liquidara la revolución española y
el enorme peso en la escena mundial logrado por éste a la
salida de la Segunda Guerra, se expresaron en la constitución
de un sentido común compartido tanto por stalinistas,
socialdemócratas, anticomunistas y por las distintas variantes
del nacionalismo burgués y pequeñoburgués, más cercanas o más
alejadas de Moscú, del que provienen las formas históricas de
las representaciones que Casullo considera en crisis.
En el
terreno de la clase obrera, el trabajo de destrucción de las
tradiciones revolucionarias operado por los stalinistas se
expresó en la sustitución de la autoactividad de la clase por
la infalibilidad de la burocracia del “partido”, deformando a
su vez la relación entre partido y soviets propia del
pensamiento de la IIIº Internacional. Esta ruptura de la
continuidad cruza todo el pensamiento de la segunda posguerra
desde Sartre hasta el Che Guevara. Este último, sin duda el
más lúcido de los comandantes guerrilleros y el que más a la
izquierda se posicionó respecto del PCUS y de las burguesías
latinoamericanas, concebía la formación del hombre nuevo como
educación, pero no como autoeducación a través del ejercicio
de la democracia soviética. Así, el problema nodal de la
“institucionalización de la revolución”, que no fue resuelta
en clave de democracia soviética y legalidad de todas las
corrientes que defendieran la revolución (programa
de Trotsky para la URSS de los años 30) cristalizó en partido
único y burocratización creciente.
Los marxistas críticos
de Checoslovaquia y Yugoslavia, como Kosik y Marcovic, autores
de valiosos trabajos filosóficos y políticos, ensayaron una
crítica profunda de la brutal maquinaria stalinista,
defendieron la autogestión contra la burocracia rusa y
autóctona. Pero concebían la posibilidad de un modelo distinto
de socialismo a través de una democratización radical del
régimen burocrático mismo en el contexto nacional, en lugar de
una profunda revolución política contra la burocracia, como
había planteado Trotsky en La Revolución
Traicionada.
A contramano de la mayoría de
“intelectuales críticos” de los ‘50 y los ‘60, cuya crítica
del stalinismo sólo parcialmente iba más allá de la
“desestalinización” puesta en marcha por Kruschov para
despegar a la burocracia soviética de su propia historia, y de
aquellos que se ilusionaron con la “Revolución Cultural” de
Mao Tse-tung para desilusionarse luego y virar al entusiasmo
por la democracia norteamericana, el pensamiento de Trotsky,
partiendo de su profunda comprensión del fenómeno stalinista y
del carácter de la Segunda Guerra Mundial, a pesar de algunos
errores de pronóstico fue el único que presentó una
alternativa a las distintas figuras del sentido común del
mundo de la segunda posguerra, que derrota y desilusión
mediante, constituyen la base del sentido común del
presente.
Damos estos ejemplos de diverso valor histórico
para mostrar que los intelectuales de la segunda posguerra, en
la cual se consolidó definitivamente el cúmulo de
representaciones que Casullo identifica con el comunismo
realmente existente, tenían frente a la realidad histórica de
su época una posición similar a la de las figuras de la
consciencia ingenua en la Fenomenología del Espíritu
de Hegel: el stalinismo (con sus deformaciones ideológicas
correspondientes) se les presentaba como un fenómeno dado, sin
historia previa al igual que la propia subjetividad, de forma
tal que la crítica del mismo ejercida desde el propio “campo
intelectual” compartía en gran parte los mismos presupuestos
que el objeto de la crítica. Aquí sujeto y objeto de la
crítica eran parte de una feroz ruptura de la continuidad del
proletariado y del pensamiento marxista.
En este mismo
contexto se ubican ciertas ideas directrices de la “izquierda
nacional” argentina: el peronismo como expresión de la
revolución anticolonial, la guerra de guerrillas como el
método correcto para llevarla adelante, la patria socialista
como proyecto de sociedad, engarzados por la clásica idea de
J. W. Cooke de “la contradicción que el movimiento arrastra
como una maldición, desde hace años: un Jefe revolucionario y
una masa revolucionaria por un lado; y por el otro, cuadros
intermedios donde abundan los especímenes de la vieja
burocracia, que sólo conciben la política en los marcos
tradicionales, reformistas y negociadores”5. El regreso de
Perón a la Argentina sometió esta lectura a una prueba por
demás trágica.
Casullo por su parte toma sin beneficio de
inventario esta visión fenoménica y por tanto acrítica sobre
el mundo de posguerra, incluida las propias corrientes
ideológicas de los ‘60 y ‘70. Desde aquí su visión negativa
del proceso de radicalización, en la que coincide con Beatriz
Sarlo y Oscar Terán: “Izquierda vanguardista [la de los ‘60 y
‘70, N.de R.] que patrocinó una politización reductora de toda
otra instancia cultural o intelectual de resistencia, y que
desde esa dura y dogmática compactación de criterios a cargo
del cuadro político, llegado un momento desvalorizó la mayor
parte de la tarea intelectual crítica y creativa ‘no
revolucionaria’”6. Aquí la crítica de la “izquierda
vanguardista” juega el papel de transformar la crítica al
“militarismo” de Montoneros en un juicio acerca de toda idea
de revolución, presentando unilateralmente el proceso de
radicalización de los ‘60 y ‘70. Para confirmar esta idea
Casullo remata “Sin embargo, el estado deplorable de la
historia actual en casi todos sus planos indica quizás lo
oportuno que sería el despertar de los mandarines con una
memoria crítica sobre sí mismos, con memorias imprescindibles,
en el marco de un renacer de políticas democráticas
genuinamente nuevas”.
Crítica de la radicalización, figura
autorreferencial del intelectual crítico y reivindicación de
la democracia burguesa. Aquí Casullo coincide con
Sarlo.
Sucede que los intelectuales “peronistas”, digámoslo
de una vez, son también liberales pero desde otro punto de
vista.
III - De cómo González escamotea el rol
del trotskismo en la tradición nacional
Toda
construcción en torno a la figura del intelectual está
estrechamente relacionada con linajes y tradiciones a reivindicar o
combatir. Este es el terreno que abordaremos para finalizar
este contrapunto.
El nacional-populismo en todas sus
variantes se caracteriza por abordar la historia argentina con
un maniqueísmo (San Martín-Rosas-Perón) propio de una fábula
escolar unido a la más profunda ignorancia del marco
internacional y a una telurización estetizante del atraso,
constituyendo la contracara del relato igualmente simplista
del liberalismo (Mayo-Caseros-Unión Democrática).
Desde un
registro más amplio, pero con notoria deuda con los enfoques
antes aludidos, Horacio González dedicó un capítulo de su
libro Restos Pampeanos al “trotskismo y el cookismo
en el teatro de las ideas argentinas”, incluyendo de esta
manera al trotskismo en la tradición cultural argentina, a la
vez que obscureciendo su verdadero papel en ella.
Según
González “...en el trotskismo, el atraso aparecía tan
fascinante como la última estribación moderna, pues ambas
polaridades se reunían dramáticamente por efecto de una ‘ley
del desarrollo desigual y combinado’, que dejaba a la realidad
siempre al borde de una deflagración. Si todo punto de un
continuo histórico estaba sometido a una ley que combinaba
momentos dispares, entonces toda la realidad histórica estaba
en convulsión potencial, con su energía inconsciente a punto
de transformarse en figuras de la revolución”.
González
sostiene que Trotsky “tenía la tentación irrefrenable de
suponer que el ‘trotskismo’ era un principio general de
desorganización de la materia y el tiempo, introduciendo en
esos ámbitos tensos factores de empuje que contribuían a
revelar su ‘inconsciente revolucionario’ desembarazándolos, si
cabe, de sus propias formaciones calcáreas,
burocráticas”.
Sería este punto de vista, característico
del “cosmopolitismo” de Trotsky según nuestro autor, el que
exponía al trotskismo “a tratar como meramente instrumentales
las formas culturales y los núcleos más espesos de las
culturas sociales o populares”. De esta forma la revolución
permanente, que evocaba la figura retórica del quiasmo,
encontraba su complemento en otra “figura retórica”: el
entrismo. Para González, mientras que la revolución permanente
“establece la cuestión revolucionaria como una continuidad que
le otorga cierta idealidad metafísica”, el entrismo “coloca al
alma trotskista en estado de intervención permanente en lo que
ella no es [...] En la Argentina posterior a la primera caída
del peronismo, el concepto político de entrismo7, sometido a
una interpretación no menos que descuidada y desprovista de
mayores sutilezas, fue esgrimido por un sector del trotskismo
que había unido su nombre al del dirigente Nahuel
Moreno”8.
En primer lugar Trotsky, lejos de pensar que el
trotskismo fuese un “principio general de desorganización de
la materia y el tiempo”, combinaba la profundidad conceptual
con el análisis concreto de situaciones concretas. Vale decir
que no consideraba que el punto de vista internacional
suplantara el necesario análisis del contorno nacional, sino
que partía de la totalidad del sistema capitalista mundial
para comprender sus aspectos nacionales.
Esta fortaleza
teórica le permitió captar mejor que nadie, incluido Lenin, la
dialéctica histórica específica de la revolución rusa. De esa
experiencia y de las revoluciones derrotadas de los años ‘20
surgiría la teoría de la revolución permanente. De esta manera
mientras que en Marx la revolución permanente era la bandera
con la cual el proletariado debía intervenir en las
revoluciones burguesas, en Trotsky era una teoría acerca del
carácter de la revolución contemporánea, caracterizada por el
transcrecimiento de las revoluciones burguesas en proletarias
en los países coloniales, semicoloniales y de desarrollo
burgués retrasado y su interdependencia respecto de las
revoluciones socialistas en los países
centrales.
Contrariamente a los que creían que el
trotskismo era “un principio general de desorganización de la
materia y el tiempo” Trotsky, lejos de ver como meramente
instrumentales las formas culturales propias de los estratos
populares nacionales (tanto en el sentido de que fueran
“instrumentos” de la dominación burguesa como en el de que
pudieran instrumentalizarse en beneficio de la causa propia)
logró captar un aspecto de la realidad latinoamericana crucial
para comprender el peronismo: los bonapartismos con tendencias
hacia las masas propios de los países latinoamericanos en los
cuales la clase obrera rivalizaba con el imperialismo, del
cual la burguesía nacional era subsidiaria9. Desde aquí
polemizaba con aquellos que tomaban “la revolución permanente
como una cantinela”10 y no lograban comprender el fenómeno
cardenista en México, ni darse una política para luchar por la
hegemonía de la clase obrera en la lucha del pueblo mexicano
contra el imperialismo.
González en lugar de debatir estos
problemas echa mano de un argumento de manual: el nunca
suficientemente denostado “cosmopolitismo” de Trotsky, fuerte
error de apreciación que compartieran Gramsci y Mariátegui,
que por otra parte parece ser lo único que nuestro ilustre
pensador ha logrado incorporar del pensamiento de ambos
marxistas “sorelianos”11.
Pero no nos burlemos de un
respetado sabio que peina canas. Veamos si su argumento
resiste aunque sea la enumeración de algunos títulos de
trabajos de Trotsky, elegidos al azar y tal cual le vienen a
la cabeza a un militante trotskista. Historia de la
Revolución Rusa, ¿A dónde va Inglaterra?, ¿A dónde va
Francia?, “La revolución china”, “¿Cuál será el carácter
de la revolución en España?”, “Problemas de la revolución
italiana”, “Sobre las tesis sudafricanas”, “Tareas y peligros
de la revolución en la India”, “México y el imperialismo
británico”, por nombrar sólo algunos.
1 Revista
Confines Nº 14, junio de 2004, pág. 12/13.
12 Ver “Consideraciones de principio sobre el
entrismo” (septiembre de 1933) y “La Liga frente a un giro”
(junio de 1934) en Escritos de León Trotsky 1929-40
digitalizados, Bs. As., CEIP, 2000.
Volver atrás
muchachos/as del PTS: no se lee!!!
Por amauta -
Saturday, Nov. 19, 2005 at 3:09 PM
reiteradamente vienen postendo artículos ilegibles en tanto se encuentran demasiado brillosos y el contraste no permite visualizarlos.
seguro que se puede entrar y verlos en su correspondiente site, pero para que postearlos entónces!!
saludos!!
es verdad
Por ariel -
Saturday, Nov. 19, 2005 at 5:49 PM
tiene razon el compañero parece un articulo interezante y no se puede leer nada.
Va de nuevo
Por Juancho -
Saturday, Nov. 19, 2005 at 5:53 PM
Tragedia y farsa de la intelectualidad peronista
El populismo castrado
Fecha: 22/11/2004
Autor: Juan Dal Maso
Fuente: Lucha de Clases Nº 4
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De cómo la historia se transforma en un texto
Los intelectuales provenientes de la JP de los ‘70 son quienes han capitalizado en lo inmediato el retroceso de los intelectuales social-liberales argentinos.
La diferencia fundamental que mantiene este sector de intelectuales (González, Casullo, Feinman, etc.) con Sarlo, Vezzetti y demás, es el balance sobre los ‘70. Si bien todos han revisado y mantienen hoy una distancia “crítica” respecto de sus proyectos setentistas, ninguno de ellos ha renegado de su pasado al nivel de reivindicar, como Sarlo, la teoría de los dos demonios. Este posicionamiento les ha dado un “prestigio” que aquellos transformistas hasta el final no pudieron lograr, compensándolo con un mayor control sobre la “academia”, otra invención de la vuelta de la democracia.
Desde este posicionamiento fundamental este sector ha logrado empalmar no sólo con la política de derechos humanos del gobierno de Kirchner, a la izquierda de la teoría de los dos demonios (no así su política represiva actual hacia piqueteros, fábricas ocupadas, etc.), sino con el renovado proceso de rescate y discusión de los ‘70 expresado en infinidad de libros, revistas y producciones audiovisuales. Mientras que Sarlo reniega explícitamente de sus “sueños autoritarios” de esos años, para los intelectuales provenientes de la JP debatir los ‘70 es volver a poner sobre la mesa aquellas “utopías irredentas” que si bien fueron abandonadas, no merecen ser denostadas.
Pero, contradictoriamente, en este punto fuerte reside su mayor debilidad. Porque su mirada más favorable hacia los ‘70 convive con un posibilismo que si bien se postula como crítico del progresismo gorila, no propone más que una expropiación en clave peronista de los postulados de éste. Este dualismo entre el pasado nunca negado hasta el final y el presente moderado y posibilista, entre la patria socialista y el capitalismo nacional o latinoamericano, es la base de sus mayores contradicciones.
Desde la cárcel fascista, Antonio Gramsci escribió que debíamos conservar del pasado aquello que habíamos contribuido a edificar. Bella definición sin duda. Es necesario no olvidar que el “nosotros” de Gramsci remitía a la clase trabajadora y, a través de ella, al conjunto de las clases oprimidas. Esta dialéctica de pasado y presente presupone justamente la continuidad de un sujeto social situado en el quehacer histórico, en el cual todo texto es un momento de la praxis.
Por el contrario nuestros intelectuales “peronistas” se han resignado a que el pasado revolucionario sólo puede volver en un aséptico relato, reivindicativo hacia atrás, pero sumamente moderado hacia el presente.
De esta forma el dualismo de “setentismo” y posibilismo los deja siempre en situaciones “incómodas”, en las cuales las posiciones de Sarlo actúan como una suerte de posicionamiento en última instancia compartido implícitamente contra la izquierda marxista revolucionaria. A su vez este dualismo se expresa en una suerte de “fuga de la historia hacia el discurso”. Justamente, al naturalizar el dominio social y político de la burguesía, no queda mucho más que apuntalar al actual gobierno para ampliar los alcances de su discurso político, pero sin cuestionar su política efectiva, para que la cita de Yrigoyen o Perón reemplace la figura del Plan Marshall, o para que la reivindicación de la lucha “contra el terrorismo internacional” vaya acompañada de... “humanismo crítico”.
De todas formas no debemos confundirnos, en su desgarramiento guardan una fuerte continuidad: tanto en los ‘70 como en la actualidad se referenciaron en una corriente que consideraba a la clase obrera “columna vertebral” del movimiento nacional pero no sujeto efectivo de la revolución social. Esta hostilidad hacia la independencia de la clase obrera es un punto común de todos los registros que intenta analizar este artículo, y es a la vez el fundamento histórico e ideológico de esta extraña autonomía de los intelectuales, muy notoria respecto del movimiento de masas pero inexistente frente al gobierno de Kirchner.
I - Horacio González o la retórica del equilibrista
Fractura del tiempo histórico o de cómo el superávit fiscal reemplazó a la patria socialista
Horacio González expresa con muchísima claridad este dualismo elevándolo a un esquema para analizar la práctica del gobierno de Kirchner, acudiendo a la división entre tiempo cíclico y tiempo lineal. El tiempo cíclico es según González el de la reivindicación de la utopía setentista, que conlleva una reparación justiciera de aquellos que fueron salvajemente aniquilados. El tiempo lineal sería aquel de la “moderación” en materia de decisiones económicas, de recomposición institucional, en otras palabras de la gobernabilidad y la política prosaica, sin “utopías” ni redenciones.
Esto se expresa en la propia práctica de González, en su renovado afán de ampliar los alcances del discurso presidencial a la par de mostrar una conformidad aproblemática frente a la política gubernamental, que basa toda su estrategia en la más brutal transferencia de ingresos a favor de una minoría de privilegiados, mientras engrosa el superávit fiscal a costa de mantener a la mitad de la población bajo la línea de pobreza con el famoso dólar a tres pesos, sin reajustar los salarios a nivel de la canasta familiar y sin creación de empleo genuino. Si durante la infame fiesta menemista nuestro país se transformó en una suerte de barril sin fondo del que la Repsol siempre encontraba algo que sacar, el actual gobierno progresista, con la careta “nacional” de Enarsa, se prepara para dejar en manos de las multinacionales la explotación de la plataforma marítima.
Esta construcción implica una fractura del tiempo histórico en la cual, mientras estamos condenados a aceptar la moderación, es decir la ausencia de toda perspectiva revolucionaria en un tiempo lineal y sin sobresaltos, la lucha por la liberación de los oprimidos queda limitada a una reformulación de la lectura del pasado pero completamente bloqueada como perspectiva para el presente.
Una visión de este tipo no es nueva. De hecho hay por lo menos dos perspectivas con las que se emparenta la visión de González. La concepción de un tiempo lineal, vacío y paso a paso que fuera dominante tanto en las últimas décadas del siglo XIX hasta la Guerra del ‘14, con su positivismo y su evolucionismo vulgar acompañado de programas máximos imponentes (que harían el rol del tiempo cíclico de González, aunque más atentos a una construcción idílica del futuro que a una “redención” del pasado); y el “gran relato” sobre el fin de la historia de Fukuyama, otra forma de historia con providencia que en lugar de postular la evolución indolora desde el capitalismo al socialismo, postulaba la definitiva victoria de aquel sobre éste. Ambas lecturas construyeron la ilusión, una por “izquierda” y otra por derecha, de una domesticación del quehacer histórico.
De más está decir que no vemos a González propiciando una vuelta al evolucionismo socialdemócrata, ni al triunfalismo capitalista ingenuo de Fukuyama, pero su posibilismo, incapaz de ir más allá del dominio del capital, lo acerca peligrosamente si no a una visión del fin de la historia, por lo menos a una degradación del tiempo histórico en la cual la lucha por la revolución pertenece al pasado mientras que el moderantismo burgués al presente, liquidando la continuidad de la lucha de los oprimidos.
Por el contrario, los hombres “hacen historia” cuando la “redención” de las luchas del pasado se realiza en la transformación revolucionaria del presente.
Política y lucha de clases o de cómo González volvió al palco presidencial
Primero como tragedia, después como farsa. Así como en los ‘70 González había roto con Montoneros después de la muerte de Rucci en aras de mantenerse en el “movimiento nacional”, hoy hace el remedo de aquella situación atacan do a la izquierda en aras del “capitalismo nacional”.
Según declara en la revista Confines, González se siente “muy incómodo” frente al progresismo y la izquierda: “a mí esa izquierda no me satisface pues detrás de ella hay, en última instancia, un modelo de guerra. Pero quienes han hecho las cuentas claras y desarrollado hasta las últimas consecuencias este pensamiento y se atemorizan por cualquier despunte de una crítica en la que ya parecen querer ver todas las formas de la guerra, tampoco me gustan. O sea que a los viejos críticos del progresismo que fuimos nosotros creo que nos falta ahora una parte importante de la crítica para un próximo capítulo sobre lo que no fue analizado, a riesgo de, si no, quedar sin voz”1.
La identificación de la lucha callejera y el enfrentamiento con el Estado, es decir de la lucha de clases con la guerra, es en González no tanto una suspicacia producto de la lectura de Clausewitz, sino la expresión de un añejo conservadurismo. En el número anterior de Lucha de Clases comentábamos el último editorial de El Ojo Mocho, donde González reivindicaba la vuelta de la “política nacional” como la recomposición de un marco común “donde situar el antagonismo”, es decir un acuerdo implícito de no rebasar ciertos límites institucionales en aras de un “legado común”.
González califica como tributarios de un “modelo de guerra” (del cual sería un ejemplo la huelga de los trabajadores del subte contra la insalubridad y por las 6 horas) a aquellos que de una forma u otra sostienen la necesidad de que el movimiento obrero y popular mantenga su independencia respecto del gobierno (aunque no siempre del Estado), en lugar de integrarse en el marco común de la política “nacional”, que consiste en el fortalecimiento del peronismo y por ende de su control sobre el movimiento obrero para recomponer la normalidad institucional.
En esto González tiene un acuerdo implícito con los social-liberales y con los liberales a secas: la identificación de la política con la recomposición estatal. Sarlo identifica la revolución con la “barbarie”, González identifica la lucha de clases con la “guerra” ¡Notable coincidencia!
Pero González, a diferencia de la directora de Punto de Vista, no ha “desarrollado hasta las últimas consecuencias” su propio pensamiento, de forma tal que viene a jugar el papel de un “progresista” (en el sentido negativo que González asigna a esta palabra) inconsecuente, abierto a los “elementos de crisis de la razón” y al “vitalismo”, siempre y cuando no tengan que ver con la acción directa y la independencia política de la clase obrera.
La burguesía argentina ha dado, desde la Semana Trágica hasta la masacre del puente Pueyrredón, significativas muestras de su vocación pacifista. Y si bien es cierto que todo proceso de enfrentamiento de clases pasará forzosamente por un momento de “correlación de fuerzas militares” al decir de Gramsci, no debemos olvidar que aquellos que apelarán al “modelo de guerra” frente a la radicalización obrera y popular serán la burguesía argentina y el peronismo, su mediación política más sólida, tal cual hicieron con la Triple A y posteriormente con la dictadura genocida.
Por el contrario, nuestro ilustre vicedirector de la Biblioteca Nacional prefiere criticar el “modelo de guerra” de “las izquierdas” mientras la burguesía prepara verdaderos aprestos bélicos con sus políticas represivas y su demonización de los luchadores sociales.
Pero no vaya a creer el lector que este posicionamiento es un pequeño desliz de nuestro libre-pensador. También en la lucha por la elección directa en Sociología durante el 2002 adoptó una ubicación equidistante de la izquierda y la derecha; en los ‘90 supo escribir su “carta abierta al Chacho” y allá lejos y hace tiempo, en los ‘70, estuvo entre los fundadores de la JP Lealtad. Una vieja foto para terminar: Según él mismo narra, el 1° de mayo de 1974 González, después de observar desde el balcón presidencial la batahola entre los Montoneros y la burocracia sindical, le dice a Alberto Iribarne: “Che, menos mal que no estábamos ahí”2.
II - Intelectuales
De cómo Casullo “simplifica” a Lenin y se saltea a Gramsci para volver al liberalismo
Ya lo sabemos, nada gusta tanto a los intelectuales como discutir sobre sí mismos. Es más, esta vieja costumbre no es exclusiva de los intelectuales liberales. Veamos si no lo que nos dice Nicolás Casullo, director de Confines en “La cuestión del intelectual”: “vituperado muchas veces por las izquierdas militantes, por las derechas cazadoras de brujas o por el sentido común de la gente, el intelectual fue en realidad el nombre que asumió el dilemático, esquivo y controversial tema de la conciencia crítica en sociedades ya con múltiples y taimados ismos políticos e ideológicos en acción. Fue una floración –entre medio de esas posiciones colectivas– de un espacio de independencia, autoridad letrada y preocupación por lo comunitario, que aparecía en tanto autonomía ‘real’ y cuya gimnasia no iba a ser otra cosa que una tarea cuestionante: la disconformidad intelectual. Desde el propio mito de la llamada consciencia autónoma –construcción política, filosófica y estética que edificó a la modernidad, la figura del intelectual, llegada una época, puede ser entendida como el itinerario de radicalización de tal consciencia”3.
Reflexión crítica frente y a través de los “ismos” políticos, radicalización de la autonomía de la consciencia frente al desarrollo de las sociedades de masas con sus grandes aparatos. Tales son los tópicos de Casullo, desde los cuales se sumerge para bucear en las fuentes de la figura del intelectual pasando por su desarrollo en los años de la segunda posguerra hasta su creciente pérdida de interés producto del desplazamiento de los intelectuales por toda clase de sujetos más funcionales a los grandes medios de comunicación.
Disentimos con Casullo acerca de la figura del intelectual como radicalización de la consciencia autónoma constitutiva de la modernidad. En primer lugar porque dicha autonomía de la consciencia individual escondía la heteronomía de las clases explotadas respecto de las explotadoras, con lo cual la radicalización de dicha autonomía, siempre dentro del registro “ilustrado”, no significa otra cosa que la “independencia” respecto de todos los actores concretos de la lucha de clases y en segundo lugar porque esa radicalización es la contracara, muchas veces complementaria, del proceso sostenido de politización de los intelectuales durante el siglo XX (que el propio Casullo comenta), del cual el stalinismo sacó provecho en la segunda posguerra, cambiándole el sentido, a lo que nos referiremos más adelante.
No extraña que Casullo, en función de defender una figura del intelectual tributaria del individualismo liberal, en su extenso inventario presente a Lenin como el representante de un punto de vista instrumental y “disciplinante”, y a la vez omita deliberadamente las elaboraciones de Gramsci al respecto.
Lenin sería según Casullo el que cierra el siglo XIX ruso formulando la “cuestión intelectual”, llamando a los intelectuales “a ingresar al partido de vanguardia y renunciar a sus quehaceres burgueses”. Este planteo, en términos de Casullo, implica una subordinación de la función intelectual a una clase, la clase obrera que no siempre recibe a los intelectuales con los brazos abiertos. Al ser la formulación de Lenin opuesta por el vértice a la de Casullo, no extraña que éste se contente con algunas referencias superficiales al Qué Hacer, señalando su influencia sobre los términos de la “cuestión intelectual” en el siglo XX, pero haciendo un recorte arbitrario de sus auténticos contenidos.
En primer lugar, el Qué Hacer se inscribe en la tradición del pensamiento social, político y literario ruso, dando respuesta efectiva a una problemática extensamente tratada (recordar la novela de Chernichevski también llamada Qué Hacer): la de la necesidad de la rebelión contra la autocracia zarista por parte de los pequeños hombres “humillados y ofendidos”. Sólo que Lenin ubicó esta pregunta en una lectura históricamente concreta, desde la cual dio una respuesta que superaba ampliamente el legado populista.
En segundo lugar Lenin desarrolla una concepción acerca del nexo teoría-práctica opuesta por el vértice a las concepciones burguesas, románticas o iluministas. Lenin lleva a un nuevo plano de concreción teórico-política la mundanización del pensamiento operada por Marx y Engels. Por eso la unidad de intelectuales y vanguardia de la clase obrera en un partido marxista revolucionario, que expresara la unidad de lucha económica, política y teórica, constituye una reformulación de la figura del intelectual en los marcos de una realidad de clases muy diferente a aquella de la que surgiera el mito de la consciencia autónoma que Casullo reivindica, la cual en la Rusia zarista tenía un único contenido: la convivencia con la autocracia. De esta manera para Lenin, la “cuestión del intelectual” era un aspecto de la “cuestión de la revolución”, al revés de las líneas de Casullo que estamos comentando.
Siguiendo en líneas generales a Lenin, pero desarrollando sus propias elaboraciones Gramsci (que en el inventario de Casullo apenas resulta nombrado) consideraba que la tentativa de adjudicar a los intelectuales la dirección de la historia nacional constituía una forma de la revolución pasiva. Por el contrario, Gramsci pensaba a los intelectuales como parte integrante de un bloque social hegemónico ya constituido o contrahegemónico en formación. Gramsci reivindica la autonomía de la consciencia, pero la radicaliza no a través de la figura del intelectual crítico, “independiente” respecto de todas las facciones sociales, sino a través de una democratización radical del pensamiento teórico que debe poder traducirse a sentido común, respecto del cual mantiene una diferencia cuantitativa y no de calidad. De esta manera Gramsci consideraba que un grupo social entero podía actuar como “filósofo” en la medida en que su acción práctica realizaba una concepción del mundo.
En tercer lugar, aunque los trotskistas mantenemos una distancia crítica con las posiciones políticas y programáticas y con la concepción de partido esbozada en los Cuadernos, Gramsci reivindicaba como forma histórica concreta de ese intelectual colectivo el partido revolucionario. Casullo, “simplificando a Lenin” y “olvidándose” de Gramsci, simplemente prepara el terreno para la crítica fácil a la “izquierda vanguardista” a que nos referiremos en breve.
De cómo Casullo llega a decir exactamente lo mismo que Beatriz Sarlo
Casullo sostiene que desde un punto de vista el debate político-cultural es más rico en la época presente que en los años ‘60 y ‘70, puesto que en los años de la radicalización y el ascenso de masas las verdades que se defendían se consideraban dadas y por tanto no se ponían en cuestión, al revés de lo que viene sucediendo después de la caída del “socialismo real” donde el “marxismo”, el “proletariado”, la “revolución armada”, “el socialismo” y otros conceptos fuertes del período anterior estarían en crisis4.
Casullo sucumbe a la principal operación ideológica del sentido común posmoderno: identifica el marxismo con lo que el stalinismo presentaba como “el marxismo”.
Sucede que por un lado se presenta el stalinismo como resultado inevitable del bolchevismo (o en muchos casos del pensamiento del propio Marx) y a la vez se presentan los aspectos más rudimentarios y pintorescos de la metafísica stalinista (materialismo vulgar, reduccionismo economicista en clave cosista, glorificación de los aparatos burocráticos, productivismo, etc.) como una suerte de “marxismo realmente existente”.
Pero dada la centralidad de la experiencia histórica en la conformación tanto del sentido común como del pensamiento teórico del presente, no alcanzaría con decir que la caricatura del marxismo concebida por los stalinistas no respondía al espíritu de la doctrina elaborada por Marx y Engels y los grandes marxistas del siglo XX como Lenin, Trotsky y Gramsci. Eso de hecho lo sabe casi todo el mundo.
Lo que no siempre se pone sobre la mesa es cómo la consolidación del stalinismo durante los años ´30 como una burocracia thermidoriana, que expresaba la reacción de elementos procapitalistas sobre las bases sociales de la revolución, su transformación en un aparato contrarrevolucionario que liquidara la revolución española y el enorme peso en la escena mundial logrado por éste a la salida de la Segunda Guerra, se expresaron en la constitución de un sentido común compartido tanto por stalinistas, socialdemócratas, anticomunistas y por las distintas variantes del nacionalismo burgués y pequeñoburgués, más cercanas o más alejadas de Moscú, del que provienen las formas históricas de las representaciones que Casullo considera en crisis.
En el terreno de la clase obrera, el trabajo de destrucción de las tradiciones revolucionarias operado por los stalinistas se expresó en la sustitución de la autoactividad de la clase por la infalibilidad de la burocracia del “partido”, deformando a su vez la relación entre partido y soviets propia del pensamiento de la IIIº Internacional. Esta ruptura de la continuidad cruza todo el pensamiento de la segunda posguerra desde Sartre hasta el Che Guevara. Este último, sin duda el más lúcido de los comandantes guerrilleros y el que más a la izquierda se posicionó respecto del PCUS y de las burguesías latinoamericanas, concebía la formación del hombre nuevo como educación, pero no como autoeducación a través del ejercicio de la democracia soviética. Así, el problema nodal de la “institucionalización de la revolución”, que no fue resuelta en clave de democracia soviética y legalidad de todas las corrientes que defendieran la revolución (programa de Trotsky para la URSS de los años 30) cristalizó en partido único y burocratización creciente.
Los marxistas críticos de Checoslovaquia y Yugoslavia, como Kosik y Marcovic, autores de valiosos trabajos filosóficos y políticos, ensayaron una crítica profunda de la brutal maquinaria stalinista, defendieron la autogestión contra la burocracia rusa y autóctona. Pero concebían la posibilidad de un modelo distinto de socialismo a través de una democratización radical del régimen burocrático mismo en el contexto nacional, en lugar de una profunda revolución política contra la burocracia, como había planteado Trotsky en La Revolución Traicionada.
A contramano de la mayoría de “intelectuales críticos” de los ‘50 y los ‘60, cuya crítica del stalinismo sólo parcialmente iba más allá de la “desestalinización” puesta en marcha por Kruschov para despegar a la burocracia soviética de su propia historia, y de aquellos que se ilusionaron con la “Revolución Cultural” de Mao Tse-tung para desilusionarse luego y virar al entusiasmo por la democracia norteamericana, el pensamiento de Trotsky, partiendo de su profunda comprensión del fenómeno stalinista y del carácter de la Segunda Guerra Mundial, a pesar de algunos errores de pronóstico fue el único que presentó una alternativa a las distintas figuras del sentido común del mundo de la segunda posguerra, que derrota y desilusión mediante, constituyen la base del sentido común del presente.
Damos estos ejemplos de diverso valor histórico para mostrar que los intelectuales de la segunda posguerra, en la cual se consolidó definitivamente el cúmulo de representaciones que Casullo identifica con el comunismo realmente existente, tenían frente a la realidad histórica de su época una posición similar a la de las figuras de la consciencia ingenua en la Fenomenología del Espíritu de Hegel: el stalinismo (con sus deformaciones ideológicas correspondientes) se les presentaba como un fenómeno dado, sin historia previa al igual que la propia subjetividad, de forma tal que la crítica del mismo ejercida desde el propio “campo intelectual” compartía en gran parte los mismos presupuestos que el objeto de la crítica. Aquí sujeto y objeto de la crítica eran parte de una feroz ruptura de la continuidad del proletariado y del pensamiento marxista.
En este mismo contexto se ubican ciertas ideas directrices de la “izquierda nacional” argentina: el peronismo como expresión de la revolución anticolonial, la guerra de guerrillas como el método correcto para llevarla adelante, la patria socialista como proyecto de sociedad, engarzados por la clásica idea de J. W. Cooke de “la contradicción que el movimiento arrastra como una maldición, desde hace años: un Jefe revolucionario y una masa revolucionaria por un lado; y por el otro, cuadros intermedios donde abundan los especímenes de la vieja burocracia, que sólo conciben la política en los marcos tradicionales, reformistas y negociadores”5. El regreso de Perón a la Argentina sometió esta lectura a una prueba por demás trágica.
Casullo por su parte toma sin beneficio de inventario esta visión fenoménica y por tanto acrítica sobre el mundo de posguerra, incluida las propias corrientes ideológicas de los ‘60 y ‘70. Desde aquí su visión negativa del proceso de radicalización, en la que coincide con Beatriz Sarlo y Oscar Terán: “Izquierda vanguardista [la de los ‘60 y ‘70, N.de R.] que patrocinó una politización reductora de toda otra instancia cultural o intelectual de resistencia, y que desde esa dura y dogmática compactación de criterios a cargo del cuadro político, llegado un momento desvalorizó la mayor parte de la tarea intelectual crítica y creativa ‘no revolucionaria’”6. Aquí la crítica de la “izquierda vanguardista” juega el papel de transformar la crítica al “militarismo” de Montoneros en un juicio acerca de toda idea de revolución, presentando unilateralmente el proceso de radicalización de los ‘60 y ‘70. Para confirmar esta idea Casullo remata “Sin embargo, el estado deplorable de la historia actual en casi todos sus planos indica quizás lo oportuno que sería el despertar de los mandarines con una memoria crítica sobre sí mismos, con memorias imprescindibles, en el marco de un renacer de políticas democráticas genuinamente nuevas”.
Crítica de la radicalización, figura autorreferencial del intelectual crítico y reivindicación de la democracia burguesa. Aquí Casullo coincide con Sarlo.
Sucede que los intelectuales “peronistas”, digámoslo de una vez, son también liberales pero desde otro punto de vista.
III - De cómo González escamotea el rol del trotskismo en la tradición nacional
Toda construcción en torno a la figura del intelectual está estrechamente relacionada con linajes y tradiciones a reivindicar o combatir. Este es el terreno que abordaremos para finalizar este contrapunto.
El nacional-populismo en todas sus variantes se caracteriza por abordar la historia argentina con un maniqueísmo (San Martín-Rosas-Perón) propio de una fábula escolar unido a la más profunda ignorancia del marco internacional y a una telurización estetizante del atraso, constituyendo la contracara del relato igualmente simplista del liberalismo (Mayo-Caseros-Unión Democrática).
Desde un registro más amplio, pero con notoria deuda con los enfoques antes aludidos, Horacio González dedicó un capítulo de su libro Restos Pampeanos al “trotskismo y el cookismo en el teatro de las ideas argentinas”, incluyendo de esta manera al trotskismo en la tradición cultural argentina, a la vez que obscureciendo su verdadero papel en ella.
Según González “...en el trotskismo, el atraso aparecía tan fascinante como la última estribación moderna, pues ambas polaridades se reunían dramáticamente por efecto de una ‘ley del desarrollo desigual y combinado’, que dejaba a la realidad siempre al borde de una deflagración. Si todo punto de un continuo histórico estaba sometido a una ley que combinaba momentos dispares, entonces toda la realidad histórica estaba en convulsión potencial, con su energía inconsciente a punto de transformarse en figuras de la revolución”.
González sostiene que Trotsky “tenía la tentación irrefrenable de suponer que el ‘trotskismo’ era un principio general de desorganización de la materia y el tiempo, introduciendo en esos ámbitos tensos factores de empuje que contribuían a revelar su ‘inconsciente revolucionario’ desembarazándolos, si cabe, de sus propias formaciones calcáreas, burocráticas”.
Sería este punto de vista, característico del “cosmopolitismo” de Trotsky según nuestro autor, el que exponía al trotskismo “a tratar como meramente instrumentales las formas culturales y los núcleos más espesos de las culturas sociales o populares”. De esta forma la revolución permanente, que evocaba la figura retórica del quiasmo, encontraba su complemento en otra “figura retórica”: el entrismo. Para González, mientras que la revolución permanente “establece la cuestión revolucionaria como una continuidad que le otorga cierta idealidad metafísica”, el entrismo “coloca al alma trotskista en estado de intervención permanente en lo que ella no es [...] En la Argentina posterior a la primera caída del peronismo, el concepto político de entrismo7, sometido a una interpretación no menos que descuidada y desprovista de mayores sutilezas, fue esgrimido por un sector del trotskismo que había unido su nombre al del dirigente Nahuel Moreno”8.
En primer lugar Trotsky, lejos de pensar que el trotskismo fuese un “principio general de desorganización de la materia y el tiempo”, combinaba la profundidad conceptual con el análisis concreto de situaciones concretas. Vale decir que no consideraba que el punto de vista internacional suplantara el necesario análisis del contorno nacional, sino que partía de la totalidad del sistema capitalista mundial para comprender sus aspectos nacionales.
Esta fortaleza teórica le permitió captar mejor que nadie, incluido Lenin, la dialéctica histórica específica de la revolución rusa. De esa experiencia y de las revoluciones derrotadas de los años ‘20 surgiría la teoría de la revolución permanente. De esta manera mientras que en Marx la revolución permanente era la bandera con la cual el proletariado debía intervenir en las revoluciones burguesas, en Trotsky era una teoría acerca del carácter de la revolución contemporánea, caracterizada por el transcrecimiento de las revoluciones burguesas en proletarias en los países coloniales, semicoloniales y de desarrollo burgués retrasado y su interdependencia respecto de las revoluciones socialistas en los países centrales.
Contrariamente a los que creían que el trotskismo era “un principio general de desorganización de la materia y el tiempo” Trotsky, lejos de ver como meramente instrumentales las formas culturales propias de los estratos populares nacionales (tanto en el sentido de que fueran “instrumentos” de la dominación burguesa como en el de que pudieran instrumentalizarse en beneficio de la causa propia) logró captar un aspecto de la realidad latinoamericana crucial para comprender el peronismo: los bonapartismos con tendencias hacia las masas propios de los países latinoamericanos en los cuales la clase obrera rivalizaba con el imperialismo, del cual la burguesía nacional era subsidiaria9. Desde aquí polemizaba con aquellos que tomaban “la revolución permanente como una cantinela”10 y no lograban comprender el fenómeno cardenista en México, ni darse una política para luchar por la hegemonía de la clase obrera en la lucha del pueblo mexicano contra el imperialismo.
González en lugar de debatir estos problemas echa mano de un argumento de manual: el nunca suficientemente denostado “cosmopolitismo” de Trotsky, fuerte error de apreciación que compartieran Gramsci y Mariátegui, que por otra parte parece ser lo único que nuestro ilustre pensador ha logrado incorporar del pensamiento de ambos marxistas “sorelianos”11.
Pero no nos burlemos de un respetado sabio que peina canas. Veamos si su argumento resiste aunque sea la enumeración de algunos títulos de trabajos de Trotsky, elegidos al azar y tal cual le vienen a la cabeza a un militante trotskista. Historia de la Revolución Rusa, ¿A dónde va Inglaterra?, ¿A dónde va Francia?, “La revolución china”, “¿Cuál será el carácter de la revolución en España?”, “Problemas de la revolución italiana”, “Sobre las tesis sudafricanas”, “Tareas y peligros de la revolución en la India”, “México y el imperialismo británico”, por nombrar sólo algunos.
Citamos trabajos de distinta envergadura e importancia porque todos están unidos por un punto común: la preocupación de comprender correctamente las características específicamente nacionales de los procesos estudiados, dando cuenta de las relaciones de fuerzas entre las clases, de las contradicciones del régimen político y de las interrelaciones entre éstos y el estado de la economía. Pero Trotsky a diferencia de los nacionalistas de todo pelaje comprendía el ámbito nacional como el resultado de una combinación original de procesos internacionales y nacionales, como parte de la totalidad de la economía mundial.
Un dato más: en su “cosmopolita” teoría de la revolución permanente Trotsky asigna una importancia fundamental al problema de la emancipación nacional, señalando en la segunda tesis la relación de esta tarea histórica no resuelta en los países oprimidos por el imperialismo, con las tareas de la revolución socialista. Da la impresión de que a González, quien en materia de internacionalismo no llega mucho más allá del pueblo-mundo de Alberdi, no le vendría mal repasar aquellos textos que hace muchos años cambió por los de Hernández Arregui.
En segundo lugar una aclaración sobre el problema del entrismo. Esta táctica aconsejada por Trotsky a diversos grupos trotskistas durante los años ‘30, se basaba en la existencia de fenómenos de radicalización de sectores significativos dentro de los partidos reformistas de masas, en una situación en la cual muchos obreros desilusionados del PC luego del ascenso de Hitler afluían hacia los PS esperando ser mejor recibidos en sus estructuras más laxas. La propuesta de Trotsky consistía en entrar en esas organizaciones con una política independiente de la dirección reformista para confluir con los obreros y jóvenes revolucionarios y ganar a la mayoría de ellos para asestar un duro golpe al reformismo.
Pero de ninguna manera el entrismo es, como presenta en forma caricaturizada González, una definición estratégica del trotskismo ni su práctica política permanente. Incluso en el caso de Moreno es una parte, sin duda fundamental, de sus experiencias políticas, pero éstas no se agotan en el entrismo que, como explicamos en la nota de pie 7, tenía un carácter completamente diferente de las experiencias de los trotskistas franceses y norteamericanos en los años treinta12.
Continúa González: “ De hecho, de la época de Palabra Obrera quedaron en el peronismo palabras y definiciones que luego formaron parte de su memoria revolucionaria, en una antropofagia de la que parece haber aprovechado menos el ‘entrista’ [el morenismo, N. de R.] que el ‘entrado’ [el peronismo, N. de R.]”. Luego de plantear que “una de las notorias ideas de cierto tramo del trotskysmo –la del ‘partido obrero basado en sindicatos’– tenía la evidente singularidad de que se avenía con cierta coherencia a los sobreentendidos intereses del dirigente sindical Augusto Timoteo Vandor, en su sorda disputa con el exilado Perón” González concluye “... sólo puede entenderse cabalmente el drama de John William Cooke al percibirse que sus tesis tenían una cierta cercanía con las del trotskismo”.
González otorga al trotskismo (morenista) el lugar de un elemento externo que habría penetrado en la tradición político-cultural argentina, no por presentar una visión diferente de la historia nacional y sus principales procesos sino por, entrismo mediante, haber ampliado y enriquecido el universo discursivo del peronismo, al cual no habría podido pensar más que como una forma “meramente instrumental”.
Por el contrario consideramos que el trotskismo es la única corriente que pensó la historia nacional desde un punto de vista independiente de todos los proyectos semicoloniales burgueses. Señalamos a continuación en un breve e incompleto esbozo, algunos de sus principales aportes.
De los ricos debates fundacionales del trotskismo argentino de los años ‘30, resaltamos el rol de Liborio Justo, quien remarcó la importancia de la lucha por la liberación nacional como una tarea fundamental de la revolución obrera en la Argentina, problemática con la cual la corriente de Nahuel Moreno mantuvo una continuidad.
Moreno sintetizó los criterios para estudiar los diversos períodos de la historia argentina: “Analizar la historia de un país determinado como parte de ese todo que es la economía y la política mundial [...] El segundo elemento a considerar [...] es el desarrollo de las fuerzas productivas [...] el tercer elemento a considerar es el que se refiere a las relaciones de producción o relaciones entre las clases. Es indispensable, entonces, que precisemos primero la existencia de las clases, qué relaciones se establecen entre ellas, el grado de explotación de unas por otras, quién o quiénes detentan el poder político, cómo están subdividas. Este tercer elemento se halla íntimamente ligado al anterior [...] si bien debemos tener en cuenta que dicha ligazón no es en ningún modo mecánica y que pueden existir entre ambos contradicciones más o menos violentas [...], con la combinación de estos tres elementos estamos en condiciones de definir las etapas históricas de cualquier país”13.
Milcíades Peña, primero en colaboración con Moreno (revista Estrategia), y luego por su parte, ofreció una interpretación marxista de la historia argentina desde este punto de vista, en polémica con la tradición liberal y su subtradición stalinista, como frente al revisionismo histórico y su subtradición de la “izquierda nacional” encarnada en Jorge Abelardo Ramos, poniendo de relieve la incapacidad de todas las alas de la clase dominante argentina frente a sus tareas históricas. Milcíades Peña acuñó y desarrolló una herramienta conceptual fundamental para comprender la dependencia del país respecto del imperialismo: la pseudoindustrialización. Mientras que la revolución industrial inglesa había implicado una profunda transformación de las relaciones de propiedad, la pseudoindustrialización argentina fue una política consciente de la oligarquía (burguesa) argentina para hacer frente a la pérdida de mercados durante la crisis de los años ‘30, de forma tal que la “burguesía industrial” tan ensalzada en nuestros días, no surgiría en oposición a los dueños de las tierras sino como una diversificación dentro de su mismo sector. Peña sostenía que la pseudoindustrialización, definida como “el injerto de fábricas y talleres en un país atrasado [...] perpetúa constantemente, eleva a nuevos planos y recrea sin cesar el atraso del país”14.
La categoría de pseudoindustrialización, junto con otros criterios de análisis tales como la baja productividad del trabajo, el creciente endeudamiento externo con las metrópolis
capitalistas, el rol de proveedor de materias primas y alimentos en el mercado mundial, y la subordinación a los Estados Unidos a través de pactos políticos y diplomáticos internacionales, permitió a Peña hacer un ajustado análisis de la dependencia argentina, que mantiene vigencia conceptual en una situación de creciente reprimarización de la economía argentina, de pago en regla al FMI y de discursos altisonantes (aunque cada vez menos) sobre la “sustitución de importaciones”.
En relación con el peronismo, es sin duda el trotskismo la corriente que intentó desarrollar una comprensión marxista de éste en tanto fenómeno histórico y social. Si bien aquí Milcíades Peña exhibe una notoria unilateralidad, presentando a Perón como un “agente inglés” más a tono con las primeras caracterizaciones del GOM-POR en el que militó hasta 1959, Nahuel Moreno logró a partir de 1952 una visión más ajustada del peronismo caracterizándolo como un bonapartismo sui generis y señalando, respecto de sus relaciones con el movimiento obrero, la siguiente contradicción “por un lado, esbozo de democracia obrera e incipiente desarrollo del poder obrero a través del respeto a la clase y sus conquistas básicas, representadas por las comisiones internas y el cuerpo de delegados de fábrica, por el otro, control total del proceso por parte del estado, lo que se traducía en la digitación de las direcciones y el sometimiento al ministerio de trabajo”15. No obstante una notoria exageración (ciertamente la estatización de los sindicatos fue más fuerte que la democracia obrera) hay aquí un intento de captar la dinámica de un fenómeno que todos los actores intelectuales veían estáticamente. Estos análisis sobre el carácter histórico y de clase del peronismo, son muy superiores a los de quienes, como Ernesto Sábato, presentaban dicho fenómeno como producto del “resentimiento de los pobres”, tanto como a los de los apologistas de la izquierda nacional que lo presentaban como expresión de una burguesía “industrializadora” imaginaria, mientras la burguesía industrial real había apoyado el golpe proyanqui16.
Mientras los apologistas del “capitalismo nacional” presentan el MERCOSUR de los monopolios europeos, argentinos y brasileños transnacionalizados, la crítica de las perspectivas nacionalistas burguesas y pequeño-burguesas es lo que permitió a Liborio Justo desarrollar hace ya más de dos décadas una visión acerca de la necesidad de la integración argentino-brasileña en una Unión de Repúblicas Socialistas de América del Sur17.
Estos aportes de tres figuras pródigas en cruces y desencuentros mutuos, son parte de una tradición oculta e incluso precaria que se constituyó en el marco de una compleja situación internacional de dominio del stalinismo sobre el movimiento obrero internacional y del peronismo en el terreno nacional.
En este contexto los trotskistas argentinos desarrollaron su labor no exenta de limitaciones: Moreno construyó un partido pero terminaría abandonando la revolución permanente por una teoría semi-etapista de la revolución democrática. En Peña, muchas veces la revolución socialista aparecía transformada en un medio para la industrialización dislocando la perspectiva internacionalista, y Liborio Justo no construyó ninguna organización y sus acusaciones a Trotsky, respecto de su posición frente a las expropiaciones petroleras del gobierno de Cárdenas, no resisten el menor análisis. La mayor limitación compartida es la tendencia a separar los fenómenos nacionales de los internacionales, no logrando una comprensión profunda del mundo de la segunda posguerra.
Nos obstante estas limitaciones, trabajos como los cinco tomos de Nuestra patria vasalla de Liborio Justo, Antes de Mayo, El paraíso terrateniente, La era de Mitre, De Mitre a Roca, Sarmiento, Alberdi y el ‘90, Masas, caudillos y élites o Industria, burguesía industrial y liberación nacional de Milcíades Peña, la revista Estrategia (‘57/’59), y muchos aportes de Fichas, Método de interpretación de la historia argentina, de Nahuel Moreno, son libros fundamentales para cualquier abordaje marxista de los problemas históricos y políticos argentinos. A esto se suma el extenso trabajo de Ernesto González El trotskismo obrero e internacionalista en la Argentina, fundamental para comprender los debates fundacionales del trotskismo en nuestro país, y sobre todo la historia de la corriente morenista.
Por eso la tarea que nos planteamos es la de recuperar y superar dialécticamente estos aportes en nuevos desarrollos de la teoría de la revolución permanente, que a la vez que recuperen la continuidad de la tradición marxista revolucionaria, recreen la teoría marxista de cara a los desafíos de la lucha de clases del siglo XXI.
Esta es una apasionante tarea de la que gran parte de la izquierda que se reclama trotskista ha desertado. Los grupos surgidos del estallido del MAS constituyen un espectro que va desde la incapacidad de superar el marco teórico del morenismo (MST) al abandono del trotskismo en aras de una recepción ramplona de cierto marxismo academicista (Herramienta) adaptándose a la reacción ideológica de las últimas décadas.
Por su parte PO, que tiene una visión profundamente autorreferencial de la historia del trotskismo en Argentina, combina una elástica capacidad de adaptar su “teoría” a los vaivenes de su trayectoria pragmática con el recurso a la cita canónica, sin hacer ningún esfuerzo por recrear los elementos de continuidad antes mencionados en nuevos desarrollos teórico-políticos superadores. Si tenemos que definir el “marxismo” de PO, la mejor definición es la de un “marxismo estéril”.
Al revés de estas corrientes, nos proponemos recuperar los elementos de continuidad antes mencionados sin perder de vista que las limitaciones propias del trotskismo de la segunda posguerra, al cual hemos denominado como “trotskysmo de Yalta”.
El PTS surgió en un contexto internacional de procesos complejos y contradictorios. La caída del Muro de Berlín, la ofensiva ideológica triunfalista del imperialismo, y la crisis del marxismo, fueron el marco en el cual la mayoría de las corrientes trotskistas iniciaron un acelerado curso hacia el oportunismo.
Desde hace más de diez años el PTS viene orientando sus esfuerzos para reconstruir el marco de análisis internacionalista, apelando al marxismo revolucionario como un pensamiento vivo que necesita recrearse en el roce con la realidad. Señalemos algunos puntos salientes del trabajo realizado:
- una crítica exhaustiva de las principales posiciones de la corriente morenista, en especial de su teoría de la revolución democrática, para retomar los fundamentos de la teoría de la revolución permanente, revalorizando la importancia de la lucha por los consejos obreros, notoriamente devaluada en dicha tradición18;
- recuperando el método de Trotsky de analizar la situación mundial atendiendo a la marcha de la economía, las relaciones entre los Estados y la lucha de clases, hemos analizado tanto las tendencias generales de la situación mundial como los avances y contradicciones de los procesos de restauración capitalista en la URSS, Cuba y China19;
- hemos polemizado sobre las experiencias de los años ‘70 en la revista universitaria En Clave Roja, resaltando la importancia de las acciones de masas como el Cordobazo, el Rosariazo, el Viborazo y otras, así como de la emergencia del fenómeno del clasismo, claramente ausente en el revival setentista impulsado por la centroizquierda peronista;
- hemos recreado los criterios metodológicos de Milcíades Peña para analizar la reconfiguración de las clases, la economía y el régimen político de nuestro país durante los años ‘9020;
- polemizamos con Toni Negri21 mucho antes de su “recepción” por la intelectualidad local;
- encaramos un diálogo polémico entre Trotsky y Gramsci22 en función de superar la unilateralidad con que todo el trotskismo analizó los contornos de la situación internacional a la salida de la Segunda Guerra Mundial;
- en Estrategia Internacional N° 21 hemos profundizado la reflexión sobre los desafíos del marxismo en el siglo XXI alrededor de polémicas de actualidad. En “Desafiando la miseria de lo posible” hemos polemizado tanto con los teóricos “globalizantes” como con los defensores del Estado-nación recreando los análisis y las definiciones de Trotsky frente a la situación internacional, la heterogeneidad de la clase obrera y otros problemas en los cuales el análisis marxista sigue siendo más fecundo que las ideologías en boga. En “Más allá de la democracia liberal y el totalitarismo” hemos defendido la concepción de democracia soviética de Trotsky contra aquellos que, desde Laclau a la LCR francesa, esconden una apología de la democracia burguesa tras la bandera de la “autonomía de lo político”;
- a todo esto se suma el impulso brindado al Centro de Estudios, Investigaciones y Publicaciones León Trotsky, que es un referente latinoamericano en su tarea y mantiene una colaboración permanente con los principales centros de historia del trotskismo a nivel internacional.
Partiendo de estas conquistas teóricas Lucha de Clases se propone dar un paso más: el de aportar a la recreación del marxismo revolucionario internacionalista en el terreno del análisis histórico y los debates políticos y culturales de la tradición nacional, como parte de la lucha por la construcción de un partido revolucionario de la clase obrera argentina, latinoamericana y mundial.
Notas
1 Revista Confines Nº 14, junio de 2004, pág. 12/13.
2 Martín Caparrós y Eduardo Anguita, La Voluntad, Tomo II, Bs. As., Norma, 1998, págs. 313/314.
3 Revista Confines, op.cit., pág. 50.
4 Ver Nicolás Casullo, Sobre la marcha, Bs. As., Colihue, 2004, pág. 204/205.
5 “Carta de J. W. Cooke a un grupo de compañeros del movimiento peronista desde La Habana, Cuba. 1962” en R. Baschetti (comp.), Documentos de la Resistencia peronista 1955-1970, Bs. As., Ed. de la Campana, 1997, pág. 203.
6 Revista Confines N° 14, op. cit., pág. 60.
7 Partiendo de la definición de que el peronismo “no dejó y posiblemente no deje por mucho tiempo ninguna posibilidad de organización política independiente de la clase obrera” la corriente morenista definió que “el entrismo es posible e inclusive necesario cuando el movimiento obrero apoya a ese movimiento nacional y no hay brotes importantes de organización independiente de la clase obrera” buscando convertir al Movimiento de Agrupaciones Obreras que ellos orientaban en “la fracción trotskista legal del peronismo”. De esta manera el “entrismo” en el peronismo se expresó en la adopción de un discurso sindicalista combativo que le cedía en los problemas centrales de la política nacional al peronismo, por ejemplo “acatando” la orden de Perón de votar por Frondizi. Esta política terminaría sumiendo a la corriente morenista en un curso sindicalista que se expresaría luego en la ruptura de un sector de dirigentes posicionados en ese sentido. Ernesto González (coordinador), El trotskismo obrero e internacionalista en la Argentina, Tomo II, Palabra Obrera y la Resistencia (1955-1959), Bs. As., Antídoto, 1996. Cabe aclarar que las conclusiones por nosotros planteadas difieren de las de Ernesto González.
8 Horacio González, Restos Pampeanos, Bs. As., Colihue, 2000, págs. 392/394.
9 “En los países industrialmente atrasados el capital extranjero juega un rol decisivo. De ahí la relativa debilidad de la burguesía nacional en relación al proletariado nacional. Esto crea condiciones especiales de poder estatal. El gobierno oscila entre el capital extranjero y el nacional, entre la relativamente débil burguesía nacional y el relativamente poderoso proletariado. Esto le da al gobierno un carácter bonapartista sui generis, de índole particular. Se eleva, por así decirlo, por encima de las clases. En realidad puede gobernar o bien convirtiéndose en instrumento del capital extranjero y sometiendo al proletariado con las cadenas de una dictadura policial, o maniobrando con el proletariado, llegando incluso a hacerle concesiones, ganando de este modo la posibilidad de disponer de cierta libertad en relación a los capitalistas extranjeros”. León Trotsky, “La industria nacionalizada y la administración obrera” (12 de mayo de 1939), Escritos Latinoamericanos, Bs. As., CEIP, 1999, pág. 151.
10 León Trotsky, “Discusión sobre América Latina” en Escritos Latinoamericanos, op. cit., págs. 111/126.
11 Ver en Lucha de Clases Nº 2/3, “Doctores y matreros”, donde analizamos el módico
12 Ver “Consideraciones de principio sobre el entrismo” (septiembre de 1933) y “La Liga frente a un giro” (junio de 1934) en Escritos de León Trotsky 1929-40 digitalizados, Bs. As., CEIP, 2000.
13 Nahuel Moreno, Método de interpretación de la historia argentina, Bs. As., Pluma, 1975, págs. 9/10.
14 Milcíades Peña, Industria, burguesía industrial y liberación nacional, Bs. As., Fichas, 1974, págs. 34/35.
15 Nahuel Moreno, op.cit., pág. 196.
16 Ver Hermes Radio (Milcíades Peña), “¿Quiénes supieron luchar contra la “revolución libertadora” ANTES del 16 de septiembre de 1955?” en Estrategia de la emancipación nacional N° 1, septiembre 1957, págs. 95/137.
17 Liborio Justo, Argentina y Brasil en la integración continental, Bs. As., Centro Editor de América Latina, 1983.
18 Ver “Polémica con la LIT y el legado teórico de Nahuel Moreno” en Estrategia Internacional N° 3, Diciembre 1993-Enero 1994 y “La Estrategia Soviética en la lucha por la república obrera” en Estrategia Internacional N° 4/5, Junio de 1995.
19 Por ejemplo “Un intento de redefinir la hegemonía imperialista” en Estrategia Internacional Nº19, “Cuba: reflexiones sobre su histopria y actualidad” en Estrategia Internacional Nº 20 y “Mitos y realidad de la China actual” en Estrategia Internacional Nº 21.
20 Ver “Una nueva ‘Década Infame’” en Estrategia Internacional N° 14, Noviembre-Diciembre de 1999.
21 Ver “¿Imperio o Imperialismo?” y “¿Comunismo sin transición?” en Estrategia Internacional N° 17, Abril de 2001.
22 Ver “Trotsky y Gramsci. Convergencias y divergencias” y “Revolución Permanente y guerra de posiciones. La teoría de la revolución en Trotsky y Gramsci” en Estrategia Internacional N° 19, Enero de 2003.
VIVA PERON
Por Montoneros,CArajo! -
Sunday, Nov. 20, 2005 at 9:59 PM
peron peron que grande sos
jajajaj
Viva Perón, viva nuestro pueblo
jajaajajajaj
Con el pueblo o en ciontra de él... Baste de gorilas de izquierda!!!!!!
VIVA PERON, CARAJOOOOOOOOOOOOOOOOO
Al lumpen de arriba
Por Brutus -
Sunday, Nov. 20, 2005 at 10:55 PM
brutuspresidente@protocolo.zzn.com
Flaco te quedaba medio gramo de cerebro, es decir lo justo para hacer funcionar las necesidades minimas (cagar, mear, erutar, etc.) El 99, 5 % ya lo habias perdido de golpe transando con Menem y Duhalde.
Levantando a Peron en 2005 y haciendo de guanaco castrado sin rebatir argumentadamente el discutible (aunque interesante y laborioso) trabajo posteado, acabas de derrochar la ultima funcion que te prohibia erutar por la nariz, tragar mierda hasta por las orejas y cagar por la boca.
Alla vos con tus problemas fisiologicos.
Fijate que ni "el Pepe" se atreve a defender hoy a Peron. jaja. Si, el viejo este que te mando al frente, Juan Domingo Cagon.
¿Asi que vos eras de la eme?. ¿Cual de ellas?. Porque la historia dice que hubo varias. ¿O no?.
Bruta y Complicada Historia.
Che ¿y los "intelectuales" perucas no tienen nada que decir sobre SUS "intelectuales" de hoy?. Donde estan que no los vemos.