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La estética de la violencia anarquista
Por Ilia Galán - Tuesday, Feb. 14, 2006 at 5:41 PM

Que alguien quiera eliminar calculadamente a otros porque le estorban o porque parecen inconvenientes desde una determinada ideología, estado o tipo de leyes, como hace el verdugo, parece execrable. Pero, si alguien, lleno de pasión, defiende su libertad o la de otros y se enfrenta a costa de la muerte a los opresores, matando, parece distinto. Sin embargo, la dialéctica violencia o no violencia tiene hoy, pese a nuestra propensión civilizada y tolerante a la paz con todos, máxima vigencia con la versión: guerra pretendidamente justa o terrorismo, y las adhesiones a uno u otro campo. Si se considera al ser humano como centro del universo y fuente primigenia de libertad, casi como algo sagrado, el homicidio tiene que ser necesariamente algo escandaloso, sobre todo en las sociedades democráticas de Europa, donde la muerte artificialmente provocada ha sido erradicada de las penas oficiales de cada uno de los estados, al menos entre sus miembros, aunque ahora vuelva, pero con el consentimiento y voluntad libre del que la reclama, en forma de eutanasia. Ahora bien, como es conocido, el ser humano, fuente de libertad, es también fuente de opresión, para sí mismo y para otros.

La ejecución en frío, lo mismo que los asesinatos calculados, parece repeler especialmente a la mente y al corazón -el ser humano no es sólo animal racional, como se ha pretendido desde Aristóteles, ni sólo con la razón mecánica comprende el mundo-; los sistemas que pretendidamente liberaban al mundo de ciertas opresiones, como los marxistas, han usado con gran profusión de métodos calculados de purga y exterminio, al igual que lo hicieron los nazis o se hace en determinadas dictaduras; lo mismo que en el antiguo régimen se justificaba bajo las marañas argumentales de las razones de estado o de la religión. En cambio, los asesinatos pasionales, aunque también repulsivos, parecen reclamar más indulgencia, pues ¿quién es el que en alguna ocasión no ha sido llevado por un acceso de furia y ha empleado la violencia, aunque sólo sea en la niñez? Y la violencia es fuerza muchas veces incontrolable, incluso para los que fríamente la calculan para lograr sus propósitos. Sin embargo, se admiten ciertos casos excepcionales donde sería posible matar a alguien, como es en la legítima defensa, o ante una amenaza grave a los principios fundamentales del ser humano: si una mujer mata a un agresor que va a violarla, no hallando otro medio de evitarle, o si no hay otro remedio que defenderse a tiros para no ser encarcelado de por vida, ser torturado, mutilado, etc. El principio se basa en la naturaleza que somos; cualquier animal atacado y vivamente molestado, si tiene defensas, no duda en repeler el ataque como puede, aun a costa de la muerte del agresor. Por eso matar puede ser bueno en algunos casos, cuando es la única opción, o cuando ya se han ensayado las demás y es la última salida; de hecho, las civilizaciones siempre han honrado a los héroes, a los defensores de la comunidad frente a los enemigos, grandes matadores o asesinos, a veces por una bandera, una corona, un dogma, etc.

El anarquismo del siglo XIX no tuvo más remedio que acudir a estas nociones para luchar contra sistemas extraordinariamente opresores e injustos. De ahí que fueran numerosos los seguidores de Bakunin o Kropotkin que se dedicaron a provocar atentados, algunos muy sonados e incluso acertados -derribando presidentes de gobierno, duques, generales, etc.-, y por los que fueron conocidos en general los anarquistas a principios del siglo XX. La justificación no era otra que la constatación de una guerra multisecular, establecida por un imperio profundamente injusto que manejaba una minoría de privilegiados, la guerra contra la opresión brutal que hacía a muchos morirse de hambre mientras otros nadaban en la opulencia, los mismos que a su vez, por medio de leyes elaboradas a su conveniencia, ejecutaban a los disidentes o emprendían guerras contra otros estados por intereses económicos, dinásticos, etc. Se entendía que estaban en guerra, pues al pueblo se le mantenía esclavo, y mejor morir a veces que vivir esclavizado, y por tanto el principio de la defensa personal se mantenía, ya que la violencia institucional, la que promovía el estado con sus cárceles, condenas a muerte, torturas y alistamientos militares para destruir y matar por injustificados motivos, se ejercía eminentemente contra aquellos del pueblo que no querían seguir viviendo bajo el yugo.

Así se consolidó, junto a la herencia propia del romanticismo, que ensalzaba al revolucionario, la imagen del terrorista como un héroe, un mártir del pueblo, a semejanza de los mártires del cristianismo, pues moría por liberar a todos de un estado de cosas profundamente injusto. Horadar la seguridad estatal con atentados diversos a sus instituciones más represivas y a aquellos que las dirigían se convertía no tanto en actos de terror indiscriminado sino fundamentalmente en hechos heroicos propios de un guerrero, un guerrero que se exponía por bien de la comunidad. Hallar argumentos para ello no era difícil, pues incluso en la Edad Media defiende un Santo Tomás de Aquino el uso de la violencia cuando no se halla otro para una situación insufrible y dramáticamente injusta -hay grados de injusticia y no es justificable la muerte por minucias-. Eso sí, una de las condiciones morales es que fuera útil tal violencia, es decir, que se calculase que el mal producido -surgido de otro mal mayor- iba a cambiar y mejorar notoriamente la situación, es decir, que hubiese ciertas garantías de victoria. Algunos, sin embargo, pensaron que hay circunstancias en que morir matando hace bien sólo porque el injusto opresor o el malvado se lo pensará dos veces antes de ejercer sus violencias, o porque sí, pues no somos corderos sino hombres libres. De hecho, matar podía entenderse como un acto de caridad, pues era quitar de en medio a un monstruo que dañaba a la comunidad, a muchos, matar a un asesino o a un tremendo opresor, y eso era hacer un bien a la mayoría.

Por el mismo y caritativo motivo se justificaba el tiranicidio, es decir, el atentado o acto de terrorismo –en lenguaje actual- contra un peligro para todos, contra un asesino consumado que maneja el poder y lo usa para aplastar a los demás. De hecho, caso hubo de curas que con una hostia emponzoñada entregaban junto al cuerpo y la sangre de Cristo, el Amor puro, la muerte del tirano y la salvación del pueblo. ¡Cómo hubiera sido el siglo XX si algún héroe hubiera atentado con éxito contra Hitler o Stalin al principio de sus carreras de atrocidades!.

La estética de la violencia, del héroe revolucionario, del bienintencionado que no halla otro medio de cambiar las cosas que por la lucha abierta, produjo una gran ola de atentados en buena parte de Europa, pero de modo especialmente eminente en Rusia y en España. No son pocas las novelas que retratan a los anarquistas de aquella época. En algunos casos, cuando se trata de un frío cálculo el que motiva el atentado, puesto al servicio del pueblo, entendiéndolo como una ejecución de un ejecutor, como es el caso de jueces que condenaban a muerte a compañeros anarquistas y a los que se atentaba; su justificación era que no hacían sino cumplir la ley, como si la ley fuera más sagrada que los hombres que las hacen; como si no hubiese obligación de rebelarse ante ciertas leyes; como si uno no tuviese autonomía moral y no fuera sino un títere en manos de otros. Sin embargo, los excesos revolucionarios, los ejecutores sanguinarios y la violencia fuera de control motivaron muchos rechazos, como los que recibieron los nihilistas rusos, por ejemplo, incluso por parte de quienes estaban de acuerdo en cambiar el estado de opresión por medio de la revolución. Así lo refleja Dostoievski, a partir de su experiencia personal como revolucionario, en Los Demonios. No muy diferente es la novela de Baroja, Aurora roja, describiendo los grupos anarquistas y su predisposición a la violencia, así como el problema de las delaciones, los infiltrados, la represión y el hecho mismo de atentar. Hubo anarquistas que decidieron no soltar la bomba porque había niños que se verían dañados, pero otros se justificaron atrozmente, lo mismo que se cree justificar el militar que bombardea una ciudad y elimina, junto a sus enemigos, a unos cuantos inocentes. El horror causado por los atentados logró un doble efecto, junto con las revueltas callejeras que terminaron siendo revoluciones. Por un lado, el rechazo de las salvajadas por parte de los que simpatizaban con anarquistas, liberales, socialistas, etc.
Y por otra parte, la consecución de ciertos logros. No sólo fueron útiles los análisis de Marx y Bakunin al respecto sobre la evolución histórica, ese mito del progreso, por medio de revoluciones y violencia, método propio de la dialéctica hegeliana. Sin revoluciones, sin sangre, el Antiguo Régimen no hubiera cambiado caritativamente para compartir sus poderes con los burgueses. Sin revoluciones, atentados y sangre, los estados no se hubieran ido liberalizando. Aunque la sangre sin las ideas que la justificaban nada hubiera logrado por sí sola, no está tan claro si las ideas publicadas y asumidas hubieran cambiado por sí solas al pueblo y a los gobernantes que participaban en mayor o menor medida de ellas (no hay que olvidar la estirpe nobiliaria de Bakunin o el rango principesco de Kropotkin, así como los monarcas y nobles ilustrados que lucharon para cambiar un mundo en el que eran privilegiados, aunque minoría dentro de esa minoría).
El resultado fue el advenimiento de la sociedad del bienestar en la que pretendemos vivir casi todos. Se descubrió que conceder era una manera de evitar las tensiones revolucionarias, pues la violencia institucional, al acendrar los ánimos y provocar nuevas injusticias, quedaba más patente como aplastamiento injusto de la voluntad popular. Convertir los estados en una tibia mezcla de socialismo (seguridad social, leyes laborales, jubilaciones, paro... estado-padre, como en el marxismo de la dictadura del proletariado), anarquismo (en las costumbres, moralidad, modo de vida, libertad de expresión), liberalismo (económico y parlamentario, etc.), y capitalismo (banca, finanzas, leyes económicas...) logró evitar las revoluciones, porque el pueblo ya no malvivía sino que podía vivir con holgura y libremente, con acceso a una propiedad que antes le era negada. Hacer de los proletarios burgueses con derechos y grandes libertades evitó más derramamientos de sangre y propició una tranquilidad novedosa para los poderosos y ricos del siglo XX que podían volver a pasear tranquilamente por el centro de la ciudad sin un ejército que continuamente los vigilase -problema que sigue vivo en el tercer mundo-. Ahora bien, esto sucedió en Europa, y de un modo más evolutivo y mucho menos convulso, menos violento, en Inglaterra; en menor medida, en EEUU. El resto del mundo fue sometido imperialmente o revivió los sometimientos particulares de cada uno de sus dictadores, con ligeras islas democráticas, a menudo más ficticias, institucionales, que reales.
Sin embargo, a la vez que la violencia ejercitaba una fascinación práctica, con la fe en que se iba a lograr un mundo mejor por medio de la sangre, como una redención, también a veces fue el motivo de más grandes y severas represiones. Así pueden también analizarse algunos casos de la historia, donde por culpa de un atentado se ejercitaron brutales represalias y ejecuciones; y habría que ver hasta qué punto la guerra civil española del siglo XX no estuvo en buena parte propulsada, en cuanto al levantamiento militar y la concepción de Cruzada Cristiana, por los desórdenes y asesinatos que en Madrid y algunos pueblos se desarrollaban, quema de iglesias y conventos, por parte de grupos anarquistas y comunistas, entre otros. Los excesos llevan a su contrario. E incluso, en algunos casos, parece tener razón Foucault cuando señala cómo el Estado deja que se extienda cierto caos, cierta "anarquía" donde los abusos aterroricen a la población, para luego ejercer con más legitimidad y apoyos políticas represivas o restrictivas. Así ha sucedido recientemente con la violencia en las calles de los delincuentes, en muchos casos por parte de inmigrantes, debido en buena parte a unas fisuras en las leyes, hasta que el partido que gobernaba desde hace ya numerosos años decide obrar con apoyo generalizado de la ciudadanía, sospechosamente tarde y no mucho antes de las elecciones.
El siglo XX, con la división del mundo en dos grandes bloques, el comunista y el capitalista-socializado, tuvo tendencia a justificar la estética de la violencia sobre todo en las revueltas del Tercer Mundo, las revoluciones en América Latina, normalmente conducidas de modo marxista, estatalizándose, y la revolución en las costumbres y en la vida cotidiana que se hizo a partir de mayo del 68 en Occidente y de cuyos frutos todavía vivimos. La imagen del Che Guevara es un icono revolucionario repetido hasta la saciedad. Pero la disolución institucional de los estados oficialmente comunistas pareció provocar la victoria del capitalismo-socializado como si fuera el único pensamiento posible en lo político. El anarquismo siempre pareció residual, como un elemento de combate o de crítica, pero no creador de modelos, más destructivo que constructivo, en cuanto no creyente en modelo alguno basado en leyes estatales.

Pero la situación cambió a finales del siglo pasado y principios del XXI. Es difícil mantener un anarquismo decimonónico cuando se vive en las autopistas, cuando usamos internet y queremos electricidad y calefacción en invierno; y el modelo se va mutando con nuevos ámbitos, el de la ecología, los disidentes, los antiglobalizadores que se oponen a un imperio económico mundial, etc. Antimilitarismo, antimultinacionacionales son algunas de las variantes a las que se ha asimilado el pensamiento libertario, y es que ahora, paradójicamente, no son tanto los estados los enemigos del pueblo sino las multinacionales que a veces parecen manejar a los estados, como las del petróleo, por ejemplo. De hecho, buena parte de los movimientos de izquierda ha utilizado en las dos últimas décadas la idea de que el estado del bienestar, lo estatal como público y de todos, ha de ser defendido frente a lo privado, entendiendo por lo privado el gran capital que maneja los mercados. De ahí la reelaboración que el anarquismo y sus diversas variantes está experimentando últimamente. Por un lado, la decepción de los sistemas de liberación con modelos represivos o estatalizadores, al estilo de los sistemas comunistas, sobre todo los que repiten el modelo estalinista, de modo que muchos seguidores de tales movimientos se han acercado con variantes al pensamiento libertario.

De otro, la necesidad de una organización social compleja, donde no son pocos los que consideran que es mejor cambiar lo que se pueda dentro, en los entresijos del Estado, desde la altura de las instituciones, como hicieron los ilustrados en parte. El aserto de Feuerbach según el cual uno piensa según come o habita una choza o un palacio, no siempre se cumple, para empezar, con los mismos Marx y Engels, que eran burgueses. Y es que hoy son miles los anarquistas que pertenecen al Estado como funcionarios, que pagan los impuestos y hasta algunos cumplen meticulosamente las leyes. Esas sociedades complejas hacen que no sea fácil, como nunca lo fue, distinguir lo que es bueno de lo malo, al amigo del enemigo, y que sean posibles los híbridos. Los que luchan contra la neoesclavitud que se hace con los inmigrantes no legalizados, precisamente porque viven al margen de la ley -¡todo lo contrario del modelo de libertad de Schiller en Los bandidos!-, los que se unen a los grupos feministas, grupos ecologistas, grupos alternativos en general, incluidos grupos religiosos de tipo cristiano próximos a la teología de la liberación o en línea con el anarquismo de Tolstoi, críticos con la estatalización religiosa, donde se buscan las posibilidades de desarrollar diversos modos de sociedad y no sólo uno.

Todo ello hace que los enemigos tópicos del anarquismo: el Estado, la propiedad privada y Dios, se vean reinterpretados; pocos quieren hoy un comunismo sin ningún tipo de propiedad privada; el Estado puede servir, si es pequeño y responde más o menos a los deseos de sus ciudadanos, a hacer frente a las multinacionales o a los otros estados de tipo imperial, estilo EEUU, o Dios puede ser un aliado que sacralice la libertad, como Ser máximamente libre al que el hombre ansiara emular.

Así, la violencia institucional no se da hoy tanto en las libertades individuales entendidas como derechos del hombre, sino en el mercado, en las imposiciones de las multinacionales, los grandes grupos de opinión que se camuflan como empresas de información , la cibercultura, donde el planeta depende de muy pocas empresas (Microsoft, IBM...), los partidos políticos que forman una elite al margen de la ciudadanía y tergiversan la voluntad popular por medio de la demagogia, etc. Las aportaciones de Chomsky o Ivan Ilich, unidas a las de Foucault, han conducido a otros modos de pensar que resultaban inviables para los ácratas del siglo XIX. Lo cual no impide que siga la estética de la violencia heredada del siglo XIX, los okupas, los que bajo banderas anarquistas, con indumentaria rota y normalmente sucia, quieren, rompiendo escaparates y farolas de alumbrado público, o quemando papeleras, hacer notar que otros modos de vivir son posibles; generalmente logran más rechazo por parte del pueblo –hoy aburguesado en su mayor parte y que no gusta que se destruya lo que todos pagan, lo público, lo que es de todos- que su adhesión, consiguiendo un antiefecto.

A partir del los atentados de fanáticos islámicos del 11 de septiembre en EEUU, con el comienzo de siglo, el mundo se ha vuelto a dividir entre el imperio que cree legítima su fuerza, como si fuera el templo de las libertades, y los que desde una religión, con modos fanáticos, se arrojan a la lucha contra ese primer mundo que teje los hilos prescindiendo de ellos y aun contra ellos, por medio de las instituciones pero desde las puertas traseras de éstas. Los que consideran que el mundo no es blanco sólo ni sólo negro, sino que hay matices, tienden a verse represaliados en la polarización entre bandos nítidamente definidos. Aquellos que desean el bien común, mejorar el sistema para todos, pueden verse conducidos por éste a posiciones inviables, si no son corrompidos por las ventajas del sistema o por las riquezas. Sin embargo, al igual que Jünger propone el emboscado como individuos a lo Stirner capaces de luchar pese a que todo parezca desmoronarse alrededor, hay muchos que siguen opinando y haciendo. El problema del hacer es por qué medios puede hacerse, aparte de las manifestaciones, de la prensa, la opinión -en parte secuestrada por las grandes empresas de comunicación.

Y es que un hacer contra la versión única del Imperio puede considerarse como terrorismo; así el ciberterrorismo -a veces simplemente anarquistas cibernéticos-, o la represión de la libertad de expresión por medio del espionaje en internet o en los teléfonos, además de las opiniones de los medios de comunicación de masas. Cierto que la violencia de ETA, inicialmente apoyada por algunos anarquistas cuando se luchaba contra Franco y el estamento militar, aunque usa de la estética mítica de la violencia propia de los nacionalismos románticos, no parece justificable en un estado democrático en el que la opción independentista puede ejercitarse por medio de las urnas y por medios pacíficos. Del mismo modo, los fundamentalistas islámicos justifican la violencia por medio de la religión - la estética de lo sublime a la que alude Jon Juaristi, aplicando las aportaciones de E. Burke al terrorismo vasco, une lo político a lo religioso-. Pero el revolucionario del siglo XXI no parece que tenga posibilidades de triunfo por la línea violenta, ni que ahora mismo tenga tal sentido en sociedades donde la opinión sigue siendo libre, al menos de modo particular, y por ello ha de repensar su papel y ver si sus aportaciones pueden ser parciales o totales y en ese caso construir, aunque de modo provisional y sin creérselos como dogmas, esquemas intelectuales, de asociación y de actuación -véase el ejemplo de Greenpeace- adecuados al mundo que hoy vivimos. Pensar que hay que demoler todo el sistema ya resulta difícil, porque se nos cae encima y de los escombros se tiende a reconstruir lo mismo, y porque tras los excesos iconoclastas, como ocurrió en Bizancio con los destructores de iconos, resurge la creación que se resarce de la destrucción, como si lo positivo tuviera que prevalecer siempre por encima de la negación, la creación sobre la destrucción.

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