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Seis apuntes sobre la cuestión indígena neuquina
Por Pedro NAVARRO FLORIA* / Azkintuwe - Thursday, Feb. 23, 2006 at 7:35 PM

"La construcción democrática y participativa de un Estado multicultural en la Argentina y en el Neuquén requiere, sin duda, de una amplia cultura universalista y tolerante en los sectores dirigentes, de una altísima capacidad de diálogo y de acuerdo, y hasta de una gran audacia para romper los viejos moldes nacionalistas y homogeneizadores, todo esto en todos los actores interesados. Se trata nada menos que de imaginar y de hacer realidad una República de iguales en derechos y obligaciones" (Foto de Tayiñ Rakizuam).

Seis apuntes sobre l...
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Periódico Azkintuwe / Martes 21 de Febrero de 2006

Por Pedro NAVARRO FLORIA*

PUELMAPU / Propongo algunas ideas que no pretenden vencer ni convencer a nadie sino hacer aportes a un debate o diálogo absolutamente necesario en el actual estado de cosas. Agradezco a quienes me han pedido opinión y me han mostrado ya sus coincidencias y diferencias. Espero que esta movida que se inicia dé frutos de paz, justicia y mejor calidad de vida para todos los que hemos nacido o elegido vivir en esta tierra del Neuquén, Puel Mapu, Patagonia Norte.

1. La oportunidad de la reforma constitucional neuquina

La actual instancia de reforma de la Constitución Provincial neuquina ha reactualizado una serie de demandas legítimas, entre ellas la de los pueblos indígenas u originarios –en forma particular los autoidentificados como mapuche- por un mayor reconocimiento y espacio en las normas. El oficialismo provincial introdujo ese reconocimiento como un elemento más de enmascaramiento de su proyecto real –centrado en el control discrecional de los recursos del subsuelo y en la hegemonización del régimen electoral- e intentó luego convertirlo en moneda de cambio.
Finalmente se acordó una reforma medianamente satisfactoria, que sin duda sirve de herramienta jurídica para empezar a reparar tanta injusticia y olvido hacia una parte importante de nuestro pueblo. Como anticiparon las noticias de prensa de la Convención, la redacción final del nuevo artículo 53 no se diferencia sustancialmente de la formulación del artículo 75, inciso 17, de la Constitución Nacional: contiene un reconocimiento fundamentalmente cultural y declarativo.

El convencional informante aclaró expresamente que el término “pueblo” no debe entenderse aquí en el sentido que le da el derecho internacional (Diario Río Negro, sábado 11 de febrero de 2006, p. 14), cerrando la puerta a cualquier reconocimiento de derechos políticos. Es cierto que esta vez el reconocimiento –de los “pueblos indígenas neuquinos” y no del pueblo mapuche, como muchos reclamaban- forma parte de los derechos sociales y no, como insólitamente se dio en el plano nacional, de las atribuciones del Poder Legislativo. Pero no hay que olvidar que este es solamente el principio de un largo camino que requerirá de un trabajo legislativo y de una construcción social en la que todos los neuquinos deberemos ser más creativos, serios y eficaces que hasta ahora.

2. ¿Cuáles son los derechos a reponer o reparar?

Históricamente, la población originaria de América entró en contacto con los europeos y con el resto del mundo dividida en naciones soberanas e independientes y en distintos grados y formas de organización política y social. Esas independencias políticas y particularidades culturales chocaron, a lo largo de los quinientos años siguientes, básicamente con dos concepciones políticas occidentales. En primer lugar, con la idea medieval de la subrogación de un supuesto dominio político universal del Creador en la Iglesia y de ésta en los reyes que la defendían, como los Reyes Católicos españoles del siglo XV. Así, esos monarcas y sus descendientes se creían autorizados por Dios para conquistar y someter, con las consecuencias universalmente conocidas. En segundo lugar –y esto tiene mucho más interés para nosotros por su actualidad- las soberanías indígenas colisionaron con la concepción moderna del Estado-nación bajo la cual de organizaron las repúblicas independientes del siglo XIX, entre ellas la Argentina.

El sistema colonial español apostó inicialmente a la conquista y sometimiento total de las naciones americanas y terminó, casi tres siglos después y ante la resistencia invencible de pueblos como el mapuche, reconociendo la independencia y la soberanía de las naciones que no había podido vencer. Investigadores como David Weber en el norte de México, Leonardo León Solís en Chile y Cuyo, y Abelardo Levaggi en la Argentina han demostrado recientemente cómo los tratados entre el rey de España y los jefes indígenas, en las últimas décadas del siglo XVIII, son verdaderos pactos internacionales de reconocimiento mutuo. Después de la independencia, en general las repúblicas hispanoamericanas procedieron al revés: comenzaron reconociendo esas autonomías, convocando estratégicamente a las masas indígenas a la guerra contra España en nombre del sentimiento telúrico, pero en las décadas siguientes derivaron hacia formas de relación cada vez más asimétricas, hasta retomar los mismos propósitos conquistadores de los Reyes Católicos, ahora no en nombre de la Cristiandad sino del Progreso.

Los resultados de este proceso (la conquista del mal llamado “desierto”) fueron, por un lado, lo que la Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio (adoptada por la ONU en 1948 e incorporada a la Constitución Argentina en 1994) define como un genocidio: la destrucción parcial o total de un grupo étnico, racial o religioso mediante la matanza, la lesión grave a la integridad física o mental, el sometimiento intencional a condiciones que acarreen la destrucción física total o parcial, las medidas destinadas a impedir los nacimientos o el traslado forzoso de niños fuera del grupo. Por otro lado, la pérdida de la independencia y de toda consideración política de las naciones indígenas. Esta es, podrían decir los hermanos mapuches con Gabriel García Márquez, la medida de nuestra soledad.

3. Las usinas del genocidio

Es correcto identificar las motivaciones inmediatas de la conquista en el proceso de construcción territorial de los Estados-nación, en las hipótesis de conflicto argentino-chileno y en la ampliación de la explotación ganadera pampeana en la coyuntura crítica de la década de 1870, pero queremos centrar la mirada en factores ideológicos más profundos y durables.
En la Argentina, al menos, la filosofía política generadora del Estado-nación a mediados del siglo XIX, reflejada en la Constitución Nacional de 1853, recogía y combinaba herencias diversas. Se convocaba liberalmente a “todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino” y se proclamaba la libertad de cultos, pero también se comprometía al Estado en el sostenimiento del culto Católico y se propugnaba la “conversión de los indios al catolicismo”. No es el único aspecto en el que se marcaba una asimetría de trato no ya entre indígenas y blancos, sino entre argentinos indígenas y blancos extranjeros (inmigrantes), resultando estos últimos más protegidos por el Estado que aquellos. Por ejemplo, la legislación argentina sobre concesión de tierras públicas siempre fue mucho más generosa con los inmigrantes (e inversores) de origen europeo que con sus propietarios originales.

Mónica Quijada (Homogeneidad y nación, Madrid, 2000) sintetiza esas ideas extrañamente mezcladas como la de la nación étnica y la de la nación civil. La concepción étnica es más antigua, y consiste básicamente en considerar a la nación una comunidad cultural –lingüística, religiosa, etc.- e incluso biológica, originada en un antepasado común. La concepción civil es moderna, se realiza en las revoluciones burguesas, y consiste en considerar a la nación como el resultado de un pacto racional en torno del reconocimiento mutuo de determinados derechos y obligaciones, para poder convivir en un espacio común. La idea de nación étnica tuvo sus derivaciones en los racismos y nacionalismos que en explosiva mezcla con imperialismos, totalitarismos, etc., generaron, en los dos últimos siglos, dos guerras mundiales y otros conflictos tan recientes y atroces como el de Yugoslavia. La idea de nación civil tendió a plasmarse en Constituciones y responde mejor a lo que en general llamamos un “proyecto de país”: una ciudadanía de iguales ante la ley, sin importar el color ni la sangre.

En el siglo XIX, la superposición práctica de estas dos concepciones teóricas hizo que siguiera predominando lo que Quijada llama el paradigma de la homogeneidad sociocultural, es decir la idea de que es mejor una nación culturalmente homogénea. La herramienta más poderosa que pusieron en funcionamiento los hacedores del Estado argentino para lograr esa homogeneidad fue, sin duda alguna, el sistema educativo: la enseñanza gratuita y obligatoria del idioma nacional (el castellano, claro), la historia nacional, la geografía nacional, los rituales patrióticos en torno de los símbolos, el guardapolvo blanco igualador y democrático, etc. No se trata aquí de desprestigiar a ese modelo en su totalidad –menos aún cuando la Argentina no tiene todavía otro modelo educativo superador- sino de explicar uno de sus propósitos menos nobles. Algunos de sus frutos son el mito de la Argentina blanca (un país supuestamente sin “indios”), el mito de la Argentina cristiana, etc.

En la práctica de las políticas hacia las naciones indígenas vencidas, luego de la conquista de la Pampa, la Patagonia y el Chaco, este ideal de homogeneidad se tradujo en el desconocimiento total y absoluto de cualquiera de sus particularidades culturales, sociales y políticas. Lo único que se decía respetar era la integridad física de los individuos, a condición de que se integraran pacíficamente a la sociedad nacional. Esto suponía la pérdida de todo derecho de propiedad –sus tierras ancestrales pasaron a ser públicas-, de las formas tradicionales de organización comunitaria –las llamadas “tribus”-, de sus autoridades, sus leyes y costumbres, y hasta la separación de las familias. Y, obviamente, la educación en una escuela pública que les impedía hablar sus lenguas y transmitir sus culturas; el servicio militar en las mismas fuerzas armadas que habían masacrado a sus hermanos; la obediencia a unas leyes creadas por sus vencedores; el cambio de sus formas de vida tradicionales, etc. Es claro que en este contexto de catástrofe humanitaria el reconocimiento del derecho a la vida individual era poco menos que una ironía, y que no es exagerado hablar de genocidio.

Este deslizamiento progresivo de las naciones originarias al interior de la nación argentina y el borramiento de sus identidades particulares, fue acompañado por una serie de transformaciones del lenguaje (que hemos analizado con Florencia Roulet en un trabajo más extenso, ver http://www.tefros.com.ar/tefros/revista/v3n1p05/completos/soberanosext.pdf). Los “indios” pasaron a ser llamados “salvajes” y considerados como animales; los países que habitaban pasaron a ser llamados “desiertos”; los “pueblos” y “naciones” reconocidas en los tratados del siglo XVIII pasaron a ser consideradas “tribus”, “grupos”, “hordas” o simples conjuntos de individuos sin derecho comunitario alguno; los tratados internacionales celebrados con las naciones indígenas pasaron a ser considerados simples acuerdos domésticos que el Estado podía respetar o no; las fronteras externas pasaron a ser consideradas “fronteras internas”; etc.
Lo fundamental de estas representaciones construidas durante el siglo XIX siguió en pie hasta hace muy poco en los programas y textos escolares, por ejemplo, y permanece en alguna medida presente en el imaginario social argentino.

4. El nuevo contexto de la segunda mitad del siglo XX

La experiencia de dos guerras mundiales, los procesos de descolonización iniciados a mediados del siglo XX, la formación de bloques supranacionales como la Unión Europea y la tendencia mundial a la democratización en la segunda mitad del siglo XX, entre otros factores, contribuyeron a una revisión del paradigma de la homogeneidad y a la revalorización de la diversidad sociocultural. En el plano de lo estrictamente cultural, las reformas educativas que admiten la enseñanza de lenguas indígenas, por ejemplo, son apenas un primer paso en esa dirección. Pero el proceso de reetnización que vive el mundo actual como una de las respuestas posibles a la globalización homogeneizadora, también transita el camino de los derechos políticos. La elección de un presidente aymara en Bolivia es sólo el ejemplo más reciente y cercano de este creciente acceso de los sectores indígenas –a veces mayoritarios- a la ciudadanía plena.

Desde la transición democrática de los años ’80, once países latinoamericanos -Guatemala, Nicaragua, Brasil, Colombia, Paraguay, México, Perú, Ecuador, Bolivia, Argentina y Venezuela- han realizado reformas constitucionales que reconocen en mayor o menor medida los derechos de los pueblos originarios. Llama la atención la ausencia de Chile en este conjunto. En el mismo lapso, casi todas las Provincias argentinas se dieron nuevas Constituciones o reformaron las preexistentes: Salta, Jujuy, Río Negro, Formosa, Buenos Aires, Chaco, La Pampa, Chubut y ahora Neuquén introdujeron referencias a los pueblos indígenas (Claudia Briones ed., Cartografías argentinas. Políticas indigenistas y formaciones provinciales de alteridad, Buenos Aires, 2005). En este contexto, reformas jurídicas como la de la Constitución Nacional argentina de 1994, que en su artículo 75, inciso 17, atribuye al Congreso el reconocimiento de la preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas argentinos y la garantía de derechos como la educación intercultural, la tierra comunitaria y la cogestión de sus intereses, o la actual reforma de la Constitución Provincial neuquina, son pasos pequeños pero importantes en la reposición del lenguaje deformado en el siglo XIX y, sobre todo, en la reparación de los derechos afectados por la conquista.

El relator especial de las Naciones Unidas sobre tratados con los pueblos indígenas, Miguel Alfonso Martínez, hace hincapié, en sus informes de 1995, 1996, 1999 y 2004, en la unilateralidad con que los Estados produjeron la conquista territorial, la disolución del orden social indígena y su privación de derechos políticos en el pasado. Propone un reconocimiento de la personalidad jurídica internacional de las naciones indígenas. Esto significa que para la resolución de los conflictos presentes y futuros entre pueblos indígenas y Estados no bastaría con la garantía de los derechos individuales que cada Estado asegura a sus ciudadanos –que en muchos casos está lejos de cumplirse-, sino que requiere también su reconocimiento como pueblos-nación, es decir como sujetos colectivos que detentan en común un conjunto de derechos específicos (a la libre determinación, a sus territorios y recursos, a la paz, etc.). Este nuevo orden político, dejando de lado la unilateralidad estatal, debería regirse por la negociación pacífica y el consentimiento previo, libre e informado de los interesados.

5. La asignatura pendiente de la diversidad cultural

El capítulo de la diversidad cultural es demasiado extenso para analizarlo aquí, pero cabe preguntarse qué concepción de la diversidad tienen quienes la reducen a una educación bilingüe para los niños indígenas: ¿acaso los niños no indígenas no merecen beneficiarse con el bilingüismo y la pluriculturalidad? ¿La formación docente consiste en la capacitación de maestros indígenas o en el perfeccionamiento de todos los docentes y su formación en la pluriculturalidad? El reconocimiento de la Argentina –y de la Provincia del Neuquén- como Estado multicultural requiere una ruptura clara y expresa con la matriz cultural de la homogeneidad, con el mito de que en la Argentina no hay “indios”, de que somos todos blancos y cristianos, de que somos distintos a los demás latinoamericanos, etc. Paralelamente con esa ruptura mediante la relectura crítica de nuestra Historia, de nuestra realidad social y de nuestro marco normativo, es necesario emprender la construcción de un nuevo paradigma cultural progresista, superador de la estrecha visión anterior, y, fundamentalmente, surgido de la participación libre e informada de los actores individuales y colectivos que componen la ciudadanía.

6. La cuestión política abierta

El reconocimiento y revalorización de la diversidad sociocultural se vuelven más problemáticos en el terreno político. Las demandas indígenas en este campo parecen ser de lo más variadas: desde los que no piden nada hasta los que dicen luchar por la independencia política absoluta, pasando por diversas estrategias e instancias intermedias. El Estado argentino mantiene, en ese sentido, una posición conservadora. La Constitución de 1994 contiene, como ya señalamos, algunas buenas intenciones respecto de algunos derechos, pero, extrañamente, ese reconocimiento es una atribución del Congreso y no fue insertado en el capítulo de las declaraciones, derechos y garantías, donde debería estar.

La legislación habla de “poblaciones” indígenas, pero en cambio de un solo “pueblo” argentino. El énfasis se sigue poniendo en las particularidades culturales y se evita la revisión del status político, siguiendo los lineamientos del Convenio 107 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) sobre poblaciones aborígenes, de 1957 (actualizado en 1989 por el Convenio 169). Recién en las décadas de 1970 y 1980 los organismos internacionales comenzaron a reconocer el derecho de los propios pueblos indígenas a definir quién es indígena y quién no, y a observar su situación como minorías con derecho a no ser dominadas o ignoradas en su cultura y a restablecer también sus derechos territoriales, su organización social y sus sistemas jurídicos (Florencia Roulet, “¿Quiénes son los ‘pueblos indígenas’? Algunas reflexiones sobre el trasfondo político de un problema de definición”, en Taller, Revista de Sociedad, Cultura y Política, 3:7, Buenos Aires, 1998). Se trata de un enfoque absolutamente renovador, que está en el origen de todos los debates actuales sobre interculturalidad en América Latina.

También es cierto que muchos de los territorios indígenas, antes considerados “desiertos” inhóspitos o inútiles, en las últimas décadas fueron redescubiertos como repositorios de recursos muy valiosos: los yacimientos de uranio en Australia, de petróleo en las selvas ecuatorianas, los fenomenales recursos hídricos y forestales del Canadá, del Amazonas, de Malasia e Indonesia, y podríamos agregar los recursos energéticos y turísticos de la Patagonia. “La pérdida eventual de esos territorios es un fantasma que asusta a gran número de gobiernos, que se crispan ante la sola mención del derecho de los pueblos indígenas a la libre determinación” (Roulet 1998). El conflicto entre el municipio de San Martín de los Andes y la comunidad Curruhuinca por el cerro Chapelco, o la problemática ambiental producida en tierras mapuches por la explotación petrolera, son ejemplos de esto.

El trasfondo de la cuestión vuelve a ser, entonces, como señala Roulet, político: ¿los indígenas son comunidades, pueblos, poblaciones, minorías, etnias o naciones? Generalmente se los considera miembros de organizaciones políticas no estatales, y esto llevó, como vimos, en el siglo XIX, a que se los privara de todo derecho político, porque no se concebía otra entidad política más que el Estado. Pero el Estado es un concepto y una realidad en crisis en el siglo XXI. Además, como también hemos comprobado, Estados como la Corona española, Argentina y Chile firmaron tratados con las naciones indígenas. Las Ciencias Sociales, inicialmente adheridas a la idea de que había una diferencia sustancial entre las naciones con Estado y los indígenas sin Estado, también han comenzado a reconsiderar esa posición y a reconocer tanto las diversas formas que toma el poder político –incluso en los pueblos indígenas- como la subsistencia de formas tradicionales o preestatales de relación social, de poder y de resolución de conflictos en nuestras sociedades “modernas”.

Por otra parte, muchos de los indígenas latinoamericanos actuales pueden ser considerados pueblos en función de su afinidad étnica o cultural, e incluso naciones si han desarrollado una conciencia política de su colectividad –como en el caso mapuche, por ejemplo-. De acuerdo con estas definiciones, se abre un espacio para la libre determinación que debe ser considerado y discutido en el marco de la democracia. El derecho de los pueblos a la libre determinación ha sido reconocido en 1966 por los dos Pactos Internacionales de Derechos Humanos (el de Derechos Civiles y Políticos y el de Derechos Económicos, Sociales y Culturales) de la ONU, ambos incorporados a la Constitución Nacional Argentina por la reforma de 1994. La cuestión mapuche encuentra otro matiz de complejidad en el hecho de que esta nación indígena está históricamente encabalgada a ambos lados de los Andes, en espacios conquistados parcialmente por la Argentina y parcialmente por Chile.

La construcción democrática y participativa de un Estado multicultural en la Argentina y en el Neuquén requiere, sin duda, de una amplia cultura universalista y tolerante en los sectores dirigentes, de una altísima capacidad de diálogo y de acuerdo, y hasta de una gran audacia para romper los viejos moldes nacionalistas y homogeneizadores, todo esto en todos los actores interesados. Se trata nada menos que de imaginar y de hacer realidad una República de iguales en derechos y obligaciones –una nación civil- bajo la cual puedan convivir no solamente distintas tradiciones y culturas en diálogo mutuamente enriquecedor sino también distintos estatutos políticos y jurídicos con niveles propios de autodeterminación, al modo de diversas naciones dentro de la nación.

El ejemplo admirable de la España de las Autonomías, tantas veces citado, sigue siendo válido e inspirador. El duro camino de la paz entre palestinos e israelíes, o la experiencia yugoslava, también son casos ilustrativos de las consecuencias de la persistencia de nacionalismos étnicos que se consideran con derecho a una territorialidad exclusiva e intolerante con el otro. El mundo del miedo y del rechazo al otro que vivimos no parece ser el marco más favorable para estas reflexiones, pero también constituye el desafío de la época que nos toca. ¿De qué otra forma, si no es encontrando soluciones imaginativas y audaces para la convivencia democrática con el otro diferente, podremos vivir en paz? / Azkintuwe

* Historiador, investigador del CONICET y de la Universidad del Comahue. Email: navarronicoletti@ciudad.com.ar

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