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Por copypaste - Sunday, Oct. 03, 2010 at 9:45 PM

A 35 años de la “Operación Primicia”. El 5 de octubre de 1975, combatientes de Montoneros asaltaron el cuartel de Formosa. Pero jóvenes que cumplían el servicio militar los enfrentaron. Hubo 28 muertos. Hablan dos sobrevivientes.

Por Gerardo Young Clarin

Tenían, casi todos, 21 años. También Mayol, el de pantalones marrones, tirado bajo el único lapacho florecido en ese sector del cuartel. Lo acababan de reventar a tiros, pero cada soldado y cada oficial que pasaba a su lado volvía a tirarle. Al pecho, a las piernas, a cualquier lado. Lo importante para ellos era descargar la ira y el miedo (o la pólvora, que suele parecerse a la ira y al miedo) sobre el cadáver de ese soldado topo, ese que durante meses se había vestido como ellos, había comido y dormido con ellos, pero que ahora, ahora que todo había terminado, se revelaba como el montonero que los había entregado.

¿Se puede contar la tragedia argentina sin ese cadáver bajo el lapacho, sin ese joven de 21 años rematado una y otra vez por otros jóvenes de 21 años? Roberto Mayol era santafecino, estudiante de abogacía, y había sido enviado al regimiento de Formosa tres meses antes de aquel 5 de octubre de 1975. Lo habían derivado de un cuartel de Santa Fe bajo sospechas de simpatizar con ideas revolucionarias. Por eso estaba vigilado, por eso lo seguían cada vez que salía del cuartel, pero él igual ganó la mano. En el soldado Mayol se escondía el oficial montonero que venía siendo el informante clave de la Operación Primicia, el primer y último intento de la guerrilla peronista de ocupar un cuartel del Ejército. Un operativo que cambió para siempre la historia de Formosa y que apuró o ayudó a apurar el golpe de Estado de marzo del año siguiente. Y aún hoy, a 35 años, sigue siendo noticia por la decisión del gobierno de Néstor Kirchner de otorgarle a los montoneros muertos el subsidio previsto para las víctimas del terrorismo de Estado, según acaba de revelar una investigación del periodista Ceferino Reato (ver “Los atacantes, mejor indemnizados...”).

La de Operación Primicia es más que la historia de uno de los mayores errores de Montoneros, más que la historia del desencuentro argentino de una década. Es, también, como dice ahora uno de sus sobreviventes, el ex soldado Fermín Cabrera, “una tragedia de la juventud”, una tragedia múltiple de la juventud.
Es que en la tarde de aquel domingo murieron en Formosa 28 personas, de las cuales sólo dos pasaban por poco los 23 años. Diez de los muertos eran conscriptos del regimiento, clase 54, pobres campesinos del monte formoseño que poco o nada habían escuchado sobre revoluciones.

Otros doce eran militantes montoneros de Rosario, de Santa Fe (como Mayol), de Buenos Aires. También murieron un policía, un sargento y un subteniente. Y fueron fusilados por el Ejército, en la represión posterior, tres vecinos, uno de 15 años.

El responsable de la operación fue el jefe montonero Raúl Yaguer, alias Roque, un ingeniero químico de 31 años famoso por ser metódico y audaz, demasiado audaz. Su plan incluyó el secuestro en vuelo de un Boeing 737-200 de Aerolíneas Argentinas, al que se obligó a aterrizar en el aeropuerto de Formosa para luego evacuar a los montoneros hasta un campo de Santa Fe. Una acción que hoy parece de película pero es coherente con la incoherencia de aquellos tiempos.

Gobernaba Isabel Perón, viuda del General, aunque en esos días se había refugiado en Córdoba para recuperarse de sus dolencias crónicas. A los problemas económicos (inflación, tensión de salarios) se le sumaba la violencia desatada y una terrible crisis política que mantenía a los poderes militares agazapados. La democracia, aunque existía, no era todavía un valor muy preciado.

La conducción de Montoneros, según informó entonces, decidió el ataque para presentarle al país el flamante “Ejército Montonero” con el que pensaba enfrentar al Ejército formal -para ellos, el ejército “imperialista y oligarca”- cuando se diera el golpe militar que todos sabían o creían inminente.

Esa acción se puso en marcha a las 16.20 del 5 de octubre. Era el momento de la siesta o de despabilarse, en un regimiento con un personal estable de más de 600 hombres, pero que un domingo de tarde apenas tenía a dos oficiales de guardia, a un puñado de suboficiales y a unos 100 conscriptos.

Mayol, el soldado montonero, aprovechó la confianza para burlar al que hacía de guardia en una de las entradas al regimiento. Así facilitó el ingreso de los seis vehículos -rastrojeros, autos- en el que llegaron los 30 atacantes con armas suficientes para el desastre.

A tiros de fusil, de metralletas halcón y con granadas de fabricación propia, pasaron sin problemas por las primeras edificaciones del cuartel, como el Casino de Suboficiales. Allí se dividieron para atacar a los distintos objetivos de un predio de 25 hectáreas.

Les fue sencillo en el pabellón de la “Compañía A”, donde mataron con una Itaka al subteniente Ricardo Massaferro, un joven de 21 años al que convirtieron en héroe: hoy una calle lindera al cuartel lleva su nombre, como hay calles y plazas por toda la provincia con los nombres de los soldados caídos aquella tarde, como Víctor Sanabria, Hermindo Luna, Dante Salvatierra y los otros.

Para Formosa, el 5 de octubre es día de luto.

Yaguer, el jefe del ataque, se dirigió hacia el depósito de armas (sólo se iban a llevar unos 30 fusiles), mientras un grupo fue a controlar la reserva de soldados que descansaba en el pabellón de la “Compañía B”. Fue allí donde gritaron “¡Ríndanse, carajo, que no es con ustedes!”, según recuerda hoy Cabrera, entonces furrier de esa compañía. El soldado Luna apenas pudo gritar “Ni mierda” cuando una ráfaga lo partió en dos por el estómago. Tenía, también, 21 años.

El último grupo de montoneros, entre los que estaba Mayol, atacó al pabellón de la guardia.

Era el objetivo más complejo, porque allí estaba el oficial de servicio y los radiotransmisores, junto a un grupo grande de soldados, los conscriptos, que estaban o durmiendo o descansando en una habitación amplia de la guardia, con la puerta cerrada. Eran 22 o 23, todos, también, de 21 años. Uno de ellos era Ricardo Valdez, que hoy lo recuerda: “Sin aviso ni nada, sentimos una ráfaga que atravesó la puerta. Yo estaba despierto y entendí enseguida, porque hacía tiempo se hablaba de un posible ataque subversivo. Fue todo rápido, un desastre”, cuenta. A su lado, cayeron muertos los primeros soldados y otros gritaban de dolor, agonizantes. Los demás lograron tirarse al piso y Valdez trabó la puerta con su cuerpo para evitar el ingreso de los montoneros, mientras una segunda ráfaga pasaba por encima de sus cabezas. En cuanto el fuego se detuvo, los soldados abrieron una ventana del fondo de la habitación, por la que salieron al parque.

¿Cómo se había llegado a semejante ataque? Para los militantes montoneros, eran tiempos de definiciones a vida o muerte.
Había pasado un año y cinco meses desde la ruptura con Perón -El General llamándolos “imberbes” en la Plaza- y poco más de un año desde el pase a la clandestinidad, una decisión que los había dejado más expuestos a la cacería de la Triple A, el grupo parapolicial del Gobierno que ya contaba cientos de muertos.

Muchos líderes de Montoneros, entre ellos Yaguer, creían que la discusión política estaba agotada y que sólo quedaba “profundizar las contradicciones” para así “despertar al pueblo”, como decían sus comunicados, y conseguir apoyo para sus sueños de revolución socialista. Olvidaron o no vieron que entre el pueblo al que querían representar estaban esos conscriptos de la clase 54. Y no imaginaron que iban a ser esos soldados, apenas instruidos, los verdaderos defensores del regimiento.

Hoy, 35 años después, el espacio que contiene aquella tragedia está intacto. La guardia es una edificación de techo a dos aguas, con galerías amplias hacia afuera y pasillos internos repletos de sombra para soportar los 50 grados del verano.

Los guerrilleros ocupaban el pasillo cuando vieron salir a los soldados hacia el parque. Alcanzaron a dispararles y le dieron a dos, que salieron lanzados por la fuerza del impacto. Los demás se arrojaron al pasto con sus fusiles en la mano, y contra todos los pronósticos, giraron para devolver los disparos, para resistir. “No lo pensamos. Simplemente combatimos”, dice Valdez.

La resistencia de los soldados tuvo, a los segundos, un apoyo crucial de parte de dos o tres suboficiales y soldados que en otro flanco del cuartel, en el ala sur, habían alcanzado una ametralladora asentada junto al mástil de la Plaza de Armas del Regimiento.
Los montoneros decidieron entonces la retirada. Se tenían que ir rápido, porque en el aeropuerto los esperaba el avión secuestrado y para no dar tiempo a que llegaron refuerzos para el cuartel.

El problema era que para la retirada debían atravesar un sector abierto del predio, sin cobertura, la zona del lapacho que, como entonces, hoy es el único que florece, de rosa, cada primavera. Empezaron a cruzar de a dos en dos, corriendo en zig zag, tirándose a cada rato cuerpo a tierra, pero los esperaban los tiros de la metralla y los de los soldados con sus fusiles y su miedo y su ira; en fin, su pólvora.

Fue letal. Uno tras otro fueron cayendo hasta contarse doce. Entre los últimos estuvo Roberto Mayol, que quedó tumbado boca arriba justo al pie del lapacho.
Se discutirá por siempre si la conducción de Montoneros quería o no apurar el golpe militar. Pero en Formosa, que era todavía una pequeña ciudad de 70 mil habitantes, esa misma tarde empezó la represión que conocería el resto del país a partir de marzo del 76.

Para empezar, una vez que los demás guerrilleros lograron huir hasta el aeropuerto y subir al Boeing que los llevó a Santa Fe, desde el regimiento salieron patrullas de oficiales y suboficiales para buscar cómplices o montoneros ocultos en los barrios de la zona. Lo que consiguieron, esa misma tarde, fue a tres vecinos que se habían asomado por curiosidad y a los que confundieron con rebeldes. Los mataron a tiros y durante años los intentaron hacer pasar por guerrilleros, que no eran.

“Hasta ese momento Formosa vivía ajena a los conflictos del país”, cuenta hoy Ismael Rojas, un ex militante que pasó preso toda la dictadura.

Rojas le da voz a un rumor de siempre sobre el desastre de Formosa: “Se dijo que algunos montoneros alcanzaron a rendirse y que después los fusilaron”.

Esa hipótesis llevó a la búsqueda y exhumación de los restos de los montoneros caídos que habían sido enterrados en el cementerio municipal de Formosa. Pero nunca logró confirmarse y es desmentida por todos los sobrevivientes.

En todo caso, muestra el abanico de opciones trágicas que eran coherentes con ese tiempo de incoherencias, a esa frágil democracia que precedió al golpe, a esos meses que fueron la matriz de todo lo demás, o ya parte de todo lo demás, un tiempo que se resiste a partir, cuando tener 21 años era, muchas veces, jugarse la vida.

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