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La descomposición del artista romántico
Por Razón y Revolución / CEICS -
Monday, Nov. 29, 2010 at 5:59 PM
info@razonyrevolucion.org
Rosana López
Rodriguez
Grupo de investigación de Literatura Argentina -
CEICS
Según cierta concepción del
arte, cuanto más irracional sea el proceso compositivo, más valioso será. La
lucidez, la reflexión y el orden estarían muy lejos de los verdaderos artistas.
Y si además consumen sustancias que colaboran para que esa lucidez se mantenga
lo más alejada posible, tanto mejor. Una última particularidad: el artista debe
ser autorreferencial, debe mirarse el ombligo y representar aquello que le pasa
a él, al que no le pasa nada porque está encerrado en su casa.
Tres
características que son una herencia del artista romántico, en particular, de su
etapa decadente. El romanticismo tuvo su etapa revolucionaria, que coincidió con
la de su clase. Las revoluciones burguesas se construyeron sobre la filosofía de
la reivindicación del sujeto individual, libre e igual a los otros. Lo que cada
uno de los sujetos pudiera expresar era tan válido y bueno como lo de los demás:
esta afirmación tenía un valor político revolucionario contra el feudalismo, un
orden estamental, fundado ideológicamente en la religión y el principio de
autoriddad. Puesto en boca de los artistas románticos revolucionarios, su
individualismo expresaba, en realidad, no una experiencia individual sino la de
su clase, que en ese momento, en tanto se identificaba con el progreso humano,
resultaba en un valor universal. Cuando la burguesía toma el poder, el individuo
se “privatiza” y su experiencia se atomiza. Ahora, su ombligo no es el de una
clase portadora de una potencia universal, sino el de una minoría social que
persigue intereses estrechos. En la medida en que esos mezquinos intereses
difícilmente puedan fundar un arte con pretención universal, a sus artistas sólo
les quedaba el pasaje hacia otra clase. De quedarse, o se volvían inútiles y
mezquinos o recuperaban esa pretensión universal por vías místicas. Esta es la
decadencia del romanticismo. Ese misticismo podía ser puramente religioso o
ferozmente individualista: mi ombligo es mi ombligo. Por esta vía, el mayor
grado de descomposición, en tanto hasta para la burguesía resultaba
impresentable, convertía al romántico en un “rebelde” y un “maldito”. Surge de
allí el mito de que, como el descompuesto asusta a las viejas de la cuadra, debe
ser un “demonio”. Sólo para quien participa de esta creencia infantil, Calamaro
puede ser considerado un “revolucionario”. Qué decir de Pity Álvarez. La
autorreferencialidad no es un valor artístico si no se expresa en valores
colectivos.
El segundo mito romántico es el de la falta de método.
Anclado en la reivindicación del yo, se explica por la posición aristocrática
que, bajo el romanticismo, adoptan los artistas e intelectuales. Ellos serían
seres superiores, algo locos y extraños. Es el reverso de la situación a la que
los somete la burguesía: después del proceso revolucionario, al no detentar una
tarea que le interesara en forma inmediata, el artista queda librado al mercado,
donde debe reivindicar su “mercancía”. Pero esta mercancía es particular, porque
en sentido estricto no lo es. No producida en condiciones estándar, es decir,
reproduciendo un valor “social”, la “mercancía” arte no tiene valor, aunque
tenga, por supuesto, precio. De modo tal que no será remunerada según la ley del
valor vigente, representando una productividad media, sino por su carácter
“único”. Surge allí la idea del “genio”, que no puede explicar por qué le va
bien en el mercado y por qué se le paga lo que se le paga. Como tampoco puede
explicar lo contrario, por qué le va mal, surge la categoría de “genio
incomprendido”. En ambos casos, no pudiendo referirse a un patrón productivo
socialmente reconocible, la naturaleza propia de la mercancía “arte” se le
aparece al artista como el fruto de algo súbito, espontáneo e inexplicable. Como
si hubiera salido de su cabeza sin ninguna intervención suya, sin ningún método.
Un repaso al “estilo” de los grandes artistas (un Beethoven, por ejemplo) o de
los no tanto (un Dumas) mostraría un método riguroso, conseguido después de años
de esfuerzo. Al reivindicarse la falta de método no sólo se reivindica un
absurdo imposible, sino más, se desprecia la verdadera categoría que se esconde
detrás del producto “arte”: trabajo.
El último mito romántico (y que va
ligado al de la locura o genialidad) es el de las adicciones (y también el del
sufrimiento). Es un lugar común hoy considerar que el “consumo” es una ayudita
invalorable a la hora de producir. De nuevo: un artista que vive su vida
batallando al borde de la descomposición, negándose a caer, pero cayendo de
todos modos, y que muere borracho en un callejón a los 30 años, no ha producido
grandes obras de arte por causa de la bebida y las drogas, sino precisamente a
pesar de ello. Las adicciones no solamente no son métodos compositivos de
utilidad, sino que tampoco son capaces de convertir a un descompuesto en un
militante revolucionario. En un contexto de descomposición social, esta apología
de la drogadicción, es decir, de la descomposición personal, es un problema
político serio. Esta reivindicación del irracionalismo es extraña a toda la
tradición del socialismo científico, tanto en el arte como en la
política.