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La Primavera kirchnerista
Por Martín Caparrós - Saturday, Dec. 04, 2010 at 4:01 PM

03.12.2010 | Fuente: News Week

Lo que la muerte empieza lo termina la muerte, decía un español sentencioso de esos que, a fuerza de no leer, solemos llamar clásicos. Sucedió en La Primavera, un paraje remoto de la provincia más remota, en el margen del margen y, como era de prever, nadie le hizo mucho caso. Tan poco, en realidad, que algunos siguen diciendo que las muertes fueron tres aunque, por el momento, sólo se registraron dos: la de Roberto López, campesino formoseño de origen aborigen, y Ever Falcón, policía formoseño sin origen reseñado. La pelea era por tierras: por el derecho aborigen a unas tierras.

La causa de los “pueblos originarios” se ha convertido en uno de esos lugares comunes del pensamiento progre que, de tan comunes, eluden cualquier tipo de debate: se supone una verdad incontestable que los “originarios” tienen derechos que los demás pobres argentinos no pueden reclamar. Para empezar, los progres defienden encarnizados los derechos de los aborígenes a seguir viviendo igual que sus tatarabuelos. O sea: gente que no suele ponerse galera o miriñaque para ir en su calesa manejada por un negrito esclavo a la misa de siete a rogar a su Dios por la salud de su Rey, sostiene que los “originarios” deben seguir viviendo igual que hace doscientos años: que deberían seguir siendo lo que fueron.

También sostienen que —a diferencia de sus hermanos mezclados, que sólo pueden ser pobres y esperar la Asignación o algún trabajo mal pagado— los pobres “originarios” tienen derecho a unas tierras que, dicen, les pertenecen. ¿Por qué a ellos, y no a todos los demás? La idea se basa en una lectura ahistórica y etnocéntrica: una lectura que pretende que la historia empieza en el momento en que los blancos se apoderaron, con violencia, del territorio —y borra todo lo anterior—. El caso de los mapuches es un buen ejemplo. Hasta fines del 1700, las tierras cordilleranas de Neuquén, Río Negro, Chubut estaban habitadas por los pehuenches y otros aborígenes. Fue entonces cuando los mapuches cruzaron desde Chile, derrotaron a los locales y ocuparon su espacio. Por eso estaban ahí unas décadas después, cuando el coronel neokirchnerista Rosas y el general viejoliberal Roca les hicieron lo mismo. Me parece raro sostener que el expolio se justifica en un caso y no en el otro —sólo porque los mapuches terminaron perdiendo o quizá, peor, porque tienen la cara más oscura. O porque no nos hemos tomado el trabajo de leer aquella historia y los seguimos llamando “pueblos originarios” como si hubieran nacido de esas piedras.

No digo que los “originarios” no tengan tanto derecho como cualquiera a una vida digna; sí digo que tienen, en el triste sistema clientelar en el que viven millones de argentinos, privilegios particulares producidos por esa mezcla de culpa y corrección política que se conmueve fácil con las historias atroces de la “Conquista del Desierto” mientras olvida la marginación cotidiana, constante, de esos muchos millones, y tolera el sistema que la produce.

En cualquier caso, hay leyes que les reconocen el derecho a unas pocas tierras, y una comunidad toba llevaba cuatro meses cortando una ruta formoseña para reclamar una parte del paraje llamado La Primavera; el gobierno provincial, que la semana anterior había reprimido una protesta estudiantil, mandó a la policía y se armó la balacera. Los datos son confusos: ninguno de esos medios que suelen ser tan inquisitivos decidió “investigar” lo que pasó. Los diarios porteños lo contaron según sus intereses: Clarín y La Nación, que lo vieron como una oportunidad para molestar al gobierno, le dieron cierto despliegue; Página/12 lo relegó a sus páginas de “información general”, como si la policía reprimiendo a tiros un piquete en una ruta no fuera una noticia muy política.

Y el gobierno nacional, tan preocupado por los derechos de los hombres, no dijo una palabra de condena. Si el represor hubiera sido un caudillo módicamente díscolo —ligado, digamos, a algún otro peronismo— habría habido manifestaciones nestorianas en la plaza de Mayo. Pero quiso el destino —y la lógica política— que no fuera así: que fuera uno de esos gobiernos clientelares que abundan en el interior, uno de esos gobiernos que se pegan al jefe de turno en la Rosada. Así que no hubo reacción, y la señora presidenta unió al desdén la ofensa: el mismo día de las muertes apareció reunida en videoconferencia con su responsable principal, el gobernador ex menemista ex saaísta ex duhaldista ahora por supuesto kirchnerista Gildo Insfrán.

Es una situación tan peronista. El famoso movimiento pendular de Perón y sus discípulos siempre funcionó así: cuando creen que un sector está más o menos asegurado, se dedican a seducir a otros. Y ahora, creyendo asegurado el apoyo progre, prefieren tratar bien a un gobernador represor —o, ya que estamos, al FMI o los empresarios— para garantizarse otros sostenes. Es una forma de hacer política —de hacer poder— que siempre les sirvió, y que nunca tuvo nada que ver con ningún tipo de principio. Esta vez, algunos de los kirchneristas más guerreros no compraron y decidieron hablar: Bonafini y D’Elía exigieron responsabilidades; el resto se sintió incómodo y se la merendó plegada.

Fue en La Primavera y podría resultar suavemente indignante; podría incluso marcar el principio del fin de esta primavera kirchnerista militante joven que empezó con la muerte del jefe. Aunque tampoco es tan grave: si seguimos así, dentro de veinte o treinta años algún gobierno preocupado por los derechos humanos va a descubrir a los asesinos de Formosa y puede incluso, quizá, llegar a condenarlos.

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