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El adivinador
Por Jehova Corrales - Monday, Feb. 07, 2011 at 4:16 AM

Jesús Martínez, matricero de una importante metalúrgica, a la edad de cuarenta y siete años, cerró la fábrica y quedó en la calle, sin trabajo.

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Como obrero altamente calificado, tuvo siempre buenos ingresos. Además, cuando el “boom” del plástico, supo obtener entradas extras, trabajando para piratas criollos que traficaban con todo tipo de artículos hechos con ese material y cuyos originales los obtenían en otras latitudes. Ello, le permitió tener casa propia, educar a tres hijos y “apretar algunas rupias”, por si las moscas.

Su situación se presentaba un poco complicada: para conseguir trabajo “era viejo”, y para jubilarse demasiado joven. Perdón, trabajo para él había, incluso con ofertas tentadoras, para vender buzones, tranvías, diccionarios y enciclopedias en “cómodas cuotas”. Aunque se sentía rodeado, no podía entregarse, era consciente que la mano venía salada. Por su cabeza se cruzaron mil pensamientos y el doble de proyectos. Había que hacer algo. El dinero (sus ahorros), se le iban como arena entre los dedos. La única salida potable, que además, encajaba con las “recetas” venidas de lejos, consistía en poner un negocio y transformarse en un “microempresario en desarrollo”. Esa era la idea con más fuerza que, conceptualmente, abría un abanico de posibilidades (Video Club, Carrito de Chorizos”, Lavadero, etc..), pero, en el yunque de la realidad, una a una se iban desvaneciendo y creando, a la vez, una sucesión de pequeñas frustraciones.

Olga - su esposa - no era ajena a todos estos problemas, todo lo contrario, estaba en el centro de la tormenta, y a veces tenía que sacar fuerzas de flaquezas para bien de sostener el equilibrio de la situación. Un peso que se tornaba demasiado grande, y por momentos, muy superior a su capacidad de resistencia. Como buena madre, primero los gurises, luego ellos (ella y el marido) y la casa. Este orden deseable, se veía permanentemente distorsionado por los avatares del día a día, quien al fin indicaba “su” orden, o sea, primero el problema, después lo demás. A pesar de los estresante de la situación, ella lo tomaba con calma, una calma real, basada en certezas recogidas allá en su infancia, cuando sus padres tuvieron que abandonar la Chacra y se vinieron a vivir en las piezas del Conventillo de la Calle San Petersburgo casi Honduras. De las amigas del barrio, amistad nacida en la Escuela de la Calle Industria y su inolvidable Palmera, tema preferido de sus dibujos primeros y “redacciones”, productos del impacto causado en el espíritu infantil de su exótica belleza. La evocación de esos días, le daban fuerzas para mantener esa larga primavera de su actual vida familiar.

Jesús, en cambio, otra era su historia. Hijo de un hogar de madre y padre obreros, con una sólida formación y espíritu libertario, donde nunca le faltó nada, pero tampoco sobró. Aún antes de terminar la Escuela primaria, sentía que su destino estaba trazado. Soñaba con ser obrero, como sus padres. Esa idea, lo llevó a ingresar en la Universidad del Trabajo y concluir - con excelentes calificaciones - el curso de Matricero. Título que lo habilitó - entre otras cosas- para el ejercicio de una juventud llena de satisfacciones, envidia de sus coetáneos y alegría de sus padres. Además, de ser un joven comprometido con su

Época, ninguno de los conflictos sociales que le tocó vivir, le fueron ajenos, sino que, contaron con su firme adhesión y decidido compromiso. Para ello, disponía de bases muy sólidas, el firme apoyo moral de su familia y el “recule” afectivo, de su entrañable compañera Olga.

Ahora, la cosa se presentaba diferente, el enemigo “invisible”, atacaba por todos los frentes y con armas poderosas. No dejaba títere con cabeza, y en su marcha de gigante maléfico, una a una iba cerrando las fábricas y con ello, acentuando la fragmentación Social. A orgullosos barrios obreros, transformaba en focos de pordioseros, o “zonas rojas”. Erosionaba la familia, las relaciones sociales, la militancia, la solidaridad, etc. y empujaba al pueblo uruguayo a una lucha asquerosa, contraria a nuestras más ricas tradiciones humanísticas, de cada cual para sí y a los demás, que los parta un rayo. La cuestión reside en resistir el malón. Olga ponía la tranquilidad y nunca perdía la oportunidad de explorar en la veta alegre y humorística de Jesús, un humor fresco, casi infantil, ese que, aún en las situaciones más ríspidas, arrancaba la sonrisa que distendía y servía de paso atrás, para tomar impulso y seguir adelante.

Una mañana de un hermoso día otoñal, Jesús se levanta temprano y antes de hacer los “mandados”, toma la de decisión de pasar el día afuera. Olga no podía entender tal idea, en plena y rigurosa aplicación del “Plan Austeridad”. Semejante actitud se contradecía con los acuerdos asumidos por la pareja. Pero, Jesús tenía sus arranques. De inmediato, se puso a arreglar el auto, mientras Olga preparaba las cosas. Cocinilla, sartén, milanesas, los catres, etc. Sacaron los gurises temprano de la cama y marcharon sin destino, buscando el primer lugar apropiado de la Costa Este, para acampar y pasar el día. Mientras los gurises se entretenían jugando, la pareja se tomó su tiempo, para pasar en limpio la situación y tomar decisiones, pues la coloratura que estaban tomando las cosas, para nada resultaban agradables. A pesar de lo preocupante del momento por la situación que estaban atravesando, la pareja se encontraba más fortalecida que nunca. Eso, era muy importante.

El pueblo uruguayo, tiene una tendencia innata hacia el juego. No importa la forma que revista. Es parte de nuestro cotidiano. Somos un pueblo timbero, sin lugar a dudas. Como buenos uruguayos, los Martínez, no podían escapar a esa realidad y la quiniela, era su pasión. Los números están a la orden del día: el boleto del ómnibus, la terminación de cualquier recibo o boleta, etc. Pero esa costumbre, ha sido tan castigada y desestimulada, que hoy, despierta poco interés y para la mayoría, es ya un recuerdo. La gente comenzó a resabiarse, con los famosos “Números limitados” (léase prohibidos). Como si una larga - y crapulosa- lista de números, no figuraran en el bolillero. Pero lo que más paspaba, que, incluso, les quitó la costumbre de tirarse unos pesitos periódicamente a la quiniela, era los “limitados sorpresas”, el resultado de un partido de fútbol, un accidente, etc.al otro día de ocurrido el evento, aparecía el “cartelito” agregando una perla más al rosario de esa poco simpática lista de “números limitados”. Todas estas cosas, quitaron la costumbre quinielera de los Martínez, como de tantos uruguayos más y ya hacía un par de años que en la casa no se tocaba el tema quiniela. Pero este paseo, trajo casualidades que hacían tentadoras e irresistibles, las ganas de hacer una jugadita. A la salida, una pinchadura, quiso que coincidiera el número de la cubierta con el de la gomería, la matrícula de un accidentado, la boleta del tanque de nafta y el colmo de las casualidades, al llegar a la casa, el recibo de la luz, selló definitivamente la decisión. Allí nomás, empezaron las combinaciones de números y el armado de la jugada.

Al otro día tempranito, mientras tomaban mate, acordaron el monto de la apuesta y se hicieron bromas respecto a que, lo único que faltaba es que ese número estuviese “limitado”. Sería el colmo. Como también lo fue, lo desusado para ellos, del monto de la apuesta, que en nada se adecuaba a la situación por la que estaban atravesando. A una cuadra de su casa, sobre el Boulevard Batlle y Ordoñez, frente a la parada de ómnibus, estaba el Kiosco donde Jesús compraba habitualmente los cigarrillos y los gurises las golosinas. Ese día estaba cerrado, “Cerrado por Duelo” rezaba un cartelito colgado en la ventanilla. Fue una sorpresa enorme, pues tanto Olga, como Jesús, eran conocidos y amigos del matrimonio propietario del Kiosco. Luego de hacer su apuesta en otro lado y de comunicarle a Olga la novedad, fue a la casa donde vivía el matrimonio, que se encontraba cerrada y una vecina le indicó, que a pocos metros de allí, quedaba la casa de la suegra de Ramón (que así se llamaba el muchacho). Jesús, no podía salir de su asombro, el matrimonio había ido a Florida a visitar a unos familiares y a la vuelta, unos muchachos que regresaban de un baile, los chocaron de frente y quien llevó la peor parte fue el matrimonio. Ramón murió en el acto y Cecilia, su señora, con la fuerza del impacto, salió despedida del vehículo, salvando su vida milagrosamente, pero con una pierna fracturada y algunas contusiones leves.

Como corresponde en estos casos y ya que, al velatorio no pudieron ir, se turnaron para visitar a Cecilia en el Sanatorio. Llamó la atención, la preocupación de la Señora, en querer hablar con Jesús, y el pedido expreso que le hiciera a Olga de que la fuera a ver, hecho que, por otra parte, ya estaba acordado. Ni bien llegó Jesús, Cecilia, fue al grano, sabía ella, por comentarios mantenidos con el finado, de cuales eras las preocupaciones que afligían a los Martínez - y como ella trabajaba en la Dirección General Impositiva - por lo tanto no podía atender el kiosco así que, le ofreció en venta a Jesús, a un precio bastante accesible y en cómodas facilidades de pago, a tal punto, que prácticamente el Kiosco se pagaba solo y en muy poco tiempo. Demás estaba decir que se trataba de un acto entre amigos, hecho en circunstancias poco agradables, pero con absoluta buena fe.

Al otro día, y con un pequeño cartel donde se indicaba el “cambio de firma”, asume en sus funciones el flamante propietario del Kiosco. Como todo principio, los errores no fueron pocos, pero, con la ayuda y colaboración de clientes y proveedores, se fueron zanjando las dificultades y el Kiosco, en poco tiempo recobró su ritmo normal. Jesús, en las conversaciones mantenidas con el finado, recordaba sus recomendaciones, pues entre otras ideas, estaba en las intenciones de Jesús, la compra de un Kiosco o Saloncito que, para ello, se ofrecía generosamente en asesoría y recomendaciones Ramón, sin imaginar siquiera, lo que el futuro le deparaba. Tomando mate con Olga en el negocio, Jesús repetía una y otra vez ¡Cómo es la vida!

Al principio, el Kiosco no tenía horarios, parecía una Comisaría, estaba abierto noche y día. Los nervios, la ansiedad, la preocupación por dar cumplimiento en tiempo y forma a las obligaciones contraídas, etc., había sido las causas de este descontrol, pero, poco a poco, las aguas fueron serenándose y se fijaron turnos y horarios, que se cumplieron estrictamente. De 6 de la mañana a 11, atendía el negocio Olga, y de 11 de la mañana a 10 de la noche, se encargaba Jesús. La venta, se incrementó, y los compromisos se iban cumpliendo con cierta holgura, lo que daba un grado de tranquilidad y un mesurado optimismo. No obstante, habían pasado casi dos años salpicado por algunas changas de Jesús, otras de Olga y desbordado en preocupaciones e incertezas. De ese amargo trance, la familia salió fortalecida, aunque de salud no se podía decir lo mismo. A Jesús, le dejó un estado de hipersensibilidad y un nerviosismo, que no eran común en él.

El Kiosco, estaba ubicado en lo que antes había sido un jardín (Retiro), lindando con una casa y un edificio de apartamentos. Hacia el fondo, en la parte trasera del kiosco, había un pequeño patio que se usaba como Estar, o simplemente, para estirar las piernas debido a que el Kiosco, era muy pequeño en su interior. Incluso, se hizo de un fiel compañero, El Tingo, un perro pequeño de raza indefinida, según Jesús “Criollo Puro”. Todos los días había que traerle comida y cambiarle el agua de su bebedero. Su nombre - en un principio - no era ese, pero quedó así, cuando un niño dijo, que lo conocía de su vagabundear por el barrio y que se llamaba Tingo. En un santiamén, el perrito, se ganó la simpatía de todos, por sus aptitudes y obediencia, pero además, por su inteligencia y asombrosa facilidad en el aprendizaje. Hacía todo tipo de monerías. A la orden de sentarse, quedaba tieso como una estatua, si se le decía que estaba sucio, se olía e higienizaba sus partes “pudendas”, etc. Resultó ser un bandido de primera, porque después de la payasada, venía la fiesta y los mimos que, en realidad, era lo que realmente lo hacían feliz. Tingo, no sólo tenía su personalidad, sino también, sus berretines. A raíz de que todos los lunes se comía Puchero de rabo vacuno en la Casa de los Martínez, obviamente, los huesos iban para el perro. Luego, debido a su interés y preferencia, se comenzó a comprar rabo para él, exclusivamente, que se le daba, previo una hervida con agua y sal. Ese se transformó en su plato preferido. Desarrolló una habilidad tal, que los huesos, ante el accionar de sus filosos dientes, quedaban lustrosos y sin ningún rastro de nervio o cartílago. Además, haciendo gala de una buena educación e higiene, luego de comer, los amontonaba prolijamente en un rincón del patio.

A pesar que el negocio marchaba bien, el horario de trabajo se volvía largo y por momento tedioso, sobre todo, en esos interminables días grises y fríos de invierno, en el que no andaba ni un alma por la calle. Por suerte, se hizo amigo de Alejandro, un joven Biólogo de Profesión, cuyo título y conocimiento son el lujo de la miseria, pues un científico altamente calificado, en un País que no invierte un sólo peso en la investigación científica, puede resultar una ironía. Pero Alejandro, tenía otras condiciones, era un artista nato, dibujaba como los dioses y se ganaba la vida como diagramador en un Diario, mientras esperaba unas ofertas de trabajo en el exterior, que según sus contactos, la propuesta más firme era de Brasil. Una tarde, mientras tomaba mate con Jesús, Observó el prolijo montoncito de huesos hecho por Tingo. Los metió en una bolsa y se los llevó. Luego de una larga semana de ausencia, apareció con un esqueleto humano de unos 40cts. de alto hecho con los huesitos, lustrados y pirograbados que, sin lugar a dudas, representaba una autentica obra de arte y en una bolsita, nueve huesos lustrados, con pequeños grabados de figuras semejantes a los naipes españoles, que representaban símbolos de la mitología Celta. Y a su vez, se tomó el trabajo de hacer una especie de diccionario, donde estaban el dibujo y su significado, para que Jesús, en sus ratos libres no se aburriera, adivinándose la suerte con los huesos. Al poco tiempo, se fue Alejandro para Sao Paulo y los Martínez lo agasajaron con una emotiva cena de despedida en su casa.

Los días que siguieron al viaje de Alejandro, fueron muy sentidos, y a veces, la melancolía lo invadía a Jesús. Alejandro se extrañaba, había sido una compañía muy agradable, lleno de entusiasmo y contagiosa alegría, amén de ser una fuente invalorable de un conocimiento enciclopédico. Hasta el pobre Tingo sintió su ausencia y anduvo unos días medio tristón, le había hecho una correa y pechera con una plaquita de cobre con su nombre y a veces salían de paseo, eran grandes amigos. Sin dudas, Alejandro poseía una ternura y calidez, difíciles de olvidar.

El Trabajo que le imprimió Alejandro a los huesos, además de ser una obra de arte, era una tarea de presos, por la pequeñez de los dibujos y su perfección. Y más trabajo le insumió a Jesús, aprender de memoria su significado, y lo peor, articular todo un relato emergente de la combinación de los diferentes significados. Se pasaba todo el día “leyendo la suerte”, a los hijos, a Olga, etc. Ni siquiera se escapó el pobre Tingo, es de imaginar su lacónica expresión, al escuchar la lectura de su suerte perruna. Al perrito, le llamaba, la atención, el ruido que hacían los huesos al sacudir la bolsa y cuando Jesús los tiraba sobre la mesa. No entendía nada, pero no se perdía un solo detalle de toda aquella extraña operativa. Quería participar, tenía su personalidad, agarraba la bolsita y la sacudía, eso le ponía contento. Ante la presión de sus filosos dientes, no había bolsa que aguantara. Sólo fue superado este inconveniente, cuando Jesús confeccionó una bolsita de cuero. Al fin, se llegó a una rutina que dejó conforme a Tingo, que consistía en: ante una “sacada de suerte”, Jesús le tiraba la bolsa al perrito, este le daba unas sacudidas y la arrojaba sobre la mesa.

Poco a poco, Jesús le fue tomando gusto a la cosa. El “Diccionario” de significados de los símbolos que le había hecho Alejandro, le quedó chico, en consecuencia, lo amplió, y como un consumado maestro en el arte del ludibrio, lo manipulaba a gusto y voluntad, orientado por el propio “nerviosismo” del “paciente” y la veracidad de los asertos de los huesos. Las víctimas caían solas, pues las noticias vuelan. A poca distancia del Kiosco, había una pequeña fábrica textil, cuyos obreros eran mayoritariamente mujeres y entres estas, se notaba una mayor propensión hacia lo supersticioso. Prueba de ello, significaba la fama que iba ganando en forma vertiginosa “los huesos de Jesús”. La cosa - a esta altura - se iba poniendo complicada, y estaba interfiriendo con su trabajo. Al respecto, determinó un horario que lo cumplió a rajatabla y a la vez, comenzó a otorgar números que, con el tiempo, trató de reducirlos pues originaban pérdida de tiempo e interfería con su trabajo. Causaba risa ver, cuando las mujeres, se aproximaban a la ventanilla del Kiosco y a “soto voce” preguntaban: “¿Este es el Kiosco de Jesús?. Vengo a sacar hora para los huesos”. ¡Claro!. Resultaba simpático, y hasta divertido “tirarse los huesos.”. Se pasaba un rato agradable, sondeando los misterios del pasado, presente y futuro y no costaba nada. Ni lerdo, ni perezoso, Jesús, colocó una lata en un lugar bien visible frente al “paciente”, con un pequeño cartel que decía: “Le agradecemos la propina para Tingo, el perrito colaborador”. Hecho que, por otra parte, era cierto y de verdad, colaboraba. Ni bien, se sentaba el “paciente”, Jesús tiraba la bolsa y el perrito la agarraba en el aire, le daba unas sacudidas y luego, ponía la bolsa sobre la mesa, después se sentaba, quietito al lado de su amigo. Dando así una nota simpática, que arrancaba una sonrisa y creaba un buen clima.

A pesar de tener una sólida y bien ganada fama, de Maestro en el arte supersticioso de adivinar, corroborado por una creciente clientela que, a esta altura, como los especialistas, ya estaba dando números para consultas con más de treinta días de anticipación, y lo que resultaba más atractivo aún, la “propina de Tingo”, se transformó en una fuente considerable de ingresos extras. Mucho se debía, a que la composición social de su clientela, se había diversificado, de una manera tal, que a la humilde trastienda del Kiosco venían “damas”, en lujosos automóviles, con sus discretos y respetuosos choferes. A pesar de todo, había algo en su interior que lo condenaba. Olga estaba al tanto de todo y trataba de ayudarlo. Jesús, interiormente se sentía un gran calotero, y engañador, más que adivinador. Olga insistía que todo andaba bien. No era para menos, tenía sobradas razones, comenzaba a vivir “como la gente”. Cambiaron el auto, el Kiosco se pagó sólo, Olga retomó el hábito casi olvidado de mirar vidrieras, ir a la peluquería, cenar afuera, etc. y algo más importante aún, el hecho de sacarse de encima las preocupaciones emergentes de un futuro incierto. En consecuencia, trataba de explicarle a su marido, que lo que él hacía no era timo, si la gente lo buscaba, es porque se sentía conforme. Si bien él, no era la víctima, tampoco el victimario, en todo caso sería el agente del delito (el arma). Igual, sentía que el barro lo salpicaba y lo ensuciaba. De no ser por estas discusiones, se podría afirmar, que al hogar de los Martínez, la vida le sonreía.

No obstante, las preocupaciones de Jesús no eran infundadas y tampoco surgían de la nada. Cierta vez, una mujer que él atendió, mostraba una insistente preocupación por un “hombre rubio de ojos claros” que los huesos mostraban. Su entorno, sus intenciones, virtudes, defectos, etc. Jesús, viendo el interés de la mujer y su ansiedad, y a esta altura transformado en un perfecto conversador, de los pocos elementos que le brindaban los huesos y las “señales” del “paciente”, armaba un relato de fina urdimbre, y coherencia impecable, sólo comparable con aquellos célebres oradores del Ágora. Todo ello, quizás, con un poco de exageración, pues era un gaje del oficio, dejar contentos y conformes a los clientes, contando cosas, que les gustaba oír. En una palabra, había encontrado el LENGUAJE, que su arte u oficio requería, para desarrollarse a plenitud. Al tiempo vuelve la mujer, se “tira los huesos” y le comenta al pasar a Jesús que, gracias a los huesos, se separó de su marido con el cual tenía dos hijos y ahora, vivía con el “rubio de ojos claros”. Este hecho, lo marcó y le hizo reflexionar sobre muchas cosas, incluido la continuidad de las “tiradas de hueso”. El sólo hecho de pensar en la tremenda responsabilidad que implicaba los huesos, realmente lo asustaba. El apoyo de su compañera, el entorno familiar y afectivo, actuaban como un ungüento benigno que, aplacaban y mitigaban, esos y cualquier otro inconveniente que pudiera surgir. Pero, de allí en más, trataría de ceñirse estrictamente, a los que le “cantaran los huesos”.

Un día, le toca el turno a una Señora mayor muy alegre y sonriente. Que se sentía feliz porque hacía dos días, había cobrado el primer mes de la jubilación. Ya eran conocidos con Jesús, porque esta Señora, tenía una particularidad, siempre solicitaba que le leyeran en los huesos, el Presente y el Futuro. Pero hoy: “...haga lo que a usted le dé la gana...”. Entre los “aportes” que Jesús había hecho a la “tirada de huesos”, hubo uno muy importante: dividió la mesa con una raya de pintura negra, similar a una cancha de fútbol, con un círculo en el centro. Eso, al circunstante, le indicaba muchas cosas. El círculo central de la mesa, y los huesos que al caer se le aproximaban, simbolizaban el presente. De la mitad de la mesa hacía el “paciente”, representaba el futuro y de la mitad hacia Jesús, significaba el pasado. Además, el cliente elegía la lectura de los huesos, según lo que quisiese saber. Al respecto, se daba lectura a lo solicitado, o sea, presente, pasado, o futuro.

Como sobraba tiempo y el día se presentaba algo aburrido, Jesús, decidió hacer un “completo” (presente, pasado y futuro). Casualmente, al volcar la bolsita, la mayoría de los huesos cayeron del lado de Jesús, es decir, en el pasado. Lo cual indicaba, que ese “pasado” iba a ser nutrido. En efecto, así lo fue. Comenzaba con una historia poco agradable, de amores contra la voluntad, tumulto, tragedia y muerte. La mujer, comenzó a ponerse tensa y se agarró con las dos manos a la mesa, con una firmeza y fuerzas tales, que temblaban los huesos. De pronto, se puso de pie, rompió la mesa, y con la tabla en las manos pegó un grito ensordecedor. Jesús, totalmente desconcertado, atinó traerle un vaso con agua y rogarle que se calmara. Todo esfuerzo resultaba inútil, nada la tranquilizaba. Al fin, tomó asiento, probó un sorbo de agua y en medio de una intensa transpiración relató, sin pudores ni reparos, la siguiente historia a Jesús:

“Todo lo que dijeron los huesos, es la más pura y autentica verdad. Yo, nací en el Departamento de Rivera, en la Séptima Sección, en un pueblo que se llama La Puente. Mi padre era jefe de Correos y viví una infancia feliz. Mi madre, tenía pasión por la huerta y las flores. El jardín estaba al frente de la casa y la huerta al fondo. Todos los vecinos, no escatimaban halagos ni elogios para destacar la belleza del jardín y el que se acercaba, salía con su ramo de flores. Así era mi madre. El terreno era enorme. Además de la huerta de mamá, teníamos árboles frutales, de los cuales se encargaba mi padre, de podar, curar y podarlos. Pero su gran preocupación y pasión, era la parra, de allí sacábamos uvas para el consumo en fresco y con el resto, se elaboraba el vino. Recuerdo que la parra, se cargaba con unos racimos largos de una uva Moscatel Rosada y enorme, algunas, parecían ciruelas de tan grandes. Al costado del terrero teníamos un galpón grande, donde yo jugaba los días de lluvia. En un extremo del mismo, Papá construyó un pequeño sótano donde fermentaba la uva y luego cuando enfriaba, con una cuerda con poleas sostenidas por un caballete, subía los barriles: “para que repose tranquilo el néctar”, según sus palabras. “Ese ritual - afirmaba papa - es esencial en la conformación del aroma y sabor en el buen vino...”.

Como buena hija única, y habiendo concluido el ciclo Escolar Primario, preocupados por mi futuro. Mis padres, fueron a la ciudad de Rivera a la casa de mis tíos donde pasaría a residir, como modo de continuar estudios secundarios en el Liceo Departamental de Rivera. Yo, no quise ir con ellos - a pesar de su insistencia - porque amaba entrañablemente mi casa y el pueblo. Como de todas maneras, tendría que irme a vivir a Rivera al comienzo de las clases, quería aprovechar al máximo mis cosas y mis afectos. En consecuencia, me quedé en casa de una vecina. Una tardecita calurosa de febrero, que no olvidaré jamás, estaba regando las flores de mamá, cuando apareció la vecina llorando y me abrazó, mientras entre sollozos repetía: “hijita querida, hijita querida, tus padres sufrieron un accidente, tendrás que viajar mañana a Rivera...”. Al llegar a la ciudad, me entero por boca de mi tía, que Papá había fallecido y Mamá, estaba internada en el hospital. El ómnibus en el que viajaban había sufrido un vuelco espectacular y en el cual, desgraciadamente, los únicos heridos de gravedad fueron mis padres. Al tiempo, le dan el alta a Mamá, pero tendría que pasar de por vida en una silla de ruedas. A partir de allí, todo cambió, ya nada fue igual. Mis tíos, nos plantearon de vender la casa afuera y que viniéramos a vivir con ellos en la ciudad. Mi madre se negó rotundamente. Quería morir donde había sido el deseo del finado y que, desgraciadamente, no pudo ser para él. “ya que Dios, me dio la oportunidad de morir en mi casa, no la voy a desechar...”.

La vida para dos mujeres solas en el Pueblo, se hacía cuesta arriba, además, con el agravante de que, una era apenas adolescente y la otra enferma. Mi madre, jamás se adaptó a la silla de ruedas, la detestaba. La casa se venía abajo, daba lástima. La maleza y las alimañas, se enseñorearon del patio y el jardín, como si el monte indígena volviera impetuosos por sus fueros, arrebatados por la civilización. El hijo del Comisario, se paseaba más de lo habitual por mi casa y me miraba de una manera, que causaba miedo. Era un hombre, que rondaba la treintena de años, de aspecto desagradable, sin hábitos de trabajo y fama de provocador, borracho y sumamente peligroso. Pues, como hijo único, todas sus fechorías y malandanzas, contaban con la protección y cobijo incondicional de su padre. El Pozo del agua, quedaba en el fondo del terrero y al anochecer, era costumbre acarrear agua para las necesidades de la casa. Una tardecita, sacando agua del pozo, mientras me agachaba para llenar un balde, siento que me tapan fuertemente la boca por detrás y me tiran al suelo, sin salir del asombro y aterrorizada, veo el rostro del hijo del Comisario, mientras que, con la otra mano, me rompía la ropa interior y abusaba de mí. Luego de saciar sus apetitos, y sin ningún tipo de contemplación me amenazó: “si comentas esto con alguien, te mato”, mientras me apuntaba a la sien con el revolver martillado. Esa noche no pude dormir, sólo lloraba, tenía un sentimiento de rabia e impotencia tremendo, y por primera vez en mi vida, conocí el odio y sentí vergüenza de mi misma.

Y así continuo mi martirio, cada vez que se le antojaba al hijo del Comisario saciar sus bajos instintos, aparecía en los lugares más insólitos e inesperados, como si fuera una sombra maldita. Saciaba sus apetitos y se marchaba. Mi Padre, guardaba un revolver en el cajón de su escritorio, lo saqué de allí y lo puse en mi mesa de luz. No soportaba más esa situación, quería matarlo, aunque esa idea, iba en contra de mis principios religiosos. Una tarde, después de almorzar y lavar los platos, fui a barrer y ordenar un poco el galpón, de repente, él salió detrás de unos tablones y de nuevo, la misma y asquerosa historia. Más esta vez, mi susto fue mayor, pues, mientras yo me arreglaba la ropa, noté que él se tomaba la frente con la mano y de pronto, se desplomó en el suelo. Le tomo el pulso, me acerco y noto que respiraba con cierta debilidad. Inmediatamente agarré un rollo de alambre de quinchar, lo doy vuelta boca abajo y le ato las manos con los brazos hacia atrás, luego hago lo mismo con los pies, a la altura de los calcañales. Ni bien terminé esta operación, el hombre se despertó, vino en sí, y como pudo se sentó en el suelo. Cuando tomo conciencia de cual era su situación, me miró y como si le saliera fuego de sus ojos dijo con voz tonante: “que me hiciste, puta asquerosa, desatame porque te mato...”. Y así comenzó a elevar la voz, mientras profería amenazas e insultos de todo tipo. Con un nerviosismo terrible y ante la posibilidad de que alguien oyera sus gritos, le metí un pedazo de pelego en la boca y con una cuerda lo amordacé. Aún así, temía que su murmullo se sintiera. Además, se revolcaba con furia y tiraba cosas, todo eso me ponía al borde de una crisis nerviosa. En eso, miro, y veo la tapa del sótano levantada, lo arrastré como pude y lo tiré al sótano, cerré la tapa y me acosté en el suelo quedando casi desvanecida, a causa de los nervios y el cansancio. Y allí permanecí, hasta que el sol se escondió en el horizonte. Un detalle curioso, cuando decidí levantarme, siento algo frío debajo de mi brazo, era el revolver del individuo. Lo tomé y pensé arrojarlo al pozo, luego decidí tirarlo al sótano junto con su dueño.

Al otro día, el revuelo fue tal en el pueblo. Salieron los Policías casa por casa, a preguntar si los vecinos podrían brindar alguna información o una pista, para dar con el paradero del hijo del comisario. Ya que su caballo fue encontrado pastando y ensillado cerca del Puente: “...y como padece de Lipotimia, podría haber sufrido algún accidente el pobre muchacho...”. En el almacén los comentarios eran de todo tipo. El más firme fue, lo secuestraron para vengarse del padre, un individuo que, como Comisario, tenía fama de todo, menos de ser una persona de bien. También y paralelamente, se corrió el rumor, que vendrían especialistas de Montevideo, con perros amaestrados y otras cosas más. Todo eso me ponía nerviosa, y más nerviosa quedé, cuando al otro día fui al galpón a ver como andaban las cosas por allá. El panorama era poco alentador, el techo del sótano estaba casi hundido. Sucedió, que el individuo en su furia loca, la emprendió contra un palo de eucaliptos, que servía de soporte del techo de madera del pequeño sótano. Lo que se me ocurrió, fue clavar una estaca de hierro en el centro del habitáculo y atarle por sus manos. Al concluir esta tarea, el techo amenazó caerse, como forma de proteger a individuo lo coloque adentro de un casco de barril sin fondo ni tapa, no podría estirar las piernas, pero en caso de caer el techo, por lo menos quedaba protegido. Mientras tanto, yo me tomaba el tiempo, para pensar, como salir de esa situación por demás complicada.

Mi Madre, pobre, no salía de su dormitorio, a veces, pasaba tiempo acostada en la cama, semanas y meses enteros, no le gustaba la silla de ruedas. Su único refugio, era la Biblia y el Rosario. Así, que mis temores que ella se enterara no tenían fundamento alguno. Pero la vecina, a veces, pasaba por el fondo y ese era mi gran miedo y preocupación. Un día, cayó el techo del sótano, el barril y el individuo quedaron al descubierto. El, ya estaba más muerto que vivo, así que, tomé la decisión de enterrarlo. Me saqué la cadenita con la imagen de la Virgen, se la coloque en el pescuezo y encomendó su Alma a Dios. Comencé a rellenar de escombro el Sótano, y lo tapé de tierra aún estando vivo con la ayuda de una carretilla, y después de varios días de trabajo, nivelé y apisoné la tierra y completé la tarea. Al poco tiempo, falleció mi Madre. Vendí la casa, estuve un tiempo en Rivera y luego vine a Montevideo, donde me casé y tuve dos hijos. Pero ahora, me siento liberada de esa cruz que cargué toda mi vida y con tal de aclararla, llevaré el tema hasta sus últimas consecuencias. Sin ningún tipo de temores. Así que, le pido mil perdón por el mal momento que le hice pasar y por la pérdida de su tiempo. Muchas Gracias. Buenas noches”.

Ni bien se retiró la perturbada Señora, Jesús quedó como alelado, pasmado, y así permaneció por largo rato. No atinaba a nada, cuando al fin volvió en sí. Cerró el Kiosco y se fue para su casa. En el trayecto, fue tirando uno a uno los nueve huesitos y la bolsa de cuero la colocó en un tacho de basura. Al llegar a su casa, le comentó a Olga, que no había tenido un buen día y sin más comentarios, se fue a la cama.

FIN

Enero, 2002

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