Julio López
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La Muerte de Catriel
Por Diario Los Andes - Tuesday, Mar. 01, 2011 at 2:33 PM

Su verdadero nombre era Mari Ñancul, que en su lengua quiere decir pájaro zambullidor. Solía lucir orgulloso el uniforme de general que Sarmiento le había regalado para grangearse su simpatía.

La Muerte de Catriel...
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Los cristianos lo llamaban Cipriano Catriel pero su verdadero nombre era Mari Ñancul, que en su lengua quiere decir pájaro zambullidor. Indio pampa, nacido en tierra del Azul era un cacique leal al ejército, al igual que lo había sido su padre. Lucía orgulloso el uniforme de general que Sarmiento le había regalado para grangearse su simpatía.

Hombre de fortuna, tenía casa de material, carruaje y hasta cuenta en el banco. Hacía años que lo conocía al general Rivas. Junto a él estuvo en San Carlos peleando contra los indios invasores que venían del otro lado de la cordillera y cuando debío pelear contra cristianos, también lo hizo junto a Rivas que apoyó a Mitre, su jefe y amigo, durante la revolución de 1874.

Mitre, en cambio, no quiso saber nada de andar con Catriel. Ya se imaginaba lo que dirían los diarios en Buenos Aires. “Un bárbaro entre bárbaros”, “Atíla y los hunos” “Un atentado a la civilización” y todas esas sandeces que se escriben en los periódicos. Mejor dejarlo en Olavarría, desde donde podría volver a las tolderías en Azul.

Rivas se resignó a dejarlos ir, aunque supiese que las cosas no serían fáciles. Estaba a punto de emprender el retorno cuando llegó el coronel Hilario Lagos (h) al frente de las tropas nacionales. Por Juan José Catriel se enteró que su medio hermano, Cipriano, andaba por las inmediaciones.

Lagos le mandó parlamento, intimándole a la rendición. Su adhesión al movimiento mitrista era una afrenta para el gobierno de Avellaneda. El capitanejo Moreno, hombre de Juan José se encargó de transmitir el mensaje de Lagos. Le prometía que no le seguiría perjuicio alguno de entregarse y que su hermano Juan José sería el próximo cacique general. No había terminado de decir esto, cuando el “trompa’’ Sosa, hombre de Cipriano, lo degolló a Moreno sin vacilar.

Al ver esto, la indiada se sublevó. El capitanejo Peralta se echó sobre Catriel pero un chuzazo del cacique lo dejó a medio camino. Catriel pasó a un potrero llamado Quentrer, junto a miembros de su familia, acompañados por varios vecinos de Olavarría y el lenguaraz Avendaño, un cristiano que había pasado su infancia cautivo de las pampas. El hombre era secretario y traductor de Catriel, hombre leal al cacique.

Todos permanecieron atentos a los indios, que mantenían una actitud hostil.

A eso de las cuatro de la tarde se acercaron algunos guardias nacionales del comandante Lagos, intimando la deposición de las armas. Así lo hicieron estos ciudadanos que sólo las necesitaban para defenderse de los infieles.

Fue quedar desarmados y en ese preciso instante, tanto las guardias nacionales como los indios, pasaron a apoderarse de las mejores prendas y los caballos más vistosos. Algunos intentaron huir, pero treinta indios se les echaron encima y los ultimaron a lanzazos.

La violencia prometía generalizarse cuando en ese preciso instante llegó Lagos con su escolta. Todos los desmanes cesaron. La tropa formó al instante. Los indios se agruparon, quietos, con la cabeza gacha. El comandante les prometió a los prisioneros que nada les iba a pasar. Poco después se dirigían al cuartel. Con ellos iban Catriel y su secretario Avendaño. A ambos los habían amarrado con tientos de cuero que les cortaba la circulación.

Llegados al campamento, Cipriano y Avendaño quedaron presos en cepo de lazo. “Le quiero recordar que el mismo presidente Sarmiento me dio las insignias de comandante” los encaró Avendaño. Un rebencazo le surcó la espalda.

“¿Y entonces pa’ que te metés en revoluciones contra el presidente?... Déjelo estaqueado ahí nomás...”, bramó un sargento. A Catriel ni se le ocurrió comentar sobre sus galones de General.

Así los dejaron día y noche, al sol y bajo la lluvia, miserablemente alimentados. El coronel Julio Campos en nota al ministro de Guerra, dejaba constancia que: “mi opinión es que si Catriel ha de ser juzgado, debe serlo por los mismos indios, pues es práctica que así se haga.
Entregándose los criminales a los caciques de la tribu, para que ellos procedan según sus usos”.

Nadie quiso cargar con esta culpa, sabedores de lo que les esperaba. No quedó papel o consigna, recuerdo o expediente donde alguien se responsabilizara por la muerte de este cacique que tanto había hecho por los cristianos.

Ajeno a las veleidades políticas, había actuado bajo la convicción de la amistad; aun así estaban dispuestos a sacrificarlo pensando, equivocadamente, que su muerte sería una ofrenda de paz para mantener la tranquilidad de la frontera.

Un día del mes de noviembre de ese 1874, Catriel, Avendaño y el “trompa” Martín fueron entregados a la indiada, atados de brazos. Los salvajes rugían en la cara de sus víctimas, blandían las lanzas, alzaban cuchillos. Catriel les habló en su lengua pero nadie pudo escuchar qué decía entre tanto griterío. La punta de una lanza rasgó su pecho y un hilo de sangre surcó su piel cetrina.

Catriel estalló de furia. En su esfuerzo supremo, rompió sus ataduras y arrancó la lanza que lo había herido. Los salvajes se arremolinaron alrededor del cacique. Como un puma agazapado daba zarpazos con el chuzo, girando sobre sus talones.

Aun a pesar de la furia con la que se defendía, su cuerpo se tiñó de sangre. Catriel seguía con su lanza, poniendo a raya a quienes ayer nomás le debían sumisión. Una herida surcó su espalda, el dolor de la laceración lo dejó sin aliento.

Catriel cayó sin soltar la lanza. Siguió peleando desde el piso. “Vengan cobardes, vengan acá que a algunos me llevaré conmigo”, parecía decirles. Una y otra vez el filo de las lanzas rasgaron su carne, hasta que ya no pudo defenderse. Catriel quedó tendido sobre el piso. Todos querían humedecer sus cuchillos en la sangre de un valiente. Gritaban y se arremolinaban sobre el cadáver de su jefe.

Un jinete pampa se acercó al paso. Los gritos cesaron, el silencio cayó sobre la tarde muerta.

Juan José Catriel bajó de un salto y avanzó hacia su hermano, mientras la indiada le abría paso. Por un momento miró con desprecio el cuerpo mutilado de Catriel. Lentamente sacó su facón del cinto.

Con la otra mano tomó la melena ensangrentada de su hermano y de un tajo rápido y seguro le cortó la cabeza. Un alarido salvaje brotó de todas las gargantas mientras arrojaba la cabeza de su hermano a una zanja donde yacían los cadáveres de Avendaño y el “trompa Martín”.

A lo lejos, el coronel Julio Campos presenciaba la escena, fumando. Ejecutado Catriel y expuesta su cabeza, el coronel Campos arrojó su cigarro y entró a su tienda sin decir palabra.

Al día siguiente los vecinos de Olavarría, que habían sido apresados junto a Catriel y permanecían atados e incomunicados, fueron asistidos por el comandante Estanislao del Campo, el mismo que años más tarde nos regalaría su Fausto criollo y conducidos a Buenos Aires, donde quedaron detenidos hasta cumplirse cincuenta días de prisión.

Los diarios de Buenos Aires escribieron algunos artículos sobre esta ejecución sumaria realizada frente a los ojos del Estado Mayor del Ejército Argentino. Pero pronto se olvidaron del cacique. La derrota de la Verde y la capitulación de Mitre ocupó los encabezados y editoriales de los periódicos.

Sin embargo, un año más tarde Juan José Catriel quebró la paz de la frontera. Hordas de salvajes se aventuraron a escasos kilómetros de Buenos Aires alzándose con ganados y cautivos, sembrando la pampa de desolación. Sólo entonces algunos recordaron la terrible muerte de Mari Ñancul al que llamaban Cipriano Catriel, pero ya no había vuelta atrás.

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