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Ernesto Sábato - El gran simulador
Por Pablo Makovsky - Tuesday, Mar. 22, 2011 at 11:19 PM

Rosario - Lunes 29 de noviembre de 2004 / Es en la obra de Ernesto Sábato, aplaudido muchas veces por su oportuno compromiso cívico, donde puede leerse la falsedad y la egomanía del autor.

Sábato es el hombre público que los héroes de sus novelas desprecian.

Fernando Vidal Olmos es el protagonista de la novela Informe sobre ciegos (1968), como su autor, Ernesto Sábato, nació el 24 de Junio de 1911. Lo mismo que Sabato (sin acento), uno de los personajes de Abaddón, el exterminador (1974), Vidal Olmos puede considerarse un doble literario del escritor. La tarjeta de presentación del héroe que descubre una conspiración de ciegos en oscuros túneles porteños reza: “Soy un investigador del Mal”, preocupación que Sábato mantuvo en sus últimas declaraciones, mientras escupía una y otra vez la palabra “horror” y sobaba a una oportuna teleaudiencia con su irremediable desesperanza. Su silencio y sus lágrimas secas, el sábado 20 de noviembre pasado, al cierre del III Congreso de la Lengua Española, como su visita a la cancha de Rosario Central y a la casa natal del Che fueron las escenas finales de una serie de intervenciones oportunistas de un farsante en cuya prosa puede escucharse la mala escritura que cunde en las redacciones y los colegios, afectada de gravedad y de pretensiones, que apela al humor sólo para aquellos casos en los que es necesario reforzar un argumento, nunca para interrogar, ni poner en entredicho el texto: “Yo, por ejemplo, me caracterizo por recordar preferentemente los hechos malos y, así, casi podría decir que «todo tiempo pasado fue peor», si no fuera porque el presente me parece tan horrible como el pasado”, escribe en la página inicial de El Túnel (1948) que, vaya, culmina con una vaga referencia a los campos de concentración nazis.

Sábato puede ser considerado un canalla (en el sentido que el adjetivo tiene en el diccionario de la Real Academia, no en el que tiene en la ciudad de Rosario) no porque haya manifestado sus simpatías con el Proceso de Reorganización Nacional en un almuerzo con Jorge Rafael Videla, el 19 de mayo de 1976, del que también participaron Jorge Luis Borges, el padre Leonardo Castellani y Horacio Esteban Ratti (presidente entonces de la Sade). Sábato es un embustero porque sus declaraciones de entonces prueban que su literatura es pura cháchara, que alardeaba cuando proclamó a su doble “un investigador del Mal” y que las inmundicias de los campos de exterminio del nazismo eran un pretexto para garrapatear en una página sus consideraciones graves y egomaníacas.

Derecho y banana. El oportunismo de Sábato es, sobre todo, un hecho literario: en su obra, infestada de enseñanzas a jóvenes entenados, abunda el desprecio al “hombre público” que el mismo escritor encarnaría. En junio de 1971, cuando Salvador Allende gobernaba aún Chile y la guerrilla en América era un producto libresco de exportación, el escritor responde en una entrevista que le hiciera Isabel Allende: “Soy un francotirador. Tengo con la literatura la misma relación que puede tener un guerrillero con el ejército regular. No soy un escritor profesional”. Pero en 1976, a la salida de su almuerzo, Sábato declaró: “El general Videla me dio una excelente impresión. Se trata de un hombre culto, modesto e inteligente. Me impresiónó la amplitud de criterio y la cultura del presidente”. Y en 1978, como releva el tomo tres de La Voluntad (Eduardo Anguita y Martín Caparrós), Sábato volvió a explayarse sobre la dictadura en la revista alemana Geo: “La inmensa mayoría de los argentinos rogaba casi por favor que las Fuerzas Armadas tomaran el poder. Todos deseábamos que se terminara ese vergonzoso gobierno de mafiosos”, dijo y, ya sin mentar su posición de escritor según la relación que tiene un guerrillero con el ejército regular, escribe sobre el gobierno golpista: “Sin duda alguna, en los últimos meses, muchas cosas han mejorado en nuestro país: las bandas terroristas han sido puestas en gran parte bajo control”.

En 1985, el oportunismo literario de Sábato se presentaría también bajo la máscara de un libro, el Nunca más, con el que el escritor supo disfrazar un compromiso civil y camuflarse como adalid de los nuevos tiempos. Sin embargo, nada de esto está anticipado en su libro anterior a la democracia, un embutido de sus opiniones más pacatas sobre literatura americana y argentina, en el que zumban las citas de autores europeos clásicos. La cultura en la encrucijada nacional se llama el libro, una compilación de ensayos. Sudamericana lo publicó el 24 de setiembre de 1982, cuando la derrota de Malvinas y la movilización popular licenciaban a cualquier escritor (y máxime a Sábato, “el opositor que todo gobierno desea tener”, según una definición de Horacio Tarcus) a promover los debates pendientes en seis años de dictadura. Sin embargo, en páginas que proponen desentrañar “los deberes del escritor en el drama argentino”, el autor no dice ni mu de lo que han sido esos tiempos y, a su modo grave y circunspecto, prepara la cancha para su nueva máscara de hombre público desvelado por la urgencia social y política y recuerda sus disidencias de juventud con el Partido Comunista. Así, se asume como un adelantado lector de Marx predispuesto al diálogo en el ensayo “Arte y sociedad”. Lo curioso es que en el breve texto posterior, “El Estado contra el artista”, Sábato se aboca a plantear problemas que cree muy filosóficos, como si viviera en Estocolmo.

Escena uno. Un escritor preocupado por impartir enseñanzas, como hace Sábato en sus novelas, es un propagandista que sabe cuidar su imagen. Así, entrega sus respuestas por escrito a Isabel Allende en el 71, o se enfada con el padre Castellani cuando éste difunde el entusiasta parloteo de Sábato en el almuerzo con Videla. “Se enojó mucho conmigo porque conté lo que había pasado en la comida de Videla”, declararía el sacerdote de la Compañía de Jesús en una larga entrevista llevada al libro por Pablo José Hernández (Conversaciones, 1977). Es que el cura, escritor también, tildado de nacionalista, un personaje al que nadie se animaría a calificar siquiera de “progre”, da en el clavo y desenmascara al buen Sábato: “Dije que él estuvo hablando todo el tiempo y no dejó hablar a los demás. Y es la verdad. No podíamos interrumpirlo”, cuenta Castellani.

El sacerdote hizo las declaraciones que molestaron tanto a Sábato en el número de julio de 1976 de la revista Crisis. Su escena es demoledora y describe el almuerzo con el dictador en estos términos: “En realidad, el más callado fui yo. Dije algunas cosas pero quienes más hablaron fueron los demás, sobre todo Sábato y Ratti que llevaban varios proyectos”. El periodista pregunta: “¿Y el presidente?”. Y Castellani: “Videla se limitó a escuchar. Creo que lo que sucedió es que quienes más hablaron, en vez de preguntar, hicieron demasiadas propuestas. En mi criterio, ninguna de ellas fue importante, porque estaban centradas exclusivamente en lo cultural y soslayaban lo político. Sábato y Ratti hablaron mucho sobre la ley del libro, sobre el problema de la Sade, los derechos de autor”. Pregunta: “Bueno, padre, al fin y al cabo, era una reunión de escritores”. Y Castellani, que había sido castigado por su orden en los 40 y era un tenaz observador de la relación entre la literatura y el poder: “Sí, pero la preocupación central de un escritor nunca pueden ser los libros, ¿no es cierto? Traté de aprovechar la situación por lo menos con una inquietud que llevaba en mi corazón de cristiano. Días atrás me había visitado una persona que, con lágrimas en los ojos, sumida en la desesperación, me había suplicado que intercediera por la vida del escritor Haroldo Conti. Yo no sabía de él más que era un escritor prestigioso y que había sido seminarista en su juventud. Pero, de cualquier manera, no me importaba eso, así se hubiera tratado de cualquier persona, mi obligación moral era hacerme eco de quien pedía por alguien cuyo destino es incierto en estos momentos. Anoté su nombre y se lo entregué a Videla”. El cura aprovecha la entrevista de Crisis: “Sábato habló mucho o peroró, mejor dicho, sobre el nombramiento de un Consejo de Notables que supervisara los programas de televisión. En Inglaterra funciona una instancia similar, presidido por la familia real e integrado por hombres notorios de todas las tendencias. Cuando estuve hace mucho en Inglaterra, Chesterton me habló de ese consejo del cual él formaba parte. Eso quería Sábato que se hiciese en la Argentina. Borges dijo que él no integraría jamás ese consejo de prohombres. Sábato, entonces, agregó que él tampoco. Yo pensé en ese momento para qué lo proponían entonces. O sea que ellos embarcaban a la gente pero se quedaban en tierra. Personalmente, no creo que ese consejo sea una decisión muy importante”. ¿No se lee en la propuesta del buen Sábato las aspiraciones de hombre público que él mismo denostó en sus libros y luego asumiría en la Conadep? La última respuesta de Castellani –quien siguió el rastro de Conti hasta que lo visitó en su agonía– a la entrevista de Crisis merece citarse no sólo para señalar el compromiso del sacerdote, sino para sopesar de qué trata el sostener una práctica literaria con la ética diaria: el almuerzo “no fue muy trascendente. Al menos, que los hechos posteriores demuestren lo contrario, como por ejemplo, que aparezca el escritor Haroldo Conti. Algunos me habían pedido que intercediera también por varios ex funcionarios cesanteados aparentemente en forma injusta. Pero no quise hacerlo, pues me pareció que esos casos desdibujarían la dramaticidad de la situación de Conti, por cuya vida se teme”.

Escena dos. La telenovela de José Saramago y Sábato en El Círculo tiene, como se ve, entretelones con escenas que una vez más destacan la ambición y los embustes del escritor argentino. Una mañana de junio de 1999, el poeta José Tono Martínez, entonces director del ICI-Centro Cultural de España, visitó a Sábato en Santos Lugares. El español pretendía no sólo en saludar al autor de su adolescencia, sino que quería tener noticias sobre la relación que había tenido en su momento Sábato con el polaco Witold Gombrowicz, mientras este estuvo en Argentina.

Lejos de la condescendencia con la que Saramago se autocitó para recordar su primer trato con Sábato, Tono Martínez exhibe en La venganza del gallego (Libros del Zorzal, 2004) una escena más sobria y, claro está, más devastadora: “No le interesaba mucho hablar sobre su obra literaria –cuenta–. Lo que sí le interesaba era que conociera su nueva obra pictórica, que para él era mucho más importante que lo que había hecho anteriormente o escrito. Me llevó a su pequeño estudio. Allí, sobre lienzos en pequeño formato estaban todas sus últimas obsesiones, terribles, tenebristas, una suerte de cruce del Goya de las pinturas negras con una pulsión surrealista que en algún punto podía rozar las técnicas del cómic. Sólo que todo ello con una coloración naif. Pensé que aquellos cuadros podían también gustarle a Federico Klemm, cuya obra narcisista y erotómana acababa de conocer. La otra obsesión de Sábato aquel día era conseguir vender cualquiera de esos cuadros a alguna institución museística española. Pedía cien mil dólares. Me explicó que España tenía mucho dinero y él lo necesitaba. Le prometí, sin mucha convicción, hacer alguna gestión al respecto”.

Las vicisitudes de un artista en apuros justifican, claro, cualquier pedido, pero la coloración naif que describe Tono Martínez en la pintura de Sábato, ¿no exhibe la consabida estridencia del escritor, su tendencia a abusar del mito desolado que se inventó? Si no hubiera sido tan oportunista y ladina la larga simulación de Sábato, el tono naif con el que se lee hoy su obra podría postular su imagen como la del adolescente mal crecido, engolosinado con temas terribles. En la revista Centro, en 1952, el crítico Adolfo Prieto (como puede leerse hoy en el libro de Nora Avaro y Analía Capdevila, Denuncialistas, editado por Santiago Arcos) ya había calado el “estilo” Sábato: “Mucho afán de justificarse, de confesarse en alta voz”, escribe. A diferencia de un par de sus contertulios de aquel 19 de mayo de 1976, la obra de Ernesto Sábato no parece estar a la altura de los embustes del autor ni puede absolverlo.

fuente http://archivo-elciudadano.com.ar/29-11-2004/cultura/simulador.php
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III Congreso Internacional de la Lengua Española

Un verdadero día sabático - Domingo 21 de noviembre de 2004

Ernesto Sábato fue homenajeado por la Academia en un acto que llevó adelante José Saramago. La celebración culminó con una emocionada ovación que hizo brotar las lágrimas del escritor y del público

La multitud siguió el discurso del escritor portugués José Saramago con recogimiento antes de ovacionar a Ernesto Sábato. - Foto: Marcelo Martínez Berger
Pablo Makovsky

El III Congreso Internacional de la Lengua Española cerró ayer al mediodía sin palabras, con una sostenida ovación al escritor Ernesto Sábato, quien fue homenajeado en el escenario del teatro El Círculo por su par José Saramago, por el director de la Real Academia y el del Instituto Cervantes, César Antonio Molina y Víctor García de la Concha, respectivamente. Entre los académicos se encontraban la senadora Cristina Fernández de Kirchner; la subsecretaria de Cultura nacional, Magdalena Faillace; el gobernador santafesino Jorge Obeid y el intendente Miguel Lifschitz, quienes siguieron con emocionada compostura el acto y escucharon con recogimiento la voz de Sábato grabada hace treinta años, cuando leía un fragmento de su novela Abbadón, el exterminado, de 1974, en la que el autor aparece como uno de los personajes. El fragmento escuchado en la sala colmada del teatro exhibía el repertorio del Sábato más oscuro y pesimista: “Sólo te es útil el espanto”, decía el personaje del texto a un joven aprendiz, al que le desaconsejaba convertirse “en esa asquerosidad que se llama un hombre público”.

Aplaudido por una multitud de pie, entre la que se distinguía la pelambre blanca y refulgente bajo la boina de Ernesto Cardenal, Sábato se quitó varias veces los gruesos lentes oscuros para enjugarse las lágrimas mientras alzaba la mano para saludar a toda la concurrencia, que le respondía con vítores quebrados de emoción y salpicaba el estruendoso aplauso con “¡Ídolo!”, “¡Maestro!”, “Sos nuestro!” o el más tendencioso “¡Centralista!”, que profirió un exaltado rosarino.

A las 12.20, y con una multitud que pugnaba todavía por ingresar a la sala del Círculo, comenzó el homenaje a Sábato. El primero en hablar fue el director del Instituto Cervantes (organismo que premió al escritor en 1984), quien recordó que una de las bibliotecas de la institución, la de Budapest, Hungría (Sábato fue traducido al húngaro), a orillas del Danubio, fue bautizada con el nombre del escritor. También exhibió una libreta que el Cervantes repartirá entre los niños de escuela, ya que no alcanza para distribuir computadoras, para que los gurrumines pierdan el miedo ante la página en blanco. Ese anotador de tapas azules lleva una cita de El túnel que, leída ayer, entregó al público el convenido pesimismo con el que el escritor seduce a generaciones de lectores.

Antes de que Saramago se remontara a sus palabras y sus citas más sentidas sobre Sábato, Víctor García de la Concha (cuya creciente popularidad multiplicó sus fotos entre la concurrencia del Congreso) arrancó su saludo con un “Qué paradoja que el director de la Real Academia Española diga que no tiene palabras” para el agasajo. Fue el discurso más directo. El académico no economizó en imágenes y declaró que “la escritura (de Sábato) es como el Paraná”. También, que la Argentina, como cualquier país, “es un hecho verbal”.
Por fin, con recogimiento casi trapense, la multitud escuchó a Saramago.

De un león a otro

“Hacia este profeta áspero y agreste que la vejez no ha conseguido domeñar –dijo el Nobel portugués impregnado ya del tono lúgubre de su par homenajeado–, hacia esta conciencia dolida por todas las desgracias del mundo”. Entonces leyó de su libro Cuadernos de Lanzarote su primer encuentro con Sábato, a quien describe transitando “por las diversas obsesiones que le conocemos: la implacable descreencia en la razón, la negación crítica del conocimiento científico, el problema del mal, Dostoievski, la apología de la obra breve... Su voz de ceniza fue cubriendo lentamente la sala, los estantes, los bultos, las manos. Le dije que hasta para no creer en la razón teníamos necesidad de la razón”. La evocación concluye: “No tengo seguridad de que me oyera, su voz era como un río negro hacia el cual, poco a poco, yo mismo, todavía sujeto a la orilla, iba resbalando”.

Durante su lectura, Saramago sostuvo el timbre grave que los rosarinos se acostumbraron a escucharle en estos días, pero suavizó el volumen de su voz hasta convertirla en un arrullo, en el que corría también la fritura del portugués, como si se tratara de un diálogo íntimo, de una confesión que Sábato oía detrás del velo de sus anteojos.

“Ernesto Sábato —confió ayer Saramago– es a la falible y humilde razón humana a la que acabará apelando cuando sus propios ojos, libres de escamas, se enfrentaron a ese otro Apocalipsis que fue la sangrienta represión sufrida por el pueblo argentino”. Sábato, recogido en su asiento, escuchaba y de tanto en tanto se escarbaba las lágrimas tras los anteojos. “Quizá no se encuentre en los días de hoy una situación tan radicalmente dramática como la tuya –le dijo para terminar el portugués–, la de alguien que, siendo tan humano, se niega a absolver a su propia especie, alguien que a sí mismo no se perdonará nunca su condición de hombre. No todos te agradecerán la violencia. Yo te pido que no la desarmes”.

Cuando el susurro con el que Saramago pronunció sus últimas palabras se apagó en la sala, el público estalló en un aplauso. El batir de palmas aumentó a medida que Sábato, sosteniéndose del brazo de su asistente, avanzó hacia el escenario. Allí se quitó las gafas, se restregó los ojos y saludó a la multitud que lo aclamaba desde el gallinero, luego fue descendiendo con el saludo hasta la platea y terminó abrazado a Saramago.
Minutos después, cuando el eco de la ovación se disolvía en el teatro, los ojos enrojecidos de muchos periodistas que ganaban los pasillos del tercer piso escrutaban con desparpajo la mirada de sus pares. El mismo espectáculo se repetía en la calle, donde la multitud que no había podido ingresar a la sala aspiraba la turbia atmósfera que habían dejado en el aire las palabras de Sábato.
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