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El atroz suplicio del inca Atahualpa
Por Vidal Mario - Wednesday, Apr. 27, 2011 at 11:39 PM

En 1492 (lo señalaba el papa Juan Pablo II en 1992) los pueblos originarios de América comenzaron a experimentar “la humillación a manos del mal”. Como seguramente se recordará el martes, Día del Indio Americano, murieron millones de aborígenes, víctimas de una extraordinaria mezcla de fuerza, crueldad, estupidez y avaricia.

La muerte del indio peruano Atahualpa, suplicio que no debe ser olvidado, es una síntesis perfecta de la extremada crueldad del genocidio aborigen.

Esta es la historia del penoso final del último emperador del Perú.

Atahualpa enfrenta su destino

El principio del fin de Atahualpa, rey de los incas, comienza el 15 de noviembre de 1532 cuando los españoles comandados por Francisco Pizarro llegan al hermoso valle de Cajamarca, donde se levanta la ciudad del mismo nombre. A sólo cinco kilómetros de allí, en una casa de recreo, está Atahualpa, en guerra civil con su hermano Huáscar, y su ejército. Los castellanos ocupan la abandonada ciudad y establecen sus cuarteles en los edificios que rodean la plaza.

Pizarro comprende la peligrosa situación en que se encuentran en caso de ser atacados y no quiere correr riesgos. Concibe, entonces, un audaz proyecto que a Hernán Cortéz ya le había dado buen resultado en México: tenderle una trampa al inca y capturarlo.

Comisiona al capitán Hernando de Soto y a su propio hermano Hernando Pizarro con treinta y cinco hombres de caballería para que se presenten en el campamento imperial, saluden al monarca y le digan que han venido del otro lado de los mares mandados por un rey muy importante para forjar vínculos de amistad con el emperador del Perú.

Luego de agasajar a los mensajeros, Atahualpa les encarga que le digan a Pizarro que al día siguiente irá a visitarlo.

Las noticias que los emisarios traen respecto de los miles de hombres que rodean al inca desatan el miedo entre los soldados españoles. Se pasan la noche en vela y al amanecer, durante la misa, entonan salmos alusivos a su comprometida situación. Pizarro, presente en la misa, les dice: “Debéis hacer fortaleza de vuestros corazones, pues en ellos y en el socorro de Dios está vuestra defensa”.

Seguidamente, prepara la trampa. Los caballos, desconocidos monstruos para los incas, son cubiertos de collares con cascabeles y distribuidos en tres lugares estratégicos de la ciudad. Los dos cañones del ejército son colocados dentro de los edificios y la tropa se distribuye en las entradas de la plaza. Pizarro se queda con veinte hombres. Él dará la señal para comenzar el ataque.

Atahualpa, mientras tanto, también prepara su ejército de unos treinta y cinco mil hombres para entrar a la ciudad. Al mediodía del sábado 16 de noviembre de 1532 se ponen en movimiento. Las tropas se colocan a ambos lados del camino para dar paso a la servidumbre del inca y a los dignatarios de la corte. En el centro de todos, en una esplendorosa litera llevada a hombros por sus más distinguidos vasallos se alza, majestuoso, Atahualpa.

Ya caen los últimos rayos del sol cuando se deja ver en la plaza del pueblo. Sale a su encuentro el capellán de la expedición española, fray Vicente Valverde, con un breviario en una mano y un crucifijo en la otra. Se acerca al inca y le dice que está ahí por orden de su jefe para explicarle las doctrinas de la verdadera fe. Tras exponer los principales misterios de la religión cristiana le habla de la autoridad divina del sumo pontífice. Le dice que uno de los pontífices había dado al rey de España el dominio del nuevo mundo y, acto seguido, le reclama un acto de sumisión a Carlos V. El discurso, que el inca no entiende un comino, es torpemente traducido por un intérprete indio llamado Felipillo, que Pizarro había llevado de Túmbez en su primer viaje.

Gracias al discurso del cura Atahualpa se entera que había un sacerdote en un país remoto en cuyo nombre se pretendía arrebatarle su imperio para dárselo a un rey extraño.

“¡No quiero ser tributario de ningún rey. Soy más poderoso que todos los príncipes de la tierra!”, grita Atahualpa, ofendido, arrojando al suelo el breviario que el cura le ha entregado.
Se desata el infierno

“Los evangelios en tierra!. Venganza, cristianos!, salid que yo os absuelvo” grita Valverde. Pizarro alza una bandera blanca e inmediatamente se escucha un tiro de cañón. Al grito de “¡Santiago y a ellos!” impetuosamente cargan los españoles, penetrando en la plaza en columna cerrada. Las descargas de artillería, el fuego de los arcabuces, el sonido de las trompetas, el humo y el olor de la pólvora aturden a los indios. La caballería aumenta el espantoso estruendo con las herraduras y los cascabeles. Con la lanza de los jinetes y con el impetuoso empuje de los caballos cunde el terror y la muerte en las filas indias. Las espadas españolas también siembran la muerte por todos lados. Llega un momento en que ya nadie tiene valor para pensar en resistir. Los peruanos sólo tratan de escapar de la matanza.

Pero las salidas de la plaza son demasiado estrechas para huir con la necesaria rapidez. Los indios, en su desesperación, abren un boquete en el muro de piedra y barro y por ese agujero se precipitan al campo abierto, perseguidos por la caballería.

Los nobles que rodean al inca están tan aterrorizados como los demás, pero la lealtad hace que tengan el valor de los mártires para dejarse matar alrededor de su rey. Sólo después de sacrificar a muchos de ellos los españoles pueden llegar hasta el inca. “Nadie hiera al indio so pena de su vida”, exclama Pizarro, precipitándose él mismo sobre Atahualpa, tomándolo por el vestido y recibiendo en la mano una cuchillada que alguien dirige contra el inca en el fragor del combate.

La matanza dura apenas media hora. La oscuridad de la noche impide prolongarla y, además, la captura del inca ha dispersado a los indios. La caballería que había salido en persecución de los fugitivos regresa conduciendo rebaños de prisioneros. Algunos historiadores hablan de dos mil muertos, otros quintuplican esta cantidad. La única certeza es que entre los castellanos no hay ningún muerto y que el único herido es Pizarro.

Ya entrada la noche, el vencedor visita a su prisionero y le obsequia una cena. Atahualpa muestra una extraña serenidad. “Son usos de la guerra vencer y ser vencidos”, le dice a Pizarro cuando hablan de su derrota. Más aún, manifiesta su admiración por la habilidad con que los españoles lo capturaron en medio de sus tropas.

El engaño del rescate

La tranquilidad de Atahualpa es aparente. En el fondo le tiene miedo no sólo a los castellanos sino también a su hermano Huáscar, su vencido en la guerra por el trono inca. Pizarro es muy capaz de elevar a éste a lo más alto del imperio y mantenerlo allí como gobierno títere para consolidar su dominación. Con el transcurrir de los días el prisionero advierte que los españoles tienen un punto débil: la codicia. Decide, entonces, explotar ese flanco débil para recuperar su libertad.

“Si me soltáis –dice a Pizarro- yo cubriré de oro todo este aposento. No sólo cubriré de oro el suelo sino que llenaré el aposento hasta donde llega mi mano y también llenaré de plata los dos cuartos inmediatos”.

Pizarro, cuya misión es “buscar oro para España y conversos para Roma”, obviamente acepta. El salón tiene veintidós pies de largo y diecisiete de ancho. A la altura de nueve pies a que había alcanzado la mano del inca cuando extendió la mano hacia arriba se marca con una línea roja. Hasta se firma un contrato, ante escribano, con las formalidades usadas entre los europeos.

Acto seguido, el inca envía mensajeros por todo el imperio con instrucciones de traer a Cajamarca el oro necesario para pagar su rescate. Imparte además órdenes para que los españoles sean respetados en todas partes. Algunos castellanos, aprovechando esa orden de no ser molestados, hacen excursiones hacia el interior del imperio. Son llevados en hamacas cargados por los indios, y bien alimentados a lo largo del camino.

Para junio de 1533 ya está amontonado en Cajamarca una inmensa cantidad de oro, pero aún no se completa el rescate del inca. La impaciencia de los castellanos es tan descontrolada que Pizarro no puede demorar más tiempo el reparto del botín. Apartan algunas joyas de oro, notables por su calidad artística, y el resto del tesoro es convertido en barras. Calculan en 51.610 marcos el peso de la plata y en 1.325.539 pesos oro el valor de las alhajas de dicho metal. Luego de deducir lo que le corresponde al rey y apartar una gruesa suma para distribuir entre los soldados y los habitantes de San Miguel de Piura y construir una iglesia, todavía queda oro en abundancia para repartir entre los castellanos, por rango y servicio.

El soldado de caballería recibe 8.800 pesos de oro y 362 marcos de plata en tanto que el soldado de infantería recibe la mitad de dichas sumas. Lo que reciben los hermanos Francisco y Hernando Pizarro, Hernando de Soto y otros capitanes es verdaderamente maravilloso. Algunos soldados quieren regresar a su país para disfrutar de su fortuna y el general no opone reparos porque sabe que la vista de tan fabulosa riqueza traerá a Perú oleadas de codiciosos inmigrantes. Uno de los que regresarán a España es Hernando Pizarro. Su hermano Francisco le encarga que describa detalladamente a Carlos V la forma en que se produjo el descubrimiento y conquista del Perú y le entregue los tesoros que han sido separados para la corona.
El atroz final de Atahualpa

A todo esto, el emperador inca sigue gobernando el imperio desde su prisión. Sus órdenes se cumplen en todo y su persona sigue rodeada de todo el boato imperial. Tanto poder, sin embargo, infunde recelos a sus guardianes, quienes empiezan a humillarlo de todas las formas posibles. El infeliz Atahualpa ve que los soldados se reparten sus mujeres y, lo que es más humillante para él, hasta el indio Felipillo abusa a su vista de una de ellas. Los españoles temen que el monarca prepare desde su prisión una contraofensiva, por lo que en toda conversación con sus vasallos siempre está Felipillo escuchando todo.

Un día éste indio nefasto le dice a Pizarro que el inca fragua una vasta conspiración.

El general español manda un destacamento a las órdenes de Hernando Soto para que verifique la veracidad de los dichos de su intérprete. Según le dijo Felipillo, miles de guerreros peruanos se están acuartelando para caer sobre los españoles.

Sin esperar respuestas, Pizarro dispone el juicio de Atahualpa. Organiza un tribunal integrado por él mismo y Almagro, asistidos por sus respectivos consejeros. Un fiscal acusará al cautivo en nombre del rey de España. Nombran un defensor para el acusado.

Acusan a Atahualpa de que siendo hijo bastardo ha usurpado el trono de los incas y ordenado la muerte de su hermano Huáscar; de practicar la idolatría; de tener muchas concubinas; de gastar los tesoros del imperio que por derecho de conquista pertenecen al rey de España y de levantar gente contra los españoles. Siete indios llamados a declarar acumulan aún más cargos contra el prisionero. Prestan declaración a través del intérprete Felipillo, uno de los más interesados en la condenación del inca. Aunque algunos de ellos se niegan a responder y otros dicen no a todas las preguntas, el tribunal condena a Atahualpa a ser quemado vivo.

Algunos soldados que se atreven a proponer que se apele la sentencia ante Carlos V son acusados de traidores por sus propios compañeros. Para tranquilizar las conciencias por lo que se estaba por hacer, consultan la opinión del teólogo. El voto de Valverde es terminante: “Hay causa para matar a Atahualpa, y si lo creen necesario, yo firmaré la sentencia”.

La historia americana no recuerda crimen más injustificable que el proceso y muerte de Atahualpa.

La hora final

El desgraciado inca no soporta el golpe de semejante sentencia, y se quiebra. Suplica a Pizarro, con lágrimas en los ojos, que le perdone la vida y se compromete a pagar un rescate aún mayor que el anterior. Pizarro le niega el perdón. Perdida toda esperanza, Atahualpa parece recobrar su tranquilidad y se dispone a morir.

En la noche del 29 de agosto de 1533 sale al patíbulo rodeado de una fuerte escolta y cargado de grillos. Cerca de la hoguera, que ilumina la oscuridad con su lengua de fuego, el padre Valverde trata de convertirlo, prometiéndole cambiar el fuego por la pena del garrote. El miedo a una muerte cruel en la hoguera hace que el infortunado inca acepte y reciba el bautismo con el nombre de Juan. Pide que su cadáver sea llevado a Quito para ser sepultado en la tumba de sus abuelos y a Pizarro le ruega que tome a sus hijos bajo su protección.

Lo amarran al palo fatal y mientras los españoles entonan el Credo el verdugo estrangula al último soberano del Perú. Seguidamente le cortan la cabeza.

Al día siguiente se celebra en la nueva iglesia los funerales del inca sacrificado. Pizarro asiste en traje de duelo y observa la inmensa muestra de dolor de las hermanas y esposas de Atahualpa. Según la costumbre del imperio, ellas quieren matarse sobre su cadáver y el esfuerzo de algunos castellanos no puede impedir el voluntario sacrificio de algunas de esas mujeres.

Días después regresa Hernando de Soto de su expedición, trayendo la noticia de que las acusaciones de conspiración hechas a Atahualpa no son ciertas. Y cuando se entera de que el inca ha sido condenado y ejecutado, exclama: “Muy mal lo ha hecho su señoría, y fuera justo aguardarnos”. Pizarro no contesta aquel reproche.

Cuentan que su conciencia cargó, hasta la muerte, con aquella muerte absurda e incalificable.

(Publicado en “Norte” de Resistencia de fecha 17/4/2011)

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