Julio López
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La jauría
Por Lelio Merli - Monday, Jul. 11, 2011 at 11:33 AM
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Es la historia de la jauría del campo de mi ab uelo que acompaño diez años

Mi joven tía Martina, la hermana menor de mi madre, terminaba de darme de comer en la boca.
A los cinco años mi inapetencia iba en aumento y el Dr. Chiodin le había aconsejado a mi madre enviarme al campo, esperando que la Naturaleza hiciera la cura milagrosa que la Medicina no lograba. O sea: que Natura diera lo que Salamanca no prestaba.
Después de almorzar, viajaría con tía Lea, mi madrina, a Fraile Muerto – rebautizado Bell Ville por Sarmiento, en aquel intento permanente de los unitarios de borrar de nuestra memoria al Virrey precursor de la Argentina Federal.

El sol se ocultaba cuando llegamos a la ciudad, de modo que arribamos al campo en plena noche oscura. Esa oscuridad le infundió tanto miedo al niño de la ciudad, que no probó bocado.
Lloraba de tal modo que mi madrina decidió emprender el regreso a Rosario la mañana siguiente.
Mi Tío Juan en cambio sentenció:
-- Cuando amanezca, con el sol, todo será distinto.
A este chico le falta el contacto con la Naturaleza. El médico sabe muy bien lo que dice. Debe ser muy sabio.

El sueño acalló mi llanto.

Desperté con el bullicio matinal campero.
El canto de las aves: los gallos y los pájaros. Relinchos, mugidos y ladridos. Silbidos y gritos de boyeros. Rechinar de ejes de carros. Golpes con tarros lecheros, vacíos y llenos.
Ninguna orquesta en ningún teatro del mundo podría haber tocado tal partitura, con ningún tipo de instrumentos. Ningún Beethoven todavía lo ha escrito.
Era el canto a la vida. La sinfonía del campo.

Tal concierto matutino despertó mi curiosidad infantil. Me vestí en silencio en medio de la penumbra que me rodeaba. Mi madrina, dormida profundamente, había velado toda la noche.
Salí de la habitación en puntillas de pies y avancé decidido a conocer ese mundo nuevo que se anunciaba maravilloso.
Caminé sin rumbo guiado por los sonidos. Mientras tanto, uno a uno me acompañaron todos los perros que guardaban la casa.
Recuerdo que los dos más grandes se pusieron a cada lado de mi pequeño cuerpo. Los demás venían detrás. Y así comencé a dar vueltas.

Grande fue la desesperación de mi madrina al no verme en la pieza y mucho le extrañó comprobar que me había vestido y calzado solo.
Comentó a Tío Juan su inquietud y éste la tranquilizó. Su señora, mi otra tía, le comunicó que ningún perro quedó de guardia en la casa.
Entonces mi tío explicó:
-- Están cuidando al niño. No lo dejarán ir lejos, darán vueltas en círculos.
Dos horas después, breves ladridos de aviso, anunciaban el regreso del sobrino pródigo, con su guardia de honor.
Disimulando el susto tía Lea preguntó:
-- ¿Te gustó el paseo? ¿Porque volviste tan pronto?
-- Tengo hambre – respondí -. Mucha.
-- Parece que la cura se está produciendo – acotó mi otra tía.
-- Me parece – dijo Tío Juan – que la jauría por fin eligió su líder.

La tía dueña de casa me sirvió un desayuno nutritivo tipo campero. El de la leche gorda hervida junto al café y la manteca de veras, amarilla patito, junto con las rodajas de pan casero cocido en horno de barro.
Los perros compañeros, sentados en el patio, esperaban su merecida recompensa.
Tío Juan, pidió la cacerola con las sobras de la noche y dirigiéndose a mí, ordenó.
-- Cuando terminés el desayuno, le darás estas sobras a tus perros. Un poco a cada uno y a todos por igual. Recordá que para que un jefe sea respetado, primero debe aprender a ser justo.

Mi madrina me sintió olor a perro y anunció que me cambiaría la ropa.
Fue cuando Tío Juan instruyó a todos:
-- Todos los perros le han fregado sus cuerpos. Es para marcar la pertenencia … del niño al grupo … o viceversa.
Y fue así como desde ese día, durante todas las vacaciones de los siguientes diez años, la jauría de la Estanzuela La Mariana, con su escasa renovación natural, me dio lecciones diarias amistad y lealtad que yo siempre retribuí.

De esos diez años, los primeros recuerdos son incompletos. Por ejemplo: los nombres de los canes más viejos, que fueron pasando del mismo modo que todos pasamos. El tiempo los reemplazó con nuevos integrantes que sí recuerdo. Cric, el perdicero. Gol, el galgo puro de raza y por último Sheriff el ovejero Cooli, también puro.
Años pasé mis vacaciones cazando liebres y alimañas, que entonces eran verdaderas plagas.
Cuando corríamos una liebre formábamos una hilera siempre idéntica. Delante de todos, iba el más ligero, Gol. Lo seguía Buen Amigo el galgo de primera cruza de pelo chocolate y a éste lo seguía Lobi, otro galgo de variadas cruzas, de gran mandíbula. Seguía el ovejero y después el perdicero. Inmediatamente, llegaba yo, apurado para que la jauría no mordiera el cuero de la presa, que tenía valor sólo si no tenía marcas de colmillos.
Tenían un procedimiento de caza: el primero hacía rodar a la liebre levantándola desde atrás. El segundo la levantaba del suelo con su hocico y la arrojaba hacia atrás para que el tercero la matara en el aire, mordiéndole la cabeza con su poderosa mandíbula.
El resto de la perrada, muy lerdos, sólo nos acompañaba con su presencia. Hasta los pequeños fox-terries Baby y Poli participaban, rezagados, ladrando continuamente.
El caso es que adquirí una velocidad impresionante, que aproveche más adelante en carreras de posta 4 x 25. Y cuando remaba en Regatas Rosario, el Club La Marina por consejo del Club Italiano, propuso construirme un bote especial, de acuerdo a mis medidas, de lana de vidrio, en la seguridad que batiría records. Dedicado de lleno a la industria, decliné tal honor.

En tantos años, aprendí a conocer la jauría, íntimamente.
Tenían las mismas virtudes y vicios que los seres humanos: Gol, que era puro de raza tenía la arrogancia y vanidad de un inglés de sangre azul. Jamás ensució sus colmillos con la sangre de una presa viva. Corría sólo por deporte, para ganarle a las liebres. Buen Amigo era su ayudante de campo y a Lobi, el subalterno, le correspondía el trabajo sucio. Cric era perdicero y las liebres no eran su mètier.
Sheriff era pastor y su trabajo era recoger las ovejas antes del anochecer.
Baby y Poli, Fox-Terriers, se dedicaban a las alimañas y eran el terror de los ratones y comadrejas.

Es que desde que el hombre primitivo dejó sus hijos al cuidado de las lobas, fue domesticando a los lobos según las aptitudes, iniciando la cría de las diferentes razas de perros que hoy conocemos, que son sus descendientes.
Pero con los milenios transcurridos, estos animales no sólo se domesticaron sino también humanizaron, calcando de esos humanos sus cualidades, buenas o males y el hombre de hoy día, el mejor amigo del perro, le retribuye la ayuda que a su ancestro primitivo le brindó su primitivo colaborador. Ayer por mí, hoy por ti.

Así pues, mis amigos caninos me enseñaron quien es vanidoso, quien buen amigo y a quienes se necesita para cumplir con las diversas tareas. También quienes se interesan en ejercer su oficio y hacer bien su trabajo, sólo para obtener una buena recompensa.
Pero Sheriff, en cambio, ponía amor en su trabajo, igual que Lasie y cuidaba a las ovejas como si fueran sus hermanas. Era el más joven de todos, el más bueno y el que vivió más.

Cuando cumplí mis dieciséis años dejé de ir al campo.
Tío Juan se fue a vivir a Bell Ville y sus hijos trabajaron el campo.
La casa ya no la habitaba una familia. Los tractores reemplazaron a los caballos. Se araba de noche y las perdices y sus nidos desaparecían bajo la tierra removida. Las plagas disminuían con los insecticidas y herbicidas.
Los perros perdieron su importancia y fueron desapareciendo, algunos por su edad, otros se ubicaron en chacras vecinas.
No volví al campo por años. No quise asistir al cambio.
Pero el hombre propone y Dios dispone.

En 1955, durante el segundo gobierno del Gral. Perón detuvieron a 300 estudiantes reformistas. Se venía la revolución. Advertido a tiempo por la Policía Provincial viajé a Bell Ville para que uno de los hijos del Tío Juan me ocultara en alguno de sus campos de Córdoba.
Esto ya lo relaté en De Apellido Bustos, publicado en La Capital el 17/2/98, que figura en mi libro Coloquio Continuo. Es un relato que a pesar de haberlo escrito 13 años atrás, es la continuación del presente.
Pero faltaba la última lección de La Jauría, la que daría su último sobreviviente: Sheriff, el ovejero y por eso decidí escribir este recuerdo.

Apenas llegué a Bell Ville, mi primo me llevó al campo que fuera de nuestro abuelo, ahora a su cargo. Me llevó en automóvil por caminos de tierra hasta que, dos quilómetros antes de llegar, nos salió al cruce una perrada desde una chacra vecina. Los perros nos torearon un trecho, mientras desde mi ventanilla yo les gritaba el consabido: ¡Fuera!. Todos los canes volvieron, menos uno, que seguía a nuestro lado, corriendo con dificultad. Lo reconocí en el acto y lo llamé por su nombre: ¡Sheriff! ¡Sheriff!.
Apenas lo nombré dejó de correr y siguió la marcha con su trote de perro. Siguió detrás del auto. Lo veía cada vez más lejos mirándolo por el espejo retrovisor.
A poco de llegar a nuestro destino, vimos entrar al patio de la casa a mi viejo amigo ovejero. El que más me quiso.
Mi primo me explicó que lo habían recogido en la chacra vecina, con gusto y que a ella se había aquerenciado.
Sheriff no paraba de saludarme. ¡Qué alegría tenía!.
Me acompañó todos los días que pasé dentro de la casa. Con mi primo le calculamos la edad. Tenía muchos años como para conservar tan buen estado.
-- Evidentemente, quienes lo recogieron lo cuidaron muy bien. – afirmé.
-- Creo que lo ha mantenido la esperanza de volver a verte. – aseveró mi primo.

Llegó demasiado pronto el momento de irme. El hijo de Tío Juan había hecho los enlaces para ubicarme en el norte de Córdoba y debía partir inmediatamente.
-- Te traje una escopeta de dos caños, calibre 12 y muchos cartuchos, algunos de balines … por cualquier cosa … - me aclaró.
Me despedí de Sheriff sollozando. Parado en sus dos patas traseras y apoyando las delanteras en mi pecho, me lamía la cara mientras yo le acariciaba la cabeza.

Tiempo después, visité a mi primo y le pregunté por mi ovejero. Me contó:
-- Un par de días después que te fuiste, Sheriff volvió a su nueva querencia. No pregunté más por él. Los tres sabemos que se fue para ya no volver.
Me parecía oír en sus palabras a Tío Juan.
Pero en algo se equivocaba su hijo:
Si “la nada no existe” como decía Lisandro de la Torre, hoy, más de medio siglo después, con este relato del pasado, ha vuelto al presente el más noble de todos los miembros de LA JAURÍA

Rosario 9 de julio de 2011 – Lelio Merli

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