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Secreto y poder
Por (reenvio) Pablo Oyarzun - Univ. de Chile - Tuesday, Jul. 19, 2011 at 4:04 AM

Este artículo discute la significación del secreto para el análisis del poder. Apelando a la tesis de Canetti sobre la centralidad del secreto en la estructura de poder, argumenta la relación de aquel con el saber y desarrolla la lectura de un relato de Borges a fin de ilustrar el punto. Finalmente, a través de la consideración de los planteamientos de Simmel y Taussig sobre la cuestión del secreto, esboza la relación entre secreto y contrato como modelo de la significación propuesta.

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LA PALABRA

Empiezo por unas pistas etimológicas.

La palabra “secreto” viene de la hipotética raíz indoeuropea *skrībh- “cortar, separar, distinguir”; de ella proceden cuatro formas principales: con sufijo *krei-dhro- el latín cribrum “criba, tamiz”; con sufijo *krei-men- los latinos crīmen “juicio, crimen” y discrīmen “distinción”; en grado cero y con sufijo *kri-no- el latín cernō “cribar, cerner, separar”; en grado cero *kri-n- el griego krinō “separar, decidir, juzgar”, con sus derivados “crisis, criterio, crítica”; finalmente, el latín scribō “trazar, marcar, escribir”. El término “secreto” se remite a la tercera de estas formas, y tiene en su base cernō, de donde también proceden “cierto, discreto, acertar, cerciorar, decretar, excretar, secretar”, etc. En el caso de nuestro vocablo, se ha asociado a cernō (cernere “separar, distinguir, mirar, comprender”) el prefijo de separación se. El latín secretus “separado, aislado, remoto” es el participio del verbo sēcernere “separar, aislar”; sēcrēto es un adverbio que precisamente expresa la idea de apartamiento. En este sentido, secreto es lo que se separa o se aparta del conocimiento general o público. En el plexo de significados de “secreto” convergen, pues, tres motivos determinantes: separación, decisión, juicio. Aquí me referiré sobre todo al primero, pero entiendo que ese plexo tiene, en su conjunto, notoria incidencia en el análisis del poder.

Si el poder estriba en la relación, si el poder es indefectiblemente relacional, entonces la separación es operación primaria del poder. La separación es estructuralmente requerida para el establecimiento de toda relación de poder, de modo que podríamos afirmar que la separación hace ante todo posible la relación. Y ello en dos momentos principales: primeramente, separación de uno y de otro como aquellos que están en la relación, donde “estar” no significa ingresar en la relación a partir de un estatuto de entidad e identidad previamente constituido, sino que es la relación misma la que opera de suyo y estructuralmente la separación. Y en segundo término, separación de un quantum o de un modus de poder de cada cual y subrepción del mismo en pro del establecimiento y mantenimiento de la relación.

Si lo anterior es válido, la significación del secreto en la relación de poder y en la estructura de éste concierne, ante todo, a la separación.

EL CONCEPTO

“El secreto ocupa la médula misma del poder”, enuncia Canetti (Canetti, 1981, p. 286) [2]. Se puede considerar ésta como la aseveración cardinal sobre la relación que intentamos determinar. No sólo se trata de que no hay poder sin secreto: se trata también de que el poder del secreto es la esencia misma del poder. ¿Qué quiere decir esto? Desde luego, una afirmación semejante no es auxiliada en modo alguno por la pretensión de establecer qué secreto es éste que confiere al poder su carácter y su dinamismo fundamental. No es un secreto en particular, no es el contenido de un secreto, sino el secreto en general, es la condición de secreto lo que está en la “médula” del poder. Esa condición es un espacio y un tiempo. Es el espacio del control, es el tiempo que tarda la descarga del poder (el ejercicio de la fuerza), y que ciertamente puede ser indefinido, pero que no deja nunca de anunciarse. Por eso, la duración de este tiempo es asimismo un índice de la expansión del control [3].

Que el secreto sea la intimidad misma del poder es la razón por la cual toda forma fenoménica del poder no exhibe ni toca, sino que reserva y ampara su “médula”. Reacio a ser perspicuo, el poder no entrega su secreto y, si puedo decirlo así, el secreto de su secreto. Éste es el centro radicalmente no-fenoménico del poder, que determina la resistencia del poder ya sólo al conato de ponerlo bajo la mira inquisitiva, de convocarlo al horizonte de lo manifiesto: no hay alétheia del poder o, dicho de otra manera, el apocalipsis del poder —la exposición de su secreto, del secreto de su secreto— sería, a la vez, la aniquilación de todo conocimiento.

Por eso mismo, nada es más difícil que intentar la determinación de aquello que llamamos “secreto” y que experimentamos como tal. A este propósito todas las precauciones que es preciso tomar cuando se intenta una consideración sobre el poder (y que deben hacerse cargo de que el poder ya ha anticipado toda tentativa de traerlo al encuadre de un conocimiento objetivo) parecieran imponerse con énfasis: ¿cómo saber el secreto?, ¿cómo hablar del secreto?

Esta doble pregunta, creo, determina toda inspección a propósito del secreto; y es previsible que, a propósito del secreto, incoar una empresa de encuesta e indagación, ensayar su puesta en discurso, y precisamente en un discurso que tiene pretensiones de elucidación y conocimiento, no sea sino someterse a la prueba de esta doble pregunta.

Y digo someterse a su prueba, no instalar y controlar (pretender que se controla) la pregunta. Para esto sería preciso que se pudiese medir el secreto, someterlo a él mismo a una medida y un patrón previamente asegurados. Pero ¿acaso no lo sabemos, no lo sentimos?: es la dimensión del secreto la que mide nuestro saber y nuestra habla.

No es improbable que la estrategia para abordar este asunto tenga que obedecer al carácter mismo de lo que se quiere abordar. Un movimiento concéntrico en torno a la cuestión del secreto parece exigido por ella misma: el secreto —lo formulaba taxativamente Canetti— parece ser algo así como un centro, o estar en un centro, en torno al cual se organizan, para una experiencia determinada por la vigencia y la eficacia del secreto [4], todas las demás dimensiones de la realidad y la existencia; el modo y los efectos de tal organización tendrían que ser por fuerza asunto de indagación, aun cuando ésta pudiese estar, por principio, condenada a calle ciega.

Pero esta indagación no está en la orfandad de criterio. El secreto no es enteramente refractario al saber. No habría secreto si no mantuviese una (secreta) relación con el saber. Ya lo decía: sabemos, sabemos acaso en el modo del sentir, de la pasión, que el secreto mide, es decir, determina conjuntamente nuestro saber, todo saber, y nuestra habla, todas las hablas. Determina al saber, es decir, lo predestina: comienza a haber saber, algo así como saber, porque hay algo así como secreto: algo por saber, que se resiste. Ese haber secreto nutre el deseo y la voluntad de saber, y éstos —deseo y voluntad— se disponen en modos y formas diversas de averiguación y pesquisa, y donde quiera que se alcance un éxito, siempre limitado, se afianza un conocimiento: el saber de cierto contenido —del devenir de las cosas naturales o de los comportamientos y usos humanos— que se imputa como monto determinado al capital inextinguible del secreto.

No hay secreto sin un saber del secreto; pero no sólo del particular secreto del caso, sino también, y ante todo, del secreto como tal. Un secreto que se sabe impone su custodia, su guarda; guardar un secreto es saber el secreto, saber de él: saber que hay secreto. En todo secreto particular que se sabe, se presupone este primario, arcaico saber. Y no hay secreto sin habla, sin la constitutiva posibilidad de comunicarlo, pero en una comunicación que asimismo debe ponerse a resguardo, cuya posibilidad debe ser inmediatamente reservada y preservada en silencio, so pena de traición. Así, dejarse comunicar un secreto es padecer al punto la imposición de silencio a propósito de lo comunicado, incluso allí —quizá sobre todo allí— donde podría tratarse de un “secreto a voces”. El silencio que impone el secreto es, quizá, entonces, su habla propia: y esa imposición nos enseña, más que cualquier discurso, lo que está en la esencia del habla, lo que en la comunicación excede a toda posibilidad de comunicar.

Una primera aproximación a este nexo de cuestiones pueden ofrecérnosla, acaso, una lectura escoltada de su breve comentario y, luego, dos incisos.

UNA LECTURA

Leo una de las ficciones célebres de uno de los escritores que supo como pocos acerca del secreto y del poder. El título es “La lotería en Babilonia” (Borges, 1974, pp. 456-460). El relato se inicia con ciertas revelaciones sorprendentes del narrador, avatares inverosímiles de su existencia que requerirían una duración de vida incalculable, acaso infinita, y que sin embargo se han dado en el decurso aleatorio de los días. Su causa es, dice él, “una institución que otras repúblicas ignoran o que obra en ellas de un modo imperfecto y secreto: la lotería” (Borges, 1974, p. 456). Refiere, de tercer oído, su evolución desde sus elementales rudimentos entre el bajo pueblo, que sólo disponían premios pecuniarios para quienes poseyeran los números, previa adquisición de los mismos, que la rifa de la ocasión hubiese sorteado entre todos los números vendidos. El paulatino desinterés que ocasionó la simpleza del procedimiento obligó a ingeniar una variante que interpoló, dice, “unas pocas suertes adversas en el censo de números favorables” (Borges, 1974, p. 457), y que obligaba a los desafortunados poseedores a abonar multas, las cuales engrosaban el fondo previsto para los premios. Las consecuencias de esa “reforma”, han de haber sido, en su momento, imprevisibles; su efecto inmediato fue la propagación del interés de todos los babilonios en el juego, que apreciaron su valor moral. La participación empezó a ser estimada prueba de dignidad y de coraje, pero también se asignó igual valor a la negativa de pagar las multas. Es el punto, en el relato, en que se menciona por vez primera a “la Compañía”, el órgano nebuloso que administra la lotería, con notorio tufillo sacerdotal en su nombre.

El rechazo de los apostantes desfavorecidos a cancelar sus multas, un episodio judicial que los condenó a hacerlo junto a las costas so pena de un lapso de encarcelamiento y la opción de aquellos por esta última sanción, modificó sustantivamente el carácter mismo del juego. “De esa bravata de unos pocos nace el todopoder de la Compañía: su valor eclesiástico, metafísico” (Borges, 1974, p. 457). En adelante, ésta prescindió del reporte de las multas y se limitó a detallar los días de cárcel. Con las cursivas que Borges le inflige, el narrador comenta: “Fue la primera aparición en la lotería de elementos no pecuniarios” (Borges, 1974, p. 457). El entusiasmo babilonio se multiplicó, y se multiplicaron los números adversos, lo mismo que la demanda de la plebe por gozar de los mismos altibajos que los sorteos deparaban a los ricos, hasta que por medios cruentos la revuelta logró establecer la plena igualdad, mediante sorteos secretos y gratuitos, a la vez que elevó a la Compañía a la detentación de la soberanía total. La lotería se multiplicó también en complejidad, por modo de combinar las jugadas y en ocasiones resolver con una sola un conjunto de sorteos:

Combinar las jugadas era difícil; pero hay que recordar que los individuos de la Compañía eran (y son) todopoderosos y astutos. En muchos casos, el conocimiento de que ciertas felicidades eran simple fábrica del azar hubiera aminorado su virtud; para eludir ese inconveniente, los agentes de la Compañía usaban de las sugestiones y de la magia. Sus pasos, sus manejos, eran secretos. Para indagar las íntimas esperanzas y los íntimos terrores de cada cual, disponían de astrólogos y de espías. Había ciertos leones de piedra, había una letrina sagrada llamada Qaphqa, había unas grietas en un polvoriento acueducto que, según opinión general, daban a la Compañía; las personas malignas o benévolas depositaban delaciones en esos sitios. Un archivo alfabético recogía esas noticias de variable veracidad. (Borges, 1974, p. 458)

La envergadura especulativa de la lotería estaba ya universalmente difundida. Una subrepticia comunicación de la Compañía que aportaba un argumento sobre el azar motivó debates imprevistos en torno a “una teoría general de los juegos”, y llevó por ende a una segunda reforma radical: no sólo se sortean destinos, sino el modo en que éstos han de ser cumplidos, en forma tal que los sorteos intermedios pueden trastornar decisivamente el resultado, alterando de manera dramática su valor, su signo. La doctrina sostiene que todo hecho, no sólo aquellos eminentes, sino los que conforman la minucia cotidiana y también los que son indiferentes, ha de ser criatura del azar, para lo cual los sorteos deben ser infinitos en número. Con la proliferación, todo y nada es imputable a los designios y manejos laberínticos de la Compañía; todo y nada a las imposturas que suplantan esos designios. Concluye el relato:

Ese funcionamiento silencioso, comparable al de Dios, provoca toda suerte de conjeturas. Alguna abominablemente insinúa que hace ya siglos que no existe la Compañía y que el sacro desorden de nuestras vidas es puramente hereditario, tradicional; otra la juzga eterna y enseña que perdurará hasta la última noche, cuando el último dios anonade el mundo. Otra declara que la Compañía es omnipotente, pero que sólo influye en cosas minúsculas: en el grito de un pájaro, en los matices de la herrumbre y del polvo, en los entresueños del alba. Otra, por boca de heresiarcas enmascarados, que no ha existido nunca y no existirá. Otra, no menos vil, razona que es indiferente afirmar o negar la realidad de la tenebrosa corporación, porque Babilonia no es otra cosa que un infinito juego de azares. (Borges, 1974, p. 460)

Dice Borges, en un cuento justificadamente celebérrimo, y lo dice como si fuese un axioma, que, en una adivinanza cuya solución es el ajedrez, la palabra que no puede ser dicha es la palabra “ajedrez” (Borges, 1974, p. 479); es decir, de acuerdo al régimen de inversiones paradójicas (cuyo caso ejemplar es La carta robada de Poe, que es modelo a la vez literario y lógico de mucha narrativa borgiana), en una adivinanza como ésa es verosímil que la palabra “ajedrez” esté salpicada por doquier y como al desgaire. Es lo que ocurre con la palabra “secreto” en esta narración. Luego, se podría pensar que el relato es una lección sobre el secreto; pero me corrijo: es una adivinanza, cuya clave, solución y centro —y por lo mismo, a la vez, cuya imposibilidad de ser definitivamente despejada— es el secreto.

Dos matrices discierno aquí. La matriz metafísica del cuento —en los términos en que el mismo Borges ha definido la metafísica como una rama de la literatura fantástica— puede ser referida a Berkeley y Schopenhauer, de acuerdo a dos motivos que señalaremos más tarde. La matriz alegórica, a Kafka, con el cual este texto guarda relaciones estrechísimas, flagrantemente anunciadas por la mención de la letrina sagrada de nombre Qaphqa, y claramente entretejidas con el cuento inconcluso del narrador checo “En la construcción de la muralla china”, que aporta diversos motivos y diversas razones a la ficción de Borges, desde la figura enigmática de la “Conducción” (la Führerschaft) a la profusión de paralogismos, el tono conjetural que asume el informante y, por cierto, la textura alegórica de todo el relato [5]. Se podría pensar que ambas matrices se intersecan con cuatro conceptos cardinales: representación, realidad, poder, saber. Estos conceptos formarían una cuadrícula de relaciones complejas, cuya regla fundamental sería la inversión quiasmática. Esto requiere una explicación medianamente detallada, que atienda a cada una de las relaciones contempladas en la cuadrícula.

Comencemos por la relación entre representación y realidad. Borges, a lo Berkeley, reduce la realidad a su representación: esse est percipi. La única diferencia con el solipsismo del obispo radica en que el sujeto del percipi borgiano no es el individuo aislado y sumido en el mundo de sus percepciones, sino la comunidad virtual (y ciertamente hipotética) de los lectores (incluido el propio Borges). En la medida en que no tenemos noticia de la realidad si no es en y por la representación, es decir, en la medida en que no hay realidad sin representación o, más enfáticamente, que no la hay si no es en la representación, aquella es una proyección de esta última. En esa misma medida la realidad queda sometida a un proceso de anonadamiento o de espectralización. Sin embargo, la representación es al mismo tiempo la postulación de la realidad, puesto que el estatuto mismo, la consistencia y la entidad de la representación colapsan sin la postulación de algo que de alguna manera se presenta en la representación: no hay representación sin realidad representada, a riesgo del anonadamiento de la primera. En consecuencia, la relación entre representación y realidad tiene la forma de una paradoja, pero precisamente una paradoja que estriba en la inversión: donde está la representación, no está la realidad, donde (supuestamente) está la realidad no está la representación (so pena de la evanescencia de lo real). Es un quiasma, en cuyo punto ciego está la no coincidencia de realidad y representación. Y no es improbable que ese punto ciego sea el percipiente mismo.

Pero ¿por qué se postula realidad? La pregunta puede parecer ociosa, si se ha concedido la razón lógica que acabo de apuntar. Pero hay algo más que eso, hay una necesidad y una urgencia, una demanda primaria, primitiva: hay una voluntad a la base, una voluntad de realidad, voluntad que también es ciega, y que precede a toda representación (es el motivo schopenhaueriano). Otra forma de llamarla sería hablar de pasión, de afecto de realidad, que es el modo en que lo real (aquello que duramente, pero también ciegamente es real, exterior e irreducible) nos afecta. Si hay, pues, un índice de lo real es el poder con que nos afecta, que también es el poder que, afectándonos, suscita poder en nosotros. En consecuencia, hay otra relación que considerar: la relación entre representación y poder. El relato de Borges, en la huella de Kafka, insiste sobre ella bajo la figura de una soberanía abscóndita. La Compañía es la suma del poder; pero, al mismo tiempo, no tiene otra entidad que la de la representación. Y no se sabe cuál de dos posibilidades puede ser la más ominosa: un gobierno impávido y borroso en los confines de la existencia, o la (secreta) diseminación de la representación del poder en el tejido social, que hace a la vez a todos cómplices y víctimas. Como quiera que sea, respecto del poder, todo individuo queda en infinita equidistancia. Si es la suma del poder, la omnipotencia, la Compañía es igualmente la resta de todo poder.

Hablo del individuo. En este plano, lo que se podría llamar la estructura formal del secreto delata una escisión interna. Por una parte, el secreto define la intimidad misma de la conciencia y del saber de sí, el fuero interno; por otra, señala una alteridad irreducible, un Otro que interpela imperativamente y enjuicia, y que regularmente es percibido, si no derechamente como hostil, en todo caso como una autoridad temible. Quizá la gran virtud de la lotería babilónica, la fascinación con que cautiva, indistintamente, al pueblo entero, la omnipotencia que ejerce sobre el total de su existencia, consista en haber simbolizado al Otro en el azar —y viceversa, al Azar en el otro—, sin que podamos omitir su siniestro desdoblamiento en la Compañía: pero ello, ciertamente, agrava la escisión.

Tal vez se pueda pensar que lo que denominamos la decisión (ese acto íntimo por el cual el individuo busca apropiarse de la separación que lo constituye, instituirse como autor —sujeto— de su propia determinación) sea el intento de superar esa escisión, anudando en el instante conativo (y silencioso) ambos extremos del secreto (pero, claro, y lo veremos más tarde, nunca sin resto); si ciertamente se gana con ello la condición de autoridad, ello no ocurre si no es a costa de sacrificar el saber de sí que constituye al secreto como fuente de identidad (cuando “yo” decido, no puedo saber quién es, ni menos quién llegará a ser “yo”, en virtud de la inevitable desmesura de la decisión, respecto de sus premisas, condiciones, circunstancias y consecuencias). De cualquier modo que ello sea, lo que resulta indeleble es la vinculación esencial entre secreto y alteridad [6].

En el plano social, la antedicha estructura del secreto cobra otra envergadura, porque aquí el Otro que para cada individuo pena desde el fondo de la experiencia de sí toma cuerpo y avanza desde ese fondo en la figura múltiple de otros tantos otros con los cuales cada cual entra en relación. (Desde luego, no tendría sentido pensar que estoy simplemente derivando la concreta entidad del prójimo de un otro interno y fantasmal; pero tampoco se puede creer que este último nada tiene que ver en nuestra relación con el otro de la vida concreta; lo que podemos suponer es que subsiste una reciprocidad especular entre los dos planos que estoy examinando). En consecuencia, la escisión se evidencia como condición del ser-separado de cada cual. Si allá la decisión es la instancia en que se busca reparar la hendidura, aquí es el trato (el trato, anterior a todo contrato), y por cierto su temporalidad discursiva, aquello que, sin duda, ya no puede reunificar, pero sí reconciliar, asociar. Esto también quiere decir que lo que ahora llamo el trato, si bien se abre a la alteridad en la relación, guarda indefectiblemente el secreto de la alteridad en él mismo.

¿Podrá decirse que la verdad del secreto es la alteridad? Lo sería, quizá, si se pudiera confiar en que la verdad conserve en algún punto una integridad originaria. Pero la verdad se refracta en tantas verdades como temas susceptibles de validación pueda haber, en tantas suertes como sean azarosamente repartidas. La estructura formal de la verdad permanece, pues, en secreto, como secreto, en el fundamento de las verdades. Es práctica de la institución de la lotería la interpolación fraudulenta y el falseamiento, la incertidumbre acerca de la veracidad de hechos y documentos, la impostura de la que no se sabe en definitiva si lo es efectivamente, la conjura general del engaño (cf. Borges, 1974, p. 460). Entonces, en cuanto a la verdad, la estructura del secreto también revela una escisión entre la integridad de la verdad que se mantiene en reserva y el carácter fragmentario con que ella se anuncia o insinúa. Es, en la cuadrícula, la situación del saber.

Me detengo. Esta lectura, por cierto, no es una hermenéutica del relato de Borges. Es un intento de dar con su lógica, bajo el esquema problemático de esa cuadrícula. Y bien conocemos semejante lógica: la cobertura total de las existencias y realidades por la soberanía a la vez infinita e infinitesimal del azar entrega, al fin, no la imagen de un reino remoto e inverosímil poblado por súbditos adictos y exasperados, sino, subrepticiamente, el minucioso mapa de nuestro mundo y nuestras propias vidas inconstantes. La indiferencia es la primera y la última ley de este mundo.

DOS INCISOS

Al comentar brevemente el apotegma de Canetti —“El secreto ocupa la médula misma del poder”— entendía que el secreto del cual se habla allí no es un secreto en particular, por mucho que pudiera estimarse privilegiado en cuanto a su contenido o a su tenencia, sino el secreto en general; en términos que ya he sugerido, es la condición de secreto lo que está en la “médula” del poder. Sólo que con ello es poco lo que se adelanta a los fines de calibrar en su total dimensión lo que el apotegma implica. Pues ¿qué puede significar “el secreto en general”, qué sería la “condición de secreto”?

Dos incisos podrían ayudar en esto. Uno lo extraigo de un brillante estudio de Georg Simmel sobre “El secreto y la sociedad secreta”, precisamente en el punto en que se trata de génesis del secreto:

Pero el propósito del ocultamiento adquiere una intensidad enteramente distinta tan pronto como se le enfrenta el propósito del desvelamiento. Entonces surge aquel tendencioso esconder y enmascarar, aquella defensa, por decir así, agresiva contra el tercero, que por primera vez puede ser designada propiamente como secreto. El secreto, en este sentido, el ocultar de realidades llevado por medios negativos o positivos, es una de las más grandes conquistas de la humanidad; en contraste con el estado infantil, en que cada representación es al punto expresada, y toda empresa es accesible a todas las miradas, a través del secreto se alcanza una gigantesca ampliación de la vida (eine ungeheure Erweiterung des Lebens), porque muchos contenidos suyos no pueden emerger en absoluto bajo plena publicidad. El secreto ofrece, por así decir, la posibilidad de un segundo mundo al lado del manifiesto, y éste es influenciado por aquel de la manera más fuerte. (Simmel, 1908, p. 272) [7].

Se verá que la formulación de Simmel apunta bien a la generalidad en cuestión. No se trata aquí del contenido del secreto, cualquiera que éste sea, ni de su valor, epistemológico, pragmático o moral. Se trata de su función y su efecto. Su función: el ocultamiento intencional y apotropaico, como si la mirada del otro tuviese de suyo un carácter dañino o maligno. Su efecto: la gestación de ese “segundo mundo”, el orbe de lo oculto, que determina decisivamente al mundo manifiesto. Se está tentado de decir, también, que lo determina ominosamente. La notable indicación acerca de la “gigantesca ampliación de la vida”, entendida como una conquista fundamental de la especie, que permite incorporar, bajo la condición del secreto (y aquí se puede hablar con todo derecho de esa condición), una multiplicidad de contenidos que no pueden manifestarse, es decir, que no pueden tener lugar en la existencia humana si no es precisamente en términos de secreto, esa conquista, pues, acarrea riesgos igualmente gigantescos.

Y seguramente no es el menor de todos el que la condición del secreto, el secreto como tal, deba valer como el remanente inextinguible de la conquista misma, es decir, como la persistente eficacia de lo “primitivo” en la vida humana. Pero la pregunta decisiva aquí, la que puede sugerir, no diré la multiplicidad de transformaciones, sino más bien la transformación fundamental que traería consigo lo que podríamos llamar la invención del secreto, consiste en averiguar qué le ocurre a lo real por obra de dicha invención, qué le ocurre a lo real en virtud del “ocultamiento de realidades” (Verbergen von Wirklichkeiten). La respuesta a esta pregunta puede dar la medida del poder, en cuanto esté está nuclearmente determinado, precisamente, por el secreto. El “ocultamiento de realidades”, cabría decir en esta dirección, es una transformación decisiva de la percepción humana de lo real, de la relación humana con lo real y en lo real: de hecho, comienza a haber un real en acepción enfática (es decir, un sentido del real) en virtud del secreto. El poder —y estribaría principalmente en esto la tangencia por la cual el poder toca al ser, pero no a la inversa— no sería otra cosa, a partir del secreto, que la producción de ese sentido.

El otro inciso es del antropólogo Michael Taussig, que se inspira en Canetti y en Simmel:

Elías Canetti declaró el secreto (secrecy) como el núcleo del poder. Y tiene muy decididamente la razón. Donde quiera que haya poder, hay secreto, excepto que no es sólo el secreto lo que está en el núcleo del poder, sino el secreto público (public secrecy). Y hay una precisa posibilidad de caer en yerro aquí. Para ponerlo gruesamente: no hay tal cosa como un secreto. Es una invención que surge del secreto público, un caso límite, una suposición, un gran “como si”, sin el cual el secreto público se evaporaría. Ver el secreto como secreto es tomarlo de primera impresión (at face value), que es lo que requiere la tensión en la desfiguración (defacement). De acuerdo a Canetti, es en esta tensión donde la fetichización del secreto como una cosa oculta e importante, hecho por las personas pero trascendente a ellas, estalla en auto-destrucción explosiva capaz de hundirnos a todos. Es su premonición, que él identifica con la virtual ley del secreto. Pero en contra de este temor apocalíptico, yo veo el secreto público destinado a mantener el borde donde el secreto no es destruido a través de la exposición, sino sujeto a una revelación que le hace justicia. (Taussig, 1999, p. 7 s.) [8].

Tres elementos importantes hay en la explicación de Taussig, uno de los cuales no trasparece inmediatamente aquí, aunque está obviamente implicado en lo que se dice y es tema de otros desarrollos del autor, y será aquí nuestro punto principal de mira. El primero de ellos es, precisamente, ése: la función originariamente socializadora del secreto (la configuración de un sentido social del “real”), esto es, su significación en lo que los antiguos filósofos políticos llamaron el “origen” de la sociedad, a título de ficción necesaria. Para decirlo con la más abrupta brevedad: el contenido primitivo del contrato social es el secreto. Lo que se contrata ante todo en él, incluso más acá de las conmensurabilidades económicas que le son inherentes, es que hay(a) secreto. (Por eso no se puede distinguir nunca del todo entre contrato y conspiración.) Ésta es también la universalidad del secreto —de esa public secrecy— de que habla Taussig. El secreto público, en sus términos, es precisamente “lo que es generalmente conocido, pero no puede ser articulado”[9]. En ese “no poder ser articulado” ha dejado su huella, por supuesto, la instancia del poder, del poder sin más [10].

Sospecho que se puede hilvanar un argumento que abogue por una comprensión del la idea del contrato determinada por la significación del miedo: he dado un paso en este sentido en otro lugar (cf. Oyarzun, 2007). No es que sólo tenga presente la lección de Hobbes, en que el miedo juega, efectivamente, un papel central en la hipotética génesis de lo social. También pienso en las variantes que consideran la necesidad de aducir un suplemento al contrato bajo la forma de un consenso moral (Locke) y aquellas que apelan a una moral trascendental (Kant), porque en ambas —aquella de manera más obvia, ésta en razón del eventual compromiso antropológico que no parece poder desligarse jamás enteramente de ella— se tiene que evaluar el alcance que tiene la eficacia disciplinante del poder. Si se puede conceder que el susodicho argumento puede tener validez al menos en sus trazos gruesos, el resultado que de él se desprende es desde un punto de vista paradójico, desde otro aporético. La idea del contrato y del consenso, del acto libre y voluntario de consentimiento y compromiso que tiene que ser supuesto para la conformación de una comunidad política y la constitución de un poder central de gobierno, queda problematizada desde sus dos extremos: en su origen, por el miedo; en su fundamento, por la disciplina, que, no podemos obviarlo, tiene también al miedo como factor [11].

Sin duda, se puede objetar que esta inferencia reduce arbitrariamente el contrato a un componente afectivo, borrando de una plumada todo el importe de racionalidad y discurso, de cálculo y voluntad y responsabilidad que de manera sustantiva involucra, y despachando de paso la importante diferencia entre la proposición del contrato como hipótesis o ficción y aquella que ve en él un dispositivo que permite evaluar instituciones en cuanto a justicia e injusticia o, en todo caso, en cuanto a su aptitud para promover los intereses de los ciudadanos, es decir, la diferencia entre el modelo hobbesiano y el modelo kantiano.

La verdad es que no se trata en rigor de una reducción, sino de poner el énfasis en esa base afectiva, y tratar de entender el contrato como un acto que no puede jamás ser limpiamente disociado de esa base. En esa medida, se haría posible una interpretación de la idea del contrato que haga justicia a su componente afectivo, en el sentido de que a través de él, y en él mismo, se establece el modo en que los individuos pueden considerarse libremente afectos a un poder que los gobierne a todos.

Es peculiar que así sea, sobre todo si se tiene en cuenta el efecto que provoca el miedo sobre la capacidad de hablar y de saber, y cómo éstas tienen que ser indispensablemente supuestas en la teoría del contrato (y aquí, una vez más, la suposición no tiene que ser entendida en un sentido fáctico: se desprende de la consideración de que el contrato involucra y compromete a individuos racionales). El miedo, efectivamente, corta la palabra, pero también inhibe el conocimiento; no lo suprime, y esto he tratado de sugerirlo en otro sitio [12], pero lo absorbe en el saber absoluto del peligro. Ello equivale a indisponer el conocimiento para su sujeto, a desposeer a éste de su conocimiento, en la medida en que este último queda entregado sin reservas al peligro: el conocimiento del peligro, si puede decirse así, pertenece ante todo al peligro mismo, no al cognoscente.

Si el contrato implica la separación del poder (individual) respecto de su ejecución, también implica la separación del conocimiento respecto de su poder.

Es precisamente esta separación la que puede ser expuesta en el fenómeno del secreto. El secreto sería originariamente, decía, aquello sobre lo cual versa el contrato o, para ser más precisos, lo primariamente contratado del contrato. Y sería indispensable inquirir hasta qué punto la moral (y también su pureza putativa) depende del secreto, de que haya secreto (siendo este subjuntivo “que haya secreto” el índice del sujeto del poder, es decir, del poder como sujeto).

En el secreto habría que reconocer, entonces, una operación por excelencia del poder: la separación, en virtud de la cual puede haber ante todo individuos y, a fortiori, contratantes. Acerca de la separación he intentado mostrar —en ese otro sitio [13] — que es el funcionamiento de la relación de poder: la relación funciona separando primordialmente a los relacionados, que por lo tanto devienen tales en virtud de la separación. Del secreto se puede decir, entonces, que es aquello que en la separación resta como diferencia entre el conocimiento como capacidad general y el saber absoluto del peligro. El secreto, en consecuencia, no es meramente lo desconocido, o lo conocido sólo para algunos (o para uno solo) que se mantiene en reserva para todos los demás (como si la custodia de un secreto fuese responsable de la separación, y el custodio su agente). Es lo que propone, según veíamos, Taussig: el secreto es lo por todos sabido, pero que no puede ser articulado por nadie.

En este sentido comparte el rasgo de lo que Freud examinó bajo el nombre de lo siniestro y que lleva la marca indeleble de la alteridad. Esta imposibilidad de articular no es, por cierto, algo que se deba a la fuerza peculiar de un sujeto o de un grupo, a lo sumo puede decirse que se debe a la “fuerza de los hechos”. Esta inmersión de lo por todos sabido en el silencio es una inmersión en la imposición del silencio, que nadie en particular impone: en el silencio el poder se impone como secreto, como su secreto; la imposición es el modo en que sabemos el secreto y en que nos sabemos unos y otros tributarios del secreto, producidos-separados a partir de éste. En ese otro sitio (cf. también Oyarzun, 2004/5, p. 299 s.) sostuve que la imposición es la operación cognoscitiva del poder propiamente dicha, entendida como la predeterminación del conocimiento por el poder de la que todo intento por pensar el poder debe primariamente estar notificada; el poder —sostenía— no habla en proposiciones; cuando parece hacerlo, y cuando parece proponer algo, no se trata sino de una forma disfrazada de imposición respecto de la cual ningún destinatario puede tener dudas.

Hablo de tres elementos. No abordo aquí los otros dos; me limito a mencionarlos. El segundo, explícitamente formulado en el pasaje de Taussig, es que, a fin de cuentas, no hay secreto: el secreto es una ficción; pero, si concedemos lo antes dicho, latente en el contrato como su contenido esencial, es la ficción de la ficción. Ésa es su fuerza. Otra narración de Borges podría contribuir a pensar esa fuerza y esa ficción encriptada: es La secta del Fénix (Borges, 1974, pp. 522- 524), que pone al descubierto, diríase, no simplemente que no existe el Secreto —así, como se lo escribe con mayúscula en el relato—, sino que (siendo, como socarronamente se lo insinúa allí, el acto sexual, transmitido, literalmente, de generación en generación) es perfectamente banal. El tercer elemento tiene que ver, a su vez, con la contra-fuerza que ejerce esa narración sobre la fuerza del secreto, y en virtud de la cual se hace posible, más allá de toda mistificación, y como un desfondamiento de la ficción de la ficción por la ficción misma, en la escritura literaria, su exposición, su revelación como una en la que no hay nada que revelar. Resolución, si se quiere irónica, de aquel innuendo en que se inspira la indagación de Taussig, y que viene de Benjamin: “la verdad no es descubrimiento, que aniquila el secreto, sino revelación, que le hace justicia” (Benjamin, 1991, p. 211).

Marzo 2009

notas:
1. El presente trabajo es variante de una sección de la “Figura 12. Secreto”, de mi libro en proceso Figuras del Poder, correspondiente al proyecto Fondecyt 1040530 ““Figuras del poder. Contribuciones a una analítica filosófica del poder desde una perspectiva metafísico-estética”, del cual fui investigador responsable y que tuvo, como co-investigadores, a los profesores Alejandro Madrid, Rodrigo Zúñiga y Pablo Chiuminatto. El libro, cuya fisonomía definitiva aún no está enteramente establecida y cuyo proyecto data de 2002, consta en su cuerpo central de trece “figuras”: ropaje, nombre, prestigio, seducción, abyección, miedo, abismo, perspicacia, resistencia, conspiración, secreto, silencio.
2. “Das Geheimnis ist im innersten Kern der Macht”: literalmente, “El secreto está en el núcleo más íntimo del poder” (Canetti, 2002, p. 343). En su tratado, Canetti concibe al secreto como uno de los “elementos del poder”, junto a la violencia, la rapidez, la pregunta y la respuesta, la sentencia y el juicio, el perdón y la gracia. Sigo la traducción de Horst Vogel, refiriendo a la vez a la edición catalana y a la alemana.
3.“El secreto ocupa la misma médula del poder. El acto de acechar, por su naturaleza, es secreto. […] Sólo el instante del agarrar alumbra bruscamente las sombras como un relámpago, para iluminar su propio momento fugaz” (Canetti, 1981, p. 286; Canetti, 2002, p. 343 s.). En estas observaciones persiste el efecto de la consideración con la cual se inicia el tratamiento de los “elementos del poder” y que pone a la base el paradigmático nexo de gato y ratón: “El espacio que el gato controla, los vislumbres de esperanza que concede al ratón, vigilándolo meticulosamente, sin perder su interés por él y por su destrucción, todo ello reunido —espacio, esperanza, vigilancia e interés destructivo— podría designarse como el cuerpo propiamente dicho del poder o sencillamente como el poder mismo” (Canetti, 1981, p. 277; Canetti, 2002, p. 333).
4. Digo “para una experiencia” por modo de hipótesis restrictiva. Semejante prudencia no excluye, son que prepara la decisión sobre si acaso toda experiencia está determinada por el prevalecer del secreto. Es asunto que queda para ser debatido en otra ocasión.
5. “Beim Bau der chinesischen Mauer”, en Kafka, 1989, pp. 51-62. Remito a mi ensayo “Del poder en Kafka” (Oyarzun, 2009, pp. 212-224). El texto corresponde al segundo capítulo de un ensayo mayor, bajo el título “Heidegger, Kafka: sobre la cuestión del poder”, en: P. Oyarzun R., De lenguaje, historia y poder. Diez ensayos sobre filosofía contemporánea. Santiago: Teoría, 2006 (segunda edición), pp. 123-152.
6. Es una idea que está presente en Simmel, al que me referiré en breve.
7. La traducción es mía.
8. La traducción es mía.
9. Las cursivas son de Taussig.
10. La primera evidencia de tal “public secrecy” se le presentó a Taussig en sus asiduas estadías y trabajos de campo en Colombia, y en la “ley del silencio” impuesta por los reiterativos o permanentes estados de emergencia, y que ya desde hace largo tiempo mantiene la cobertura sobre las connivencias más espurias. Nada más familiar a la forma moderna del terror que esa “ley del silencio”. Y ciertamente tampoco se podría separar jamás contrato de terror.
11. Ciertamente, Foucault ha insistido reiteradamente en la idea de que el poder no se puede reducir meramente a estrategias y mecanismos represivos, así como no se puede explicar con arreglo a éstos su eficacia ni la adhesión que le prestan los individuos y grupos. El poder, arguye Foucault, es eminentemente positivo, es decir, productivo y seductor, y desde luego que no sólo para quien lo detenta o lo ejerce. Esto equivale a sostener que el placer, más bien que el dolor, es el resorte esencial de lo que en general llamamos formas, sistemas y procedimientos de poder. La significación que aquí atribuimos al miedo no tendría que entenderse necesariamente opuesta a esta perspectiva. La polaridad sobre la cual construye su planteamiento Foucault es primariamente polémica y correctiva y hasta habría que decir coyuntural: está orientada a desvirtuar esquemas de concepción del poder que en razón de su asiduidad se han vuelto irreflexivos y prejuiciosos, esquemas, precisamente, que igualan el poder como tal con la violencia, la represión y lo que podríamos denominar la potencia del no. El susodicho correctivo, puede pensarse, no excluye que en la raíz productiva del poder esté presente, y con intensidad, el factor del miedo.
12.En Figuras del Poder, Figura 7 Miedo.
13.En Figuras del Poder, Figura 6 Abyección.

Referencias bibliográficas:
-Benjamin, Walter, (1991): Gesammelte Schriften, I-1. Herausgegeben von Rolf Tiedemannund Hermann Schweppenhäuser. Frankfurt am Main: Suhrkamp.
-Borges, Jorge Luis, (1974): “La lotería en Babilonia”. En: Ficciones, Obras Completas.Buenos Aires: Emecé.
-Canetti, Elías, (2002): Masse und Macht. Frankfurt am Main: S. Fischer Verlag.
-Canetti, Elías, (1981): Masa y poder. Traducción de Horst Vogel. Barcelona: Muchnik.
-Kafka, Franz, (1989): “Beim Bau der chinesischen Mauer”, en: Gesammelte Werke. Beschreibung eines Kampfes.
-Novellen, Skizzen, Aphorismen aus dem Nachlass, hrsg. vonMax Brod. Frankfurt am Main: Fischer.
-Oyarzun R., Pablo, (2004): “Glosa inicial sobre figura y poder”. En: Anuario de Filosofía Jurídica y Social, 49/50 (2004/5): pp. 285-300.
-Oyarzun R., Pablo, (2007): “Sobre la idea del contrato”. En: Alcances, vol. II, 2 (2007): 39-46.
-Oyarzun R., Pablo, (2009): La letra volada. Ensayos sobre literatura. Santiago: Ediciones de la Universidad Diego Portales.
-Simmel, Georg, (1908): Das Geheiminis und die geheime Gesellschaft. En: G. Simmel. Soziologie. Untersuchungen über die Formen der Vergesellschaftung. Duncker & Humblot Verlag, Berlin 1908 (1. Auflage).
-Taussig, Michael, (1999): Defacement. Public Secrecy and the Labor of the Negative. Stanford: Stanford University Press.

fuente http://www.alcances.cl/ver-articulo.php?id=85

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