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El auto nos declaró la guerra
Por (reenvio) Ricardo Luis Mascheroni * - Friday, Aug. 19, 2011 at 4:28 AM

"Padre, ya están aquí... Monstruos de carne con gusanos de hierro. Padre, no tengáis miedo, decid que no, que yo os espero. Padre, que están matando la tierra. Padre, dejad de llorar que nos han declarado la guerra." Joan Manuel Serrat

Nadie puede desconocer o negar la revolución que produjo el advenimiento del automotor, desde sus orígenes hasta la actualidad, tan es así, que las ciudades pensadas para las personas, o el paisaje mismo, con el correr de los años debieron planificarse, modificarse o adaptarse a los caprichos de su majestad el auto.

Quién no se ha sentido atraído en algún momento por este juguete del ingenio humano, que como ninguno nos ofrece libertad y velocidad de desplazamiento, exaltando nuestra individualidad más acendrada, volviéndonos avaros y egoístas.

Ha calado tan hondo o se ha adherido tan íntimamente a nosotros, que hoy por hoy renegar del mismo es prácticamente imposible.

Intentar algún mecanismo de reducción, sería considerado casi un delirio por los defensores a raja tablas del progreso, del crecimiento o de las comodidades y status que el mismo brinda.

Recordemos que la matriz petróleo dependiente en el mundo, sus políticas de dominación y los profundos descalabros ambientales, se justifican casi mayoritariamente por su ligazón a esta tecnología.

Esta invención, que en su momento estuvo al servicio de las personas, se ha convertido hoy, en un tirano cruel, que reclama cada día in crescendo su cuota parte de sacrificios humanos, que a nadie parece preocuparle, mucho menos a los gobiernos y sus funcionarios.

Como en el relato de Frankenstein o las películas de ciencia ficción, la criatura se ha independizado de su creador y lo ha convertido en su esclavo y su víctima.

La reiterativa visión de vehículos destrozados, con hierros retorcidos, cuerpos inertes, llantos y pérdidas desgarradoras, han galvanizado al extremo nuestra sensibilidad y el sentido de alerta.

Convivimos con la muerte evitable, sin inmutarnos.

Tan es así, que nos parece normal y cotidiano, que se exija como obligatorio llevar como accesorio del auto, el botiquín de primeros auxilios y la sábana para tapar piadosamente los cadáveres en caso de eventos dañosos, que seguramente se producirán.

Ello no difiere en mucho con las bolsas negras y medicamentos en las guerras.

Lo expresado es demostrativo de que el accidente, cuyo significado es: suceso imprevisto, elemento que no forma parte de la naturaleza o la esencia de una cosa, haya devenido en una posibilidad natural, no remota y casi siempre producible. Hay certidumbre de la desgracia.

Lo dicho ha llevado que, a instancias de la Organización Mundial de la Salud , el Secretario General de la ONU , en el mes de marzo declarara al 2011, como el comienzo del “Decenio de Acción para la Seguridad Vial 2011- 2020” , a los fines de minimizar sus tétricos saldos.

Sepamos que por año en el mundo, muere la aterradora cantidad de 1.300.000 personas y más de 50 millones de ellas, reciben distintos tipos de heridas, a lo que se debe sumar otra serie de daños colaterales atribuidos directamente a los automotores, como ser afecciones respiratorias y cardiológicas, producto de la contaminación en los centros urbanos, que en algunos casos multiplica hasta por cinco veces los efectos perjudiciales referidos. Es la principal causa de muerte entre los niños y jóvenes de 5 a 29 años.

La sumatoria de todos los conflictos bélicos producidos en el Planeta, no llega ni por lejos a las cifras de bajas mencionadas, ante la indiferencia y complicidad generalizada.

Lo peor, es que todos los pronósticos, de no hacerse algo al respecto, dicen que para el año 2030 estos números podrían duplicarse.

Pese a este genocidio, el mundo se mueve en sintonía con el auto y por ello, no es descabellado afirmar que el mismo se ha convertido casi en una suerte de epidemia maltusiana.

Por su parte los gobiernos en sus distintas competencias, nacionales, estaduales o locales, poco hacen para combatir este flagelo, aunque digan lo contrario.

Es más, no sólo que se rinden incondicionalmente ante las automotrices, sino que celebran como un síntoma de desarrollo el incremento de ventas, atribuyendo todos los males provocados, a la irresponsabilidad conductiva o el consumo de alcohol por parte de algunos conductores. Todo vale, para ocultar que lo que mata es el auto y no la forma de manejo.

No es sencillo combatir este poderoso enemigo, arraigado como pocos en la conciencia social como factor de status y libertad, pero de allí a fomentarlo y congratularlo, hay un largo trecho.

Todos saben que el tren, de cargas o pasajeros, se lleva las palmas por sus ventajas comparativas en términos económicos, de seguridad y ambientales.

Pero vaya paradoja, hasta algunas de las grandes multinacionales de la ecología, que se rasgan las vestiduras ante todo tipo de proceso productivo, se maquillan y hacen lobby a favor de este medio, prohijando el uso de automotores híbridos y eléctricos y reclamando enérgicamente a los Estados la adopción de los mismos, seguramente con el aplauso de las automotrices.

En una actitud hipócrita, no se preguntan de dónde saldrá la energía eléctrica para abastecer esta nueva demanda, o sobre los impactos que generará el aumento de la actividad minera (de la que reniegan) para proveer materiales cada vez más escasos y estratégicos para esta variante tecnológica del transporte individual.

No es suficiente denostar la mega minería, los biocombustibles o la quema de hidrocarburos para salvar el Planeta, sino entendemos que todas esas actividades en la mayoría de los casos son meras subsidiarias de las multinacionales automotrices.

El auto, con motores de combustión interna o eléctrica, siempre producirá las mismas consecuencias dañosas, ya que el origen de los males está en su propia esencia.

Por fortuna, algunos países inteligentes se han dado cuenta de ello y día a día mejoran sus servicios públicos de transporte. En los otros se actúa a contramano del sentido común y de la vida.

Es hora de pensar seriamente en el transporte masivo de calidad y con seguridad, desalentando el uso del individual.

Pero para ello se necesita: decisión, voluntad política y compromiso con la vida, atributos que no siempre abundan en las instituciones públicas, mientras los intereses de las automotrices siguen invadiendo todos los ámbitos de la vida social.

Hoy sería impensable tratar de prohibir el automotor, no obstante debería intentarse establecer un sistema de premios y castigos para los usuarios, vía normas impositivas que desalienten determinados usos, tamaños, cilindradas, cantidades de unidades por núcleo familiar, prácticas, etc.

A la par, se debería trabajar con sensatez y celeridad para ofrecer a los usuarios un sistema de transporte eficiente, económico, racional y sustentable, que privilegie la seguridad, el ambiente, la vida y la calidad de ella, para toda la comunidad y no solo las ganancias e intereses de unos pocos.

* Docente e Investigador Universitario

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El auto nos declaró la guerra
Por (reenvio) Ricardo Luis Mascheroni - Friday, Aug. 19, 2011 at 4:40 AM

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fuente http://www.maraustralis.com/140811/mascheroni.html

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excelente
Por uno - Friday, Aug. 19, 2011 at 8:06 AM

acá dejo otro sobre el mismo tema.

http://www.letraslibres.com/index.php?art=14232
La ideología social del automóvil
por André Gorz

Escrito en septiembre de 1973, este ensayo de André Gorz sobre la desigualdad inherente al uso del automóvil y la forma en que degrada el espacio urbano es un clásico que, más allá de su ideología, no ha envejecido en sus postulados básicos y del que proponemos una nueva traducción.

El mayor defecto de los automóviles es que son como castillos o fincas a orillas del mar: bienes de lujo inventados para el placer exclusivo de una minoría muy rica, y que nunca estuvieron, en su concepción y naturaleza, destinados al pueblo. A diferencia de la aspiradora, la radio o la bicicleta, que conservan su valor de uso aun cuando todo el mundo posee una, el automóvil, como la finca a orillas del mar, no tiene ningún interés ni ofrece ningún beneficio salvo en la medida en que la masa no puede poseer uno. Así, tanto en su concepción como en su propósito original, el auto es un bien de lujo. Y el lujo, por definición, no se democratiza: si todo el mundo tiene acceso al lujo, nadie le saca provecho; por el contrario, todo el mundo estafa, usurpa y despoja a los otros y es estafado, usurpado y despojado por ellos.

Resulta bastante común admitir esto cuando se trata de fincas a la orilla del mar. Ningún demagogo ha osado todavía pretender que la democratización del derecho a las vacaciones supondría una finca con playa privada por cada familia francesa. Todos entienden que, si cada una de los trece o catorce millones de familias hiciera uso de diez metros de costa, se necesitarían 140,000 kilómetros de playa para que todo el mundo se diera por bien servido. Dar a cada quien su porción implicaría recortar las playas en tiras tan pequeñas –o acomodar las fincas tan cerca unas de otras– que su valor de uso se volvería nulo y desaparecería cualquier tipo de ventaja que pudieran tener sobre un complejo hotelero. En suma, la democratización del acceso a las playas no admite más que una solución: la solución colectivista. Y esta solución entra necesariamente en conflicto con el lujo de la playa privada, privilegio del que una pequeña minoría se apodera a expensas del resto.

Ahora bien, ¿por qué aquello que parece evidente en el caso de las playas no lo es en el caso de los transportes? Un automóvil, al igual que una finca con playa, ¿no ocupa acaso un espacio que escasea? ¿Acaso no priva a los otros que utilizan las calles (peatones, ciclistas, usuarios de tranvías o autobuses)? ¿No pierde acaso todo su valor de uso cuando todo el mundo utiliza el suyo? Y a pesar de esto hay muchos demagogos que afirman que cada familia tiene derecho a, por lo menos, un coche, y que recae en el “Estado” del que forma parte la responsabilidad de que todos puedan estacionarse cómodamente y circular a ciento cincuenta kilómetros por hora por las carreteras.

La monstruosidad de esta demagogia salta a la vista y, sin embargo, ni siquiera la izquierda la rechaza. ¿Por qué se trata al automóvil como vaca sagrada? ¿Por qué, a diferencia de otros bienes “privativos”, no se le reconoce como un lujo antisocial? La respuesta debe buscarse en los siguientes dos aspectos del automovilismo.

1. El automovilismo de masa materializa un triunfo absoluto de la ideología burguesa al nivel de la práctica cotidiana: funda y sustenta, en cada quien, la creencia ilusoria de que cada individuo puede prevalecer y beneficiarse a expensas de todos los demás. El egoísmo agresivo y cruel del conductor que, a cada minuto, asesina simbólicamente a “los demás”, a quienes ya no percibe más que como estorbos materiales y obstáculos que se interponen a su propia velocidad, ese egoísmo agresivo y competitivo es el advenimiento, gracias al automovilismo cotidiano, de una conducta universalmente burguesa. [...]

2. El automovilismo ofrece el ejemplo contradictorio de un objeto de lujo desvalorizado por su propia difusión. Pero esta desvalorización práctica aún no ha causado su desvalorización ideológica: el mito del atractivo y las ventajas del auto persiste mientras que los transportes colectivos, si se expandieran, pondrían en evidencia una estridente superioridad. La persistencia de este mito se explica con facilidad: la generalización del automóvil individual ha excluido a los transportes colectivos, modificado el urbanismo y el hábitat y transferido al automóvil funciones que su propia difusión ha vuelto necesarias. Hará falta una revolución ideológica (“cultural”) para romper el círculo. Obviamente no debe esperarse que sea la clase dominante (de derecha o de izquierda) la que lo haga.

Observemos estos dos puntos con detenimiento.
Cuando se inventó el automóvil, este debía procurar a unos cuantos burgueses muy ricos un privilegio absolutamente inédito: el de circular mucho más rápido que los demás. Nadie hubiera podido imaginar eso hasta ese momento. La velocidad de todas las diligencias era esencialmente la misma, tanto para los ricos como para los pobres. La carreta del rico no iba más rápido que la del campesino, y los trenes transportaban a todo el mundo a la misma velocidad (no adoptaron velocidades distintas sino hasta que empezaron a competir con el automóvil y el avión). No había, hasta el cambio de siglo, una velocidad de desplazamiento para la élite y otra para el pueblo. El auto cambiaría esto: por primera vez extendía la diferencia de clases a la velocidad y al medio de transporte.

Este medio de transporte pareció en un principio inaccesible para la masa –era muy diferente de los medios ordinarios. No había comparación entre el automóvil y todo el resto: la carreta, el ferrocarril, la bicicleta o el carro tirado por caballos. Seres excepcionales se paseaban a bordo de un vehículo remolcado que pesaba por lo menos una tonelada y cuyos órganos mecánicos extremadamente complicados eran muy misteriosos y se ocultaban de nuestro campo de visión. Pues un aspecto importante del mito del automóvil es que por primera vez la gente montaba vehículos privados cuyos sistemas operativos le eran totalmente desconocidos y cuyo mantenimiento y alimentación había que confiar a especialistas.

La paradoja del automóvil estribaba en que parecía conferir a sus dueños una independencia sin límites, al permitirles desplazarse de acuerdo con la hora y los itinerarios de su elección y a una velocidad igual o superior que la del ferrocarril. Pero, en realidad, esta aparente autonomía tenía como contraparte una dependencia extrema. A diferencia del jinete, el carretero o el ciclista, el automovilista dependería de comerciantes y especialistas de la carburación, la lubrificación, el encendido y el intercambio de piezas estándar para alimentar el coche o reparar la menor avería. Al revés de los dueños anteriores de medios de locomoción, el automovilista establecería un vínculo de usuario y consumidor –y no de poseedor o maestro– con el vehículo del que era dueño. Dicho de otro modo, este vehículo lo obligaría a consumir y utilizar una cantidad de servicios comerciales y productos industriales que sólo terceros podrían procurarle. La aparente autonomía del propietario de un automóvil escondía una dependencia enorme.

Los magnates del petróleo fueron los primeros en darse cuenta del partido que se le podría sacar a una gran difusión del automóvil. Si se convencía al pueblo de circular en un auto a motor, se le podría vender la energía necesaria para su propulsión. Por primera vez en la historia los hombres dependerían, para su locomoción, de una fuente de energía comercial. Habría tantos clientes de la industria petrolera como automovilistas –y como por cada automovilista habría una familia, el pueblo entero sería cliente de los petroleros. La situación soñada por todo capitalista estaba a punto de convertirse en realidad: todos dependerían, para satisfacer sus necesidades cotidianas, de una mercancía cuyo monopolio sustentaría una sola industria.

Lo único que hacía falta era lograr que la población manejara automóviles. Apenas sería necesaria una poca de persuasión. Bastaría con bajar el precio del auto mediante la producción en masa y el montaje en cadena. La gente se apresuraría a comprar uno. Tanto se apresuró la gente que no se dio cuenta de que se le estaba manipulando. ¿Qué le prometía la industria automóvil? Esto: “Usted también, a partir de ahora, tendrá el privilegio de circular, como los ricos y los burgueses, más rápido que todo el mundo. En la sociedad del automóvil el privilegio de la élite está a su disposición.”
La gente se lanzó a comprar coches hasta que, al ver que la clase obrera también tenía acceso a ellos, advirtió con frustración que se le había engañado. Se le había prometido, a esta gente, un privilegio propio de la burguesía; esta gente se había endeudado y ahora resultaba que todo el mundo tenía acceso a los coches a un mismo tiempo. ¿Pero qué es un privilegio si todo el mundo tiene acceso a él? Es una trampa para tontos. Peor aún: pone a todos contra todos. Es una parálisis general causada por una riña general. Pues, cuando todo el mundo pretende circular a la velocidad privilegiada de los burgueses, el resultado es que todo se detiene y la velocidad del tráfico en la ciudad cae, tanto en Boston como en París, en Roma como en Londres, por debajo de la velocidad de la carroza; y en horas pico la velocidad promedio en las carreteras está por debajo de la velocidad de un ciclista.

Nada sirve. Ya se ha intentado todo. Cualquier medida termina empeorando la situación. Tanto si se aumentan las vías rápidas como si se incrementan las vías circulares o transversales, el número de carriles y los peajes, el resultado es siempre el mismo: cuantas más vías se ponen en funcionamiento, más coches las obstruyen y más paralizante se vuelve la congestión de la circulación urbana. Mientras haya ciudades, el problema seguirá sin tener solución. Por más ancha y rápida que sea una carretera, la velocidad con que los vehículos deban dejarla atrás para entrar en la ciudad no podrá ser mayor que la velocidad promedio de las calles de la ciudad. Puesto que en París esta velocidad es de diez a veinte kilómetros por hora según qué hora sea, no se podrá salir de las carreteras a más de diez o veinte kilómetros por hora.

Esto ocurre en todas las ciudades. Es imposible circular a más de un promedio de veinte kilómetros por hora en el entramado de calles, avenidas y bulevares entrecruzados que caracterizan a las ciudades tradicionales. La introducción de vehículos más rápidos irrumpe inevitablemente con el tráfico de una ciudad y causa embotellamientos y, finalmente, una parálisis absoluta.

Si el automóvil tiene que prevalecer, no queda más que una solución: suprimir las ciudades, es decir, expandirlas a lo largo de cientos de kilómetros, de vías monumentales, expandirlas a las afueras. Esto es lo que se ha hecho en Estados Unidos. Iván Illich resume el resultado en estas cifras estremecedoras: “El estadounidense tipo dedica más de 1,500 horas por año (es decir, 30 horas por semana, o cuatro horas por día, domingo incluido) a su coche: esto comprende las horas que pasa frente al volante, en marcha o detenido, las horas necesarias de trabajo para pagarlo y para pagar la gasolina, los neumáticos, los peajes, el seguro, las infracciones y los impuestos [...] Este estadounidense necesita entonces 1,500 horas para recorrer (en un año) 10,000 kilómetros. Seis kilómetros le toman una hora. En los países que no cuentan con una industria de transportes, las personas se desplazan exactamente a esa velocidad caminando, con la ventaja adicional de que pueden ir adonde sea y no sólo a lo largo de calles de asfalto.”

Es cierto, añade Illich, que en los países no industrializados los desplazamientos no absorben más que de dos a ocho por ciento del tiempo social (lo cual corresponde a entre dos y seis horas por semana). Conclusión: el hombre que se desplaza a pie cubre tantos kilómetros en una hora dedicada al transporte como el hombre motorizado, pero dedica de cinco a seis veces menos de tiempo que este último. Moraleja: cuanto más difunde una sociedad estos vehículos rápidos, más tiempo dedican y pierden las personas en desplazarse. Pura matemática.

¿La razón? Acabamos de verla. Las ciudades y los pueblos se han convertido en infinitos suburbios de carretera, ya que esta era la única manera de evitar la congestión vehicular de los centros habitacionales. Pero esta solución tiene un reverso evidente: las personas pueden circular cómodamente sólo porque están lejos de todo. Para hacer un espacio al automóvil se han multiplicado las distancias. Se vive lejos del lugar de trabajo, lejos de la escuela, lejos del supermercado –lo cual exige un segundo automóvil para que “el ama de casa” pueda hacer las compras y llevar a los niños a la escuela. ¿Salir a pasear? Ni hablar. ¿Tener amigos? Para eso se tienen vecinos. El auto, a fin de cuentas, hace perder más tiempo que el que logra economizar y crea más distancias que las que consigue sortear. Por supuesto, puede uno ir al trabajo a cien kilómetros por hora. Pero esto es gracias a que uno vive a cincuenta kilómetros del trabajo y acepta perder media hora recorriendo los últimos diez. En pocas palabras: “Las personas trabajan durante una buena parte del día para pagar los desplazamientos necesarios para ir al trabajo” (Iván Illich).

Quizás esté pensando: “Al menos de esa manera puede uno escapar del infierno de la ciudad una vez que se acaba la jornada de trabajo.” “La ciudad” es percibida como “el infierno”; no se piensa más que en evadirla o en irse a vivir a la provincia mientras que, por generaciones enteras, la gran ciudad, objeto de fascinación, era el único lugar donde valía la pena vivir. ¿A qué se debe este giro? A una sola causa: el automóvil ha vuelto inhabitable la gran ciudad. La ha vuelto fétida, ruidosa, asfixiante, polvorienta, atascada al grado de que la gente ya no tiene ganas de salir por la noche. Puesto que los coches han matado a la ciudad, son necesarios coches aun más rápidos para escaparse hacia suburbios lejanos. Impecable circularidad: dennos más automóviles para huir de los estragos causados por los automóviles.

De objeto de lujo y símbolo de privilegio, el automóvil ha pasado a ser una necesidad vital. Hay que tener uno para poder huir del infierno citadino del automóvil. La industria capitalista ha ganado la partida: lo superfluo se ha vuelto necesario. Ya no hace falta convencer a la gente de que necesita un coche. Es un hecho incuestionable. Pueden surgir otras dudas cuando se observa la evasión motorizada a lo largo de los ejes de huida. Entre las ocho y las 9:30 de la mañana, entre las 5:30 y las siete de la tarde, los fines de semana, durante cinco o seis horas, los medios de evasión se extienden en procesiones a vuelta de rueda, a la velocidad (en el mejor de los casos) de un ciclista y en medio de una nube de gasolina con plomo. ¿Qué permanece de los beneficios del coche? ¿Qué queda cuando, inevitablemente, la velocidad máxima de la ruta se reduce a la del coche más lento?
Está bien: tras haber matado a la ciudad, el automóvil está matando al automóvil. Después de haber prometido a todo el mundo que iría más rápido, la industria automóvil desemboca en un resultado previsible. Todo el mundo debe ir más lento que el más lento de todos, a una velocidad determinada por las simples leyes de la dinámica de fluidos. Peor aún: tras haberse inventado para permitir a su dueño ir adonde quiera, a la hora y a la velocidad que quiera, el automóvil se vuelve, de entre todos los vehículos, el más esclavizante, aleatorio, imprevisible e incómodo. Aun cuando se prevea un margen extravagante de tiempo para salir, nunca puede saberse cuándo se encontrará uno con un embotellamiento. Se está tan inexorablemente pegado a la ruta (a la carretera) como el tren a sus vías. No puede uno detenerse impulsivamente y, al igual que en el tren, debe uno viajar a una velocidad decidida por alguien más. En suma, el coche no posee ninguna de las ventajas del tren pero sí todas sus desventajas, más algunas propias: vibración, espacio reducido, peligro de choque, el esfuerzo necesario para manejarlo.

Y sin embargo, dirá usted, la gente no utiliza el tren. ¡Pues claro! ¿Cómo podría utilizarlo? ¿Ha intentado usted ir de Boston a Nueva York en tren? ¿O de Ivry a Tréport? ¿O de Garches a Fontainebleau? ¿O de Colombes a L’Isle-Adam? ¿Ha intentado usted viajar, en verano, el sábado o el domingo? Pues bien, ¡hágalo! ¡Buena suerte! Podrá entonces constatar que el capitalismo-automóvil lo ha previsto todo: en el instante en que el coche estaba por matar al coche, hizo desaparecer las soluciones de repuesto. Así, el coche se volvió obligatorio. El Estado capitalista primero dejó que se degradaran y luego que se suprimieran las conexiones ferroviarias entre las ciudades y sus alrededores. Sólo se mantuvieron las conexiones interurbanas de gran velocidad que compiten con los transportes aéreos por su clientela burguesa. El tren aéreo, que hubiera podido acercar las costas normandas o los lagos de Morvan a los parisinos que gustan de irse de día de campo, no servirá más que para ganar quince minutos entre París y Pontoise y depositar en sus estaciones a más viajeros saturados de velocidad que los que los transportes urbanos podrían trasladar. ¡Eso sí que es progreso!

La verdad es que nadie tiene alternativa. No se es libre de tener o no un automóvil porque el universo suburbano está diseñado en función del coche y, cada vez más, también el universo urbano. Por ello, la solución revolucionaria ideal que consiste en eliminar el automóvil en beneficio de la bicicleta, el tranvía, el autobús o el taxi sin chofer ni siquiera es viable en las ciudades suburbanas como Los Ángeles, Detroit, Houston, Trappes o incluso Bruselas, construidas por y para el automóvil. Estas ciudades escindidas se extienden a lo largo de calles vacías en las que se alinean pabellones idénticos entre sí y donde el paisaje (el desierto) urbano significa: “Estas calles están hechas para conducir tan rápido como se pueda del trabajo a la casa y viceversa. Se pasa por aquí pero no se vive aquí. Al final del día de trabajo todos deben quedarse en casa, y quien se encuentre en la calle después de que caiga la noche será considerado sospechoso.” En algunas ciudades estadounidenses el acto de pasearse a pie de noche es considerado un delito.

Entonces, ¿hemos perdido la partida? No, pero la alternativa al automóvil deberá ser global. Para que la gente pueda renunciar a sus automóviles, no basta con ofrecerle medios de transporte colectivo más cómodos. Es necesario que la gente pueda prescindir del transporte al sentirse como en casa en sus barrios, dentro de su comunidad, dentro de su ciudad a escala humana y al disfrutar ir a pie de su trabajo a su domicilio –a pie o en bicicleta. Ningún medio de transporte rápido y de evasión compensará jamás el malestar de vivir en una ciudad inhabitable, de no estar en casa en ningún lugar, de pasar por allí sólo para trabajar o, por el contrario, para aislarse y dormir.

“La gente –escribe Illich– romperá las cadenas del transporte todopoderoso cuando vuelva a amar como un territorio suyo a su propia cuadra, y cuando dude acerca de alejarse muy a menudo.” Pero precisamente para poder amar el “territorio” será necesario que este sea habitable y no circulable, que el barrio o la comunidad vuelvan a ser el microcosmos, diseñado a partir y en función de todas las actividades humanas, en que la gente trabaja, vive, se relaja, aprende, comunica, y que maneja en conjunto como el lugar de su vida en común. Cuando alguien le preguntó cómo la gente pasaría su tiempo después de la revolución, cuando el derroche capitalista fuera abolido, Marcuse respondió: “Destruiremos las grandes ciudades y construiremos una nuevas. Eso nos mantendrá ocupados por un tiempo.”

Estas nuevas ciudades serán federaciones o comunidades (o vecindades) rodeadas de cinturones verdes cuyos ciudadanos –y especialmente los escolares– pasarán varias horas por semana cultivando productos frescos necesarios para sobrevivir. Para sus desplazamientos cotidianos dispondrán de una completa gama de medios de transporte adaptados a una ciudad mediana: bicicletas municipales, tranvías o trolebuses, taxis eléctricos sin chofer. Para viajes más largos al campo, así como para transportar a sus huéspedes, un conjunto de coches estará disponible en los estacionamientos del barrio. El automóvil habrá dejado de ser una necesidad. Todo cambiará. El mundo, la vida, la gente. Y esto no habrá ocurrido por arte de magia.

Mientras tanto, ¿qué se puede hacer para llegar a eso? Antes que nada, no plantear jamás el problema del transporte de manera aislada, siempre vincularlo al problema de la ciudad, de la división social del trabajo y de la compartimentación que esta ha introducido entre las diferentes dimensiones de la existencia. Un lugar para trabajar, otro para vivir, otro para abastecerse, otro para aprender, un último lugar para divertirse. El agenciamiento del espacio continúa la desintegración del hombre empezada por la división del trabajo en la fábrica. Corta al individuo en rodajas, corta su tiempo, su vida, en rebanadas separadas para que en cada una sea un consumidor pasivo a merced de los comerciantes, para que de este modo nunca se le ocurra que el trabajo, la cultura, la comunicación, el placer, la satisfacción de las necesidades y la vida personal puedan y deban ser una sola y misma cosa: una vida unificada, sostenida por el tejido social de la comunidad. ~

Traducción de María Lebedev
© Le Sauvage, 1973

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alternativas por las que luchar
Por reenvio - Saturday, Aug. 20, 2011 at 2:02 PM

porque no debemos quedarnos en lo deprimente.

http://www.trenparatodos.com.ar

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fuego a los autos
Por ciclista - Monday, Aug. 22, 2011 at 2:02 AM

fuego a los autos...
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jaja, ciclistas del orto
Por AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA - Tuesday, Aug. 23, 2011 at 1:00 AM

ahora con las mierdas estas de las bicisendas, me tengo que fijar que además de los autos, no me pisen los pelotudos con la bici...
Por lo menos, los coches (la mayoría, je) para en los semaforos, en cambio estos forros te salen de cualquier lado y olvidate que paren o algo, no respetan nada.

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