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El ethos bielosrruso
Por (reenvio) Liux - Sunday, Aug. 21, 2011 at 5:40 PM

La mascarada de la rehabilitación de las aldeas contaminadas por el accidente de Chernóbil

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Si en un primer momento las radiaciones regularon muy rápidamente la suerte de los trabajadores [1] y de los habitantes más cercanos a la central de Chernóbil [2], ¿qué viene después? A miles de kilómetros a la redonda, todo está contaminado «por manchas». Casi todas las tierras, los cursos de agua y los bosques estarán contaminados por la radiactividad durante varios siglos. La mayoría de los habitantes está enferma de cáncer, y no sólo de tiroides. Los niños son los más contaminados; debido a su crecimiento, las células afectadas se multiplican más rápido [3]. Si es que no mueren antes de lo previsto, los bebés seguirán recordando mucho tiempo las imágenes atroces que todos guardamos en la memoria. Las mutaciones que se dan en todas las especies y esencias aún vivas son casi irreversibles, puesto que son susceptibles de transmitirse de una generación a otra.

Todo esto podría llevarnos a creer, con mucha ingenuidad, que estas regiones son ahora inhabitables y que la evacuación de sus pobladores es una necesidad prioritaria. En realidad, no ocurre nada de eso. En total, más de diez millones de personas viven en zonas contaminadas, repartidas por Bielorrusia, Ucrania y parte de Rusia. Hasta 200 kilómetros de la central hay regiones muy envenenados por los elementos químicos más pesados, en tanto que las partículas más ligeras formaron una nube que contaminó tres cuartas partes de Europa.

El experimento bielorruso de Chernóbil se sitúa en la vanguardia de la «gestión social postaccidente», definida como «un dispositivo de gestión sostenible de la calidad radiológica y de la confianza social», o incluso como «un desarrollo sostenible bajo presión radiológica». Por muy soviético que se considere el accidente de abril de 1986, sus consecuencias desmesuradas no dejan de concernir a la flor y nata del átomo occidental. Nucleócrata despierto vale por dos. «Hay que prepararse para el caso de que se produzca un lío gordo», resume con trivialidad Jacques Lochard, director del Centro de Estudios sobre la Evaluación de la Protección en el ámbito de lo Nuclear (CEPN).

Figura superviviente -y por mucho tiempo- de lo que ha dado en llamarse «accidente de máxima gravedad», Bielorrusia es un campo de experimentación bendecido por la industria nuclear. Los expertos franceses lo entendieron a la primera y ya en 1996 invirtieron en el vasto laboratorio de tamaño natural de «la gestión social en terrenos contaminados». Las conclusiones del experimento se conocían de antemano: el horror, basado en las modalidades de una cotidianidad absurda, desaparece. La pesadilla debe recubrir la apariencia de lo evidente. Así, la contaminación nuclear se naturaliza y se suma con tranquilidad al cortejo de los azares impuestos por la ciencia moderna.

La neocolonización de los expertos

De 1996 a 1998, la primera oleada de pioneros del programa Ethos investigó en la aldea de Olmany, sita a unos 200 km de Chernóbil. La iniciativa procede del CEPN, el cual no es ni más ni menos que una estructura encargada de hacer que se acepten los riesgos derivados de la industria nuclear francesa en su conjunto. Compuesto por empleados de EDF [4], del CEA [5], de la COGEMA [6] y del IRSN [7], el CEPN produce informes detallados y fabrica las herramientas de la gestión estatal de los riesgos que las instalaciones nucleares suelen acarrear para los trabajadores y los pobladores cercanos a las centrales. El objetivo proclamado es difundir una cierta cultura de la energía nuclear, es decir, una forma de aceptación social depurada. El CEPN desempeñaba este papel desde 1990 en Bielorrusia, contribuyendo entre otras cosas a que un mínimo de personas pudiera trasladarse a zonas menos contaminadas. No olvidemos que menos reasentamientos significan menos costes para el Estado y, sobre todo, menos visibilidad del desastre para el lobby nuclear.

En 1996, el CEPN reúne a un equipo de choque para iniciar el trabajo de campo. Mutadis Consultant, una sociedad privada de «comunicación acerca del riesgo», tiene también un papel destacado. Estos comunicadores saben aplicar la pomada democrática, incluso en las heridas incurables de Chernóbil. Mutadis goza de una rica experiencia en la neutralización de conflictos originados en torno a instalaciones industriales. El INRA [8], punta de lanza del lobby ultraproductivista del cereal francés, forma parte asimismo del equipo. Se encarga de la parte más jugosa del programa de rehabilitación, designada por las bucólicas iniciales FERT (Formación para el Desarrollo y la Renovación de la Tierra).

FERT se encarga desde 2001 de privatizar las tierras agrícolas que hasta ese momento habían estado colectivizadas en koljoses, de popularizar el recurso al crédito y de verter en los campos pesticidas en cantidades industriales y, sobre todo, de deshacerse de las producciones agrícolas contaminadas. Todo ello en asociación con su homólogo local: el Instituto Bielorruso de las Ciencias del Suelo (BRISSA). El experimento bielorruso debería instruir al lobby francés de la agricultura productivista acerca de la forma en que todo el mundo consumirá productos contaminados en Europa en caso de una contaminación amplia.

Ya en sus comienzos, los científicos y expertos europeos han estado muy unidos a las autoridades locales, regionales y nacionales bielorrusas, en una connivencia basada en una sólida experiencia, por ambas partes, en negacionismo nuclear. Sobre la base común del rechazo a la evacuación -rechazo que perdura desde hace más de veinte años-, científicos y politicastros se entenderán para orientar la investigación en el mismo sentido: el de la invisibilidad del desastre, el de prolongar largamente la agonía... En suma, tienen que negar las consecuencias del accidente de Chernóbil para la salud de los millones de habitantes de las regiones contaminadas.

El campo de intervención pronto dejará de limitarse a la aldea de Olmany, sino que se extiende a todo el distrito de Stolyn (que por lo demás dista de ser el más contaminado), o sea, cinco pueblos y unos 90.000 habitantes. La Comisión Europea sigue financiando a los expertos, pero esta vez también hay fondos procedentes directamente de EDF, de la COGEMA y del IRSN. Ethos 2 concluyó en noviembre de 2001 con la organización de un pomposo seminario internacional que se celebra en Stolyn en presencia de una plétora de ONG francesas -humanitarias o culturales- que se encargan de rechazar in situ las consignas de los expertos. La presencia de occidentales arraigará aún más. Los ciento cincuenta participantes se ponen de acuerdo en la necesidad de mostrar «nuevos proyectos que favorezcan el desarrollo económico sostenible y la rehabilitación radiológica de los territorios contaminados» del proyecto CORE, que debe cubrir no ya uno sino cuatro distritos de las zonas contaminadas y al que el equipo de Ethos está vinculado muy estrechamente.

Vivir con normalidad en condiciones mortales

Cuando, en 1996, la industria nuclear francesa, con el programa Ethos, declaró ayudar a los bielorrusos a hacer como si pudieran vivir con normalidad en condiciones mortales, dio un nuevo impulso a la propaganda que desde el accidente de Chernóbil ha difundido la tecnocracia rusa y francesa. En efecto, ¿qué puede significar concretamente «rehabilitar» un territorio que se sabe inhabitable? En sustancia, sería posible vivir en un entorno mortífero, e incluso hacerlo vivir bien, a condición no obstante de respetar escrupulosamente las consignas de los expertos...

«[El proyecto] consistía en restablecer los vínculos de confianza con la población de este pueblo, poniendo a la vista todo el equipo sobre el terreno. Durante la primera visita, se organizó una gran reunión pública. Asistió un centenar de habitantes del pueblo. A la pregunta: “Señores expertos europeos, ¿podemos vivir aquí?”, el equipo decidió limitarse a un principio ético respondiendo: “No hemos venido para responder a esa pregunta; por el contrario, queremos ayudar a la gente que quiera vivir aquí y trabajar con ella para mejorar sus condiciones de vida”» (G. Hériard Dubreuil, director de Mutadis).

Para la psicologización de los males el viento siempre sopla de popa. Ya desgastado, en la actualidad el mito de la radiofobia ha sido abandonado por sus apóstoles y cambiado por el concepto de «estrés informacional». La ansiedad debida a la falta de información es por lo tanto responsable de las leucemias, de los cánceres de colon, pulmón, vejiga, riñón, tiroides y mama, de las enfermedades de hígado, riñones y glándula tiroidea, de las alteraciones del sistema inmunitario, de la paralización del desarrollo mental en los niños expuestos in utero, de las cataratas, las mutaciones y las malformaciones congénitas o del sistema nervioso. Para cuidar estas engorrosas enfermedades psicosomáticas, basta con «restablecer la confianza de la población respecto a su entorno contaminado». «La contaminación radiactiva está en la base de una profunda inquietud de la población en lo que concierne a sus posibles efectos sobre la salud» (extracto de CORE).

«¿Qué es este comportamiento?»

Así pues, estos programas negacionistas han llegado a tiempo de asegurar la continuidad del Estado nuclearista. Predicando en los pueblos bielorrusos la democracia participativa y la concertación ciudadana, arguyendo la necesidad de encarar juntos el desastre, están organizando una falsa participación de las futuras ex-víctimas en la gestión de su propia agonía. Lo esencial es que los habitantes tengan la impresión de ser dueños de una existencia que se les confiscó hace mucho tiempo. Así, en el núcleo del experimento, la concertación con las cobayas -tendencia reciente en el caso de la energía nuclear- debería permitir un nuevo tipo de aceptación. Estos programas seudohumanitarios se basan en la adopción de absurdos «comportamientos de precaución» por parte de los lugareños.

Y si éstos no se adaptan a estas medidas de conducta que invaden su vida diaria, desde el vientre de su madres a su muerte programada, se hacen voluntaria e individualmente responsables de sus males. Por su modo de vida, los bielorrusos moribundos son, según esta idea, culpables incluso de ver morir a sus allegados. «¿Por qué implicar a la población? Esencialmente, a partir de la constatación de que un habitante de los territorios contaminados se ve expuesto en el plano radiológico a lo largo de su vida cotidiana. Desde el momento en que reside en un territorio contaminado, lo que le hace más o menos expuesto es el resultado de sus gestos, de su actividad, de su trabajo de agricultor, de su comportamiento y de las decisiones que toma en su vida» (G. Hériard Dubreuil).

Formar a los enlaces del poder

Así que los expertos no hacen más que hablar de democracia. Sin embargo, ya no se trata de una abstracción total para los bielorrusos, cuyas inquietudes sanitarias («¿Moriré este año? ¿Cómo conseguiré los medicamentos tan caros? Toma, aquí va un riñón...») difícilmente podrán conciliarse con las de estos pequeñoburgueses occidentales, misioneros de la necesidad de una supuesta «nueva gobernanza». La democracia es aún más quimérica en un país en que la preocupación principal sigue siendo, y lo será por mucho tiempo, sencillamente no morir demasiado pronto ni con demasiado dolor. Pero estos «paletos» sólo piensan en comer y cuidarse. Los expertos desprecian a semejantes campesinos de koljós.

La concertación, claro, pero no con todo el mundo. En un primer momento sólo se plantea para ciertas profesiones. En concreto, ochenta voluntarios situados en puestos clave -maestros, médicos, enfermeros, radiometristas, cabos de los koljoses, etc.- han recibido la confianza del material de especialista y aprenden un batiburrillo de las diversas medidas de la radiactividad, así como la retórica que las envuelve. El poder se apoya en sus enlaces habituales, que se convierten en ejecutores celosos de una gestión social cuyos intereses subyacentes no les incumben.

Un maestro de aldea resume a la perfección este comportamiento: «También es importante contar con el apoyo del director del colegio para que pueda crear clubes de cultura radiológica práctica que permitan organizar exposiciones, espectáculos y jornadas temáticas en la escuela». Las tareas más bajas -absurdas- se ven aseguradas por las hormigas contaminadas, mientras que un equipo internacional define las líneas maestras de su estrategia de becquerelios. La «cultura radiológica» manejada por los expertos aspira a ser totalizadora, y el programa Ethos ocupa todos los terrenos: educación infantil, medición diaria de la radiactividad, agricultura. La última empresa del negacionismo nuclear afecta a los bielorrusos en el meollo de su vida. Los cobayas deben impregnarse de una auténtica cultura sanitaria que jalone su cotidianidad y les impida de este modo adquirir una conciencia fatal sobre unas medidas cuya inocuidad es obvia.

«Sin la medición, el mundo nos es ajeno»

«No tenemos el típico trabajo de experto que sólo actúa para comunicar sus resultados [...], les hemos puesto en la mano aparatos de medición» (G. Hériard Dubreuil).

Los profesionales que se han formado en medir la contaminación ya pueden propagar consignas e instrumentos de medida ante el resto de la población, sobre todo las madres. La jerga tecnocrática más puntera se dedica así, in fine, a las estructuras sociales más tradicionales. Contar los becquerelios de casa, del huerto y del campo, de los bosques, de la sartén, de la comida, del cuerpo propio o de los hijos, etc.: estos son los detalles diarios que han de convertirse en actos reflejos en toda familia. De esta manera, todo el mundo tendrá cartas que jugar para conocer al detalle las modalidades de su agonía.

«Es necesario desarrollar en el seno de la población una cultura ecológica moderna» (Vladimir Pashkevich, presidente del comité ejecutivo del distrito de Stolyn). «Uno de los efectos del accidente de Chernóbil ha sido también añadir una dimensión, una cualidad suplementaria a las cosas y a la vida. Esto se traduce por la irrupción en el lenguaje de palabras nuevas, nuevas expresiones y nuevas unidades más o menos comprensibles. Todos debemos apropiarnos de ellas si queremos estar al tanto de esta nueva realidad» (Jacques Lochard, director del CEPN y coordinador de Ethos). La implicación de las familias abre la vía para culparlas. Si las medidas superar la sacrosanta «norma republicana», si los hijos siguen muriendo, es porque sus madres no han debido de poner muchas ganas a la hora de aplicar comportamientos de precaución... horno de leña, cenizas, carne, leche, hortalizas, etc.: se supone que la madre debe medirlo todo a diario.

«Ethos demuestra de manera convincente que todo, desde el ministro académico hasta el koljosiano jubilado, tenemos que aunar esfuerzos para resistir a nuestra desgracia común [...]. La labor de los expertos franceses en el marco del proyecto Ethos sigue pendiente de análisis, pero ya podemos enunciar el resultado principal: una perspectiva novedosa del problema y de su solución» (Vladimir Páshkevich).

El desastre pone en cuestión el aparato tradicional de captación y medición de la radiactividad que se heredó de Hiroshima. La norma es un concepto de manejo práctico. Sea cual sea la norma considerada, por definición conlleva que hay un nivel de radiactividad por debajo del cual no existe riesgo.

La ilusión del control numérico posee varias ventajas. Ofrece datos tranquilizadores a los pobladores que padecen los trastornos de las instalaciones nucleares y responde así a la demanda de informes periciales por parte de los cobayas. Por debajo de cierto umbral, ya nada perturba la apacible normalidad de la contaminación radiactiva. En consecuencia, el establecimiento de los umbrales es una herramienta privilegiada para calmar las iras y petrificar las veleidades de participación de quienes no tienen otra cosa que hacer que callar y morir en silencio. Ahora, pueden morir al son de la dulce melodía de los expertos que explican doctamente que los umbrales que ellos defienden son los únicos posibles. A veces incluso recurren a ancianos seniles para dar más lustre al simulacro democrático que rodean a las intervenciones.

notas:
[1] Ya son más de 25.000 muertos y más de 200.000 inválidos.
[2] No existe una estimación del número de fallecidos civiles que padecieron la radiación justo después de la explosión. Sólo se saben que se cuentan por decenas de miles.
[3] El 80% de los niños tienen enfermedades, cardíacas, de hígado, de riñon, etc.
[4] Électricité de France.
[5] Centro de Estudios Atómicos.
[6] Compañía General de Materias Nucleares.
[7] Instituto de Radioportección y Seguridad Nuclear.
[8] Instituto Nacional de Investigación Agro­nómica.

fuente revista Ekintza Zuzena, Nº 37
http://www.nodo50.org/ekintza/article.php3?id_article=510

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