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Los alegres muchachos de Tottenham
Por Jónatham F. Moriche / Rebelión -
Tuesday, Aug. 30, 2011 at 10:53 PM
Rebelión
23-08-2011
La noche del jueves 4 de agosto de 2011, Mark Duggan fue abatido a
tiros por la policía en el barrio londinense de Tottenham, en el
transcurso de un incidente aún no totalmente esclarecido en el que, por
lo sabido más tarde (y contra la versión policial inicialmente
difundida), el joven afrobritánico nunca disparó contra los agentes que
le mataron. Horas después, la concentración de repulsa que reunió a
unos cientos de personas ante la comisaría de Tottenham inició una
reacción en cadena de protestas callejeras que han derivado en
disturbios muy graves, primero en distintos barrios de Londres y luego
en otra media docena de ciudades británicas, con violentos choques con
la policía, episodios de vandalismo y pillaje y la muerte de cinco
personas (tres atropelladas, una tiroteada y otra apaleada), además de
numerosos heridos, unas 3000 detenciones y daños materiales cercanos a
los 150 millones de euros. Sólo la llegada a Londres de 16.000
policías, autorizados a emplear cañones de agua y balas de goma contra
los tumultos, ha conseguido sofocar esta repentina oleada de violencia
contagiosa.
No cabe sino condenar el
derramamiento absurdo y cruel de sangre humana que en el transcurso de
estos hechos se ha producido. Dicho lo cual, se hace necesario precisar
que esta para nada debe asimilarse ni compadecerse con aquella otra
condena, mendaz y miserable hasta el vómito, de quienes, como el primer
británico David Cameron, su gobierno y sus fuerzas de seguridad (así
como la práctica totalidad de la clase política británica, la clase
corporativa de la City financiera londinense y aquella parte de la
prensa británica que informa a su dictado), no pueden oponer a los
vándalos de Tottenham más autoridad moral que la de constituir una
trama criminal de rango muy superior, más organizada y mejor armada,
acostumbrada a saquear países enteros en lugar de tiendas de ropa y
electrodomésticos, y que recuenta sus muertos, no de uno en uno ni de
cinco en cinco, sino por muchos cientos o miles, en las muescas de sus
teléfonos Blackberry.
Informaba recientemente el diario The
Guardian de cómo un soldado británico destacado en Iraq elaboraba y se
adornaba con collares hechos con dedos de los iraquíes que su unidad
abatía. Es sólo la penúltima noticia de la carnicería infinita iniciada
por George W. Bush y lealmente respaldada por Tony Blair (con el apoyo
incondicional del entonces opositor y hoy gobernante Partido
Conservador) bajo la excusa de la “guerra contra el terror”, de cuyas
incontables y documentadas barbaries (matanzas, torturas, secuestros,
desapariciones,...) el ejército de Su Majestad -otra vez, soportando la
“pesada carga del hombre blanco” de la que hablase el apologeta del
colonialismo Rudyard Kipling- es plenamente cómplice, tanto en los
campos de batalla de Afganistán, Iraq y Libia como en su oscura
retaguardia de vuelos secretos y prisiones clandestinas. Una guerra
global, permanente e irrestricta “contra el terrorismo” (y de paso,
contra la democracia) jaleada entusiásticamente desde los medios de
Rupert Murdoch, el magnate de la comunicación que hace pocas semanas
comparecía ante el Parlamento británico para tratar de explicar por qué
sus empleados pinchaban teléfonos de víctimas de crímenes violentos
para conseguir exclusivas de impacto, en un sonoro escándalo que además
implicaba, e hizo dimitir, a la cúpula de la policía británica. Un
Parlamento docenas de cuyos miembros han sido investigados y
sancionados por haber desviado millones de libras del presupuesto de
sus oficinas a amueblar sus domicilios particulares o pagar el salario
del servicio doméstico, al mismo tiempo que el ejecutivo Cameron
lanzaba un salvaje recorte de derechos y servicios sociales básicos sin
precedentes en la historia moderna de Gran Bretaña. Una policía que en
julio de 2005 ya mató a balazos a otro transeúnte desarmado, el
brasileño Jean Charles de Menezes (casualmente o no, tampoco esta vez
un anglosajón de clase media), en una supuesta operación antiterrorista
que tardó años en esclarecerse y de la que no se derivaron
responsabilidades penales para ningún agente o mando policial. Unos
servicios secretos británicos que bajo una legislación antiterrorista
de inspiración neoconservadora han violentado sistemáticamente los
derechos civiles de las minorías raciales y los movimientos sociales
(con numerosos casos documentados de espionaje ilegal, amenazas y
chantajes) en su “guerra contra el terrorismo”.
Y si este es el aspecto moral de la
clase política y el aparato del Estado británico, la mirada dedicada al
campo corporativo resultará aún más desoladora. En la lujosa City de
Londres, capital financiera de Europa y de todo el planeta, operan los
ejecutivos de los fondos de inversión que especulan con el precio de
los alimentos y causan hambrunas espantosas a capricho en cualquier
confín del mundo. También los directivos de las corporaciones de
seguridad privada que ya comandan a decenas o cientos de miles de
mercenarios (“contratistas”, en su argot profesional) en Iraq, Libia,
Afganistán y otros lugares del planeta, como guardia pretoriana de las
empresas transnacionales y escuadrones de la muerte contra la población
local. Están los despachos de abogados que negocian y se lucran con los
rescates de buques apresados por piratas en aguas del Índico o el
Pacífico. Están, por supuesto, los analistas de las tres agencias de
calificación que (con manejo de información privilegiada, evaluaciones
fraudulentas y posición de cártel monopolista) están ejecutando un
masivo ataque financiero contra las economías de la zona euro, lucrando
escandalosamente a los grandes fondos de inversión tenedores de deuda
pública europea y forzando una serie de recortes sociales sin
precedentes que ya están provocando sufrimientos sociales y económicos
enormes en países como España, Grecia y Portugal, así como el más
completo descrédito moral de las clases políticas, sindicales y
mediáticas de todo el Continente. Si existe algo remotamente parecido a
un “centro” en la estructura difusa de la globalizada dictadura de los
mercados, ese centro está en Londres. Bajo las fascinantes formas
arquitectónicas de sus magníficas sedes corporativas, el distrito
financiero de la City constituye el más vasto y terrorífico crematorio
de carne humana de nuestro tiempo.
“Una parte de la sociedad británica
está profundamente enferma”, ha dicho David Cameron en una de sus
airadas intervenciones públicas durante los disturbios, y resulta justo
que sea él mismo quien lo reconozca, porque esa parte es muy sobre todo
la que él mismo representa. La misma clase que, además de todos los
saqueos y masacres anteriormente descritos, ha promovido -en aras de
esa “austeridad” que sirve de dogma teológico central para el poder
neoliberal- el tajante recorte de recursos en servicios sociales
básicos (sanidad, educación, cultura...) en los barrios en que se han
encendido las protestas, que ya soportan índices insoportables de
desempleo, fracaso escolar o mortalidad infantil, y que además han sido
y son objeto reiterado de episodios de violencia policial brutal e
indiscriminada. Es cierto que no podemos solidarizarnos con quien, para
expresar su indignación (o con la indignación de otros como coartada)
apalea, atropella o dispara a un transeúnte. Pero esta condena no nos
convierte en amigos, socios ni aliados de la casta inmunda de
oligarcas, bufones y mercenarios que habita la gran corte transversal
de la dictadura de los mercados. Hay que lamentar el mucho dolor humano
inflingido inútilmente durante estas revueltas y condenar a los crueles
descerebrados que lo han provocado. Y también cabe desear que (al
margen de los uno, cien o mil indeseables que tristemente se les
unieron), esos alegres muchachos y muchachas de Tottenham que noble y
valientemente salieron a la calle a pecho descubierto para denunciar el
asesinato a tiros de uno de sus convecinos por parte de una policía
cruel, racista y corrupta, sean ahora capaces de reflexionar con mayor
acierto acerca de las verdaderas causas y alternativas a su
sufrimiento, al de sus familias y al de sus comunidades, y puedan así
la próxima vez orientar mejor el destino de su ira y de su fuego.
Episodios como los de Tottenham a buen seguro se reproducirán durante
los próximos meses y años en la propia Gran Bretaña y en otros lugares
de Europa, conforme los recortes de derechos sociales y la brutalidad
represiva vayan alimentando la locomotora del descontento. Y el papel
de las izquierdas ante estos motines no puede ser recomendar a las
gentes que permanezcan en sus casas, aplaudir a los antidisturbios o
respaldar al poder constituido, sino alentar y acompañar el
imprescindible proceso de politización del justísimo descontento de los
excluidos del régimen neoliberal, para que la rabia ciega se convierta
en sensata indignación, y los inútiles estallidos de vandalismo
indiscriminado devengan en insurrecciones eficaces contra esa
monstruosa dictadura mercantil que -con un cada vez más fino y
caricaturesco maquillaje democrático- padecemos hoy los hombres y
mujeres de Europa.
Rebelión ha publicado este artículo
con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons,
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