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Restaurando el alma de la Ciudad Imperio
Por (reenvio) Hamid Dabashi / Al-Jazeera - Tuesday, Sep. 13, 2011 at 4:40 PM

Ha pasado casi una década desde ese funesto, desconsolador, colapso de esos dos serenos gigantes del World Trade Center en la ciudad de Nueva York, una década que acaba de terminar y una de las principales agencias de calificación crediticia, Standard & Poor (S&P), rebajó la calificación AAA de EE.UU. a AA, por primera vez en la historia.

Imperios: ya no los hacen como solían hacerlos. “¿Qué es peor, los dos gigantescos símbolos fálicos AA de un imperio cortados profundo y abajo a plena luz del día de la historia, o su calificación AAA circuncidada de un solo golpe a AA a la vista de todo el mundo, todo en solo una década? ¿Es tal vez lo que Fareed Zakaria quería decir con “el mundo post-estadounidense”?

¿Se acordó alguien –o lo olvidamos todos– del décimo aniversario del 2 de marzo de 2001, cuando los talibanes comenzaron a dinamitar los Budas gemelos de Bamiyán por orden de su líder, Mullah Omar? Entre esas dos imágenes espejo de los Budas de Bamiyán y las torres de Manhattan, cayendo ante el terror del miedo y el fanatismo, ¿cuántos monumentos, edificios, vidas inocentes más, han perecido en Herat, Kabul, Kandahar, Bagdad, Basora, Kazmain, Gaza, Beirut, Trípoli, cuántos viudos, huérfanos, cuántas víctimas de ataques intencionales y accidentales de drones, cuántos refugiados, cuántas pesadillas? Haber dicho una vez: “No contamos cuerpos”, es lo que hizo famoso al general estadounidense Tommy Franks. ¿Qué cuentan los generales? ¿Tendrán que rendir cuentas algún día los imperios?

Cuenten o no los generales, las cosas no parecen buenas en el frente interior para el imperio monopolar. Apenas casi dos años después de la severa crisis financiera de 2008 que llevó a Barack Obama a la Casa Blanca, en el décimo aniversario del 11-S, el imperio estadounidense tiene algo más problemático que al Qaida que temer y combatir. El plan de reducción del déficit aprobado por el Congreso de EE.UU. evidentemente no ha ido bastante lejos como para que la agencia mantenga una calificación AAA de EE.UU. Los melindrosos inversionistas están perdiendo confianza. Inmensas deudas, desempleo de un 9,1%, temores de una recesión en recaída; el hombre en el timón, que predicó “la audacia de la esperanza” para llegar allí, enfrenta ahora un frente interior más débil que en esa terrible mañana de un martes el 11 de septiembre de 2001.

Imperio en decadencia

El enemigo es interior, y tampoco es una “célula de topos musulmanes”. Es un producto nacional. Es la codicia. Es el Partido Republicano que engendra una pesadilla que llama el Tea Party. Si durante la era de Bush (2000-2008) el mundo estaba amenazado por los neoconservadores, la era de Obama sufre la plaga de un Tea Party que hace que los neoconservadores parezcan mininos. Si los neoconservadores fueron psicópatas que tomaban apuntes de las conferencias de Leo Strauss por la dominación global, esos sociópatas del Tea Party apuntan al fundamento mismo de una sociedad civil.

La década marca una espiral descendente: Los republicanos engendraron a los conservadores, los conservadores engendraron a los neoconservadores, y los neoconservadores engendraron el Tea Party. Pensábamos que Newt Gingrich era una antigüedad. Ahora tenemos que descifrar a Rick Perry. Los ataques criminales del 11-S desataron el terrorismo contra el mundo auspiciado por el Estado de los neoconservadores, y el terror del Tea Party amenaza ahora con inhabilitar la función misma del aparato del Estado y con él la estructura misma de la sociedad civil.

Su favorita, la representante de Minnesota Michele Bachmann, acaba de ganar el sondeo informal de opinión en Iowa, agregando ímpetu a su campaña evangélica fundamentalista a la presidencia. Sarah Palin fue un señuelo. Esta vez el Reino Unido debería enviar acá un “súper-poli” (¿James Bond?) para solucionar los disturbios políticos. Imaginad el predicamento del mundo: Escapáis de una república islámica, teméis un Estado judío y su correspondiente fundamentalista hinduista, para terminar en un imperio cristiano en el que el pastor de la Florida, Terry Jones, quema el Corán y el sionista cristiano John Hagge se prepara para el Apocalipsis, antes de que el reverendo Harold Camping revelara que en realidad el “Rapto” tendría lugar el 21 de mayo de 2011, y el mundo se acabaría.

El imperio, ¿qué imperio? Olvidad a los terroristas musulmanes, China, a la que EE.UU. debe más de lo que puede pagarle de vuelta, pide ahora que EE.UU. encare sus “problemas de deuda estructural”, solicitando incluso supervisión internacional sobre el dólar estadounidense. El senador Joseph McCarthy (1908-1957) se revuelca en la tumba.

Todo esto le suena a chino en Nueva York. Nueva York no es una ciudad. Es una aparición, un fantasma, una visión, un puesto avanzado fronterizo de un territorio que aún no ha sido conquistado, poseído, nombrado. Los estadounidenses habrán conquistado y colonizado antes otro planeta que afirmar que Nueva York sea la capital de su imperio. No lo es. Nueva York es revoltosa –es un caballo de Troya– su barriga repleta, no de terroristas, sino de inmigrantes insomnes, esclavos del trabajo, todos con una fuerte dosis de estímulo.

La capital de este supuesto imperio está en otra parte, un sosia arquitectónico romanesco que se encuentra torpemente con la desamparada élite sureña, conservado dentro de la carretera de circunvalación por temor a contaminar el resto del mundo. La ciudad de Nueva York está más alejada de Washington DC que de la luna. Washington DC es J Edgar Hoover. La ciudad de Nueva York es Joe Pesci.

La ciudad de Nueva York: en una clase aparte

La ciudad de Nueva York es la encarnación física de su propia reunión del recuerdo, porque de otra manera no tendría memoria en absoluto. Está gloriosamente afligida por un corto período de atención. No recuerda nada. Es drásticamente diferente de Londres, París, Teherán, El Cairo, Casablanca, Estambul, o cualquier otra cosmópolis. La mejor manera de comparar la ciudad de Nueva York con otras ciudades importantes es en la víspera de Año Nuevo. Paris tiene su Torre Eiffel, Londres su Ojo de Londres, Sydney su Puente del Puente de Sydney, etc. Se convierten en el centro de las festividades de víspera de Año Nuevo.

¿Y Nueva York? Times Square es un lugar vacío. No hay nada. Ningún monumento, ninguna estructura, ningún edificio. Lo único que define a Times Square en la víspera de Año Nuevo es la gente que se reúne para celebrar. Habiendo hecho sus celebraciones, hecho saltar sus corchos de las botellas de champán e intercambiado besos, se van a casa y duermen, y a la mañana siguiente no queda nada, excepto inmensos anuncios publicitarios que reptan sobre los muros, taxis amarillos y autobuses turísticos que se arrastran en ambas direcciones por Manhattan. En el centro de Times Square no hay nada, como en la Plaza Tahrir. La gente la define –la gente forma un improvisado monumento humano en su centro– y cuando se va, también se va el monumento, por eso la gente permaneció en Tahrir hasta la partida de Mubarak. Si fuera a haber una revolución en EE.UU. tendría que comenzar en Times Square: ¡Silmiyya!, ¡Silmiyya!

Nueva York no ostenta su carácter. Se ajusta a cualquier carácter. París tiene una actitud de “tómalo o déjalo”, también Londres, Estambul, Mumbai, o Tokio. No Nueva York. Nueva York es demasiado grande para ser arrogante de esa manera. Si visitas Nueva York, te podrá cautivar y provocar –pero no te fastidiará– porque Nueva York es excesivamente tímida, y ha creado la fachada de todos esos brillantes letreros publicitarios para cubrir su pudor. Para cubrir su timidez ante extraños, pretende estar ocupada haciendo otra cosa –siempre otra cosa– pero te observa atentamente, desde algún sitio arriba en uno de esos rascacielos.

Pero si llegas para vivir allí, Nueva York te trata de manera diferente, con respeto, se abre ante ti, te muestra todos sus rincones –tratando todo el tiempo de entenderte– quién eres, qué quieres, dónde quieres estar, cuándo insomnio ha invertido la suerte en tu persona. Entonces, antes de que lo sepas, Nueva York te envolverá, se convertirá en tu ciudad y nunca serás capaz de vivir en algún otro sitio. Nueva York no pertenece a ningún imperio. Es una ciudad fronteriza compuesta de masas de millones de inmigrantes insomnes, recuerdos de sus padres y del lugar de nacimiento de sus hijos, después de haberse formado un cuadro de la imagen perfecta de sus sueños florecientes que llaman “Nueva York”. Nueva York es el gorjeo del planeta tierra hacia la posibilidad de vida en nuestra galaxia.

El alma que sale a la superficie de la ciudad de Nueva York es auto-regeneradora. Muere cada noche y vuelve a nacer de sus cinco distritos cada mañana, y no recuerda nada. Nueva York es inmemorial, le importan un pito las historias, porque está ocupada haciendo y rehaciéndolas. Cuando los sionistas militantes ocupan la Quinta Avenida para ostentar su poder en el “Día de Saludo a Israel”, a solo unas pocas calles de distancia del desfile los neoyorquinos miran El tiempo que queda del principal cineasta palestino Elia Suleiman. Sionistas frustrados, al ver a Edward Said atrayendo atención global para la causa palestina desde la Universidad Columbia en la ciudad de Nueva York llamaron a mi universidad “Birzeit-en-Hudson”.

El cineasta iraní Amir Naderi, que ahora ha sido neoyorquino durante más de tres décadas, estaba filmando su exquisito homenaje a Nueva York, Marathon (2002), precisamente durante el aciago año 2001; una de cuatro cintas que ha hecho en su querida ciudad, mientras era una inspiración para el tan celebrado cineasta iraní-estadounidense, Ramin Bahrani, cuyo Man Push Cart [Un café en cualquier esquina] (2005) y Chop Shop (2007) están entre las primeras visiones post 11-S de la Ciudad desde el mirador de sus inmigrantes trabajadores, desde dentro y fuera del Imperio. Entre Amir Naderi y Ramin Bahrani, Nueva York ha revelado su alma auto-regeneradora a sus inmigrantes nativos, mientras Zach Snyder y Hollywood imperial estaban ocupados filmando en 300 la imagen en CHI (interface común de salida) de sus falsas ilusiones juveniles.

Nueva York es algo serio. Y cómo descubrió del modo más difícil Dominique Strauss-Kahn, te saldrá muy caro si tratas de falsearlo.

Nosotros, los neoyorquinos, no recordamos ni perdonamos a la pandilla de criminales que violaron la física y la poesía de las Torres Gemelas, no puedes perdonar lo que no puedes recordar, y para esa pandilla la suerte del anonimato es peor que la ignominia. Nosotros, neoyorquinos, denunciamos categóricamente el abuso neoconservador de nuestra pena para librar la guerra contra la humanidad. Para muchos de nosotros en Nueva York, Osama bin Laden y Donald Rumsfeld son la misma charada con banderas diferentes, un alma perturbada en dos cuerpos torcidos. Uno de ellos ha encontrado ahora a su creador, al otro deberían procesarlo por crímenes contra la humanidad.

Rumsfeld hizo a Bagdad algo cien veces peor que lo que Muhamad Atta hizo a Nueva York, y cien mil veces peor en el Siglo XXI de lo que el señor de la guerra mongol Hulagu hizo a Bagdad en el Siglo XIII. Puede haberse salido con la suya, pero no EE.UU. En el marco de una década, y precisamente debido a la “campaña de conmoción y pavor” lanzada por Rumsfeld, EE.UU. ha pasado de la presunción de superpotencia al reconocimiento desalentador de su bancarrota económica, su impotencia política y su irrelevancia global, con la aparición democrática de la Primavera Árabe que sacó a la luz por igual la simple banalidad de su poder militar y de su Estado-guardián de Israel.

Contra la avalancha de recuerdos e identidades, un neoyorquino es solo un neoyorquino, ciudadano de una Ciudad-Imperio compuesta de muchas razas, credos, y nacionalidades, judíos, cristianos, musulmanes y benditos ateos, si no árabes, iraníes, afganos, paquistaníes, turcos, coreanos, chinos, africanos… y desde todas y cada una de las salidas del New Jersey Turnpike que puedas contar o imaginar.

En el décimo aniversario del 11-S, el Memorial y Museo Nacional del 11 de Septiembre ubicado en el lugar del World Trade Center, en la antigua ubicación de las Torres Gemelas destruidas en los ataques del 11 de septiembre de 2001, planifica la inauguración de un importante hito. Un bosque con dos estanques cuadrados en el centro, diseñado por Michael Arad, un arquitecto israelí, sobre las huellas de las Torres Gemelas, debe conmemorar los gigantes caídos y las víctimas que perecieron ese día. El diseño es sombrío y majestuoso.

La política del duelo

¿Pero qué se supone que recordará exactamente el memorial en una ciudad que crece sobre tantos recuerdos que evocar cada noche y así se levanta por la mañana después de olvidarse por completo? Si miraras, estos días, la punta sur de Manhattan, podrías notar el crecimiento imperceptible de una nueva construcción, de lo que pronto será la pieza central de la Zona Cero resucitada, de 541 metros de alto, como el hijo recién nacido de dos padres afganos o iraquíes muertos en la campaña de “terminar Estados” mediante “conmoción y pavor”.

Poco después de los horrendos eventos del 11-S, Jacques Derrida presentó una conferencia pública en la Universidad Columbia, en la cual habló del “duelo de lo político”. El sabio argelino estaba enseñando a su público ese día, en un auditorio en el que solo había sitio de pie, que lo que estábamos presenciando en EE.UU. no era solo el duelo por los que perecieron en 11-S, sino que en realidad estábamos llevando luto por la noción misma de “lo político” tal como lo hemos conocido. Al concluir su discurso un curioso miembro del público le preguntó, directa y públicamente, si pensaba que “la política del duelo” que estábamos presenciando en la ciudad tal vez se adelantaba al “duelo de lo político”. Consideró la pregunta, exquisita y públicamente, ni siquiera para su propia satisfacción. Dijo que no poseía una bola de cristal. Nueva York es una bola de cristal.

Los eventos del 11-S podrían haber llevado a EE.UU. al seno del mundo si, como había enseñado Derrida, hubiéramos permitido un duelo adecuado de “lo político” tal como lo habíamos conocido, y cómo nos ha marcado. Unos días después George W. Bush estuvo en el lugar del 11-S, su maquinaria bélica aceleraba a full, los embustes neoconservadores del Proyecto para un Nuevo Siglo Estadounidense estaban desempolvando sus planes de dominación del mundo, y la política del duelo (hasta hoy, y marcada por un arquitecto israelí que hace guiños a una atrocidad musulmana) ha impedido ese duelo de lo político.

El alma herida de Nueva York fue restaurada en la noche del 11-S, mientras Kandahar, Bagdad, Gaza y Beirut esperaban a que las quemaran. El miércoles por la mañana, 12 de septiembre, Nueva York había vuelto a la normal, ronroneando, canturreando, trabajando, sintiendo, construyendo, inconsciente, como siempre, de la “historia”. Nueva York muere con la muerte de cada neoyorquino y renace con el nacimiento de cada niño en sus cinco distritos. Lloramos la muerte de los neoyorquinos que hemos perdido en y por la bendición de los neoyorquinos que nos nacen cada día.

Nueva York no es una ciudad imperial. Es la Ciudad Imperio, un imperio propio. Ninguna otra ciudad de EE.UU. se le parecey por lo tanto todas quisieran parecérsele. No es EE.UU. Es lo que EE.UU. quisiera ser pero no puede. Es lo peor respecto a EE.UU., que siempre existe la esperanza.

Hamid Dabashi es profesor Hagop Kevorkian de Estudios Iraníes y de Literatura Comparativa Contemporánea en la Universidad Columbia de Nueva York. Su próximo libro: The Arab Spring: The End of Postcolonialism debe ser publicado por Zed en abril de 2012.

Traducido para Rebelión por Germán Leyens

Fuente: http://english.aljazeera.net/indepth/opinion/2011/08/2011817133350139532.html

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