Julio López
está desaparecido
hace 6429 días
versión para imprimir - envía este articulo por e-mail

Ejército *
Por (reenvio) Martín Caparrós - Thursday, Oct. 13, 2011 at 1:45 AM

Ejército: sus. mas. sing., argentinismo: estructura militar incapaz de cumplir con sus supuestos –inciertos– objetivos militares eventuales. 2.: Foco de poder que perdió su poder.

download PDF (45.9 kibibytes)

Durante décadas el ejército argentino fue la fuerza armada que los ricos argentinos necesitaron para garantizar su monopolio de la violencia. Entonces, ejército era una de las palabras decisivas. Ya no lo es.

Hace un par de años me dio por preguntarme en público lo que me había preguntado muchas veces en privado: para qué tenemos un ejército. O, como yo no tengo nada: para qué existe el ejército argentino. Durante más de un siglo, la respuesta fue más o menos clara: el ejército –tierra, agua o aire– era el reaseguro armado de los ricos argentinos contra la posibilidad de un levantamiento de los sectores que querían compartir su poder, socavar su poder, sacarlos del poder: era su arma para conservar el poder. Así funcionó cuando se acabaron las guerras territoriales –contra los indios, contra los paraguayos, contra las provincias– y los que se alzaban eran los radicales, en 1890, en 1905; así funcionó, a partir de 1930, cada vez que los gobiernos democráticos no parecieron aptos para mantener la hegemonía de los ricos –porque eran populistas, porque molestaban a las grandes corporaciones, porque no conseguían reprimir todo lo necesario–; entonces los señores convocaban un par de reuniones, doraban píldoras, prometían prebendas y mandaban al ejército a poner orden –y gobernar, junto con ellos, unos años.

El ejército, en esos años felices, era uno de los polos de la política argentina y, precavidos, muchos ricos mandaban a algún hijo menor a formar parte de ese cuerpo, a mantener una mano en el pomo. Era lógico: necesitaban ese poder armado. Pero ahora –por ahora– la democracia les garantiza el control y la supervivencia del sistema, y los golpes están muy desprestigiados y terminan por salir muy caros, así que el ejército ya no les interesa. Por eso, entre otras cosas, lo fueron achicando; por eso, entre otras cosas, ya no mandan a sus hijos al Liceo y ahora los coroneles de la Nación no se llaman Anchorena sino Spichicuchi.

El ejército solía presentarse, también, como el esqueleto de la Patria, el conservador de la famosa tradición sanmartiniana, el reaseguro contra los enemigos de la argentinidad. La última vez –una de las muy pocas– que el ejército sanmartiniano peleó contra extranjeros fue en 1982, Islas Malvinas, y ya todos sabemos cómo fue: la tontería soberbia de pensar que una banda –casi heroica– de muchachos mal preparados y peor equipados podía abollar siquiera la carrocería de uno de los ejércitos potentes de este mundo. Fuera de eso llevamos, grasiadió, más de cien años sin una pinche guerra externa. Y, lo mejor: sin grandes perspectivas de tenerlas.

En la paz, entonces, hay algo que los ejércitos sí suelen tener y que llaman, pomposamente –porque los términos científicos quedan bien, dan serio– “hipótesis de conflicto”. Hace años que me pregunto qué hipótesis de conflicto real puede sostener el ejército patrio. Con los ingleses ni hablar, porque no hay forma de que no perdamos. Con los birmanos, checoslovacos, norvietnamitas y otros demonios soviéticos va a ser complicado –para empezar, porque habría que encontrar una buena excusa; para seguir, porque viven muy lejos; para terminar, porque ya no existen. Con los franceses o los indios o los australianos tampoco suena lógico; quedan, por supuesto, los vecinos. La posibilidad de que vayamos al combate contra Chile, un suponer, por diez leguas de hielos continentales, o contra Paraguay por el agua de un estero, o contra Brasil por un casino en Iguazú o un penal mal cobrado es cada vez más tenue. El mundo actual está lleno de organizaciones y mecanismos para que eso no suceda, y el nivel de conflicto al que –eventual, remotamente– podríamos llegar con nuestros vecinos es perfecto para que lo solucione una de esas mediaciones.

Lo cual es tan afortunado porque, de todas formas, no estamos a la altura. Nuestro ejército –desprestigiado, descuidado, justamente reducido, mal equipado– no sería capaz de combatir dos días seguidos contra Brasil, que ha gastado muchos miles de millones de dólares en aviones, helicópteros y submarinos nucleares, y ni siquiera contra Chile, que también acumula fierros a lo bobo. América Latina sigue llena de pobres, pero nuestros vecinos están derrochando fortunas: el gasto militar en la región se duplicó en los cinco últimos años. Lo cual nos deja dos opciones: o sumarnos de atrás a una carrera carísima que no podemos permitirnos y vamos a perder de cualquier modo, o hacer de necesidad virtud y declarar que no queremos ni precisamos un ejército, transformar la Argentina en un país desarmado –o relativamente desarmado– y decir que somos los más buenos y razonables y maravillosos. Y quizás, incluso, alguien nos crea. Nosotros mismos, por ejemplo.

Sería fantástico. Una medida inteligente, desapasionada, modélica –y además muy rentable. El presupuesto nacional del último año en que hubo presupuesto nacional, 2010, prevé gastar 12.600 millones de pesos, un 4,6% del total, en las fuerzas armadas. Esos 12.600 millones son poco menos que los 14.300 que se dedican a la asistencia social, por ejemplo –que podría entonces duplicarse. O más del doble que el presupuesto de salud, 5.600 millones –que podría triplicarse: tantos hospitales, tantos remedios, tantos cuidados para tantos millones. O seis veces más que los 2.100 millones del presupuesto de ciencia y técnica; un área que, si recibiera esa inyección, podría ayudar a intentar un país que dejara de ser el sojero de los chanchos chinos. Eso sin contar las numerosas posesiones de las tres fuerzas que podrían servir para escuelas, hospitales, empresas públicas, iniciativas mixtas. Y habría miles de empleados más o menos capacitados que podrían reciclarse en otros empleos –con un lapso largo de readaptación y seguro de desempleo a cargo del Estado. Muchos de ellos, incluso, podrían aumentar las fuerzas de seguridad –que ahora parece una de las prioridades de la política argentina.

Aun así, sería extraordinario. ¿Se imaginan el desfile del 9 de julio de escuelas, asociaciones, clubes de barrio, criadores de llamas y vicuñas? ¿Se imaginan el edificio Libertador sede de tres carreras de la UBA? ¿Se imaginan los dólares de los turistas japoneses por un crucero en verdadero portaaviones a la Antártida? ¿Se imaginan la cantidad de pilotos más o menos preparados que podrían trabajar en Aerolíneas? ¿Se imaginan las grandes granjas cooperativas en las tierras exmilitares? ¿Se imaginan al presidente Pepe Mujica declarándonos la guerra para defender sus plantas de papel y a nuestro gobierno diciéndole que sí faltaba más con todo gusto pero nosotros no hacemos esas cosas, que si quiere invadir que invada nomás, que la fuerza es el derecho de las bestias?

Quedaríamos tan bien, sería todo tan lindo: nada te legitima tanto frente a una situación de conflicto como no querer ningún conflicto. Solucionaríamos un par de problemas acuciantes y, de yapa, seríamos un país envidiado, estudiado, un caso testigo, un orgullo menor en una época en que andamos tan escasos de orgullitos: de cómo una sociedad se desembarazó de un parásito arcaizante que no le servía para nada y consiguió convertir esos recursos perdidos en beneficio para su sociedad. Porque, de todas formas, insisto, lo que tenemos es un ejército de utilería, de opereta: un ejército que sirve para decir que tenemos un ejército pero no tiene hipótesis de conflicto razonables ni medios para llevarlas adelante. Un ejército que funciona según las premisas del pensamiento mágico: decimos que existe, pero no existe realmente. En tales condiciones, no tiene ningún sentido conservarlo. A menos que los –nuevos– ricos quieran guardarlo por si de nuevo necesitan patotearnos y matarnos; si así fuera no deberíamos pedir su cierre para mejorar un par de cosas; deberíamos exigirlo por puro instinto de supervivencia.

Y no voy a insistir en el hecho de que el ejército argentino es la institución más violenta de nuestra historia, la más homicida, porque no quiero que las emociones tiñan una propuesta que va más allá: que, en el famoso concierto de las naciones, el poder moral de desarmarse es mucho mayor que el escaso y costosísimo poder de fuego de un ejército que no tiene objetivos.

Cuando la hice más o menos pública, mi posición fue criticada de formas muy diversas. Algunos me decían que el ejército servía para defender nuestros recursos naturales. Era un triunfo de la ideología –nacionalista– contra la historia: imaginar, pese a tantos hechos y evidencias, que el ejército va a proteger los recursos naturales argentinos. ¿Para quién, para la Barrick Gold, para Repsol? Cuando tuvo poder, el ejército entregó más recursos que nadie. La tal entrega no es como en las películas: no vienen hordas de soldados a ocupar los pozos o las minas; llegan en jets privados ejecutivos con valijas de dólares para los funcionarios, jueces, periodistas, militares que pueden ayudarlos a quedárselos. Y el ejército después, si acaso, se los cuida. Otros me decían que tenía que haber ejército porque siempre hubo, o porque son buenos ayudando en tareas humanitarias en caso de catástrofe natural –como si, en esos casos, los fal sirvieran para algo.

Pero la respuesta que más me sorprendió fue la del entonces secretario de Estrategia y Asuntos Militares, Germán Montenegro, el segundo en la jerarquía de su ministerio. El secretario dijo en varios medios que “la Argentina, que no tiene hipótesis de conflicto a corto o mediano plazo, configura a sus Fuerzas Armadas teniendo en cuenta un escenario de incertidumbre”. Y que la Argentina no tiene hipótesis de conflicto para sus fuerzas armadas porque “en lo inmediato no hay un país que pueda amenazar la soberanía argentina”, aunque –dijo el secretario Montenegro– “tenemos recursos muy importantes, un territorio rico, presentamos reclamos sobre la ampliación de la plataforma continental y no sabemos qué amenazas pueden surgir desde el escenario internacional incierto y cambiante”. O sea: que están ahí por si acaso y ya veremos.

No le importó a nadie, aun cuando la ley 23.554 de Defensa Nacional, promulgada en 1988, diga tan claro en su artículo 8 que “el sistema de defensa nacional tendrá por finalidad: a) Determinar las hipótesis de conflicto y las que deberán ser retenidas como hipótesis de guerra; b) Elaborar las hipótesis de guerra, estableciendo para cada una de ellas los medios a emplear…”.

Que el gobierno no cumpliera la ley tampoco le importó a nadie. El ejército, entonces, sigue sin saber para qué está. Por eso insisto: me parece que vale la pena pensar qué pasaría si no estuviera. Es el momento, como casi siempre.

Y, quizá, disolver el ejército sería una buena forma de empezar a cambiar nuestra idea de comunidad –la noción de qué es lo que nos une, de quiénes son los que se unen– y dejar de lado esa que llamamos “patria”.

El ejército siempre fue el “último reservorio de la patria” y la pelea de los nacionalismos progres –¿nacionalismos progres?– del estilo que el kirchnerismo ha retomado consistió en quitarle ese lugar: en demostrar que la “patria” no era un concepto oligárquico y represivo sino un patrimonio popular. A mí me resulta difícil de aceptar que, para mejorar las vidas de los 25 millones de argentinos que el sistema excluye haya que empezar por excluir a todos los que no son argentinos.

Alguien dijo que la patria era el último refugio de los canallas, y creo que pensaba en gente como el general Leopoldo Galtieri y compañía: sólo que aquella vez, abril de 1982, la compañía eran muchos millones de argentinos festejándolo, vivándolo. Sólo la patria puede producir cosas como ésas: que millones de fulanos y fulanas, oprimidos y reprimidos durante años, apoyaran de pronto a sus dictadores so pretexto de defender a la patria contra el enemigo exterior.

(Hay un ejemplo que me gusta en el Juicio a Eichmann, de Hannah Arendt: en diciembre de 1941, en Minsk, un Wilhelm Kube, comisario general nazi de la Rusia ocupada, recibió la primera partida de judíos alemanes para el “tratamiento especial”. Ya había aplicado ese tratamiento –la muerte, todavía por fusilamiento– a decenas de miles de judíos rusos. Pero cuando recibió a los alemanes se sintió incómodo y escribió una carta: “Soy una persona dura y estoy dispuesto a ayudar a resolver la cuestión judía, pero la gente que viene de nuestro propio medio cultural no es lo mismo que estas hordas de animales nativos”, dijo, justificando por qué le parecía improcedente exterminar –judíos– alemanes de la misma forma que exterminaba –judíos– rusos. La idea de patria –de compatriotas, su encarnación más obvia, más visible– resistía. El comisario general había superado la mayoría de los límites posibles: no tenía problemas con matar, no tenía problemas con matar miles de personas porque fueran judíos, pero le incomodaba matar compatriotas. Al fin, por supuesto, terminaría haciéndolo, pero no era lo mismo: la patria se impone allí donde todos los demás conceptos –religión, ley, moral– han dejado de funcionar.)

Son ejemplos extremos: todos los días, con menos rimbombancia, sin clarines, la patria produce esos efectos, esas confusiones. Pensar en términos de patria es suponer que un hombre o una mujer que nació en el mismo territorio que yo está mucho más cerca de mí que otro que no: que el patrón que te explota es mejor si tiene tu mismo documento, que el ladrón que te roba, que el policía que te reprime, que el líder que te engaña son mejores si tienen tu mismo documento.

Aunque últimamente, en la Argentina, el efecto patria se había difuminado mucho: se volvió cada vez más etéreo, más simbólico. Una cosa era ser argentino cuando ser argentino suponía que uno tenía derecho a una buena educación gratuita, a una buena atención médica gratuita, a comer y dormir y vivir todos los días. Desde que los militares empezaron el proceso de quiebre, de marginalización de millones, ser argentino ya no significa nada de eso –y, por lo tanto, la adhesión a la patria sólo está hecha de discursos, gestos, símbolos. El fútbol, ahora, es uno de las escasos mecanismos que siguen produciendo efecto patria: cuando yo grito el mismo gol que Videla, que Macri, que Tinelli, que Fernández, estoy siendo víctima del efecto patria: compartiendo un sentimiento con gente con quien no querría compartir nada de nada.

Y la historia. En estos últimos años, la revisión de la historia ha tendido a producir ese efecto. No era fácil: el peronismo de los noventas había conseguido deshacer los sentidos de la historia. Lo escribí hace casi veinte años, cuando el riojano prófugo promulgó unos billetes donde Rosas coexistía con Sarmiento, Roca con San Martín: el todo igual nada mejor había llegado, vía pesos, a la historia. Que Rosas y Sarmiento pudieran estar juntos en la guita implicaba que ya no valía la pena discutir si Rosas o Sarmiento: que sus actos no producían diferencias políticas en el presente, que ya no tenían ningún sentido más allá del cuentito. Por eso, supongo, esos años se llenaron de novias del Restaurador y amantes del General: los “próceres como seres humanos” –cuyas políticas se medían por el baremo de la revista Caras. Ahora, lo vemos, la historia ha vuelto. Hay libros de historia que se venden como pan caliente o lactal o de pancho o figazzita, hay programas de historia en radios y televisiones, hay avidez; hay un bicentenario. Y hay, sobre todo, una recuperación del discurso nacionalista del peronismo clásico (ver Relato, p.xy). Hay, en general, un efecto patria más eficiente, más profundo, mejor organizado.

Siempre creí que sería bueno que no hubiera más patrias: la idea de patria es armar un conjunto para excluir a todos los demás, para justificar esa exclusión, ese desdén, esas matanzas. La patria es una idea paranoica: siempre funciona en referencia a una amenaza externa. Frente a los diferentes, nosotros los –supuestamente– iguales nos juntamos, nos defendemos, nos queremos.

Siempre quise que se acabaran las patrias: que las afinidades fueran electivas, no por derecho de suelo; que un hombre se pueda sentir más cerca de los que piensan como él, viven como él, esperan como él –y no de sus meros compatriotas. Que el torturador y el torturado, el explotador y el explotado, el rico y sus empobrecidos, no tengan un espacio común donde –deberían– encontrarse.

(Hay, sí, una defensa económica de la patria, cierto nacionalismo material: si las empresas son argentinas no remiten sus ganancias a otros lugares y –eventualmente– las reinvierten aquí. Lo cierto es que los ricos argentinos en general no reinvierten: gastan en sus lujos, y ni siquiera necesariamente en el país. Lo cierto es, también, que los ricos argentinos ya no funcionan como argentinos: están globalizados. El argumento económico, de todos modos, es una racionalización: hay una razón simbólica –ideológica– previa, que está en la base del nacionalismo: son nuestros hijos de puta; son de los nuestros.)

Los peronismos siempre fueron fuertemente patrióticos, nacionalistas. Se podría pensar que sus políticas de alianza de clases lo necesitaban: si querían que los obreros y los patrones se llevaran bien, se sintieran parte de un esfuerzo común, ninguna goma los pegaría mejor que la patria. Y uno de sus símbolos más resistentes, más resistibles, más degradados: el ejército argentino, que –por suerte– ya no sirve para mucho más que eso.

* Extracto del libro Argentinismos

fuente http://www.argentinismos.com/sitio/node/8

agrega un comentario