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El infarto del alma o la filantropía del encierro *
Por (reenvio) Juan Cid Hidalgo - Thursday, Oct. 13, 2011 at 3:11 AM

“En todas las distintas expresiones apasionadas yace el otro.” Infarto del Alma “Lo cierto es que las redes de poder pasan hoy por la salud y el cuerpo. Antes pasaban por el alma. Ahora por el cuerpo.” Michel Foucault “Todos somos más o menos locos.” Charles Baudelaire

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Intentar siquiera relativizar los llamados estados de salud y enfermedad a partir de una exégesis literaria nos parece extremadamente desproporcionado. Limitante que no nos impide percibir, eso sí, como se desestabiliza el reinado del logos sobre la locura, del grupo sobre los individuos, de los sanos sobre los enfermos. El “principio de circulación” (1) de los primeros frente a la desesperanzadora estrechez de los segundos se conjugan en un rito eterno y de caminos paralelos que podemos referir en dos simples equivalencias: enfermedad = anormal y lo sano = normal.

El encierro, la gran forma de selección entre normales y anormales se ha apoderado del paisaje. Sus diferentes manifestaciones institucionales: hospital, convento, cárcel, manicomio, etc. han ejercido el poder suficiente para mantener, recuperar y asegurar el equilibrio social oficial, con lo que también se asegura el bienestar de la mayoría estadística. En las siguientes páginas abordaremos el tema de la locura y el encierro en el Infarto del alma (Chile, Francisco Zegers Editor, 1994) de Diamela Eltit y Paz Errázuriz, la forma en que el logos se ha relacionado con ella, como la aparente filantropía de sus autoras cede ante el poder de la razón occidental blanca. Para ello utilizaremos los aportes de Michel Foucault a propósito de este fenómeno.

Una de las primeras constataciones que podríamos hacer es que hablar sobre, desde y con la locura, aunque parezca descabellado, no dista de ser una condición propia del ser humano. Es a esta altura del problema donde nos encontramos con el primer gran inconveniente o incógnita de la cual se originan todas las reflexiones posteriores y la forma en que se relacionarán logos y locura. Los prehistóricos alienistas y su modelo naturalista de equivalencias sitúan saber y sin sentido en la cabeza, es decir, la disfuncionalidad de la cabeza, principalmente el razonamiento lógico, sería el causante de la locura que, por lo tanto, tiene el carácter de enfermedad, de una enfermedad que ataca al órgano cabeza. Siguiendo esta primitiva lógica, variadas investigaciones arqueológicas han demostrado que en épocas remotas se habría trepanado cráneos de hombres en un afán de extirpar la locura cual apéndice para reestablecer de esta manera el dominio de la razón y las buenas costumbres. Superado este primer antecedente y con siglos de reflexión –o al menos de contacto- y de historia sobre el tema cabe hacerse una pregunta.

¿Quién exilia a quién? ¿quién huye de quien? Definitivamente ésta es una cuestión central. Quizá una de las principales formas en que nos hemos relacionado con la locura es a través de la figura del exilio. Susan Sontag (2) en su bello e íntimo texto La enfermedad y sus metáforas (1996) sentencia: “Como la locura, la tuberculosis es un tipo de exilio.” (1996: 40) El concepto de exilio pareciera facilitarnos algo el trabajo al momento de reconocerlo, en ambos términos, simultánea y recíprocamente.

En un primer momento podríamos creer, a vista de los instrumentos, que el logos ha exiliado a la locura y la ha condenado a la dureza del margen, estática y médicamente con la estructura manicomio, de la feroz camisa de fuerza y de las drogas. Pero ¿acaso la locura no se ha desplazado, bien digo, desplazado por sí misma a dominios donde el logos sufre el revés “antidemocrático de la libertad”? Al parecer la locura ha jugado el juego del exiliado, aunque reconoceremos, junto a Foucault, que no hemos estado a distancia de la locura, sino que en su distancia y que esta relación a la vez que distante es profundamente cercana. “La sinrazón no está fuera de la razón, sino, justamente, en ella, investida, poseída por ella y cosificada.” (1998: 12. T. II)

El encierro, este ejercicio practicado por todas las sociedad modernas, desarrolló una particular manera de relacionarse con los “anormales”, desarrolló un “saber” nuevo y específico. En el caso que nos ocupa, además de configurarse un saber inédito nació una disciplina: la psiquiatría. Este punto es determinante en el debate sobre la locura en especial en el terreno de las ciencias sociales y en particular la literatura: “Hay una curiosa afinidad entre literatura y locura... las palabras de la literatura ocupan una posición marginal en relación al lenguaje cotidiano” señala el destacado crítico francés Michel Foucault.

Por lo tanto, esta nueva instancia va desarrollando su propia estrategia de ser, va constituyendo un saber nuevo. Michel Foucault en Genealogía del Racismo (1992) propone la categoría de “saber sometido” por lo cual entiende dos cosas:
1. Los contenidos históricos que fueron sepultados o enmascarados dentro de coherencias funcionales o sistematizaciones formales. Estos saberes han sido re encontrados a través del instrumento de la erudición.
2. Los saberes que han sido descalificados como no competentes o insuficientemente elaborados: saberes ingenuos, jerárquicamente inferiores, por debajo del nivel de conocimiento o cientificidad requerido (saberes de los enfermos, de las mujeres, de los niños, de los delincuente, etc.)

El saber sometido constituido por el saber del loco, entonces, es aquel saber “otro”, diferente al de la razón, al del logos. “El loco es el otro por relación a los demás: el otro –en el sentido de la excepción- entre los otros, en el sentido de lo universal.” (1998: 285) La exclusión de la práctica social a que ha sido sometida durante siglos, su reducción al silencio, al gesto y a la mudez nos permiten hoy apenas reconocer balbuceos y estertores. La empresa foucaltiana de la Historia de la locura en la época clásica (México, Fondo de Cultura Económica, 1998), creemos, culminaría si pudiésemos elaborar también una historia de las sociedades que la excluyen. Nuestra investigación transita por esa zona en que el Infarto del alma se construye como testimonio de la exclusión que hemos realizado de la locura.

La producción literaria de Diamela Eltit se desliza comúnmente por la soga, a gran altura, del margen. En ese lugar a pie firme y sin titubeos produce y (re) produce mujeres, locos, inadaptados; a invisibles y humillados; a los horrorosamente olvidados tanto social como literariamente. La tenacidad y el desenfreno con que el poder, ése que, parafraseando el texto sagrado, “sopla de donde quiere”, condena brutalmente todo aquello que no aparezca en las coordenadas del centro. En términos de Foucault, diríamos que las estructuras de poder han sometido a quienes atenten contra la institucionalidad. Los “saberes sometidos”, identificables con diferentes nombres (mujer, loco, enfermo, niño, indígena, pobre, etc.), son los que desencadena Eltit y sus camaradas de generación.

El saber sometido a que alude El infarto del alma es el de la parole. La lengua del loco, por lo demás uno de los estratos definitoriamente humanos, se distancia, se extraña frente al demócrata bien común. El loco, cifra infranqueable de lo otro, de lo temido y, por lo mismo, reprimido a lo largo de los siglos, es quien habla y quien se muestra (3), a quien se le ofrece la palabra como ya lo hizo Erasmo en su Encomio hace varios siglos ya.

El relato, que es la mejor forma de llamarlo, ya que, en estricto rigor, es un texto carente de género o, a lo menos, de los géneros canónicos, de Eltit se presenta con un doble valor. Por un lado, crónica; y, por otro, la aceptación del código de la literatura. Josefina Muñoz, en un texto ya clásico en los estudios de género y marginalidad, Escribir en los bordes. Congreso Internacional de Literatura Femenina Latinoamericana 1987 (1990), desarrolla algunas ideas sobre las huellas del poder en la narrativa de la generación del 80 a la cual pertenece Diamela Eltit. La investigadora repara y señala: “Es tarea difícil para la literatura el encontrar un lenguaje, modo de decir aquello que quiere decir, que distingue claramente del lenguaje de la autoridad.” (1990: 262).

Nosotros agregamos que el carácter definitorio de la marginalidad es la construcción de su propia lengua dentro del código universal y que éste de alguna manera se ve alcanzado por las otras manifestaciones asociadas al lenguaje nuevo. Este lenguaje nuevo de la marginalidad es eminentemente oral debido a que niega el logos sustentado por las estructuras de poder del oficialismo. En consecuencia, este “sistema multimedial” sobrepasa las posibilidades monológicas del discurso del poder. El carácter dialógico, en que la multiplicidad de voces se deja manifestar, en que se liberan los saberes sometidos, es donde se forja la resistencia al silencio impuesto por el poder autoritario y dominante que asiente estas manifestaciones dolorosas y desenfrenadas contra la alteridad.

Como tales construcciones de lenguaje, el discurso literario y el alienado comparten ciertas características. Una de ellas es que no están obligados a una coherencia externa a sí mismos, es decir, sus hablas rompen con la disposición clara, precisa y unívoca del lenguaje cotidiano. Por el contrario, el discurso de la literatura y de la locura tensan el lenguaje, lo constriñen y lo distancian con el objeto de construirse un código propio de autocomprensión. En este sentido, la literatura sería una manifestación de la locura, en cuanto su producción es posible oír todo lo silenciado, lo expulsado y escondido y, cual bufón, simbólicamente, se refiere a verdades a que los hombres comunes no tienen acceso. En el libro Entre filosofía y literatura (1999) se antologan variados artículos de Michel Foucault. Uno de ellos es “La locura, la ausencia de la obra” que en Historia de la locura... encontramos como el Apéndice I. En este texto, el crítico señala que “La literatura (y es así desde Mallarmé, sin duda) a su vez se está convirtiendo poco a poco en un lenguaje cuya palabra enuncia, a la vez que lo que dice y en el mismo movimiento, la lengua que la hace descifrable como palabra.” (1999: 275).

En “La locura, la ausencia de la obra”, Foucault expone una intuición y propone que la locura irá perdiendo su carácter transgresor y que todo lo que se considera hoy como extraño o diferente en un futuro no muy lejano será parte del mundo normalmente concebido. El punto es que locura y obra son incompatibles: “No hay locura sino en el último instante de la obra, pues ésta la rechaza indefinidamente a sus confines; allí donde hay obra, no hay locura; y sin embargo, la locura es contemporánea de la obra puesto que inaugura el tiempo de su verdad.” (1998: 303). En el texto que nos preocupa obviamente existe obra y si hay locura sólo existe en cuanto simulacro tópico y verbal.

El infarto del alma es un relato recortado de la realidad, y, en este sentido, cabría alguna duda respecto de la labor creativa de la escritora. Es un trozo de vida de uno de los nombres del otro: el loco. En este recorte de la realidad “real” el soporte básico de su funcionamiento es la lengua oral. Lo que realiza la autora, entonces, es trasvasijar el recorte a un soporte extraordinariamente distinto, el soporte lógico por excelencia: la letra. Es este lugar de cruce de ambos soportes donde creemos que se juega a la literatura y es el lugar que escoge la autora para producir textos que llamaremos experimentales.(4)

Este carácter multimedial del discurso del loco es confirmado por las fotografías de la artista plástica Paz Errázuriz. Es decir, este discurso de origen oral, sumado a la “exposición” fotográfica y su tratamiento literario, van construyendo, sin embargo, un discurso que pretende salvaguardar la integridad y la categoría humana de cada uno de estos enfermos. Al contrario, lo que se logra una vez más es construir un relato que va marcando nuevamente los límites de los unos y de los otros, lo que lleva en definitiva a seguir pensando en que esos seres tienen otra ciudadanía, diferente y menor. Susan Sontag, en las primeras líneas del texto ya citado, señala: “La enfermedad es el lado nocturno de la vida, una ciudadanía más cara. A todos, al nacer, nos otorgan una doble ciudadanía, la del reino de los sanos y la del reino de los enfermos”. (1996: 11). A los enfermos de Putaendo se les ha otorgado la ciudadanía de la enfermedad y el exilio absoluto. Letra/imagen, pluma/lente son, sin más, soportes de la razón. En este juego de relaciones entre razón y locura las autoras exigen jugar con las reglas propias y bajo las condiciones del logos. Es por esto que creemos que el texto, que puede tener pretensiones liberadoras, reprime y condena.

Foucault señala en un momento de su Microfísica del poder: “Los psicodiagnósticos psiquiátricos clásicos, son monólogos de la razón sobre la locura”. El narrador produce desde el logos (sabemos con Foucault de la incompatibilidad entre locura y obra), forzando, simulando, remedando el discurso de la locura, no en un tono agrio y festivo, como en el Elogio de la locura de Erasmo, sino con un tono deliberadamente oscuro, desesperanzador y deprimente. "Te escribo:" parece ser la primera arremetida.

Así como el discurso literario comienza diciendo “Te escribo:”, el discurso fotográfico nos dice “Te muestro:” o “Te exhibo:”. De esta forma entonces, intermitentemente, se van entrelazando los discursos que denotan las feroces marcas del poder. Ahora bien, Michel Foucault afirma que toda sociedad produce cierto discurso que es reglado y controlado por determinados procedimientos, los cuales en forma política, ética, religiosa, racial, etc., filtran, incluyen y excluyen algunas prácticas que considera peligrosas para su vida social armónica. El narrador o las narradoras de El infarto del alma no pueden escapar, tampoco nosotros, a la trampa del lenguaje y a sus normas, a su estrechez, al léxico al cual cedemos sin otra opción. Al respecto, recordamos que el destacado intelectual francés ha mostrado que proponer es dominar: “Mi posición es que no tenemos que proponer. Desde el momento en que se propone un vocabulario, una ideología, que no puede tener sino efectos de dominación.”(5) (1994: 85).

Las autoras, como dijimos, intentan contribuir a darle un espacio a quienes han estado sin él durante mucho tiempo, pero este afán filantrópico no deja de manifiesto otra cosa que el irremediable culto a la razón. La parole, el habla, la palabra, el discurso, aquel traductor del pensamiento, aquella arma potentísima y letal, es utilizada por la narradora para hablar desde la locura o, al menos, con ella. En el comienzo del texto, que es algo alegórico, encontramos variadas referencias al espacio de lo sagrado, por ejemplo: ángel, tierra, espada, mano vengativa, etc.. Este discurso iluminado va develando la extraña relación entre razón y desvarío. El término “ángel” asume la equivalencia de razón, por lo tanto, la “voz del ángel” es la voz de la razón, la “inquisitiva voz”.

“Mis padres me entregaron al ángel justo en el instante de mi nacimiento.” (1994: 09). Es decir, la contrapartida sería la demencia identificada con la sinrazón. A esta primera sección del relato, cuyo título, “El infarto del alma”, se reitera intermitentemente, le sigue “Diario de viaje”, donde el narrador varía el estilo a la crónica introduciendo elementos nuevos hasta el momento, como datar su relato (Viernes 7 de agosto de 1992). De esta manera, enfatiza que las líneas que continúan corresponden a hechos de la realidad y no a delirios como los expuestos bajo el título de “El infarto del alma”.

En “Diario de viaje”, el narrador plantea su percepción acerca del fenómeno de la locura que está viviendo en el Hospital Phillipe Pinel (6) de Putaendo y del proyecto multimedial de apropiación del margen del cual forma parte junto a la otra narradora, la fotógrafa Paz Errázuriz. El contraste furioso entre el manicomio y la urbe, los cuerpos marcados con “señales sociales” (1994: 11), el miedo de tener que cruzar la frontera, la novedad del mundo quebrado y la posibilidad y el asombro de encontrar amor en ese lugar que se traduce en acto “Él me da té y pan con mantequilla.” (1994: 13), son las preocupaciones del narrador que en adelante adoptará el tono del loco para ir conjurando, creemos, su temor y quizá su vergüenza.

Pero, precisamente, en esta sección del relato, el discurso del narrador no puede dejar de utilizar el código de la razón, ese código que excluye, increpa y exorciza a lo otro, lo que no está en sus coordenadas, las coordenadas del centro. Frases como “los asilados”, “... en su media lengua”, “... ni palabras completas tienen”, “esa descompostura”, “desorden simbólico”, “... la manera de los posesos”, “malformación siamesa”, “la cultura puesta cabeza abajo”, “cuerpos improductivos”, entre otras, van mostrándonos que la filantropía sugerida es la filantropía del logos, aquélla
que pone en cuarentena a aquellos que desprecia. Es en estas páginas en forma de prólogo donde se descarga todo el sistema represivo intuido por la escritora que ha hecho de aquellos seres “enfermos residuales”. Nosotros alteramos esta sentencia porque creemos que a estos enfermos se les ha otorgado la categoría de “seres residuales”.

Es en ese lugar, cuya geografía o, más bien fantasmagoría, hemos conocido con mucho mirándola de reojo, donde los dislocados, los cancerosos invisibles y los expatriados dejan caer sus cuerpos marcados por el poder. En este sentido, es clave la pregunta “¿De qué vale insistir en que sus cuerpos transportan tantas señales sociales que cojean, se tuercen, se van peligrosamente para un lado...?” (1994: 11)

El pacto discursivo se realiza desde la primera línea del texto “Te escribo:”, donde se interpela inmediatamente con una interrogación “¿Has visto mi rostro en algunos de tus sueños?”. No cabe duda. Hemos escuchado anteriormente la respuesta a esta misma pregunta Como dijimos, el primer apartado del texto es una especie de alegoría religiosa en la que el ángel es la “razón” y la sombra la “sin razón”: “El ángel siempre vocifera escudado en la impunidad que le otorga su pureza”, más arriba leemos “No hay sombra más devastadora, más poderosa que la que proyecta el vuelo de un ángel.” (1994: 09). De esta manera el narrador comienza a configurar cierta manera de acercarse al relato del cual nos cuenta pormenores en el apartado siguiente. Evidenciamos aquí la instancia personal, particular, de quien se reconoce como parte de un continuum del que somos responsables por el sólo hecho de existir.

El mismo enroque de sentidos percibidos por Erasmo, a comienzos del siglo XVI (1509), es notado por la Eltit en esta utopía (7) residual donde civilización y barbarie están una sumida en la otra y contigua a sí misma.
Este contraste furioso, que intenta ocultar la precariedad y la marginalidad más terrible, no deja sino de manifiesto un mundo fracturado, a la vez aislado que poblado. Aún en estas condiciones, los lazos filantrópicos más primitivos reaccionaron en la constitución de los parentescos: “Tía Paz”, “Mamita”. Quien siente lástima por el otro, en esta relación individuo sano (Eltit – Errázuriz) e individuo enfermo (locos del manicomio de Putaendo), no es el sano por el enfermo sino que exactamente lo contrario. Es decir, quien siente la pobre condición del otro es el loco. (8)

Postulamos que esto ocurre así porque “el enfermo mental no es un desadaptado de la sociedad sino un adaptado a las condiciones alienadas de la sociedad...” (1998: 24). La locura, entonces, es resultado de un intento de integración a la realidad, idea que pone en entredicho toda la estructura sanitaria, de la cual se hace parte el comportamiento alienado, que sustenta la conformación, desarrollo y salud social.

Entonces ¿cuál es la función social de la locura? Creemos que la legitimización de la curva normal de la estructura social, en otras palabras, el sistema social, necesita de la locura para su perpetuación, para la perpetuación de su orden. David Cooper, el famoso antipsiquiatra, en su revelador texto Psiquiatría y Antopsiquiatría (1974), escribe: “La locura no está en una persona, sino en un sistema de relaciones del cual forma parte esto que llamamos paciente”. No cabe duda, lo sabemos con Foucault, la locura sufrió un proceso de institucionalización a fines de la Edad Media que la llevó al terreno de la medicina, otorgándole la categoría de amenaza, descompostura, pecado, enfermedad y por lo mismo de curable. Es en este paso de la historia de la locura en el cual aparecen las primeras “señales sociales” o marcas de la opresión. Cualquier decisión que involucra a la sociedad irremediablemente es una decisión política, concepto algo más refinado para decir poder.

En el texto de Cooper se nos presenta claramente el rol social del poder en la reflexión de Leví Strauss en Tristes Tropiques: “...Hay sociedades que tragan a las personas, (sociedades antropofágicas) y sociedades que las vomitan (sociedades antropoémicas), observamos entonces una transición desde, en un extremo, la absorción medieval de la persona por la comunidad (un modo de aceptación asimilativa relacionado con el canibalismo ritual de las sociedades primitivas, en las cuales el ritual permite a las personas aceptar lo inaceptable, particularmente la muerte) hasta en el otro extremo, la sociedad antropoémica moderna, que expele todo lo que se somete a sus artificiosas reglas del juego... sobre esta base excluye hechos, teorías, actitudes y personas (personas de la clase social “impropia”, la raza “impropia”, la escuela “impropia”, la familia “impropia”, la sexualidad “impropia”, la mentalidad “impropia”.... La persona es así una vomitada al hospital psiquiátrico tradicional de la actualidad, a pesar de las protestas de progresos, la sociedad se supera en la consumación de ambos procesos: la persona “vomitada”, expelida de la familia y la sociedad, es “tragada”, absorbida por la institución y luego digerida y metabolizada hasta que desaparece como persona identificable. Creo (dice Cooper) que esto debe considerarse violencia.” (1974: 22)

Violencia que acrecienta sus alcances al darnos cuenta que su brutalidad es ejercida sobre uno de los individuos más desposeídos y débiles: los locos. Otro importante antipsiquiatra, Thomas Szasz en El mito de la enfermedad mental (1994), pone en entredicho los fundamentos de la ciencia médica llamada psiquiatría y el concepto de enfermedad al que considera nocivo. (9) Szasz continúa: la sociedad se ha comportado muy mal con el prójimo y el rol médico ha contribuido porque su papel, sin duda, ha sido político: “El trato decoroso que se dispensa a nuestro prójimo no debe estar condicionado por su enfermedad” (1994: 38), “En realidad, la cuestión de determinar si los trastornos de conducta –o problemas vitales, como prefierodenominarlos- deben considerarse y llamarse “enfermedades” siempre se examinó como si fuera un problema ético y de política de poder.” (1994: 41). De esta manera, el antipsiquiatra concluye que la enfermedad mental es un mito y que los psiquiatras “no se ocupan de las enfermedades mentales y de su terapia. En la práctica enfrentan problemas vitales de orden social, ético y personal”. (1994: 291)

Volvamos un momento atrás. La locura es una construcción eminentemente sanitaria que busca legitimarse, es decir, la construcción del aparato punitivo de la locura es funcional a la sociedad que lo creó porque le sirve para “sanarse”. En este sentido, creemos que el tratamiento del loco (proceso al cual es sometido el individuo para su recuperación) en realidad no es tal. No se está tratando de “curar” al loco sino que se está tratando de sanar a la misma sociedad en la cual está inserto este grupo de personas marginales que se van constituyendo como residuos. Michel Foucault en Microfísica del poder (1978) confirma nuestra proposición al señalar: “intento analizar cómo al comienzo de las sociedades industriales, se instauró un aparato punitivo, un dispositivo de selección de los normales y anormales.”
(1978: 109)

Desde la trepanación, pasando por el Malleus Malleficarum, la Bula Papal de Inocencio VIII (10), la Stultifera Navis y la cárcel, hasta la apertura de las paredes del manicomio, no han sido sino esfuerzos por controlar la epidemia, el temor y el pavor a lo desconocido, o más bien, lo diferente y difuso que ha significado para occidente la locura. Susan señala que “basta ver una enfermedad cualquiera como un misterio, y temerla intensamente, para que se vuelva moralmente, si no literalmente contagiosa.” (1996: 13)

Lo anterior parece un evidente contrasentido. Que la sociedad cree sus locos y, por otro lado, se horrorice de ellos, no es más que una fórmula reconocible en repetidas ocasiones en la historia de la humanidad: la criatura sobrepasa al amo. Robert Castel, en su intenso y polémico texto El orden psiquiátrico (1980), analiza el decurso de una de las manifestaciones del poder médico y como éste, a través de diferentes medios tutelares, va configurando un orden, su orden. En el capítulo V, “De la psiquiatría como ciencia política”, señala que la neutralidad médica es ilusoria, que sus decisiones son políticas, lo que le permite otorgar el estatus social de alienado; además agrega: “Por tanto, la medicina mental genera la exclusión social. Pero le da la más “humana” de las formas justificando médicamente sus razones y tratando médicamente sus efectos.” (1980: 212)

El hospital de Putaendo es una máquina selectiva. Las parejas de locos amantes son resultado de una política de selección brutal que se legitima con el sólo argumento de resguardar el orden público alterado por los perturbadores. Pero volvamos a lo nuestro. La constitución de la lengua es, sin lugar a dudas, un elemento central en la configuración del texto literario como del discurso perturbador del loco. En definitiva loco y escritor trabajan con el verbo.

Foucault, en su estudio sobre la estulticia en la época clásica, señala que la locura se encuentra del lado del idioma (1998: 340). En este sentido la autora de El Infarto del Alma hace un aprovechamiento de la técnica literaria para crear este híbrido crónico-literario. La elección no pudo haber sido mejor ya que el terreno de la literatura es el terreno donde el lenguaje, el discurso y la lengua se tensionan de tal modo que los ejercicios de libertad y creación son absolutamente permitidos y necesarios, constituyéndose de esta manera un nuevo código que puede llevar a una desconstrucción o, por lo menos, complejización del acto de decir o producir el discurso.

La opción por la literatura, quizá por lo cercana que está del discurso original, creativo y dislocado del loco, se manifiesta de diferentes maneras en el texto de Diamela Eltit y Paz Errázuriz. La arbitrariedad, la autoreferencialidad, la corriente de la conciencia, el monólogo interior, la asunción de la hipérbole como eje central de construcción del relato y el barroquismo extremado son algunas de las formas de la literatura en las cuales se apoya este texto en que el discurso oral y pictórico deviene discurso literario. De esta manera, entonces, se va constituyendo el relato en una gran exploración de lo otro, de una discursividad otra, de la alteridad, de la sumisión.
La elección de los personajes, su presentación como orates enclaustrados en una suerte de purificación síquica y corporal sólo posible en el manicomio, hermosamente feroces y lapidarios, hace que la reproducción material de su discurso, leído desde la literatura, se potencie, se enriquezca de sonidos y ecos, susurros y gritos que develan su saber. A la luz de algunos críticos, ésta es la verdad de Chile en el período de la dictadura militar, la “metáfora de Chile” publicada a los cuatro vientos en los labios descarnados de los perturbadores.

Su discursividad, esa discursividad otra es la que hace estallar su irreconciliable verdad, lo que se explicita en un doble soporte. Por un lado, la “mirada textual”, la que entenderemos como reproductiva a nivel de la letra, de lo que se está viendo (la crónica sobre el manicomio de Putaendo) y, la “mirada material”, la constituida por las fotografías de la otra autora que en conjunto sublevan, develan, muestran la(s) cara(s) de la locura, su(s) cuerpo(s), sus amores y su lengua, es definitiva, su incontrolable existencia.

Por ahora, al menos durante el tiempo en que transcurre la experiencia de lectura, los orates asumirán la parte superior del margen. A través del proceso que ya hemos descrito se desplazarán al centro donde los han dejado las autoras, cuestión relevante si nos preguntamos si acaso esta acción no es sino una forma también de ejercicio de dominación “contra”... los perturbadores.

En definitiva, la premisa foucaultiana de que locura y obra son incompatibles resurge como verdad, como otra verdad. “El arte permite brotar la verdad” diría Heidegger. Los orates presentados, expuestos en este relato, son identificables, ya por sus nombres, ya por sus rostros, que como rótulos asignan ambas autoras desde su discurso particular (literario/fotográfico). De esta forma se concentran hiperbólicamente, en esos cuerpos, las secuelas de un sistema opresor, al que ellas mismas pertenecen, en que el poder del oficialismo podría, además de hacer desaparecer literariamente a los “reaccionarios”, desplazar al margen de la urbe, al margen del logos, a la débil línea divisoria entre hombre y animal, a estos seres humanos residuales.

En oposición a lo postulado por El Infarto del alma, Luciano, en el Cínico, propone otra consideración: “Pretendéis con todo, reformar y corregir nuestra conducta, suponiéndola errónea muchas veces. La nuestra sí que es loca y desconsiderada: nunca la rigen el juicio y la razón, sino la pasión y la rutina.” (1890: 76)

Entonces, este relato, este espacio literario turbulento, represivo y castigador cifra de algún modo toda la relación del hombre con el encierro. Al parecer, la realidad, cualquiera cosa que esto sea, no es tan terrible como la realidad que uno(s) mismo crea(n). Hemos sido testigos, en el Infarto del Alma, de un intento de insurrección de los saberes. Insurrección que deja de manifiesto cómo la razón tiene todos los hilos en su mano y como maneja aquellos hilos a su favor. Hemos sido testigos de cómo los locos en estricto rigor no son perturbados sino perturbadores, sentencia que cubre de positividad aquello que durante siglos se construyó entre las tinieblas y la oscuridad del misticismo barato.

La negativa de oír y explorar aquellos lugares donde no llega la luz firme y precisa del logos nos ha llevado a cambiar los modelos demonológicos de los comienzos de la cultura por la intolerancia y el desprecio. Podemos decir nuevamente que la locura ha cumplido el rol social de mantención del orden, de la asunción de la categoría de “normalidad” con la cual se polariza, sesga y reduce enormemente la relación entre individuo y medio.

Toda sociedad se autoconstruye, crea sus componentes y la legislación que referencia su comportamiento. De esta manera la máquina social se va construyendo a sí misma y va construyendo ilusiones de homogeneidad, es decir, ejerce poder sobre aquello que no esté en las coordenadas propias de su calidad hasta que cede su condición. Las sociedades instituidas intentan opacar su heterogeneidad, tras el velo ilusorio de la homogeneidad. En otras palabras, si entendemos que tras un perturbador hay un saber que pugna, una verdad, entonces la verdad de la sinrazón ha sido ocultada por la razón, la homogenizadora por excelencia.

Para terminar, Michel Foucault en Enfermedad mental y personalidad señala que “lo que pende sobre la existencia humana es esta consumación y este orden al cual ninguna escapa.” Infarto del alma se nos presentó como un texto ideológicamente a favor, si no de la reivindicación del estatus de seres humanos de los locos del manicomio, por lo menos de un llamado a la tolerancia y a la reflexión sobre el carácter residual de los enfermos mentales. En este texto, que aparece consecuente con la posición literaria y productiva de Diamela Eltit y Paz Errázuriz, se manifiesta con mayor intensidad la fuerza del poder de la razón, aun cuando las autoras parecen estar del lado de los locos. Sin más, este tormento elegante, la máquina rebelde del arte, el “lado lírico de la enfermedad mental”, se insurrecciona al poder del logos, quien termina por estriar brutalmente el espacio de todos y no sólo de unos pocos.

notas:
1) Concepto propuesto por Enrique Gómez-Correa en Sociología de la locura (Chile, Ediciones Aire Libre, 1942).
2) Susan Sontag principalmente trabaja en este texto con la tuberculosis y el cáncer y en una reflexión posterior con el Sida. En estas anotaciones se preocupa de hacer un análisis más sentimental que riguroso pero que constituye un momento importante en la reflexión y el diálogo sobre otro de los espacios enormemente silenciados como es el dominio de la enfermedad.
3) Este texto se “escribe” o se concreta en colaboración con la artista plástica Paz Errázuriz quien toma fotografías de las parejas de enamorados en el Hospital Psiquiátrico Phillipe Pinel de Putaendo.
4) En este caso específico además de cruzar códigos de producción distintos (letra e imagen/pluma y lente), de elementos de corriente de la conciencia, se suma el recurso de dejar sin numeración las páginas del texto. Atendiendo a esto último nos hemos atrevido a numerar el texto (sólo el texto) para facilitar el proceso de citación de esta investigación.
5) En “Encierro, psiquiatría y prisión” en Un diálogo sobre el poder y otras conversaciones. Madrid, Alianza, 1994. Traducción de Miguel Morey.
6) Paradójico, por decir lo menos, es el nombre puesto al manicomio de Putaendo. Phillipe Pinel (1745-1826) fue un medio francés a quien se le atribuye –junto a Jean Étienne Dominique Esquirol (1772-1840) - la liberación de los locos (1792) de las instituciones de reclusión, aduciendo humanizar el trato a estas personas que están enfermas como cualquier otra. Foucault en su Historia de la locura en la época clásica, es tajante en señalar que dicha liberación no fue tal y que sólo es un mito forjado por la psiquiatría primitiva.
7) Entiéndase en la acepción griega “lugar que no existe” o “lugar de ninguna parte”.
8) Aun cuando nos parezca lo contrario, incluso desde el momento en que nos referimos a ello, a nivel del léxico que ocupamos, nos damos cuenta de que el poder de la razón llega a todos lados y carga los dados semánticos a su antojo.
9) A este respecto recomendamos la lectura del primer capítulo del texto de Szasz y en particular de la página 10 en adelante donde reflexiona sobre “¿qué es la enfermedad mental?” para llegar a concluir que el concepto de enfermedad mental no sirve.
10) Bula Summis Desiderantes Affectibus, del 4 de diciembre de 1484, en que se equipara el estatus de la locura al de la brujería, es decir, son concebidas como manifestaciones demoniacas y pecado, lo que inspiró a dos antiguos inquisidores dominicos alemanes, Enrique Institoris y Jacobo Sprenger, a redactar el Malleus maleficarum o Martillo de las brujas.

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* Este trabajo corresponde al Proyecto FONDECYT 1020321, año 2002.

fuente www2.udec.cl/~docliter/docs/artilinea/eltit.pdf

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