Julio López
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Revista Dialéktica presenta su nº 23 / Lunes 21 de noviembre / 18.30 hs.
Por (reenvio) Dialéktica - Friday, Nov. 11, 2011 at 12:43 AM

Revista de filosofía y teoría social En su vigésimo año de vida, presenta su número 23 en Facultad de Filosofía y Letras UBA (Puán 480) - Aula 250

Invitamos a discutir el editorial del número, Las cuñas de Hefesto (o «Es la producción y la reproducción, “cumpas”…»).

Diez años del 19 y 20 de diciembre de 2001: democracia, autoorganización, autogestión. Los textos reunidos en el dossier de este nuevo número se disponen para la tarea colectiva de evaluar, con la efeméride como referencia no exclusiva ni excluyente, el problema de la democracia en sus diversas actualizaciones (militantes, institucionales, subjetivas, estructurales), tratando de evitar la remembranza nostálgica y las figuras de la monumentalización. De esta manera, tanto los artículos escritos especialmente para este dossier como el documento y el volante que incluimos son el aporte de dialéktica a la crítica teórica y práctica dirigida contra el sentido común del orden establecido.

Editorial n°23: Las cuñas de Hefesto (O «Es la producción y la reproducción, «cumpas»…»)

Dedicamos este número a quienes, en vez de apoyar a candidatos burgueses -y no tanto-,
luchan contra la propiedad privada de los medios de producción,
contra la división social entre quienes deliberan y quienes ejecutan,
y a favor del comunismo.

Los comúnmente llamados «estallidos sociales» cargan con la suerte de cualquier «estallido»: la finitud del instante que los caracteriza. A menudo, los hechos que pueden desatarse en un estado de excepción, parecen no dar mayor continuidad que la que permite la memoria que los evoca, a condición de que se haya interrumpido aquella excepcionalidad, y en favor de restituir una normalidad desde la cual es posible referirse a ellos como «los acontecimientos de entonces». Sólo en la medida en que es posible construir una alternativa a lo que existía previamente, es decir, el instituir nuevamente, es que puede darse la transformación de forma perdurable lo que aquél gesto de insurrección reclamaba de forma inmediata. Así, cae el velo del cambio aparente, y las nuevas mitologías y las evocaciones nostálgicas dan paso a las prácticas del presente, forjando una subjetividad que no se conforma simplemente con remitir su deseo a las gestas –truncas– del pasado.

Quienes hacemos Dialéktica, sabemos que hay elementos necesarios pero insuficientes para demarcar cuánto hay de emancipatorio en el proceso abierto a partir de los sucesos del 19 y 20 de diciembre de 2001. Señalar y distinguir las rupturas y continuidades que hayan acaecido desde entonces es parte de la tarea que nos proponemos, realizando ya mismo la crítica a lo existente, sin recuentos, sino como actualización de los problemas que aún subsisten.

I

Cuando, a partir del impulso que dio la experiencia en Cutral-Có, se multiplicaron los cortes de ruta, iniciados poco tiempo antes, como reclamo ante los despidos generalizados en el sector petrolero (despidos que eran consecuencia necesaria de la creciente privatización de los recursos estatales), no se vio más (ni menos) que la extensión ampliada de una forma de protesta que es tradicional para el movimiento obrero, a saber, la huelga. A lo largo de esa década, como cabía esperar, la profundización de tal política económica dejó cesante a una gran masa de trabajadores del sector productivo, que no obstante continuó resistiendo a través de organizaciones que admitieran como sujeto político a quienes estaban directamente afectados por la precarización laboral y la desocupación, reconocimiento que los sindicatos en tanto organizaciones tradicionales rechazaban. Con los MTD (movimientos de trabajadores y desocupados) se manifiestan, de forma contradictoria, las señales de nuevos rechazos y de viejas sujeciones.

De una parte, la existencia de los MTD trasladó, en muchos casos, el sistema de dirigentes y prebendas que es norma de hábito en la mecánica estatal al interior de la clase trabajadora. El sistema de planes otorgados a las organizaciones no hizo más que continuar la precarización, destinando parte del gasto fiscal a limitar el estallido social, pero sin reinversiones en el sector productivo; mientras que en la mayoría de los casos, la repartición de la renta al interior de los movimientos replicaba el señorío de los punteros, en una competencia medida por el mérito proselitista de adherir a los partidos políticos de la oposición que, en su mayoría, actuaban como agentes impulsores.

De otra parte, quienes intentaron sustraerse a tales lógicas (en su mayoría, los MTD agrupados en la Coordinadora Aníbal Verón), generaron espacios de organización más vinculados a las problemáticas territoriales, con cierta tendencia a la descentralización y a la autogestión. En el caso de los planes estatales, se buscaron alternativas que fueran susceptibles de una reapropiación colectiva de esos recursos, tales como la inversión en micro-emprendimientos productivos.

Desde otro lado, un capítulo similar en lo que respecta a los cambios en la cultura política de entonces transitaron las asambleas creadas en capital federal posteriormente a los hechos del 19 y 20 de diciembre de 2001. A la par de la carrera desenfrenada con que el Estado y sus instituciones comenzaron para recomponer la legitimidad gubernamental, las asambleas barriales se dieron otras tareas, por fuera del reclamo y la protesta, que luego de ritualizadas durante largo tiempo –como ocurrió con los cacerolazos– fueron desapareciendo paulatinamente. Aun cuando, en muchos casos, estuvieran conformadas por militantes de vieja tradición, desencantados y no tanto, se gestaron espacios de debate y producción que aunaban una participación heterogénea, que interpelaba por igual a militantes, desocupados, amas de casa, es decir, trabajadores de los más diversos sectores, con la única premisa de decidir de forma conjunta sin apelar a jerarquías o dirigentes. Razón por la cual la convivencia con militantes de organizaciones partidarias nunca se dio sin conflictos. Se abrió un camino de rechazo a la delegación y a la organización burocrática de las instituciones, en síntesis, un camino de rechazo a la representación política.

El proceso asambleario también amplió saludablemente la agenda política, que antaño se centraba tan sólo en las medidas económicas o en directivas de gestión pública, hacia el debate y apropiación directa de aspectos de la vida en sociedad que muchas veces fueron relegados por las viejas formas de organización: el impacto ambiental, la igualdad de género, los medios de información, la autoformación, el arte, la salud. Podríamos decir que las prácticas vindicadas en aquél contexto han significado un cambio en la cultura política, pero sólo bajo un aspecto en particular, a saber, en la formas de organización.

El desarrollo de la preocupación por autogestionar la mayoría de estos aspectos a nivel local, desconociendo el condicionamiento que ejerce el entorno social que los contiene, trajo aparejado el lógico desgaste ante el límite que supone el intento reiterado de resolver problemáticas que requieren en verdad una resolución al nivel del conjunto de la sociedad y que, por lo tanto, requieren generar e instituir formas de organización superadoras (que no son «organismos superiores» o separados, como el Estado o los partidos). Todo ello a partir de la transformación práctica en las instituciones vigentes, sin desconocer su existencia mediante un simple éxodo de las mismas (como si en este punto de la historia pudiera existir algún afuera totalmente aislado de la relación capitalista).

Además, este cambio no alcanza más que a la apariencia del cambio radical del cual debería ser manifestación, y que supone ante todo la transformación de las relaciones sociales al nivel de la producción. Aún cuando en la actualidad haya prácticas que tendencialmente buscan cuestionar dicho estado actual de las relaciones sociales, se ha extendido conjuntamente un hacer que deja de lado la organización de la producción social, donde el «contenido» de las luchas puede asumir cualquier carácter. Y si bien la emancipación de la sociedad humana requiere la autoorganización en todas las esferas de la vida social, el dejar incuestionado el vínculo que las relaciona y antecede deviene en un uso meramente instrumental de las ideas de «horizontalidad» y «democracia». A tal punto que conviven, bajo el mismo uso instrumental, por ejemplo, la defensa autoorganizada de los recursos naturales con la autoorganización vecinal para la «cacería» de delincuentes. Es que, cuando pretende resolverse sólo formalmente la problemática de la organización en su sentido más genérico, quedan exhibidos los límites y la exterioridad del horizontalismo y la democratización. Que estas formas de organización puedan considerarse meros métodos implica admitir, en cierto modo, que son pensados como «herramientas» trasladables a cualquier situación y, como tales, se encuentran entre los sujetos y aquéllas condiciones de existencia a las que se pretende transformar, sin formar parte de unos (sujetos) ni de otras (condiciones de existencia). Es decir, que la horizontalidad y la democracia son asumidas como recetas que aseguran el buen rumbo de toda transformación de manera más o menos extemporánea. Asumir que todas estas luchas pueden realizarse sin representación ni intermediarios –aunque en más de un caso ocurren como demandas dirigidas al Estado–, en las mismas condiciones de producción capitalista, deja en claro que si ha habido un cambio desde entonces lo ha sido sólo en ciertos aspectos culturales, es decir, en los modos y procederes que hacen sólo a una faz de la organización social y política, a un cierto cambio subjetivo en las relaciones sociales, pero sin alterar un ápice la objetividad de las condiciones en que se desarrollan: hay un cambio social en su apariencia, no en su substancia.

Esto no significa, como resulta obvio, desdeñar la influencia que este rechazo a la representación haya tenido entre quienes buscamos desandar las recetas que la tradición política dentro de la clase trabajadora había legado a la hora de organizarse, y que había calcado del Estado y sus instituciones burguesas en la forma-partido y en los sindicatos. Que estas «nuevas formas» puedan devenir tanto en formas de control social más sofisticado como en elementos dinamizadores de la lucha por la emancipación, es algo que debe resolverse y superarse mediante la crítica no sólo de las formas, sino también, de los contenidos de las luchas.1



II


No resulta extraño que se haya generado la certeza, en el sentido común político establecido en Argentina, según la cual habría un corte o discontinuidad entre la década de los noventa y los albores del siglo xxi. Más allá de la fecha insignia que se elija para establecer ese corte (20 de diciembre de 2001 o 25 de mayo de 2003) y más allá de la valoración positiva (oficialista) o negativa («opositora») que se le dé al período iniciado con el corte, lo cierto es que la mirada hegemónica al respecto está de acuerdo en que los últimos diez años en Argentina tienen, para bien o para mal, poco o nada que ver con los años noventa.

Ese suelo común del debate nacional descansa sobre lo que en filosofía se denomina «paralogismo de extrapolación», que consiste en tomar una parte separable y considerarla como si fuera un todo separado. En este caso, tomar la situación nacional como si pudiera explicarse a partir de sí misma. Mediante esta operación se produce, por ejemplo, la «casualidad» de que varios países de Latinoamérica experimenten procesos sociales que sincronizan, hoy y a grandes rasgos, con el que vivimos en Argentina. Una «casualidad» que se vuelve gigantesca cuando nos avisan que esa sincronicidad se verifica también en la década de los noventa y en la de los ochenta y en la de los setenta… y así hasta el surgimiento de los Estados-nación en el continente americano (por no ir hasta el siglo xvi).

Pero, tal como afirmamos en el editorial del número 20 –cuando el sentido común político en Argentina obligaba a tomar posición en el aparente conflicto «campo-gobierno»–, en dialéktica no hacemos periodismo, sino filosofía y teoría social. Esto significa, desde el punto de vista de la filosofía, un rechazo al pensamiento de la sinécdoque, que toma la parte por el todo, que imagina fragmentos exteriores unos a otros, relacionados por la contingencia y el azar, sometidos a la causalidad lineal y cronológica. En lugar del pensamiento de la sinécdoque, afirmamos, metodológica y ontológicamente, un pensamiento de la totalidad como «causa de sí» (causa sui), que subordina la cronología y las relaciones de causa-efecto a la comprensión de una plenitud substancial infinita que no es distinta de la producción infinita de sí en infinitos modos: la substancia que es causa de sí no es otra cosa que esté afuera; es eso mismo. Y significa, desde el punto de vista de la teoría social, sostener que no se puede comprender el carácter profundo de una situación nacional o regional cualquiera sin una intelección de las tendencias dominantes en el sistema capitalista a escala global. La «nación» es producida, en relación, al interior de ese sistema. Por eso, quienes integramos el colectivo de trabajo de dialéktica, producimos teorías y prácticas tomando como punto de partida el capitalismo en general y no algún capitalismo en particular.

Esto no tiene que ver, por supuesto, con hacer caso omiso a los particulares (a esos famosos «análisis concretos de situaciones concretas»), sino con aprehender esos particulares como actualizaciones de una tendencia universal que es, en este caso y para lo que nos interesa, el capital como principio que determina sus momentos, es decir, el capital como relación social. Lo cual tampoco quiere decir que a partir de la ley del valor se puedan predecir procesos empíricos concretos: una tendencia universal (como lo es el modo de producción capitalista) permite comprender momentos que derivan de la lógica interna del capital (internacionalizacion de la contradicción entre el capital y el trabajo, proletarización creciente); y, a la vez, la realización empírica de esos momentos está determinada por –y determina a– innumerables circunstancias (históricas, sociales, geográficas). No se pueden derivar particulares concretos de un universal abstracto ni se pueden inferir universales concretos de la mera observación empírica de los particulares. Eso sería pensar en los términos de una causalidad lineal (sea lo particular como efecto de lo general, sea lo general como efecto de lo particular), cuando de lo que se trata es de pensar todo a la vez en su movimiento de desarrollo. De esta manera, se pueden inteligir regularidades y tendencias universales a partir de los particulares concretos, siempre y cuando nos posicionemos, desde el vamos, en el punto de vista de la totalidad y, huelga decirlo, desde el punto de vista del trabajado asalariado, del trabajador colectivo.

En este sentido, para nosotras/os es fundamental tener presente que la tendencia a la acumulación capitalista actúa y se despliega si y sólo si las relaciones sociales permanecen cosificadas, si y sólo si se mantiene la propiedad privada del capital, si y sólo si todos los seres humanos –actuando como si fuéramos átomos recíprocamente independientes– nos abstenemos de tomar en nuestras propias manos la producción y reproducción de nuestras vidas. En suma, mientras sigan vigentes la relación capitalista y sus condiciones de existencia, existirán necesariamente tanto la explotación del trabajo humano y su tendencia a la universalización como las crisis periódicas de acumulación durante las cuales aumentan la desocupación y la miseria de la clase trabajadora, prolongando la naturalizada forma de vida burguesa.

Por lo tanto, ni ocurre –como cree la izquierda de tradición trotskista– que estas crisis le canten «No va más…» al capitalismo2, pues se necesita además que los/as trabajadores/as destruyamos el Estado y acabemos con la propiedad privada del capital, superando la sociedad civil en la construcción de un lazo social y una subjetividad propias hacia una sociedad humana en general; ni ocurre –como cree el reformismo de todo tipo– que el pretendido «retorno de la política» tras el «nihilismo» de los noventa signifique mejoras substanciales para nosotros/as trabajadores/as, pues el capital como sujeto sigue tanto o más vigoroso3. Los gobiernos presuntamente «progres» no hacen más que garantizar las condiciones necesarias para la acumulación y la explotación capitalistas, al tiempo que intentan disciplinar cualquier alternativa político-económica de los productores reales de la riqueza social.4

Desde esta perspectiva, pensar qué es principal y qué es secundario en las continuidades y discontinuidades de los últimos veinte años en Argentina requiere, necesariamente, una mirada crítica y totalizadora.

III

Del mismo modo que los cuerpos celestes, al ser lanzados en un movimiento determinado, repiten siempre el mismo movimiento, así también los distintos gobiernos burgueses repiten constantemente, a lo largo de la historia del capitalismo, las mismas respuestas a las crisis. La Gran Depresión (1929), desatada bajo el asedio del fantasma del comunismo que recorría el mundo, impuso la contracción mundial del mercado, el proteccionismo aduanero y procesos de industrialización por sustitución de importaciones. Estas condiciones hicieron posible la aparición del Estado de Bienestar que los keynesianos teorizaron (registrando por escrito algo que ya estaba en formación), mientras acusaban a los clásicos de haber provocado la crisis por «dejar hacer» al mercado (muchos años antes, los viejos mercantilistas acusaron de lo mismo a los fisiócratas). Años más tarde, la Crisis del Petróleo (1973), empujada por las luchas que catalizó el Mayo Francés y que se ampliaron y profundizaron con la autonomía obrera italiana, no obtuvo como respuesta la contracción del mercado, como ocurrió en los años treinta, sino la expansión mundial por deslocalización de la producción y por subcontratación, instalando de esta manera las condiciones para el desmantelamiento del Estado de Bienestar.

Cuando los monetaristas llegaron para pedir, nuevamente, la liberación de la economía, ésta ya estaba liberándose «sola»; sin embargo, el registro teórico de lo que ya estaba sucediendo fue renombrado «neoliberalismo» (una palabra nueva para nombrar algo viejo), como si se tratara de la invención de «nuevas recetas». Durante los años setenta y ochenta, se impusieron en todo el mundo dictaduras militares con el fin de acelerar el proceso de mundialización comandado por el capital. Disciplinada la clase, desde mediados de la década de los ochenta se afirmó que con la democracia burguesa se comía, se curaba, se educaba. La inadecuación todavía existente entre los países de Latinoamérica y el mercado internacional exigió una fase, durante los años noventa, que realizara las reformas necesarias para la adecuación de estos países al capitalismo mundial (reformas que no habían podido realizarse con las dictaduras). Hoy, tras la crisis de 2008, se responsabiliza a las «recetas de los años noventa» y se defiende, otra vez, el intervencionismo estatal…

En este cíclico retorno de lo mismo, el Gobierno argentino y sus economistas bienpensantes afirman que el fortalecimiento del consumo es el motor de la recuperación económica. Afirmación común al reformismo según la cual el capitalismo saldría de sus crisis mejorando la vida de las masas trabajadoras.5 Pero esta perspectiva reformista no sólo carece de una base empírica que la confirme (jamás en la historia ha ocurrido semejante cosa), sino que la historia del capitalismo viene probando que ocurre exactamente lo contrario: no es el incremento de la capacidad de consumo de las masas trabajadoras lo que reactiva la economía, sino que es la recuperación de la economía lo que aumenta el nivel de consumo de las masas trabajadoras.6 Todas las crisis de la historia del capitalismo demuestran que el aumento de la desocupación y de la miseria en una economía en recesión debilitan el poder de autodefensa y negociación de la clase trabajadora y sus sindicatos, imponiendo el miedo al despido, la precarización laboral, el incremento de la competencia entre las/os trabajadoras/es, la extensión de la jornada de trabajo, la intensificación de los ritmos de producción, el endurecimiento de la disciplina empresarial. A la vez, se desvalorizan capitales y, por ende, medios de producción, todo lo cual aumenta la rentabilidad del capital y prepara las condiciones para relanzar la acumulación y recuperar la economía. En suma, las crisis capitalistas actúan profundizando la esclavitud de la clase trabajadora a las leyes de acumulación del capital. 7

Por ello, los doce años de gobierno kirchnerista no serán, en lo esencial, más que la continuación de los diez años de gobierno menemista: una invariable adecuación del mercado argentino a las demandas del capital que es, por naturaleza, mundial. El peronismo ha sido siempre, como lo dejó palmariamente claro Cristina Fernández8, un mediador entre el Trabajo y el Capital, es decir, un instrumento de la burguesía al servicio de la explotación de las masas.9

En este sentido, cuando el Secretario General de la CGT, Hugo Moyano, proclama el apotegma peronista del «fifty-fifty» –de la producción social, repartir el 50% para las/os trabajadoras/es, que somos millones, y el 50% para las/os dueñas/os de los medios de producción, que son unos pocos–, lo hace empujado (crisis del 2001 mediante) por la presión que las bases ejercen sobre sus burocracias sindicales a partir del dato objetivo de la inflación, en el contexto de una recuperación económica que propicia el ejercicio de las demandas gremiales. Claro que esto también puede ser leído en términos de una disputa de poder político, pero tal disputa entre voluntades particulares es secundaria con respecto a la lógica del capital. Durante la década de los noventa, por ejemplo, el «fifty-fifty» no podía ser proclamado porque la fase de acumulación imponía el retroceso de las conquistas históricas de la clase trabajadora en sus defensas más elementales (limitar la extensión de la jornada laboral, regularizar el empleo, garantizar la estabilidad). Y aunque hubiera sido gritado a los cuatro vientos –pero esto, de hecho, no ocurrió–, insistimos: no depende de las voluntades individuales torcer el rumbo de la economía, porque la ley del valor actúa –económica y políticamente– con tanta solidez como las cuñas forjadas por Hefesto para encadenar a Prometeo a las rocas.

La acumulación de capital posee determinaciones excesivas a la voracidad y angurria del individuo capitalista o al mandamás de turno que pretenda decretar el «crecimiento económico». Por eso, para nosotras/os, no se trata de la elección entre diferentes «políticas económicas» (ora industrialistas, ora librecambistas, ora mercado internistas, ora sustitucionistas, ora aperturistas, ora, ora…) sino, en el sentido estricto marxiano, de una crítica de la economía política. O sea: darnos una política emancipatoria que tome como problema central la inteligibilidad de las leyes inherentes al plano de la distribución y el consumo de la riqueza social, cuando la producción se desarrolla sobre la explotación del trabajo asalariado. Desde este punto de vista, resulta engañoso pensar las determinaciones del trabajo asalariado por fuera de un sistema de sumisión en el que poco importa qué tan buena o mala pueda ser la paga del trabajador, siempre que se pueda mantener o aumentar la tasa de explotación.

De aquí la necesidad emancipatoria de afirmar, sostener y activar una política de independencia de la clase trabajadora frente al capital y su Estado. Lejos de toda posición catastrofista, no sólo afirmamos que el capital puede salir de sus crisis y desarrollar las fuerzas productivas de la sociedad, sino que también afirmamos que, entre las condiciones de salida de las crisis, hay un elemento subjetivo. Que el capitalismo pueda renacer de sus crisis supone que la clase trabajadora en su conjunto no pudo, no supo, no quiso, no construyó una alternativa para superar el restablecimiento del comando del capital sobre el trabajo. Es resultado de la lucha de clases en tanto totalidad organizadora de las relaciones sociales. La Argentina, como buen país capitalista, no ha sido la excepción a esta regla. En la crisis de 2001 podemos hallar tanto elementos objetivos como subjetivos que explican el exitoso relanzamiento de la acumulación posterior a los «extraordinarios» acontecimientos de aquél entonces.

IV

La crisis de 2001 recibió nominalizaciones que pretenden fijar, unidimensionalmente, el sentido sobre los procesos: desde las formas del entusiasmo o el sensacionalismo –encarnado en palabras como «insurrección», «argentinazo», «estallido social»–, hasta la aparente neutralidad de su ligazón temporal objetiva –«el 19 y 20 de diciembre de 2001»–, pasando por la moderación –«rebelión» o «resistencia»–, estas nominalizaciones se articulan y entremezclan con ciertas modalidades narrativas que disputan valoraciones. Por un lado, las mitológicas, que cobran la forma del momento fundacional de la pura novedad o del paraíso perdido del que fuimos privados por un pecado que desconocemos. Por otro, las del anecdotario: la remembranza subjetiva en lugar del análisis histórico, construida entre el documentalismo testimonial minimalista y el heroísmo individualista. Un tercer tipo es el discurso periodístico, que opta preponderante-mente por el género efeméride y tiende, en efecto, a cosificar procesos dinámicos desde la perspectiva del poder, para asociarlos con una fecha precisa en la que habrían brotado, ex nihilo, «el caos» (de los manifestantes), los «excesos» (de las fuerzas represivas) y la «inoperancia» (de los gobernantes); todo lo cual, redunda en el efecto final de la valoración superlativa del «orden» reestablecido.

A contrapelo de estas modalidades narrativas, nos introducimos en la particularidad argentina desde la crítica, ponderando los procesos en su historicidad, en su actualización singular de tendencias universales y atendiendo a los límites y alcances tanto de su faz objetiva como de su faz subjetiva.

El capital, en tanto es una relación social –conviene siempre recordarlo–, produce y reproduce sus propias condiciones de desarrollo. Las crisis tienen como resultado los supuestos que reencauzan la acumulación. Pero esta misma acumulación que apuntala el nuevo crecimiento económico lleva en sus entrañas el germen de una nueva crisis. Las contradicciones inherentes a la convertibilidad de los años noventa llevaron a la crisis que estalló en diciembre de 2001 y permitieron forjar las condiciones de acumulación para el crecimiento económico en esta primera década del siglo xxi. La paridad cambiaria (un dólar = un peso), con su contracara de apertura comercial y financiera, traía aparejada una presión casi inmediata de la competencia intercapitalista mundial sobre las condiciones de acumulación en Argentina.10

Y cuando la competencia aguijonea al capitalista, éste reacciona del único modo que puede: buscando por todos los medios posibles incrementar la productividad del trabajo. En el caso argentino, esto se manifestó, principal pero no únicamente, obteniendo plusvalor a través del mecanismo de la plusvalía absoluta (intensificación del trabajo, extensión de la jornada laboral, salario mantenido a raya merced a la presión ejercida por el «ejército de reserva» de desocupados). Así, el «modelo argentino» entrañaba dos límites.

Por un lado, el mecanismo de la plusvalía absoluta imponía el límite inherente de su determinación física (acaso «nadie sabe lo que un cuerpo puede»; pero estamos seguros de que no puede trabajar 24 horas seguidas, los 7 días de la semana…11). En ciertas condiciones, este límite puede desplazarse mediante innovación tecnológica. Pero, el segundo límite era, precisamente, que la conjunción de paridad cambiaria y apertura comercial/financiera insertaba a la Argentina en el mercado mundial de tal modo que esa innovación tecnológica no era posible. Frente a esto, la única posibilidad a la que puede echar mano el capital es la reducción de salarios. En una primera fase, lo intentó a través de la deflación (reducción nominal de los salarios: recordemos, por ejemplo, que en 2001 se aplicó un recorte del 13% a empleados estatales y jubilados), pero no pudo hacerlo de manera generalizada porque la resistencia del trabajo frenó ese embate. Entonces, en una segunda fase, el capital recurrió a una brutal devaluación (reducción real de los salarios)12 que, ahora sí, fue impuesta inmediatamente después de los sucesos de fines de 2001 y comienzos de 2002, en plena efervescencia asamblearia. Todo lo cual nos lleva a pensar qué ocurrió del lado del trabajo en su faz subjetiva de organización de clase, porque el trabajo es el supuesto sin el cual el capital carecería de existencia.

La clase trabajadora estuvo presente durante la secuencia abierta el 20 de diciembre como clase en sí (el proletariado definido por su posición de objeto de la explotación capitalista), no como clase para sí (el agente colectivo subjetivamente organizado a partir de la conciencia de sus intereses de clase). Las diferencias particulares entre trabajadores/as desocupados/as (piqueteros), «pequeña burguesía» comercial y profesional («vecinos» o «ahorristas») y trabajadores/as autogestionados/as (fábricas recuperadas), por mencionar a las fracciones del proletariado que tuvieron, cuantitativa y cualitativamente, mayor presencia que otras (como los trabajadores/as organizados/as en la CGT y la CTA, por ejemplo), son diferencias de grado, no de naturaleza. Los objetivos (fines) y las formas de lucha (medios) que prevalecieron no pusieron en cuestión la lógica del sistema capitalista. Cada uno de los sectores de la clase trabajadora resistió y luchó, de manera preponderante, únicamente por reclamos parciales y por reivindicaciones mínimas: planes sociales y/o trabajo asalariado, en el caso de los trabajadores/as desocupados/as; mantenimiento de los puestos de trabajo y conservación del poder de compra del salario, en el caso de los trabajadores/as ocupados/as; reconocimiento del derecho al trabajo por sobre el derecho de patronales y acreedores, en el caso de los trabajadores/as autogestionados/as13; y defensa del ahorro bancario por parte de la pequeña burguesía.

Se reclamaban soluciones capitalistas para problemas capitalistas. Y las tuvieron. Por su parte, las tentativas pretendidamente no capitalistas (como el club del trueque) o anticapitalistas (como la «estatización con control obrero») demostraron en la práctica que eran lógicamente inviables (el trueque generalizado en la sociedad mercantil es imposible, la aparición inmediata de los «créditos» como equivalente abstracto lo evidenció; igualmente imposible resulta que el Estado, que es el capitalista colectivo, acepte ser supervisado por la clase proletaria).

El resultado esperable de un proceso comandado en lo fundamental por el capitalista colectivo, sin la construcción de una alternativa por parte de la clase trabajadora, fue la recomposición de las condiciones de acumulación del capital en Argentina, en su doble manifestación económica y política: la «objetiva» recuperación de la tasa de ganancia y la «subjetiva» restauración del Estado de derecho.14 Esta es la verdadera «fiesta para todos» en Argentina: más economía capitalista, más política estatal, más ideología burguesa.

notas:
1 En rigor, más olvidadas que novedosas: la horizontalidad como rechazo a la representación, que suele mentarse como nota distintiva de las organizaciones asamblearias, ha sido un principio político desarrollado práctica y teóricamente, como mínimo, desde la obra de J. J. Rousseau y la Comuna parisina de 1871, hasta el zapatismo chiapaneco, pasando por los soviets rusos y el consejismo alemán, el autonomismo italiano de los años setenta y el Mayo Francés, por citar sólo algunos ejemplos históricos.
2 Esta frase es susceptible de dos lecturas: objetivismo absoluto –el capitalismo «no va más», ya no puede desarrollar las fuerzas productivas de la sociedad humana, el capitalismo muere por sus propias contradicciones– y subjetivismo absoluto –el partido político decreta la consigna que derroca a la sociedad asalariada–. Estas lecturas aparentemente antagónicas no son más que la expresión del desgarramiento que constituye a esta tradición política.
3 En rigor, la ley del valor sigue más vigorosa que antes, porque desde los años setenta se ha producido un cambio histórico a partir del cual ya no existen en el mundo modos de producción externos al sistema capitalista. «El cambio implica: a) es la totalidad del modo de producción capitalista la que infunde su tonalidad a los particulares; b) hay que explicar la generación del excedente económico a partir del capital, de la ley económica; c) toda la riqueza pasa a ser plusvalía acumulada, y no el producto de la «acumulación originaria»; d) la clase obrera es reproducida por el capital mundializado, y en escala ampliada en la medida en que se acumula plusvalía; e) se opera la subsunción real del trabajo al capital a escala planetaria; f) las burguesías de los países subdesarrollados extraen plusvalía principalmente de la explotación de «su» clase obrera e impulsan la proletarización; g) todos los capitales están sometidos a la coerción de la competencia, lo que obliga a cada capital al cambio tecnológico incesante y a ir a fondo en la explotación del trabajo, so pena de perecer; h) a partir de la dialéctica desplegada del valor se genera acumulación creciente de riqueza en un polo, acumulación de miseria –relativa o absoluta– en inmensas masas de la población; i) se generan diferencias crecientes de ingresos y productividades entre los espacios nacionales del valor vinculados en el mercado mundial; j) a partir de esta totalidad se puede elaborar teóricamente el espacio mundial de la ley del valor; k) esta totalidad plantea la primacía de la contradicción capital-trabajo.» Astarita, R., Valor, mercado mundial y globalización, Buenos Aires, Kaicron, 2006, pp. 211-2.
4 «La ley, finalmente, que mantiene un equilibrio constante entre la sobrepoblación relativa o ejército industrial de reserva y el volumen e intensidad de la acumulación, encadena el obrero al capital con grillos más firmes que las cuñas con que Hefesto aseguró a Prometeo en la roca. Esta ley produce una acumulación de miseria proporcionada a la acumulación de capital. La acumulación de riqueza en un polo es al propio tiempo, pues, acumulación de miseria, tormentos de trabajo, esclavitud, ignorancia, embrutecimiento y degradación moral en el polo opuesto, esto es, donde se halla la clase que produce su propio producto como capital» Marx, K., El Capital, trad. P. Scaron, Buenos Aires, Siglo XXI, 2000, Libro I, capítulo xxiii: «La ley general de la acumulación capitalista», Tomo I/Volumen 3, p. 805.
5 «En realidad, creo que los pretendidamente heterodoxos somos más ortodoxos que algunos, porque si uno examina adecuadamente las tesis del liberalismo, advertirá que una de las claves del capitalismo –siempre lo he discutido eso aquí en la Argentina otrora– está en el consumo. Y precisamente, todas, absolutamente todas las recetas, son tendientes a restringir el consumo que, obviamente, afecta a los sectores más populares y, por lo tanto, termina afectando indefectiblemente, por una cuestión de volumen, a toda la economía.» Discurso de la Presidente Cristina Fernández en el acto de cierre de las Jornadas Monetarias y Bancarias realizado en el Four Seasons Hotel de Buenas Aires, el viernes 1 de julio de 2011.
6 En sentido estricto, hablar de «nivel de consumo de las masas trabajadoras» de manera aislada, como cosa en sí misma, no sólo es reduccionista sino que resulta directamente falso, pues lo que interesa es la relación de explotación en su conjunto y, sólo en ese marco, la pauperización relativa a la luz del crecimiento absoluto de la riqueza.
7 Ver Astarita, R., «Salidas de las crisis y otra crítica desatinada», «Marx, Kalecki y el ciclo económico», «Crecimiento, catastrofismo y marxismo en América Latina», «Crisis, gasto público y déficit», en http://rolandoastarita.wordpress.com
8 «El peronismo nunca planteó la lucha de clases, el peronismo nunca planteó la guerra entre los pobres y los ricos, para qué, no. Al contrario, somos los creadores de la articulación entre el Capital y el Trabajo.» Presidente Cristina Fernández, en su discurso de Parque Norte el 17 de marzo de 2008.
9 Esto, que vale para el peronismo en particular, vale para todos los gobiernos burgueses en general. Algo que de lo que era claramente conciente el mismo Keynes, quien decía, a propósito del marxismo: «¿Cómo puedo aceptar una doctrina que erige como su biblia, por encima y más allá de la crítica, un libro de texto económico obsoleto, que sé que es no sólo científicamente erróneo, sino sin interés o aplicación para el mundo moderno? ¿Cómo puedo adoptar un credo que, prefiriendo el tallo a la hoja, exalta al grosero proletariado por encima del burgués y de la intelectualidad que, con los defectos que sean, posee la calidad de vida y siembra con seguridad la semilla de todo progreso humano? Incluso si necesitamos una religión, ¿cómo podemos encontrarla en la túrbida basura de las librerías rojas? Es difícil para un hijo educado, decente e inteligente de la Europa occidental, encontrar aquí sus ideales, a menos que haya sufrido antes algún extraño y horrible proceso de conversión que haya transformado su escala de valores» J.M. Keynes, «Breve panorama de Rusia» (1925), en Ensayos de persuasión (Vol. II), Barcelona, Folio, 1997, p. 262. En cuanto a su propia condición de clase, el heraldo del intervencionismo estatal afirmaba: «¿Debo adherirme al Partido Laborista? Superficialmente esto es más atractivo. Pero si bien se mira hay grandes dificultades. Para empezar, es un partido de clase, y la clase no es la mía. Si he de seguir intereses sectoriales, perseguiré el mío propio. Cuando se llega a la lucha de clases como tal, mi patriotismo local y personal, como los de cualquier otro, excepto algunos entusiastas desagradables, está vinculado a mi propio ambiente. Puedo estar influido por lo que me parece ser justicia y buen sentido, pero la guerra de clases me encontrará del lado de la burgeoisie educada.» J.M. Keynes, «¿Soy un liberal?» (1925), en ob. cit., p. 300.
10 Tal como lo plantea Marx: «la competencia le impone a cada capitalista individual, como leyes coercitivas externas, las leyes inmanentes del modo de producción capitalistas. Lo constriñe a expandir continuamente su capital para conservarlo, y no es posible expandirlo sino por medio de una acumulación progresiva». Marx, K., Ibídem, cap. xxii: «Transformación de plusvalor en capital», t. I/vl. 2, pp. 731-2, nota b.
11 A no ser que retomemos la propuesta de otro peronista de antaño, el conocidísimo Herminio Iglesias, quien, en su encendido cierre de campaña del 28 de octubre de 1983, aseguró que, para salir de la crisis y sacar al país adelante, «trabajaremos las 24 horas del día y de noche también». Fuente: Página/12, 17/02/2007.
12 Ver Eskenazi, M., «El espectro de la dolarización. Discutiendo las interpretaciones sobre la disputa interburguesa en el origen de la crisis de la convertibilidad», en Piva, A. y Bonnet, A. (Comp.), Argentina en pedazos: luchas sociales y conflictos interburgueses en la crisis de la convertibilidad, Buenos Aires, Continente, 2009, pp. 147-88.
13 Ya en 1864, Marx advertía sobre los límites del cooperativismo: «la experiencia del período comprendido entre 1848 y 1864 ha probado hasta la evidencia que, por excelente que sea en principio, por útil que se muestre en la práctica, el trabajo cooperativo, limitado estrechamente a los esfuerzos accidentales y particulares de los obreros, no podrá detener jamás el crecimiento en progresión geométrica del monopolio, ni emancipar a las masas, ni aliviar siquiera un poco la carga de sus miserias. Este es, quizás, el verdadero motivo que ha decidido a algunos aristócratas bien intencionados, a filantrópicos charlatanes burgueses y hasta a economistas agudos, a colmar de repente de elogios nauseabundos al sistema de trabajo cooperativo». «Manifiesto inaugural de la Asociación Internacional de los Trabajadores», en Marx/Engels, Obras escogidas, Buenos Aires, Ciencias del Hombre, 1973, Tomo V, p.13. Ver también Marx, K., El capital, trad. L. Mamés, México, Siglo XXI, L. III, cap. xxvii: «El papel del crédito en la producción capitalista», vol. 7, p. 567.
14 Puede verse al respecto el debate, contemporáneo a los hechos ocurridos durante el 2002 y 2003, en los números 14 y 15 de la revista dialéktica, entre una postura, que leía en la crisis de 2001 la clausura de un modo específico de acumulación, y otra, que interpretaba el proceso en términos de realización de la inserción de Argentina en el mercado mundial iniciada en los años setenta. Y entre una postura, que interpretaba el asambleísmo como la manifestación de un anticapitalismo inconsciente («lo hacen pero no lo saben»), y otra, que leía ese fenómeno como predominantemente reactivo, pasivo y coyuntural.

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