Julio López
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El reconocimiento
Por Lelio Merli - Sunday, Nov. 13, 2011 at 9:10 AM
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Este relato literario nos habla del comportamiento de los equinos, tan similar al humano

El reconocimiento...
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RELATO CORTO DE UN DRAMA DE ONCE MESES
Tercer relato de la serie INFANCIA EN EL CAMPO. (Del libro COLOQUIO CONTINUO, inédito).

(EL RECONOCIMIENTO - DIBUJO de LELIO MERLI)
Sucedió en el campo que desmontara mi abuelo a principios de siglo, en Bell Ville y que después pasó a ser propiedad de un tío.
Aún se trabajaban las tierras con caballos. Siguiendo con nuestra tradición, se utilizaban grandes percherones, por ser fácilmente identificables, lo cual desalentaba a los ladrones y además, porque debido a su color azabache eran rechazados por los indios.
Por aquel entonces, la tropilla se componía de un reproductor de pura raza, machos castrados para el trabajo, hembras percheronas para doble propósito y algunas de otro pelaje a las cuales se enviaban con frecuencia a Chilibroste para cruzarlas con un burro de gran porte. De ese modo se obtenían mulas para el Ejército.
Ocurrió durante mi infancia, allá por el 40: Cacho había llegado con su brioso y entero corcel para quedarse unos días. El animal ingresó en el campo y a causa de ello se produjeron los acontecimientos que en adelante relato y que originan el título de esta narración.
Nuestro semental lo perseguía para entablar pelea, pero el de Cacho era un alazán de salto, mucho más liviano y ligero, que huía continuamente.
Algunas yeguas comenzaron a seguirlo y así formó su propia manada.
Todos sabemos que en materia de sexo existe a menudo un orden jerárquico. Fue por eso que una tordilla pasó a ser “la preferida“.
Siendo tan niño necesité preguntar a mi tía para hallar respuesta a todo aquello.
Ella me explicó, entre otras cosas, que lo mismo solía suceder también entre los humanos, ya que muchas mujeres abandonaban la compañía del hombre fuerte y trabajador prefiriendo la de alguno más elegante ... aunque viviera “a los saltos“.
Mientras Cacho permaneció de visita, la tropilla continuó dividida. Pero un buen día aquel se fue montado en su hermoso alazán de salto y sus yeguas volvieron a integrar la manada única previa demostración de sumisión al antiguo semental.
Llegó marzo y volví a la ciudad porque comenzaban las clases.
Concluyó el ciclo, regresé al campo antes que terminara el año y me apresuré a ver a quienes, para mí, constituían una comunidad muy particular en la que nunca me consideraron “un extraño”.
Al observar que la hembra torda tenía una preñez muy avanzada, me asaltaron ciertas dudas, tales como:
¿Quién será el padre?
¿De qué color nacerá?.
¿Los caballos se harán también este tipo de preguntas?.
Un día obtuve la respuesta:
Crucé el campo en dirección a la laguna y los encontré a todos ellos reunidos.
La tordilla había parido recién. A su lado, hecho un ovillo, yacía un potrillo negro azabache que no se animaba a incorporarse.
La madre se movía nerviosa.
Poco a poco, todos los yeguarizos (unos veinte o treinta) se fueron aproximando y se ubicaron en torno.
Yo me senté entre ellos, admirando el nacimiento.
El potrillo no abría los ojos... casi no respiraba. No estaba seguro de pertenecer al mundo de los caballos vivos. Quizás la madre en su preñez le había transmitido sus temores.
Entre todos, parecíamos conformar un círculo que era casi perfecto: amplio, de unos treinta metros de diámetro, con la nueva dupla en el centro.
Sólo un sector estaba abierto en dirección hacia donde pastaba el negro semental.
Esperábamos que viniera, hasta que así lo hizo.
Llegó trotando pesadamente, como apisonando aún más la tierra bajo sus vasos. Daba la impresión de venir con malas intenciones, muy agresivo.
Penetró en el círculo y pasó por encima del potrillo inmóvil.
Creí que lo pisaba. Pero no fue así.
Una y otra vez daba vueltas a su alrededor olfateándolo palmo a palmo, hasta que olió su ahorre. Se detuvo asombrado, tomó distancia y recién entonces lo observó mirando alternativamente con cada ojo por vez, como lo hacen todos los equinos.
Erguido y exhibiendo sus enormes dientes al retraer sus belfos, emitió un relincho estridente -- que nunca más oiría en mi vida -- mientras pateaba el piso que se hundía bajo sus enormes patas.
Era el sapucay del correntino...el huija del cordobés.
Al oírlo, el pequeño inmoble que parecía haber sido aplastado por el percherón, cobró vida, se incorporó de un salto y temulento aún, se ubicó al lado de su madre en procura de alimento. Era hermoso.
El padrillo se alejó. Había reconocido a su hijo.
El círculo se desarmó. Me fui.
En pocos minutos se había desarrollado el final de una historia que duró once meses.
Nada quedaba como testimonio de ese drama tan parecido al que durante nueve, soportan a menudo, también los humanos.
Es que como dijo Alfred D¨ Vigni:
“Todo en la creación
responde a un mismo modelo “.

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