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Saladino
Por José Ramón Muñiz Álvarez - Friday, Nov. 18, 2011 at 12:45 PM
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Poema del amor cortés


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José Ramón Muñiz Álvarez
“EL ROMANCE DE DON DIEGO O EL CABALLERO ENAMORADO”

(Breve composición
dramática)


ESTAMPA ÚNICA

Interior del castillo de DON MARTÍN, levantado en sillarejo rudimentario y con apariencia propia de los castillos del siglo XII.

ESCENA I

DON MARTÍN, noble encanecido por el paso de los años, recibe a DON FABIÁN, joven apuesto que luce su armadura, en el salón de su castillo. DON FABIÁN, al ver entrar al joven, se levanta del asiento con los brazos bien extendidos.

DON MARTÍN-. Don Fabián, sobrino mío,
pues que seréis mi heredero,
hombre fiel de fiel acero,
joven con talento y brío,
que en este palacio mío
siempre las puertas abiertas
hallará, y, si no las puertas,
acaso mi corazón,
que os abraza este barón
con esperanzas tan ciertas.
Don Fabián, que habéis venido
antes de lo que predije,
y no sé si es que os dirige
algún mal que os ha vencido.

DON FABIÁN besa, respetuoso, la mano de DON MARTÍN.

DON FABIÁN-. Regreso a vos malherido
como quien muere en el duelo.

Ambos se sientan.

DON MARTÍN (indiferente)-. De tal cosa me recelo,
que sois valiente y pintado
para estar en un estado
que os iguale con el suelo.
DON FABIÁN-. Vengo ante vos alterado
por la magia del hechizo
que en mi pecho se deshizo
para verme enajenado,
que, al seguir vuestro mandado,
me ha sorprendido el amor,
que en el costado el dolor
me hace sufrir noche y día
por esa dama tan fría,
por pretender su favor.
Solo la muerte ya espero,
sabiendo mi desventura,
que la muerte se apresura
según yo me desespero.
DON MARTÍN (indignado)-.Más vigor, sois caballero
de la orden del señor.
DON FABIÁN-. Pero nunca a su favor,
en lo que queda ya escrito,
por cometer un delito:
hacer de su hija un amor.
DON MARTÍN (curioso)-. Has de aclarar el suceso.

Pausa.

DON FABIÁN (lastimero)-. De claridad siempre esquivo,
ando dudando si vivo,
si suspiro por un beso,
pues tamaño es el exceso
de la pasión que me llena,
que lanzaré de la almena
de vuestro ilustre castillo
mi gloria, mi fe y mi brillo,
si es que el amor me envenena.

DON MARTÍN se levanta y se dirige al fuego, cuyas vivas llamas arden en la chimenea.

DON MARTÍN (indignado otra vez)-. Si decís que enamorado
venís a pedir la muerte,
dejad que me desconcierte
veros tan desesperado,
pues tal vez os ha hechizado
la sombra que, con la brisa,
da a la noche su sonrisa,
mientras, echando al sol bello,
lanza su manto plebeyo
y viste negra camisa.

DON FABIÁN se acerca a su tío.

DON FABIÁN-. No hallaréis más alborada,
al encenderse en el cielo
que el reflejo, en raro vuelo,
de la luz aborotada,
porque, bella la mirada,
entre claros resplandores,
va anunciando los fulgores
su beso, al rayar el día,
que, como la brisa fría,
ve a lo lejos los albores.
La vi llegar de lo lejos
como al corcel luminoso
que recorre, perezoso,
los elevados espejos,
pues, de encendidos reflejos,
de luminarias vestida,
dándole al campo la vida,
la hallé encendida, callada,
como el hielo y la nevada
de la sierra adormecida.

La voz de don Fabián ha tomado un tono nuevo, distinto, más apasionado.

La vi cruzar el espacio,
bordando claros jazmines,
que, en los cielos, los jardines
encendió su pelo lacio,
con su mirar de topacio,
con su mirar cristalino,
caprichoso, peregrino
como el agua de la fuente,
cuando brota, transparente,
no muy lejos del camino.

Vuelve a su asiento DON FABIÁN. Suspira con hondura.

Reina llena de belleza,
de singular hermosura,
alma llena de frescura,
de frenesí, de nobleza,
la vi pasar con pereza,
siendo clara la mañana,
pues esa aurora temprana
como un regalo la trajo
al lugar donde el trabajo
hace la gente villana.

Pausa. DON MARTÍN ha tomado una apariencia meditabunda.

DON MARTÍN (burlón)-. Darás pronto en el defecto
de cultivar la poesía,
que la pluma se desvía
buscando tan bello efecto,
cuando sé yo que, hombre recto,
nunca nadie en el combate
con mayor furia se bate,
si se trata de la lucha.
El amor a nadie escucha
y este es un sordo debate.
No hay que dejarse llevar
por las redes amorosas,
que aventuras licenciosas
podéis acaso probar,
pero venir a rezar
a la deidad de Cupido
es estar desfallecido
y perder toda esperanza,
que el amor es la mudanza
y el amante el confundido.

DON MARTÍN vuelve a tomar asiento.

DON FABIÁN-. Montaba la vieja overa
del establo, y, coralina,
era su llama divina
como lo es la primavera,
que, cansada de la espera,
regresa su aliento tierno,
desterrando el negro invierno,
para tomar el castillo
de su reino con un brillo
que devuelva su gobierno.
Hermosa entre las hermosas,
dichosa como las nieves
al derretirse, si breves,
corren luego presurosas,
pues, limpias, claras, preciosas,
se hacen agua para el río
que da riego al señorío
y frescura al aire vano,
como ese viento temprano
que se siente, aunque es vacío.
Pero no pude su vuelo
alcanzar, pues, al mirarla,
aunque quisiera rozarla,
hallé en ella su deshielo,
que, rebajándome al suelo
su grandeza y su linaje,
me arrodillé como un paje,
y contuve la osadía,
pues quizás no merecía
dar la rienda a mi coraje.

Breve pausa.

Y quién morir no ha pedido
tras una dura ocasión,
si su tierno corazón
es orgulloso, encendido,
sabiéndome malherido,
humillado, derrotado
ante la gracia y estado
de su infinita bondad,
alma paciente, en verdad,
por haberme tolerado.
Por eso en mi pecho siento
este dolor, esta herida,
que, sin duda merecida,
le da causa a mi tormento,
pues lo quiere el firmamento,
porque me llena de amor
para causarme dolor
y agachar todo mi orgullo,
porque su amor yo concluyo
puede alzar en su valor.

Pausa. DON FABIÁN vuelve a suspirar.

Clara y dulce Galatea,
hija del claro arroyuelo,
palabra de terciopelo,
dejando que yo te vea,
hermosísima librea
que el sol puso en las alturas
porque en estas andaduras
más luz gozase en la tierra
quien en prado y en la sierra
anuncia tus hermosuras.

DON MARTÍN mira al muchacho paternalmente.

DON MARTÍN-. No está bien lo que decís,
que el amor es un villano,
y, no estando de su mano,
siempre mejor os sentís,
de modo que, si venís
a la razón que os propone
el juicio que aquí se impone,
salvaréis ese tormento
de tan vano sufrimiento.
Y, si no, Dios os perdone.
Que el amor es mentiroso
y sabe encender la guerra,
ya que, pícaro, no yerra,
cuando dispara, gozoso,
y siente al noble quejoso
por el amor cortesano,
entre infeliz y profano,
deleitándose en la ruina
que lentamente maquina
como injusto soberano.

Pausa.

DON FABIÁN (mostrándose desesperado)-. Será menester morir,
si es que la muerte se ofrece,
porque al tiempo que amanece,
voy dejando de sentir,
y, aliviando mi sufrir,
muero de amores perdido,
dichoso, febril, herido
de esa flecha silenciosa
que se me clava, gozosa,
al verme triste y rendido.
Morir será menester,
si es lo que quiere la suerte,
porque consuela la muerte
un amor sin poder ser,
ya que, falto de placer,
llorará el enamorado
la humillación de su estado,
siendo la misma alborada
la dama que al ser amada
jamás hubiera aceptado.
Y, entre tanto yo me muero,
pido aquí la compasión
a la luz, a la pasión
que apaga el primer lucero,
ya que, nunca pendenciero
con los cielos se me ha visto,
y, pues al amor desisto,
conceder debe el favor
de matar en mí ese amor
por el cual ya no resisto.
Alma de luz, claro día,
vena que el oro derrama,
eco del viento que brama,
palabra de nombradía,
esperanza de alegría
que no alcanzará mi mano,
vuelo de luz que lozano
muestra el mundo a los dichosos,
mientras otros, quejumbrosos,
lloran tu amor soberano.
DON MARTÍN (aparte)-. Fuerte le ha dado el veneno,
que, mirando como pena,
el alma en coraje llena,
también a su lado peno,
porque, muchacho tan bueno,
tan noble, tan aguerrido,
por ese niño es vencido
que es un pobre ceguezuelo
que el alma convierte en hielo
del más bravo y aguerrido.
Y quién pudiera curar
este dolor del amor,
que ni el médico mejor
sabe, si acaso, aliviar,
y que viene a derramar
un espíritu derecho,
sin sacar algún provecho
de romper los corazones
con extremosas razones
que anidan siempre en el pecho.
Como un trovador la corte
lo tendrá por poca cosa,
que aquel que en amor rebosa
perdido tiene hasta el norte,
que no es osa que me importe,
siendo tal vez el galán
el impulso del volcán
por amoríos extraños,
pero muchos son los daños
si ese joven es Fabián:
es marqués y paladín,
de cuatro villas señor,
en la tropa es el mejor
y entre damas serafín,
pero le ha llegado el fin
con estos males arteros
de esos dioses traicioneros
que los griegos inventaron
y el Olimpo alborotaron,
siendo siempre pendencieros.
Pues pendencia debe ser
suministrar la imprudencia
que no aconseja la ciencia,
que pide más no querer,
si el amor de una mujer
es de un valor tan escaso
que, si de amor yo me abraso,
también pediré la muerte,
que no quiero yo esa suerte
y antes prefiero el ocaso.
Mal amor, malas sus artes
y sus buscadas traiciones
contra nobles infanzones,
siempre igual en todas partes,
que los altos estandartes
mayores bajas sufrieron
de tanto que padecieron
las gentes de gran valor,
que en el hermoso fragor
sin fortuna perecieron.
DON FABIÁN-. Morir será, enajenado,
la solución oportuna.
DON MARTÍN-. Jamás ocasión alguna
vio a un hombre tan doblegado.
DON FABIÁN-. Y una carta he redactado
despidiendo mis amores.
DON MARTÍN-. Parecen males mayores
los que sufre mi sobrino.
DON FABIÁN-. Aunque mi estilo es mezquino,
le hablaré de mis dolores.
DON MARTÍN-. Parece estar apenada
la misma luna que mira.
DON FABIÁN-. No es mi amor una mentira,
que siento pasión por ella.
DON MARTÍN-. Y la niña es una estrella
que enamora con mirarla.
DON FABIÁN-. De memoria he de entonarla,
que en verso la tengo escrita.
DON MARTÍN-. Muy triste el alma recita
si quiere el amor tomarla.
DON FABIÁN (recitando solemne)-. “Doña Clara de la Fuente
del Cordal y del Baluarte,
cuya sangre es estandarte
del valor de tanta gente,
perdonadme si, imprudente,
esta carta a vuestros ojos
mando, sabiendo que enojos
ha de causar a ese pecho,
pues la mando sin derecho,
convertido en mil despojos.
Del amor hoy los azares
a este mal de los amores
me traen, desde los albores,
a besar vuestros altares,
que, con raros malabares,
os envío esta poesía,
sabiendo que muere el día
como muere la esperanza,
que sois digna de alanza
y no de una ofensa mía.
Esta carta yo os envío
al castillo solariego,
donde vivís sin sosiego
mientras muero yo de frío,
cuando, llegado el rocío,
caigo penando por vos,
que este amor lo quiso un dios
que, desnudo en su falacia,
quiere a mi costa la gracia,
o a la costa de los dos.
Servidor de vuestro nombre,
yazgo triste y olvidado
en la pena que ha causado
el amor en quien es hombre,
y, por tener vos renombre,
por ser vos pura belleza,
por ser la naturaleza
que los sentidos halaga,
he de llamaros mi llaga,
mi dolor y mi flaqueza.
Yo con requiebros baratos
vengo a servir a una diosa,
lleno de fiebre horrorosa
que causan mis arrebatos,
porque ya los carromatos
del sol corrieron el cielo,
y, mirando el verde suelo,
pasaron las caravanas
de las hermosas mañanas
derritiendo helada y hielo.
Pues lo ha querido el destino
y porque sé que, clemente,
sois buena vos con la gente,
quiero seguir mi camino,
que la muerte por destino
me parece mejor suerte,
si, regalado a la muerte,
este imposible supero,
ya que no alcanzo el lucero
que con su luz no me advierte.
Pido yo por galardón,
sin tener la dignidad
que consintáis, en verdad,
esta muerte sin razón,
pues la encendida pasión
que me llena el alma clara
es una pasión avara
que me priva de vivir,
y así es preciso morir
con esta suerte tan rara.
No bendigo a los amantes
que sus amores gozaron,
sino a vos, pues me enfermaron
vuestros ojos arrogantes,
esos colores brillantes
que, recorriendo la altura,
son el sol en su figura,
las estrellas de la noche
y ese mágico derroche
que ha causado mi tortura”.

Pausa.

DON MARTÍN-. Bellas letras has escrito
para honrar a tu señora,
comparándola a la aurora
y admitiendo tu delito,
pero el amor, te repito,
es la terrible experiencia
que no vence la paciencia
del más bravo y valeroso,
que el sentimiento amoroso
es todo pura imprudencia.
Siendo mozo, una doncella
robó todo el sentimiento,
el corazón y el aliento
para hacer mala mi estrella,
una muchacha plebeya
que enajenó mis sentidos,
que vio mis ojos rendidos
a sus ojos de hermosura,
a su elegante figura,
a sus humildes vestidos.
Entonces, cual trovador,
compuse letras hermosas
a sus mejillas hermosas,
a sus labios, su fulgor,
que, al inspirarme el amor,
soñaba con su cabello,
anhelaba el cuerpo bello,
la blancura de su piel,
alma de lirio y clavel,
alba pura en su destello.
Mi juventud fue locura
y en la locura sufrí,
que aquel amor que sentí
era imprudente aventura,
aunque en aquella andadura
era una moza servil
que, corriendo el mes de abril,
me tuvo entre muerto y vivo
cuando me tuvo cautivo
en su torre de marfil.
Lo tuyo ya es diferente,
que la niña es una infanta,
y en el amor siempre espanta
la calidad de la gente,
pues, con rango diferente,
nunca serás aceptado,
y ella tiene a su mandado
el reino que tú no tienes.
DON FABIÁN-. Con prudencia me previenes,
pero estoy enamorado.
DON MARTÍN-. No es esto correr dichoso
tras una bella aldeana,
que es de sangre soberana
y de linaje orgulloso
la que, robando el reposo,
ha de turbar al herido,
de modo que, si vencido,
quieres rendir pleitesía,
ella será cruel y fría
con el triste y afligido.
Tal vez os venga mejor
olvidar esos amores,
y, como hacen los pastores,
buscar el mayor verdor,
que en la sierra es el color
de los montes y los prados
más hermoso y los cuidados
de la vida campesina,
quien a este placer se inclina
olvida desaguisados.
Partid, si no a las cruzadas
que organizan los franceses
y volved, tras unos meses,
con las penas olvidadas,
porque en aquestas majadas
son ya tantos los pastores
que lamentan sus amores
que los bosques, en invierno,
parecen el desgobierno
de los locos ruiseñores.
Partid, Martín, a otras tierras.
DON FABIÁN-. Sabedlo vos, don Martín,
que este noble paladín
cruzará llanos y sierras,
que es mejor hacer las guerras
al cruel, al vil sarraceno
que morir de este veneno
tenebroso del amor,
y, olvidando mi dolor,
lograré ponerme bueno.
No he de esperar, ya me parto,
agotado del amor,
vencido por su dolor,
por su dureza de esparto,
que de Cupido estoy harto
y lamento su dureza
porque vi tanta belleza
en los ojos de una diosa
que la vida me hace odiosa
con su luz y su pureza.
Ganaré grandes batallas
en las tierras del Oriente,
donde es oscura la gente
y son doradas las playas,
mientras se cantan las mayas
entre gente campesina
en esta tierra mezquina
para el que huye del amor
y el pecho tiene en dolor
por clavársele su espina.
Seré un hombre peregrino
que por amor, e verdad,
ganará la santidad
padeciendo en el camino,
que ese es el duro destino
de quien muere, desterrado,
corazón enamorado
que se aparta de la vida,
si abierta tiene la herida
o abierto tiene el costado.
Y lloraré los amores
que atrás dejo, que el lucero
de quien soy yo caballero
no me dará sus favores,
que, como las mismas flores
han de mirar su belleza,
sabe su magna nobleza
y su mucha dignidad
para tener claridad
ante la misma realeza.
En los caminos errante,
en las veredas guerrero,
en el amor prisionero,
en la pasión delirante,
lucharé siempre constante
por el amor de mi dama,
que con tanto amor me llama
a buscar a esa doncella
que luce como una estrella
que en la noche se derrama.
Y será solo un suspiro
vivir amor y destierro,
porque con el amor yerro
y con el luchar respiro,
que es constancia que yo admiro
la lucha con el infiel,
siempre bajo, vil y cruel,
según siente mi razón,
con la noble devoción
que empuja a un noble doncel.
Cruzaré valles enteros,
sierras altas y lejanas,
montes mil y selvas llanas,
pasos, caminos, senderos,
puertos y desfiladeros,
que, en esta triste locura,
hoy el amor me aventura,
y, en partiendo de mi amada,
menos luz en la alborada
sospechará su dulzura.
Porque fue verla desgracia
del corazón apenado
que se rinde enamorado
y que llora ya sin gracia,
que es hiriente la falacia
que se admira en lo más bello
cuando la aurora el destello
engalana con sus brillos
y ella en sus altos castillos
alza orgullosa su cuello.
Lo que depare el destino
a este pobre caballero
que parte sin escudero
raramente lo adivino,
y, pues mi mal imagino,
gloria que nunca se calla,
ganar quiero la batalla
o morir en esa lucha
ya que el amor no me escucha
y el cielo se hace grisalla.
No importa jamás mi suerte,
ni pasión ni mis dolores.
DON MARTÍN-. Grave amor son los amores,
mas que has de pensarlo advierte:
podrás con tu brazo fuerte
someter a Saladino,
de quien dicen que, mezquino,
enemigo del cristiano,
de su valor está ufano.
DON FABIÁN-. Es mi amor un desatino.

ESCENA II

Llega un LACAYO.

LACAYO-. Fuera está un joven juglar
que ha venido a solazaros.
DON FABIÁN-. Los amores salen caros
y es preciso ir a luchar.
LACAYO-. ¿Queréis que lo haga pasar,
o le digo que se vaya?
DON MARTÍN-. Mejor que pase, pues se halla
este ambiente enrarecido.
LACAYO-. Os quedará agradecido,
pues, de ser de otra manera,
dudo que cena tuviera
ese joven desvalido.

ESCENA III

El lacayo se va y pasa el JUGLAR.

JUGLAR-. Os agradezco, señor,
que aceptéis que, con el arte,
sucesos de cualquier parte
os presente.
DON MARTÍN-. Por favor,
tal vez un canto de amor
nos sería provechoso,
que este joven quejumbroso

Señala a su sobrino.

herido fue por Cupido,
que en su pecho está escondido
con su punzón doloroso.

El juglar templa su instrumento y canta con dulce voz:

JUGLAR-. Supo de amores don Diego
de la Silva y del Castillo,
cuando, yendo en su caballo,
lo sorprendió aquel hechizo.
Los ojos halló más bellos
que ese sol cuando, encendido,
mira en la altura del cielo
a los amantes vencidos.
Y fueron los ojos bellos
de la dama a la que quiso
los que llenaron de muerte
a los suyos, ya rendidos.
El rubio de los cabellos
en la dama era oro mismo,
que en oro estaba enredado
el viento al rozar los hilos.
Y viendo tanta belleza,
porque fue lo nunca visto,
por suspirar melancólico
perdió el joven mil suspiros.
Lleno de amor la llamaba
por los valles, junto al río,
por la floresta callada,
por los lugares sombríos.
Y, al pronunciar con prudencia
su nombre, sintió que el frío
de las nieves no calmaba
la pasión de su amorío.
Pues malos son los desdenes
para los gallardos bríos
que encienden el pecho noble
del noble joven, vencido.
Y, por no ser descortés,
sabiéndose no querido,
de ella apartó su mirada
para sufrir su destino.
La muerte pidió mil veces,
pero la muerte no quiso
arrancarlo de la vida,
y entonces el joven dijo:
“Por el amor que me llena,
por ese claro lucero
que susurra, con el alba,
cuanto el mundo tiene bello;
de su hermosura testigo,
al servicio de su pecho,
que su seno bondadoso
esconde el ánimo bueno;
al mundo querré decirle
la gloria que en ella siento,
merecedora de todos
los que puedan ser mis versos,
que los compongo callado,
con resignados lamentos,
porque lamento la vida
y los amores que tengo,
la belleza de sus labios,
el azul de sus ojuelos,
la frente clara y altiva,
blanca como el puro hielo”.
Supo de amores don Diego
de la Silva y del Castillo,
cuando, yendo en su caballo,
lo sorprendió aquel hechizo,
aquellos ojos de ensueño,
manchados de claro brillo,
porque el brillo que arde alegre
en la mirada que vido
es el brillo de la altura
en sus ojos suspendido
cuando, mirando los otros,
los ama ya suspendido,
vencido por la belleza,
vuelto en brasas y suspiros
que no apagará la lluvia
de los vientos invernizos,
pues quien los amores siente,
quien se olvida en el olvido,
quien ama desesperado,
no tiene ciencia ni juicio.

2011 © José Ramón Muñiz Álvarez
“El romance de don Diego o el caballero enamorado”
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