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Monumento a la especulación
Por (reenvio) Ezequiel Gatto - Wednesday, Feb. 29, 2012 at 4:10 AM

La otrora ciudad de los okupas, señalada luego por el faenamiento masivo de gatos, es hoy la capital de los commodities y el desarrollo inmobiliario. Todo convive bajo el paraguas de los Planes Estratégicos que diseñan los gobiernos socialistas desde hace 16 años. La urbe que se piensa desde las alturas ignora las miradas que se ubican al ras del suelo.

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Cuando tenía 16 años, con un grupo de amigos, todos punks, ocupamos una vieja vivienda de la calle Brown entre Italia y España. Estaba abandonada, sucia y la vegetación había avanzado sobre las habitaciones. Al recorrer ese viejo caserón de principios del siglo XX, descubrimos que la entrada por Brown no era la única. También se podía ingresar por Wheelright, o sea que la casa tenía unos cincuenta metros de largo y daba a la última avenida antes del río Paraná. Luego de acondicionar dos habitaciones, decidimos averiguar quiénes eran los dueños para acordar algunos criterios de uso. El encuentro fue inútil, perjudicial: los propietarios no quisieron saber nada, nos amenazaron y al día siguiente encadenaron las puertas. Hoy allí se levanta un edificio lujoso, de quince pisos, con vista al río. Una elevación más en esa cordillera de cemento que sigue la línea de la costa.

Esos edificios no sólo semejan montañas sino también individuos que pelean por ganar un lugar preferencial en la platea que mira el fluir del agua. La guerra de posiciones se revela feroz: medianeras contorsionistas que ocultan a los que llegaron primero, traduciendo así en la dinámica de la construcción un principio de competencia y, por lo tanto, cierto goce en expansión. Eso en el centro. A lo largo de la Avenida de la Costa hacia el norte, donde la construcción recién ha comenzado, el combate deja paso a un alineamiento prolijo, una panorámica marcial-democrática, cuyos valores oscilan entre los 150.000 y los 500.000 dólares por departamento. Cada vez más cerca, o más altos, orientados hacia el río. Pienso, cuando los veo, que desde tiempos remotos los seres humanos se han ido despegando del piso, alcanzando perspectivas cada vez más amplias de los territorios que habitan. Descendimos de los árboles para caminar y, desde entonces, hemos inventado formas de volver arriba. La intersección entre paisajes naturales, espacio residencial y edificaciones en las alturas sigue siendo uno de los modos de condensar y ostentar poder: desde arriba las cosas se empequeñecen, pierden singularidad, dan la sensación de ser fácilmente manipulables.

La Torre Acqualina, las torres Dolfines Guaraní, las Maui, Forum Puerto Norte, Ciudad Ribera, hablan de una élite que territorializa la reconversión productiva de la última década y media, en un mundo que ha dejado de contener lugares para articular posiciones. Edificios de alta gama, que enfocan hacia uno de los protagonistas de la economía regional contemporánea, el Paraná, y son habitadas por su principal club de fans, los beneficiados por los rendimientos de los bienes agrícolas transgénicos, en este gran festival de fideicomisos. Un ingeniero dedicado a la construcción edilicia en la zona costera me contó que ha escuchado en más de una ocasión, de boca de los compradores de departamentos ubicados en los primeros pisos, el deseo de envenenar los árboles que dificultan la panorámica completa del Paraná. A tal punto la vista al río, como marca de status, se ha vuelto una suerte de obsesión.

La marca del río

En 1996, al año siguiente de aquella ocupación fallida de la calle Brown, otro grupo de chicos y chicas ocuparon un viejo galpón ferroviario, situado en la avenida Wheelright entre España y Italia, exactamente frente a la casa que habíamos intentado ocupar. El galpón sirvió como sede de un Centro Kultural Independiente que se instaló como lugar en la ciudad y permitió a miles de rosarinos enterarse que existía un movimiento de jóvenes llamado okupas. Algunos se alegraron, otros no.

El Centro organizó una gran cantidad de recitales, encuentros y talleres, mientras funcionaba como hogar de varias personas. Muchos vimos tocar ahí bandas como Carmina Burana, Los Buenos Modales, Niños con Bombas, Maru, Las Manos de Filippi y Catupecu Machu; o fuimos a los encuentros de la Red zapatista; o simplemente a estar en un lugar desde el que se podían ver las islas. Luego de dos años y siete intentos de desalojo, gracias a una demanda del Ente de Administración de Bienes Ferroviarios, un engendro menemista creado en 1996 que más tarde se fusionó en el Organismo Nacional de Administración de Bienes (ONABE), y con el silencio cómplice de la Municipalidad de Rosario, la expulsión se concretó el 12 de agosto de 1998.

Corrían los últimos años del primer período de Hermes Binner como intendente y se daban los primeros pasos hacia la elaboración de un Plan Estratégico para la ciudad, que pretendía potenciar el gobierno local en áreas claves como transporte, salud, urbanismo, cultura, turismo, vivienda, articulando actores estatales, privados y públicos en vistas de direccionar el desarrollo de Rosario.

Lo que podría denominarse el “momento cultural-comunitario” de la administración socialista conllevó la descentralización administrativa de la ciudad en 6 distritos, un acento fuerte en proyectos socioculturales que cubrían todo el espectro de generaciones y el fortalecimiento de la capacidad hospitalaria municipal, combinado con una novedosa estrategia de comunicación institucional y de puesta en valor de la ciudad. Fue entonces cuando se comenzó a construir el río como marca y espacio identitario. Con fines de parquización se recuperaron galpones y edificios pertenecientes al Ferrocarril, las barrancas pasaron a ser utilizadas por cerealeras para el almacenamiento y transporte de granos, se abrió la Avenida de la Costa -que conecta al centro con el norte de la ciudad-, se remodeló el espacio comercial de la Estación Fluvial y se concesionaron locales para la venta gastronómica. La ciudad que había olvidado durante una buena cantidad de décadas su componente fluvial, de pronto giró hacia el Paraná y desde entonces vive un poco más fascinada.

Ladrillazos verdes

Pero el río no tapó el maremoto que implicaba ser una de las ciudades con mayores niveles de indigencia y desocupación. En el pico recesivo, donde había locutorios y cybers comenzaron a aparecer verdulerías. Y mientras en el país cundía la leyenda que en Rosario la gente se alimentaba a base de gatos, el artista Fabricio Caiazza repartía unos pequeños flyers donde podía leerse “2002: el año del caos” y otros grupos salían por las noches a rebautizar la calle Pte. Roca como Pocho Lepratti, disputando el sentido de la ciudad.

Con los efectos comerciales de la devaluación y las estrategias de seducción de capitales que pasaron a controlar órganos vitales del Plan Estratégico, esta ciudad cambió tan repentinamente que tardamos un tiempo en entender qué pasaba. La consolidación de un modelo exportador de commodities multiplicó los negocios inmobiliarios. El mayor puerto cerealero del país comenzó inmediatamente a traducir en ladrillos gran parte de sus beneficios. Jugando sobre una montaña de soja, con índices macroeconómicos en alza durante casi una década, y el desplazamiento de las operaciones financieras de la especulación crediticia a la inmobiliaria, el desarrollo y construcción de bienes inmuebles se ha convertido en uno de los ejes de la generación de valor en la ciudad.

La sucesión de Binner por Miguel Lifschitz, quien gobierna desde 2003 y está a meses de concluir su segundo mandato, se yuxtapuso a este escenario de abundancia. Si el primero gestionó la pauperización neoliberal, al segundo le tocó maniobrar en una coyuntura de excedentes amplios. La capacidad de presión propia del capital privado ha entrado en combinación con una estrategia de gestión estatal que le otorga roles y funciones cada vez más protagónicos en el desarrollo de la ciudad. El giro especulativo-inmobiliario de la actual gestión, fuertemente acentuado en la atracción de capitales e inversores privados bajo condiciones excesivamente ventajosas, es fácil de corroborar. A pesar de que el nuevo Código Urbano, orientado a regular la construcción en altura en el Área Central, se ha vuelto, por razones de facturación e imaginarios urbanísticos, uno de los enemigos principales de las constructoras y desarrolladores que sueñan con una ciudad hecha de torres y rascacielos, lo cierto es que el boom edilicio ha sido una de las puntas de lanza del gobierno local.

Los planes urbanos fueron ajustados progresivamente en vistas de no desaprovechar las oportunidades de negocios que prometían los excedentes de la cadena agrícola al volcarse sobre la ciudad. Se priorizó el arreglo de arterias y la restauración de zonas de posible explotación turística, como la peatonal Córdoba, cuyo piso fue cambiado dos veces en pocos años, mientras barrios y zonas periféricas aguardan todavía cloacas y asfalto. Como resultado de estas tendencias y estrategias, a comienzos de 2008 se dio forma a un Plan Urbano más ambicioso con intenciones de consolidar la presencia de capitales e inversores empresariales como variable de decisión prioritaria en el ordenamiento y empoderamiento de la trama urbana. Esa articulación se denomina, técnicamente, Convenio Público-Privado. Supuestamente el privado debe, en el contexto de su proyecto, destinar cierta cantidad de recursos a la construcción o mejoramiento de espacios públicos. Por lo general, las obras llegan en microdosis y con tiempos inversamente proporcionales a los que insume la construcción para la venta.

El índice de que a Rosario le habría llegado la hora de encontrarse con su destino metropolitano, se condensa en la reciente noticia de que será la primera sede de un World Trade Center en Sudamérica. Actualmente se halla en proceso de elaboración el Plan Estratégico Rosario Metropolitana (conocido como PRE+10) que pretende consolidar los lineamientos ya en marcha, así como alcanzar la autonomía de la ciudad. Un ítem siempre polémico, que involucra reclamos municipalistas y democratizantes pero también intenciones separatistas apuntaladas en intereses poco solidarios.

La ciudad y los costos

“Los desarrolladores y constructoras no piensan la ciudad más allá de las ganancias que puedan hacer y el prestigio que sus obras puedan redundarles. La torre más alta, la mayor cantidad de hectáreas frente al río, su renombre internacional y así”, dice un amigo que trabaja en una empresa constructora y me ha invitado a visitar una de sus torres en construcción sobre la costa. Subimos. En un momento, mi amigo señala dos edificios que dan cuenta de la competencia. Es patético: el más nuevo fue construido de forma tal que las ventanas de los dormitorios del que está detrás han quedado completamente ocultas. Pasaron de recibir sol, a mirarle la espalda al nuevo gigante soleado. Entonces me percato que los constructores, ingenieros y arquitectos piensan la ciudad de un modo paradójico. La piensan como resto, como aquello que amenaza el propio negocio, al tiempo que sólo la valorización de determinadas zonas es capaz de incrementar la rentabilidad de sus propios emprendimientos.

El mero negocio trae consigo otros costos: con excepción, y no siempre, de los denominados departamentos de alta gama, la mayoría de esos edificios no son de buena calidad, por razones de materiales, de mano de obra, de experiencia profesional de las constructoras. Muchas veces las terminaciones apenas si merecen ese nombre. Por no hablar de las fachadas y, particularmente, del diseño y la decoración, frente a las que uno tiene ganas de gritar a los encargados que el minimalismo es una de las vías posibles de resolución estética, y que no hace falta llenar de cañas secas, juncos y piedras los paliers. No se trata de defender la indefendible apariencia de la ciudad antes del boom, pero sí de subrayar un problema que la euforia edilicia suele desatender: la ciudad como rostro colectivo.

Mucho más delicado es la mezcla de voracidad y prisa que, con el visto bueno, la vista gorda o el desconocimiento de los sindicatos, se ha cobrado decenas de vidas de trabajadores, tanto en emprendimientos privados como en obras públicas concesionadas. De acuerdo a la ONG Manos a la obra, activa en la denuncia de las precarias condiciones contractuales y laborales de los obreros de la construcción, entre 2005 y 2011 han muerto en Rosario más de 70 trabajadores por accidentes evitables. A esto es preciso sumarle incontables accidentes de menor gravedad, que van de pérdidas de miembros a golpes y traumatismos severos. Narciso Cantero, referente de Manos a la obra, asegura que el 20% de los obreros argentinos y el 70% de los extranjeros (en su mayoría paraguayos) trabajan en condiciones de alta informalidad. Se combina así una formidable masa de beneficios, con la evasión y el empleo en negro (o en gris). Exactamente como sucede en el campo.

Para arriba y para los costados

Como decían los anarquistas a principios del siglo xx, los obreros edifican los lugares que difícilmente podrán usar: la ausencia de créditos hipotecarios –de lo cual se quejan los empresarios del sector, convencidos de la necesidad de ampliar el poder de compra hacia abajo– ha provocado que este boom edilicio, lejos de revertir en una mayor cantidad de propietarios de vivienda se resuelva en una concentración de la propiedad inmobiliaria. De acuerdo a datos del Instituto de Desarrollo Social Argentino, en los últimos once años la cantidad de dueños se ha retraído en un 6%. La promesa smithiana de que una vez construida la inmensa cantidad de edificios los precios de venta y alquileres bajarían, no se cumplió. En el mejor de los casos se estabilizaron, pero en general han subido, siempre unos puntos por encima de la inflación.

El resultado: más casas y departamentos en manos de menos gente y una mayor cantidad de inquilinos, producto de migraciones internas a la búsqueda de lugares donde vivir. Dato que se refuerza al constatar,según el Instituto de Estadística y Registro de la Construcción, que casi el 80% de la construcción de viviendas se consuma en monoambientes de uno y dos dormitorios. La combinatoria provoca presión sobre los precios y unas condiciones de alquiler que incluyen prerrogativas ridículas, toneladas de trámites arancelados, cláusulas abusivas,así como hacinamiento en pensiones y departamentos. Las Cámaras de Propietarios y la Cámara Inmobiliaria Argentina, con un clásico discurso neoliberal, se han opuesto a cualquier regulación que no favorezca el horizonte de mantener una alta demanda de alquileres. La ecuación resultante es al menos escandalosa: una ciudad que ha tenido un crecimiento edilicio inédito en su historia padece, de acuerdo a estadísticas oficiales, un déficit habitacional para casi 200.000 personas.

Pero no sólo de propiedades horizontales vive el especulador inmobiliario: el otro camino inversor, signo distintivo de estos últimos años en Rosario y las ciudades y comunas que se encuentran a su alrededor, ha sido el barrio cerrado. El country, una oportunidad para que los desarrolladores desplieguen sus fantasías de pioneros, urbanistas desde cero, aventureros y adelantados. Y para que los compradores se representen a sí mismo como fugitivos en contacto con una cosa que no dudan en llamar “naturaleza”. Repliegue de celebridades e ignotos que comparten el mismo ideal de insularidad. Si las torres sobre las barrancas podrían referir a la voluntad de ostentación, los barrios cerrados dan cuenta del aislamiento como deseo de reducir al mínimo el encuentro con la alteridad.

Eso sí, por detrás de edificios y countries suelen estar los mismos nombres y monopolios, desarrolladores y constructoras, que, mediante acuerdos con el municipio, han avanzado sobre la periferia rosarina bajo criterios que recuerdan las pulsiones de los conquistadores al apropiarse de los recursos y tierras como si fueran páramos desiertos a la espera del “descubrimiento”. La especulación inmobiliaria aplica así, con mecanismos legales y atropellos físicos, el principio del “primer poblador”, y pretende hacer regir soberanamente el criterio de la máxima ganancia económica.

Ciudad Futura

Una mañana de 2008, yendo hacia el oeste en colectivo, conocí a Giros. En la esquina de Santa Fe y Bv. Oroño, donde el 122 tiene parada, vi un stencil en la pared, que en letras mayúsculas, gruesas y de color negro, decía: “en nuevo alberdi tuvimos el agua hasta acá”. Inmediatamente debajo, una línea de puntos perpendicular, pintada de naranja fosforescente, a un metro ochenta del suelo. La expresividad de la intervención me shockeó. Nada de relatos, lamentos o largas explicaciones: la línea bastaba para que uno pudiera recodar -casi sentir- la violencia de aquella inundación de 2007. Y la falta de obras públicas y el silencio municipal y el avance de los privados sobre esas tierras...

A pesar de la retórica de la participación, hay que decir que es bastante poco lo que los ciudadanos han incidido en los procesos de urbanización. Las promesas de Jornadas Urbanísticas de Distrito y Cartas de Coincidencias contenidas en el Plan Urbano 2007-2017, de las que, con suerte, se ha organizado una, no llegan a disimular que muchas veces la “sociedad civil” se compone mayormente de sociedades anónimas.

La experiencia del Movimiento Giros es un intento de avanzar en la imaginación y concreción de alternativas. En seis años de disputa en los barrios de Nuevo Alberdi y Empalme Graneros, zonas de asentamientos irregulares con altos índices de pobreza en el noroeste de la ciudad, Giros ha desplegado una heterogeneidad de recursos para enfrentar la especulación inmobiliaria, sacando a la luz las vinculaciones entre los privados y la municipalidad, y los atropellos de los primeros. Su intención es crear formas de organización que excedan el trabajo barrial clásico para devenir trabajo territorial, interviniendo la complejidad de niveles que imponen las formas de vida social contemporánea.

Por medio de declaraciones y documentos, caminatas por la ciudad, escraches a grupos económicos y Fundaciones, y también acampadas frente a la Municipalidad, Giros pone en evidencia la extracción de plusvalía en los territorios de la periferia. A finales del año pasado tuvo lugar la aprobación en el Concejo Deliberante de la ordenanza ¡Ya Basta!, que prohíbe la construcción de nuevos countries y barrios privados en el municipio. Los efectos de la medida, la primera de su tipo en el mundo, van desde represalias y amenazas por parte de los especuladores inmobiliarios, hasta el intercambio con experiencias de urbanismo presentes en otras partes del planeta.

La Ordenanza no fue una medida aislada: se inscribe en el ambicioso proyecto Ciudad Futura, que apunta a diseñar experiencias de vida social que superen tanto la fragmentación capitalista como la ilusión de una planificación central. Ciudad Futura, dice Giros en su último documento público, no se reduce a los límites barriales de Nuevo Alberdi: es un proyecto de configuración política y territorial que apuesta a viabilizar modos de vida en pugna con los que disponen y desean las corporaciones privadas. Contra la utopía del mercado, el autogobierno pone en tensión los sentidos de un pensamiento estratégico sobre la ciudad.

La pregunta vuelve a ser la misma que animó siempre a los programas utópicos y los imaginarios urbanos más disímiles, una inquietud que subyace a los ritmos diarios y caóticos de las urbes contemporáneas, aunque a veces parezca disolverse en la pesada regularidad de los hábitos colectivos: ¿en qué ciudad queremos vivir?

revista Crisis nº6: ago-sep 2011.
fuente http://www.revistacrisis.com.ar/Monumento-a-la-especulacion.html

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