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Un sándwich de cobalto, por favor *
Por Luis E. Sabini Fernández - Sunday, May. 06, 2012 at 4:56 PM
luigi14@gmail.com

La Comisión Nacional de Energía Atómica desde su Dirección de Radioisótopos y Radiaciones está llevando adelante en acuerdo con el consorcio belga De Smet un plan para exponer alimentos a radiaciones ionizantes de cobalto 60 con la finalidad de prolongar la “comestibilidad”.

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La población tiene únicamente la oportunidad de ser informada por los circuitos mediáticos de semejante tratamiento, si es que se le informa y en todo caso sin enterarse de los pros y los contra de semejante método, pese a que existen informaciones de muy distinto cariz acerca de los efectos de dichas radiaciones.

El propio informe de la DRR, titulado “Alimentos irradiados” (H. M., marzo 1988), hace lugar a algunas puntualizaciones y despierta dudas, pese a que procura prepararnos anímicamente a favor de la irradiación de alimentos con afirmaciones contundentes.

“En la actualidad, asciende a treinta el número de países que han incorporado la irradiación de alimentos a su código alimentario comprendiendo a la generalidad de los países considerados desarrollados. En este aggiornamiento tecnológico marcha a la cabeza Holanda”.

Hacia el final el informe afirma: “La técnica de conservación de alimentos por radia-ción ionizante se está imponiendo en todo el mundo. Nuestro país no puede estar ausente.”

Esta afirmación consiste, para decirlo con lenidad, en una simplificación de la realidad, o de la verdad, que puede resultar peligrosa.

Como tantas veces antes, a los elementos dirigentes de los países periféricos, como el nuestro, los encandila lo que sucede en las metrópolis. Sin embargo, la visión que suelen recoger de aquéllas revela más que nada los déficit de nuestras realidades modernizadas, más que modernas, de mentalidad tradicional. Y lo que eso significa, tecnológica y culturalmente.

A los modernizadores se les suele escapar las resistencias que muchas veces sufren los adelantos tecnológicos, los aggiornamientos en los propios países “centrales”. Y las críticas, muchas veces demoledoras, que sufren tantos de tales hallazgos. Pese a las aventuradas afirmaciones de la CNEA, hay algunos países considerados “desarrollados” que no participan de la generalización de la irradiación de alimentos. O que lo hacen de un modo muy peculiar.
* Alemania Federal ha prohibido semejante técnica de manera tajante en lo que respecta a conservación de alimentos.
* Suecia ha autorizado únicamente a título experimental y por un plazo de tres años radiaciones sobre condimentos usados en charcutería (es decir, solamente sobre tales condimentos).
* En EE.UU. investigaciones de larga data llevadas a cabo desde el Ejército han producido informes que señalan una relación entre alimentos que han sido tratados para su preservación con radiaciones y una cierta pérdida de capacidad de cura de las heridas de los que los ingieren (Aftonbladet, Estocolmo, 29/4/1986).
* En el caso de Gran Bretaña, las conclusiones de The London Food Commission −el principal organismo en materia alimentaria en todo el país− en un informe reciente (adviértase que ya han pasado más de tres décadas desde los inicios de la técnica aplicada al área), entiende que la investigación hasta el momento no ha sido suficiente, puesto que sus resultados se han revelado contradictorios. En todo el país no se permite la radiación como elemento conservador para ningún alimento de consumo normal; sin embargo, está autorizada su aplicación sobre los alimentos que se suministran dentro de la administración hospitalaria.

El informe de la CNEA se inicia con una consideración histórica sobre “los métodos tendientes a conservar la comestibilidad del alimento”. Y con justeza destaca cómo esa preocupación ha corrido pareja con la misma supervivencia de la especie humana (e incluso de la de otras especies). Nos reseña así el uso del desecado, la salazón, el ahumado, etcétera. A renglón seguido se nos presenta el método de la radiación ionizante de alimentos como otro más de la serie.

Sin embargo, muy pocas líneas más abajo podemos verificar el verdadero sentido de la irradiación, tan distinto al de los métodos de conservación anteriormente reseñados. Hablábamos inicialmente de la conservación: “El avance tecnológico […] muestra la factibilidad de someter volúmenes apreciables de alimentos a la acción de la radiación con la finalidad de aumentar su vida comercial.”

El negocio… estamos lejos de una cuestión de supervivencia de la especie. Y más bien cerca de una “optimización” para la ganancia de los inversores dedicados al tráfico de alimentos. Optimización que no suele dar prioridad a la salud de nosotros, los consumidores, sino más bien a los rendimientos de la inversión.

Hacia el final del informe, “la materialización de la propuesta”, lo deja más claramente expuesto aun. En resumen, se trata de la “prolongación de la vida comercial de la frutilla”, “prolongación de la vida comercial de las especias”, “quintuplicar la vida comercial del pescado fresco”, “aumento de la vida comercial” [de jugos, por ejemplo].
Lo que se destaca entonces es el interés de comerciantes e intermediarios de vérselas con comestibles que puedan depositarse y comercializarse durante períodos más prolongados. Abaratar costos reduciendo gastos de circulación y asegurándoles mejores márgenes en el almacenamiento, espaciando los momentos de distribución, etcétera.

Con todo esto, se aleja todavía más el momento de la elaboración o cosecha de un alimento respecto del de su consumo. Lo que, dicho sea de paso, va contra una tendencia generalizada en los países considerados “desarrollados” de, por el contrario, tratar de achicar ese intervalo. Comer más fresco, en suma, es decir, volver a comer más fresco.

Es cierto que los alimentos, tejidos vivos, tienen una serie de limitaciones económicas para su manejo y distribución. Se pudren, se “abichan”, les salen hongos, moho. O se “brotan”, les salen raíces y tallos, como pasa con papas, cebollas, ajos. El proyecto de CNEA, precisamente, está destinado, entre otros objetivos, a impedir (o por lo menos atrasar) los brotes de papas y cebollas.

En los considerandos del proyecto figura que alrededor del 10 % de las cosechas de tales productos se pierden por brotado. Lo que el proyecto no aclara cuál es “el porcentaje de pérdida” de calidad alimentaria y sanitaria que pueda sobrevenir cuando estos alimentos son irradiados.

Sólo así podríamos enjuiciar con más elementos los montos reales de gastos y el ahorro efectivo de semejante medida, aunque tales gastos no le sean, en la sociedad en que vivimos, cargados a la CNEA o a los consorcios que explotan comercialmente la conservación de alimentos mediante radiaciones ionizantes, sino a los rubros de atención médica de la población.

Ciertamente, el uso de cobalto 60 (así como el de cesio 137 en otros países; este último es el muy temido elemento arrojado a la atmósfera y diseminado en miles de km a la redonda en situaciones como el reciente siniestro de Chernobyl) se fundamenta en el hecho de que sus rayos gamma atraviesan los alimentos sin quedar en ellos. Es decir, que un alimento así tratado no se convierte en fuente radiactiva en magnitud alguna. Pero eso no desecha la posibilidad de lesiones que semejante radiación produce en tejidos celulares, como los de los alimentos. Ni siquiera los partidarios del método lo descartan, como se desprende tanto del informe que venimos glosando como de una entrevista habida con el ingeniero Mugliaroli, director de la DRR.

Muy por el contrario, se conocen desde hace mucho los efectos mutágenos y cancerígenos de las radiaciones. Y no alcanza como descargo el hecho, lamentablemente cierto, de que este sistema de conservación procura sustituir a otros probadamente tóxicos, como el gas óxido de etileno.

Tony Webb, investigador de la London Food Commission, ya citada, sostiene: “Es una estafa decir que la radiación de alimentos es inocua. Los informes de algunas investigaciones muestran que comestibles irradiados pueden dar lesiones cromosomáticas. Tales lesiones parecen surgir si el hombre consume mercaderías dentro de las dos semanas de irradiadas.” (Dagens Nyheter, Estocolmo, 6/8/1986).

Los organismos destinatarios de las radiaciones tienen diferencias apreciables de resistencia. Eso conduce a otro efecto no precisamente deseable: si, por ejemplo, se tratan pollos con radiaciones para matar las bacterias de la salmonella, sobreviven los causantes de botulismo. Pero al matar las de salmonella son también aniquiladas las bacterias que normalmente combaten el botulismo. Con lo cual, paradójicamente, la eliminación de un agente patógeno puede hacer “florecer” otro, no menos peligroso.

No sólo eso sino que el tratamiento radiactivo que elimina las bacterias de salmonella suele a la vez liquidar a las bacterias del característico olor a putrefacción (bacterias éstas que se cuentan entre las más sensibles a las radiaciones). El resultado en este caso es que el consumidor se ve privado de un buen elemento informativo; el olor, para evaluar la calidad de lo que va a consumir.

Hay otro aspecto ante el cual diversas investigaciones coinciden: que el valor vitamínico de los alimentos tratados con radiactividad es francamente menor que el de sus correspondientes frescos. Pero en esta cuestión hay algunos investigadores que atribuyen tales pérdidas de valores vitamínicos no a las radiaciones sobre productos con largo estacionamiento sino al largo estacionamiento propiamente dicho.

A lo largo del informe se reitera una formulación inquietante: “Este comité de expertos internacionales (FAO-OMS-OIEA) emite recomendaciones: hasta una dosis promedio de 10 k Gy (10 000 grey = 10 000 joule/kilogramo) el tratamiento es seguro para la conservación de alimentos. Establece además que a partir de esa dosis no se han observado efectos tóxicos por irradiación pero que cada caso debe ser analizado en forma independiente.”

Las recomendaciones del máximo nivel tecnológico mundial en esta materia única-mente hacen referencia a la seguridad para el tratamiento, es decir para la consecución de los fines que se persiguen (inhibir brotes, desinsectizar, etcétera). Respecto de los resultados que parecen sobrevenir sin que se los persiga, un concepto de seguridad que tenga que ver con la salud de la población, el tono se torna mucho más cauteloso: “no se han observado”…
En general, la formulación acerca de la toxicidad suele tomar esta forma evasiva que acabamos de ejemplificar: “La radiación ionizante […] no debe superar los 5 MeV y cuando se utiliza radiación de electrones, hasta 10 MeV, con estos límites no existe posibilidad de inducir la producción de isótopos en el producto tratado.” ¿Se puede afirmar esto con una certeza del 100%? ¿Qué valor tienen estos límites ante las exposiciones sucesivas, ante la acumulación?

El contacto con técnicos de la CNEA −mediado por lecturas de trabajos del mismo origen− replantea una vieja cuestión que es común a profesionales de muchas ramas del mayor nivel de conocimientos científicos y tecnológicos. Para decirlo con las palabras de un teólogo francés que abordara el tema del ingreso de jóvenes científicos a sectas religiosas seudocientificistas: “En su búsqueda de una doctrina filosófica y religiosa −y eso prueba que la formación científica puede acostumbrarse a métodos muy rigurosos en una esfera muy limitada y dejar la mente desamparada en otros órdenes− aquellos jóvenes me causaban la impresión de no tener el menor espíritu crítico.” (Jean Chevalier, cit. p. Alain Woodrow, en Las nuevas sectas).

El mismo juicio se puede extender a científicos de todas las edades y actividades no precisamente religiosas. Es alarmante ver asociados en los mismos individuos tanta solvencia técnica y científica y tanta falta de discernimiento sociopolítico. Éstos no parecen ser los mejores fundamentos para que la población tenga que resignarse a consumir alimentos irradiados.

* Artículo publicado en Uno mismo, Buenos Aires, diciembre 1988.

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