Julio López
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Los fogones de Artigas/ La América sepultada
Por Aim Digital - Monday, Jul. 02, 2012 at 10:36 AM

En una exposición que hizo ante docentes de María Grande hace tiempo, el historiador uruguayo Gonzalo Abella se refirió a las creencias subyacentes en los fogones de Artigas, esas noches de reunión en torno al fuego de indios, negros, criollos, a la espera del combate unidos todos por el mismo propósito de libertad y reconocimiento, que veían expresados en el protector de los Pueblos Libres.

Los fogones de Artig...
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Abella hizo notar que entre los pueblos originarios que habitaron el Uruguay y Entre Ríos, los recién nacidos deben ser presentados a la luna por sus padres.

De ella toman una “energía” o “hálito” que es como inspirar, incorporar el Ser universal. En cierto modo es un bautismo porque es un acto generador del ser individual, como la concepción lo fue antes por obra de sus padres. Y el ser individual tiene mucha relación con el nombre.

Se trata de una idea implícita de relaciones entre los diversos modos o planos del Ser, que en sí mismo es uno aunque nosotros no podamos apreciarlo sino como múltiple.

Artigas es el caso único de un caudillo que se enfrentó a los porteños de Montevideo y Buenos Aires, a los portugueses, a los españoles y a los ingleses, a todos los imperios y a todos los secuaces, disimulados o no, conscientes o no, de los imperios.

Por eso siempre encontró algún traidor: quien lo seguía por tener problemas con uno de sus adversarios estaba dispuesto a transar con otro y a volverse contra él. Son problemas de la grandeza.

Por eso quienes hoy lo alaban y le rinden homenajes interesados e ignorantes, estarían dispuesto a traicionarlo si volviera, aunque no lo hiciera por donde creen ellos. Un personaje de Dostoievsky decía que el clero ruso mataría a Cristo de nuevo si volviera, solo para preservar la Iglesia ortodoxa como institución mundana.

Artigas: quienes hoy lo alaban y le rinden homenajes interesados e ignorantes, estarían dispuesto a traicionarlo si volviera.

Una década después del fin de la gesta de Artigas, uno de los tantos traidores que debió sufrir, Fructuoso Rivera, era presidente de la recién formada República Oriental del Uruguay, obra británica.

Rivera, después de jurar la constitución de 1830, vendió cuatro charrúas a un aventurero francés, que los expuso como bestias sudamericanas en París. Uno de ellos, Vaimaca Peru, era un cacique charrúa que había peleado junto a Artigas por su libertad, por la “libertad en su expresión más amplia” como decían las instrucciones del año XIII que los porteños rechazaron. Otra era Guyusuna, una joven de Paysandú que estaba embarazada y por eso Rivera regateó por ella un precio mayor.

Cuando uno de los charrúas prisioneros en Francia junto a Guyusuna supo que el otro había muerto, dijo con entusiasmo: “volvió, él volvió”. Los franceses creyeron que había entendido mal y le repitieron “murió”. No había mala comprensión. El que muere, vuelve al lugar donde fue presentado bebé a la luna para cerrar el ciclo que se inició al nacer. Ahora el charrúa muerto estaba otra vez, de alguna manera incomprensible para nosotros, en el campo oriental donde nació.

Para los americanos originarios, la vida está comprendida entre la primera inspiración, el llanto inicial del bebé y la última espiración, la de la muerte. O entre dos presentaciones a la luna, que tiene un valor simbólico múltiple como crecer y menguar, alumbrar y apagarse, etc.

La luna, fuente de inspiración para el pueblo charrúa.
Abella, uno de los mejores conocedores de las tradiciones autóctonas, dijo: “todas estas creencias estaban en los fogones de Artigas, eran el presupuesto que todos compartían, los datos inmediatos de su confraternidad espiritual y social. Sin ellos no se comprenderá a los paisanos y los indígenas serían meras bestias, como pretendían los europeos que rechazaban todas estas creencias sin conocerlas. A estas creencias se sumaron las propias de los negros africanos y las europeas precristianas, las celtas por ejemplo”.

Abella adjudicó a la tradición celta, sin duda a la popular y no a la tradicional de Merlín, el Grial y la Tabla Redonda, el “aminismo” presente en los grandes cuentos de hadas. En ellos un beso, el beso de amor de un hombre, puede resucitar a una doncella dormida (la Bella Durmiente). Una niña pequeña puede adentrarse en un bosque para hablar con un lobo (Caperucita) o los duendes de la tierra pueden ayudar a una niña perseguida (Blancanieves).

Hay afinidad entre las creencias subyacentes en estos relatos, que desde que Perrault los formuló magistralmente dominaron la imaginación europea, y las de los fogones de Artigas con el denominador común del “animismo”.

La denominación, el nombre de cada uno, preservado a veces tras un sobrenombre, de que nuestro nombre y apellido son un recuerdo lejano, es fundamental para los pueblos originarios que se mantienen fieles a los puntos de vista tradicionales.

El nombre del ser individual es el conjunto de todas las cualidades y atributos que le son característicos, propios y únicos. Jamás el Ser universal infinito puede repetir dos veces la misma cosa, nada se repite o
de lo contrario habría una limitación para el infinito.
No es cierto el “eterno retorno de lo idéntico” de Nietzsche, doctrina cuya falsedad salta a la vista de cualquiera que conozca algo de la doctrina perenne. Por eso dice la Biblia que quien una vez se alzó en el mundo de los vivos, jamás será visto de nuevo en él.
El nombre (“nama” en sánscrito, en inglés y alemán “Name” y con el francés “nome”) es la esencia individual, que con la sustancia constituyen el ser individual. Contiene distinciones: el nombre particular de cada uno y lo que contiene la familia o raza a que pertenece. Hay cierta similitud a las categorías lógicas de género próximo y diferencia específica o al nombre y el apellido. El nombre indica una individualidad y el apellido una familia o comunidad de origen.

Cuando nace un ser, lleva en sí a su nombre individual y familiar, es decir, sus cualidades propias, particulares, y las de su familia o grupo. No hay dos seres iguales: si los hubiera sería imposible diferenciarlos.
Todos tienen algo común, pero todos tienen algo propio que hace que jamás se puedan confundir totalmente con otro.
La naturaleza propia de cada individuo, resumida en su nombre, comprende desde el origen todas las tendencias y disposiciones que se manifestarán luego y que lo harán apto para ciertas cosas y menos apto para otras. Cada cual debe conocer su naturaleza propia. De aquí se deriva que cada cual debe ocupar la función social que le corresponde y no cualquiera.
La modernidad que ha sustituido el punto de vista autóctono supone que todos son igualmente aptos. Se trata de desconocimiento de la naturaleza propia de cada uno y de la naturaleza universal.

Desde que Occidente entró en este camino, en el que estamos empantanados hoy, no ha hecho sino multiplicar errores y sumar desatinos hasta poner en peligro el mundo, o hacerlo marchar al abismo.

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