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La verdad sobre Gabriel Galíndez. Secuestrado hace 33 años en La Plata
Por (reenvio) Miradas al Sur - Sunday, Jul. 15, 2012 at 8:47 PM

Usted está aquí para prestar declaración sobre la muerte de Gabriel Diego Galíndez. ¿Jura o promete decir la verdad en todo cuanto manifieste y le fuere preguntado?”, me dice el juez.

Es miércoles a mediodía y llueve en La Plata. Hace apenas cinco minutos terminé de fumar el último cigarrillo de la espera en el enorme balcón del primer piso del antiguo Hotel Provincial, transformado en sede de la Cámara Federal de Apelaciones. Ahora, en una sala en la que aún no se han borrado todas las huellas de viejos lujos, miro hacia el estrado donde hay dos jueces y una secretaria; enfrente hay un fiscal y, a mi lado –la Justicia así lo dispone–, un defensor oficial que no me habla.

Es el escenario de un juicio por la verdad y estoy ahí para declarar lo que sé sobre la desaparición y muerte de Carlos, es decir de Gabriel Galíndez. Soy un testigo y, como tal, me preguntan si juro o prometo decir toda la verdad. Sí, contesto. Trato de recuperar los hechos, de ser todo lo preciso que me permiten 33 años de distancia. Tal vez por eso –pienso mientras empiezo a contar– un día del resto de mi vida decidí meterme a cronista, tal vez para esto. Para contar que a Gabriel lo secuestraron una tarde de mayo de 1977, en los días previos al 25, en un departamento, el primero del pasillo, de la calle 16 entre 66 y 67, cerca del Hospital de Niños, en La Plata. Que llegaron en camiones del ejército y que hubo un tiroteo y que Gabriel, finalmente, se entregó.

¿Usted fue testigo presencial?, me pregunta uno de los jueces. Pienso, pero no le digo, que si hubiera estado allí, ese día a esa hora y en ese lugar, difícilmente podría estar aquí ahora. Le digo, en cambio, que no, que lo sé por una compañera que vio desde lejos el operativo y habló con los vecinos, y que uno de ellos –un señor mayor– le dijo que había habido un tiroteo y que se habían llevado a un rubiecito que había salido con las manos en alto; que lo sacaron a empujones y lo subieron a un camión. ¿Y cómo sabe que se trataba de Gabriel Galíndez?, me pregunta uno de los jueces, el otro. Porque esa casa –le explico– la conocíamos solamente cuatro. Que el Tano era alto, de bigotes y pelo bien oscuro; que el Negro era la imagen que su apodo indicaba, y que yo, bueno, yo, como puede ver, estoy acá. Así que era Carlos, le digo. ¿Carlos?, me pregunta el mismo juez. Sí, Carlos.

¿Cuando habla de Carlos está hablando de Gabriel Galíndez?, insiste, supongo que para que quede asentado con claridad. Yo conocí a Carlos. A Gabriel Galíndez no. Hasta hace muy poco –si se tiene en cuenta que pasaron 33 años–, no supe que Carlos se llamaba Gabriel. Aunque militáramos juntos durante más de un año. O precisamente por eso. Él nunca llegó a saber mi nombre. Nos llevábamos bien y mal. Nos gustaban los Beatles y la música barroca –a él, sobre todo, los conciertos para flauta–; y los dos éramos hinchas de Estudiantes de La Plata, pero a la cancha fuimos irresponsablemente juntos una sola vez.

Esa tarde el Pincha perdió. En esas cosas nos llevábamos bien. En otras chocábamos duro, como sólo pueden chocar dos jóvenes de 20 años que se enfrentan, cómo sólo podían discutir un ex boy scout proletarizado y un egresado del Colegio Nacional que, aun cavando zanjas para un contratista de Gas del Estado, no podía renunciar a sus aires de librepensador. Lo recuerdo rojo de furia –tan rojo que se le borraban las pecas–, con los puños cerrados, gritándome en medio de una reunión. Corrían las últimos meses de 1976 y él leía –para después discutirlo– un editorial de El Combatiente con una voz alta que, dadas las circunstancias, era poco más que un susurro. “El sendero revolucionario, iluminado por la potente luz del marxismo leninismo...”, venía leyendo.

“Por cómo nos va, parece que ilumina como una bombita de 40”, lo interrumpí. Me guardo lo que siguió. Sí, Carlos era Gabriel Galíndez, le digo al juez. Carlos era un nombre de guerra, entonces, me dice. Sí, digo yo. ¿A qué organización pertenecían?, pregunta el mismo juez. Para que quede asentado. Militábamos en el Partido Revolucionario de los Trabajadores, y cumplíamos tareas en la Juventud Guevarista, para que quede asentado, le digo yo. ¿Esa casa era una casa segura?, pregunta el otro juez. En esa época no había ninguna casa segura, le contesto. Lo que se llamaba una “casa segura”..., insiste. Una “casa segura”, sí.

Y usted dice que a Gabriel Galíndez se lo llevaron de ese departamento en mayo de 1977... Sí, la semana anterior al 25 de mayo. No puedo precisar la fecha exacta. Porque..., empieza a decir el juez. Claro, los datos no concuerdan, se contradicen. Y precisamente por eso develan –una vez más, como cada hecho singular– lo siniestro de la lógica sistemática del terrorismo de Estado. Porque la versión que la policía le dio a la familia dice que Gabriel Galíndez murió a mediados de octubre del ’77, en un enfrentamiento en las afueras de La Plata. La madrugada del 16 de octubre, el portero eléctrico sonó, ominoso, en la soledad del departamento de Nora, la madre de Carlos.

“Soy un compañero de Gabriel”, dijo una voz de hombre desde la calle, “murió en un enfrentamiento; búsquelo”. Unos días antes, Nora se había entrevistado con un asistente del arzobispo de La Plata, monseñor Plaza, para pedir noticias del paradero de su hijo. La respuesta –qué otra cosa era si no– llegó esa madrugada del 16 de octubre, de una voz que no era la de ningún compañero de Carlos.

La peregrinación de Nora por las comisarías platenses terminó –por indicación de la propia policía– en una cochería de la calle 12. Allí, a cambio de una fuerte suma de dinero, se comprometieron a ubicar el cuerpo que todavía seguía secuestrado, desaparecido, ahora a la espera de un rescate. Al día siguiente, la madre y el tío de Gabriel fueron fotografiados e intimidados en el Departamento Central de Policía, antes y después de que pudieran ver finalmente el cadáver, con un balazo en la cabeza.

Pesaba 20 kilos menos que la última vez que lo habían visto. Por orden de la Bonaerense, no hubo velatorio y sólo tres personas pudieron asistir al entierro. Todo esto lo contó Carmen, la tía de Gabriel, un rato antes que yo. Porque a la familia le entregaron el cuerpo en octubre de 1977, termina de decir el juez. Lo secuestraron en mayo, repito. Y, dos días después secuestraron al Negro, a Alberto Farías, en la casa de sus padres, digo también. El Negro sigue desaparecido.

La verdad sobre Gabriel Galíndez, sobre Carlos, sobre su desaparición y su muerte, la conocíamos desde hacía tiempo. Desde que Pedro, uno de sus hermanos, y yo pudimos ensamblar dos hechos: su secuestro en mayo y su asesinato en octubre de 1977. Ahora, 33 años después, la conoce también la Justicia. En el medio quedan el horror y la oscuridad de sus cinco meses de detención ilegal, hasta su ejecución. También siguen ocultos los nombres de sus secuestradores y de sus asesinos, protegidos por las sombras cómplices del terrorismo de Estado que se prolongan hasta hoy. Establecida la verdad, todavía no hay justicia para Gabriel. Afuera sigue siendo miércoles. Y no para de llover.

Fuente: http://www.miradasalsur.com

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