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Te alentaré hasta la muerte
Por (reenvio) Alejandro Wall - Monday, Sep. 03, 2012 at 7:27 AM

Para terminar con los caídos en el fútbol se apela a discursos médicos que buscan extirpar el cáncer del cuerpo social y a una ley del senador De la Rúa. Descifrar la lógica de violencia que organiza el espectáculo, con operativos de seguridad incluidos, es el primer paso que nunca se dio. El 90% de las muertes durante 2012 fueron por enfrentamientos entre facciones de una misma hinchada. Cómo regular una furia casi siempre intrauterina, en un mundo donde el Estado sólo es auspiciante.

Esos tipos que van en caravana, subidos a micros escolares atestados humeantes, los cuerpos asomados por las ventanillas, encapsulados por la policía, envasados como dice la jerga, en ebullición, no son los únicos actores de ese drama que se llama violencia en el fútbol. Hace muchos años, en Fútbol Prohibido, un programa que conducía Diego Bonadeo, territorio libre en el país del monopolio televisivo, se burlaban de una campaña publicitaria de TyC Sports. El spot lo mostraba a Oscar Ruggeri diciendo no a la violencia o algo así. Fútbol Prohibido le agregaba, seguido, la imagen de Ruggeri volando directo a la tibia y el peroné de José Luis Chilavert. Hablemos de violencia después.

La Argentina es dueña de palabras que giran por el mundo sin posibilidad de traducción. Barrabrava es una de ellas. No es fácil encontrarle una definición, pero existe una idea muy extendida y sostiene que se trata de un sujeto irracional. Lo escuchamos en repetición durante las transmisiones de los partidos de fútbol. Sobre una escena de violencia alguien siempre lanza la muletilla sobre los inadaptados de siempre. Un inadaptado: el pibe que toma una piedra, acaso la butaca de una platea, y lanza el objeto contra la tribuna rival en busca de una cabeza o, tan solo, en busca de lo que devuelve la imagen: la cultura del aguante, el quién se la banca más, el quién la tiene más grande. La violencia queda limitada a la furia de un salvaje.

El progresismo, argamasa de postulados políticamente correctos, se hizo cargo de este asunto cada vez que pudo –y le convino. Siempre, por supuesto, con mucha indignación hacia los barrabravas. Vamos a aplicarles la ley, vamos a limpiarlos de la sociedad, vamos a denunciar la cadena de complicidades, que vuelva la familia a la cancha. La ley que quisieron aplicarles se conoce como Ley De la Rúa, la 23.184, un régimen penal y contravencional para reprimir la violencia en las canchas –en los espectáculos deportivos–, que se aprobó hace veintisiete años y tiró penas a lo pavote pero nunca se preguntó cómo es que a un barra preso le crece otro barra suelto al que lo siguen otros muchos barras. Es la pregunta que tanto nos hacemos cuando hablamos de lo que llamaríamos violencia social pero casi nunca cuando se trata de personajes de la tribuna: ¿por qué?

El corte entre civilización y barbarie –¡los violentos!– vino siempre al pelo. La prensa del deporte viene desde hace largo con eso. El progresismo le facilitó el objeto de indignación, le dejó la pelota servida para patearla afuera, bien lejos de su propio arco: cada vez que un partido termina con muertos, que van pasando como NN a esa fosa común que son las listas –el número que se publica–, el periodista saca su traje de combate, infla el pecho, y le da duro y parejo a los barrabravas. Con palabras fuertes, eso sí. Con la cara de Santo Biasatti. Y chau: el problema se cierra en un culpable, una categoría, un grupo, dos o tres personas, y quita del foco todo lo demás, lo pone a un costado porque los otros, en todo caso, son responsables pero por complicidad: el político porque los usa, el dirigente porque les da entradas, el jugador porque les da plata, y el hincha porque los aplaude. La mirada etnocéntrica se naturalizó. El barrabrava fue –y es todavía– el cáncer a extirpar; el árbol que tapa al bosque. Se ve mucho en la televisión.

El barra es la mano de obra para la patota, sí, muy cierto, el brazo armado de la burocracia sindical, el aparato partidario, el gobernador, el intendente, el concejal. Lo contaron con precisión Gustavo Veiga y Gustavo Grabia, cada uno en sus notas y libros. Barrabravas fueron los que le dispararon a Mariano Ferreyra. No eran inadaptados sociales sino personajes muy bien adaptados a un sistema para hacer su negocito –pegar apretar matar a cambio de dinero– en favor de los negociados de otros. ¿Qué son primero? ¿Matones o barrabravas? ¿El barrabrava es un matón? ¿Un asesino? ¿Todo barrabrava es asesino? ¿Qué es un barrabrava? ¿Cuál sería su territorio de acción principal: la calle o la tribuna? En realidad, su peso en la tribuna, el aguante como capital simbólico, la capacidad de movilización, le permiten la diversificación. Todo vuelve: sus contactos políticos le dan la posibilidad, a su vez, de seguir reinando en la popular.

También hay que decir que el barra-brava es un hombre, un padre, un hijo, un hermano, un empleado, un nieto, un marido, un trabajador, un desocupado, un novio, un vecino: una persona. Esos bárbaros salvajes, en realidad, forman parte de un grupo con cultura: tienen sus propias prácticas y un orden simbólico que los representa. Tienen una identidad. La hinchada es un lugar de pertenencia; la tribuna, un territorio en donde se construyen relaciones. Lo sabemos todos los que habitamos alguna vez esos escalones en los que se pasa de la angustia a la felicidad en el segundo en que una pelota cruza la raya para tocar una red. “No son mercenarios que sólo hacen eso” dice el sociólogo, Santiago Uliana, “sino actores sociales dentro del club, y son conscientes del lugar que ocupan y del poder (relativo a ese mundo) que poseen”.

Hace un tiempo, en una audiencia de la Comisión de Deportes, un diputado radical le pasaba la lija al Gobierno nacional por el armado de Hinchadas Unidas Argentinas. La ONG que unía voluntades bravas de distintos colores para, entre otros objetivos, viajar al Mundial de Sudáfrica, arrancó con el empuje de un puntero kirchnerista, Marcelo Mallo, pero después cobró autonomía: su último acto reconocible fue mostrar una bandera con la candidatura a gobernador de Francisco De Narváez. El diputado radical, entonces, decía qué vergüenza, oh, la barra oficial, mientras se olvidaba su parte. Le recordé –invitado como periodista– que Carlos Bello, uno de los suyos, un hombre del comité, muy conocido en los márgenes xeneizes del Riachuelo, era quien le tendía el puente a José Barrita, el Abuelo, con la Comisaría 24 de La Boca. “Carlitos Bello corazooooohoh”, cantaba La Doce, bien temprano en los ochenta, pero también: “Oh, yo soy del Abuelo, peronista y bostero”. Esa es la órbita porosa en la que gira un barrabrava: del kirchnerismo al denarvaísmo; del radicalismo al peronismo.

El radical que se indignaba sin mirarse los zapatos olvidaba –vamos a darle ese changüí a la memoria– que no se trata de cómo un sector político cierra negocios con la barra sino de cómo una lógica política –un sistema– los necesita y los utiliza. Siempre se desentiende al sistema del fondo de la problemática. Se dice que cuando el otro deje de usar barras se termina todo. Pero, en realidad, sabremos que habrá otro que también las usará. Lo mismo pasa con la pobreza, que parece tan terrible y se la quiere legislar, distribuir lo que hay, mantener esto tal como está, una clase allá arriba, la otra allá abajo, pero que algunos sufran menos y coman un poco más. El discurso progresista, eso sí, no es punitorio con la violencia de la calle. No reproduce a Radio 10, el éter represivo, sino que se pregunta las causas, dice que ningún pibe nace para chorro, que el hambre también es violencia y hasta se preocupa por las cárceles. Muy bien. Lo que no dice es que ningún pibe nace para barrabrava.

El antropólogo José Garriga Zucal, investigador del Conicet, derribó hace tiempo los lugares comunes que invaden esta problemática. Durante tres años se internó en la barra brava de Huracán, acompañó a sus miembros en micros, asados y tribunas, compartió con ellos decenas de partidos, y publicó Haciendo amigos a las piñas. Violencia y redes sociales de una hinchada de fútbol, un libro que revela la racionalidad –la racionalidad– que existe en las prácticas de los barras. No hay un inadaptado a una sociedad civilizada sino sujetos que actúan bajo ciertas lógicas de esa misma sociedad. “Al identificarlos como violentos, salvajes, inadaptados o bárbaros”, escribe Garriga Zucal, “se eliminan, al estigmatizarlas, las particularidades sociales de sus acciones. Y se elimina, por el mismo acto, la violencia como una acción social provista de sentidos, ubicándola fuera del ámbito de lo posible de ser pensado o investigado”.

Las barras supieron armar en los últimos años pingües negocios alrededor del fútbol. Negocios muy racionales en una lógica capitalista que sería más o menos así: si del fútbol se llevan dinero los jugadores, los entrenadores, los periodistas, los dirigentes, los policías, los empresarios y otras especies variopintas, por qué no deberían extraer una ganancia quienes disponen el espectáculo –la fiesta, el color, los cantitos. La barra, entonces, embolsa dinero por la reventa de entradas, los puestos de comida en el estadio, el estacionamiento en las calles que rodean la cancha, la venta de ropa oficial, los tours al paravalancha, los aportes de futbolistas, dirigentes, políticos y representantes, y hasta recauda –en ocasiones– por los porcentajes de algunos pases. Barritta fue quien primero vio el filón, el precursor en hacer de la barra una empresa próspera. El Abuelo, símbolo de una época en la tribuna, cayó con el asesinato de dos hinchas de River. Al tiempo, ya en libertad, murió. La Doce se recompuso naturalmente con Rafael Di Zeo, primero, y Mauro Martín, después.

Donde cae un barra, sube otro. El que no controla busca su lugar y la disputa no es a los codazos. Un estudio del Departamento de Investigaciones de Salvemos al Fútbol, una organización que lucha contra la violencia en las canchas, determinó hace tres años que los asesinatos entre integrantes de una misma hinchada ya representaban un 17% del total histórico. Si se actualizara el trabajo el porcentaje aumentaría: de los nueve crímenes que se produjeron este año, ocho habrían tenido relación con asuntos internos de las barras.

Salvemos al Fútbol contabiliza, entre ellos, el asesinato de los tres militantes del Frente Popular Darío Santillán, en Rosario, ya que el autor es un barra de Newell’s y la sospecha es que los habría matado por error al buscar venganza por la muerte de su hijo. La última muerte –al menos, hasta el momento de escribir esta nota– fue la de Gonzalo Saucedo, apuñalado en una tribuna del Monumental, minutos antes del partido entre River y Boca Unidos. Saucedo, de veintiún años, murió de madrugada en el hospital Pirovano. Quedará en el olvido con el número 267.

Mientras la muerte sucede hacia adentro, los operativos de seguridad, uno de los negocios de la violencia, que pueden costar hasta cincuenta mil pesos en un partido, suceden para afuera. Las hinchas deben ir separados, cada uno por sus calles, muchas vallas, mucho enrejado, mucho alambrado, derecho de admisión cuando la cosa se complica, y prohibición de público visitante hasta que River se fue al descenso. Nadie regula, en cambio, lo que ocurre adentro de los muros de la barra, uno de los tantos territorios a los que no llega el Estado; es la barra la que autoregula su violencia a los tiros. “Los asesinatos que provocan las muertes no constituyen hechos sin sentido”, escriben Santiago Uliana, Diego Murzi y Sebastián Sustas, los sociólogos de Salvemos, “al contrario, poseen un claro significado al interior de la propia hinchada y es la de asumir la función social de regular interna- mente el umbral de violencia permitida”. Y el umbral, como sabemos, es altísimo.

¿Qué pasaría si todo esto encontrara su regulación? Si existiera un estatuto del hincha, con derechos y obligaciones, si cada barra tuviera un carné, si todos supiéramos sus nombres y apellidos, sus edades, sus direcciones, sus historias; si la venta de productos oficiales a su cargo fuera en blanco –como sucede en algunos clubes de Brasil– y asumiéramos que las hinchadas no dejarán de existir jamás, sólo que hay que apagarles el botón del aguante, su capital simbólico, la lógica por la cual es necesario mostrar quién la tiene más grande. Sería como hacerle un gran tajo al sistema que los adapta –los adopta.

Algunas de estas ideas se encuentran en un documento que elaboraron los investigadores del Conicet Pablo Alabarces, Verónica Moreira, y Garriga Zucal, junto a otros especialistas. Otra propuesta, por ejemplo, es la creación de un canal de diálogo con los hinchas, que sean ellos los que piensen de qué modo se enfrenta a la violencia: empoderarlos para que autoregulen sus prácticas. Que tengan, como en Brasil, donde en 2003 se sancionó el Estatuto do Torcedor, una ley de espectáculos deportivos que les imponga obligaciones y les otorgue derechos.

“Si la constante retórica ‘hay que hacer como los ingleses’ fuera consistente”, explica el documento, “se vería que ésta fue la principal lógica de la reforma británica: organizar un fútbol para los espectadores, y no para una mínima porción involucrada en actos violentos”. Pero en Inglaterra los hooligans tenían lógicas y relaciones distintas a las de los barrabravas. No tenían vínculos con dirigentes ni políticos. No eran fuerza de choque de los sindicatos. No eran el sistema. La salida inglesa, eso sí, tuvo otras consecuencias: los sectores populares, sobre todo los más jóvenes, se alejaron de los estadios y se exiliaron en los pubs. Hacia allí también corrió la violencia. Steve Powell, miembro de la Federación de Hinchas de Inglaterra –¿para cuándo la argentina?– dice que el aumento de las entradas no es la solución. “Mucho más importante”, dice Powell, “es la integración social”.

Javier Cantero piensa lo mismo. El mediodía en que la barra brava de Independiente lo encerró en el despacho presidencial para reclamarle entradas y micros, Pablo “Bebote” Álvarez, capo de la banda, agitaba un papel. Cantero cuenta que se lo quería sacar, que se lo pidió varias veces pero Bebote se lo negó. Ahí estaban anotados cada uno de los miembros de la primera y segunda línea de la barra, el núcleo duro, los tipos que pueblan el centro de la tribuna. Cantero quería la lista porque lo que quiere, en realidad, es saber sus nombres, dónde viven, cómo, si tienen o no trabajo, si tienen casa o si necesitan ladrillos para construirla, si sus hijos van al colegio, si tienen hijos, si no. Quería hablar con ellos pero sin el líder que intermediara, sin la organización. Sin Bebote, al que acusaba de recibir hasta 42 mil dólares por mes cuando Julio Comparada era el presidente del club.

“Me gustaría hablar con ellos uno por uno y quizá desde el club podemos ayudarlos”, dijo Cantero. “Hasta podríamos hacer un trabajo interesante en las zonas humildes”. El presidente de Independiente se atrevió a romper con la lógica de los dirigentes y emergió como líder social de ese fenómeno. Independiente, hay que decirlo, arrastraba una característica: sus hinchas solían diferenciarse de los barra del club.

Cantero se convirtió en un líder que parece solitario, única cara asomada entre un mar de cabezas gachas, las de sus colegas. Su irrupción despertó esperanzas, incluso, en los hinchas de otros equipos. Sin embargo, mientras la prensa lo convertía en héroe pocos escuchaban lo que decía: que iba a dar la pelea pero que quería hablar con los barras. Acaso preguntarles, a cada uno de ellos, lo que tantos no les preguntaron. Y ojo, dijo, porque también hay barrabra- vas de guante blanco. Los que saquean la tesorería desde un escritorio. Porque quizá haya que intentar responder otra vez qué es ser un barrabrava. Tal vez haya que empezar por ahí. Desde el principio.

fuente: revista crisis nº 10 http://www.revistacrisis.com.ar/te-alentare-hasta-la-muerte.html

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