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Pueblo Ranquel: entre la tradición y el progreso
Por Fuente: El Diario de la República / San Luis - Sunday, Oct. 07, 2012 at 9:20 PM

El Gobierno provincial les restituyó más de 68 mil hectáreas en el sur. Viven del campo, pero van por más.

Pueblo Ranquel: entr...
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Para llegar al Pueblo Ranquel hay que enfilar hacia el sur de San Luis. Desde la capital, la Autopista de las Serranías Puntanas nos deposita en la ruta provincial 27, que nace justo en la entrada de Fraga. Hay que fijar la vista en esas casas bajas porque serán las últimas construcciones en la retina hasta que, 150 kilómetros más adelante, un cartel indique que hay que doblar a la derecha y abrir la tranquera que conduce al mundo de una cultura originaria que, hace cinco años por una gestión personal del entonces gobernador Alberto Rodríguez Saá, vio reparados sus derechos sobre las tierras que pertenecieron a sus antepasados.
El primer contacto con un vocablo indígena se da apenas uno deja Fraga, en una curva bien cerrada a la derecha. Allí hay un cartel que indica que la ruta 27 se llama “Cacique Huenchuil”, quien fue el padre de Yankamil (sobrino del cacique Mariano Rosas), según escritos de época del padre Marcos Donati. Es apenas un anticipo de lo que encontraremos una vez que comencemos a internarnos en las poco más de 68 mil hectáreas que el Gobierno de San Luis les restituyó a los ranqueles a partir de agosto de 2007.
A tono con lo que pasa en el resto de San Luis, la entrada a tierra ranquel es una especie de autopista… de tierra. Un camino arenoso, ancho, en el que bien caben dos autos por mano, con un bordo con algo de pasto un poco más alto en el medio.
Desde la ruta habíamos divisado el frigorífico en construcción, apenas pasando las tierras de El Caburé, donde inseminan artificialmente caballos de polo. Ya en el predio, asoma el esqueleto de la futura curtiembre. Ambos emprendimientos serán de vital importancia para la economía de la población, que podrá disponer de la matanza propia de los animales que cría y aprovechar sus cueros para trabajarlos y darle valor agregado a la materia prima.
Tras un viraje a la izquierda y otro a la derecha, la primera edificación que aparece es la escuela, en un predio de 479 metros cuadrados, que tiene una sección para el Consejo de Loncos, dos aulas y un salón de usos múltiples comunitario. Todas las construcciones del pueblo son de cemento, pero respetan las líneas originales de las viviendas del pueblo originario.
En el patio de la escuela, niños y niñas de distintas edades juegan a la pelota. Las chicas no arrugan y le pegan duro a los que pecan de habilidosos. En un mástil flamea una bandera argentina, en otro una de la nación ranquel. Están en recreo tras una jornada en la que jugaron al ajedrez on line.
Frente al colegio está el moderno hospital, que también respeta la arquitectura original de los ranqueles. Tiene 567 metros cuadrados con posibilidad de ampliación, divididos en los siguientes sectores: parto, ingreso, administrativo, consultorios, internación (masculina y femenina), y servicios generales. En la puerta descansa una ambulancia que el Ministerio de Salud destinó exclusivamente al pueblo que, vale aclararlo, tiene estatus de municipio y cuenta con un delegado organizador.
La recorrida sigue porque el primer objetivo es encontrarnos con Sergio Alcántaro, el secretario de la comunidad, y Juan Benítez, el “Cholo” para todos, delegado organizador y a cargo de la administración.
La vida social en la comunidad hoy es apacible, “con los infiernos grandes de cualquier pueblo chico”, asegura el Cholo, quien siempre parece tener una frase a mano para aplicar a las situaciones. “Hay que perderse primero para hacerse baqueano”, recita, dando a entender que aprendieron de sus propios errores: “De entrada vinieron algunos malandras, pero se fueron yendo solos, porque la comunidad reconoció enseguida que no querían trabajar, sino vivir de arriba”, amplía este hombre grandote, de bigote y pelo largo canoso, quien llegó de Juan Jorba, donde trabajaba en el campo.
Desde mayo la comunidad dejó “de recibir el aporte económico de la provincia, que era de alrededor de 50 mil pesos. Ahora disfrutan de independencia económica porque aprendieron a manejarse con el ganado, le sacaron mejores rindes a las pasturas y participaron con éxito de ferias donde vendieron sus animales”, cuenta Sebastián Lavandeira, vinculado al programa de las Culturas y las Culturas Originarias, quien calculó junto con los administradores locales que necesitan vender 1.500 terneros por año para mantener el funcionamiento del pueblo, pagar los sueldos, arreglar los alambrados y reinvertir para no perder stock.

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