Julio López
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La convivencialidad
Por (reenvio) Ivan Illich - Saturday, Dec. 22, 2012 at 12:37 PM

Índice General

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• 1 Dos umbrales de mutación

• 2 La reconstrucción convivencial
o 2.1 La herramienta y la crisis
o 2.2 La alternativa
o 2.3 Los valores de base
o 2.4 El precio de esta inversión
o 2.5 Los límites de mi demostración
o 2.6 La industrialización de la falta
o 2.7 La otra posibilidad: una estructura convivencial
o 2.8 El equilibrio institucional
o 2.9 La ceguera actual y el ejemplo del pasado
o 2.10 Un nuevo concepto del trabajo
o 2.11 La desprofesionalización
o 2.11.1 La medicina
o 2.11.2 El sistema de transportes
o 2.11.3 La industria de la construcción

• 3 El equilibrio múltiple
o 3.1 La degradación del medio ambiente
o 3.2 El monopolio radical
o 3.3 La sobreprogramación
o 3.4 La polarización
o 3.5 Lo obsoleto
o 3.6 La insatisfacción

• 4 Los obstáculos y las condiciones de la inversión política
o 4.1 La desmitificación
o 4.2 El descubrimiento del lenguaje
o 4.3 La recuperación del derecho
o 4.4 El ejemplo del derecho consuetudinario

• 5 La inversión política
o 5.1 Mitos y mayorías
o 5.2 De la catástrofe a la crisis
o 5.3 En el interior de la crisis
o 5.4 La mutación repentina

Prefacio

En enero de 1972 un grupo de latinoamericanos, principalmente chilenos, peruanos y mexicanos, se encontraron en el Centro Intercultural de Documentación (CIDOC), en Cuernavaca, para discutir la hipótesis siguiente: existen características técnicas en los medios de producción que hacen imposible su control en un proceso político. Sólo una sociedad que acepte la necesidad de escoger un techo común a ciertas dimensiones técnicas en sus medios de producción tiene alternativas políticas.

La tesis discutida había sido formulada en un documento elaborado en 1971 con Valentina Borremans, cofundadora y directora del CIDOC. Formulé las líneas fundamentales de este ensayo sucesivamente en español, inglés y francés; sometí mis ideas a grupos de médicos, arquitectos, educadores y otros ideólogos; las publiqué en revistas serias y en hojitas atrevidas. Agradezco profundamente a quienes quisieron criticarme y así me ayudaron a precisar mis conceptos. Sobre todo doy las gracias a los participantes en mi seminario en CIDOC en los años 1971-1973, quienes reconocerán en estas páginas no solamente sus ideas sino, con mucha frecuencia, sus palabras. Este libro tomó su forma definitiva a raíz de una presentación que hice para un grupo de magistrados y legisladores canadienses. Ahí utilicé por primera vez el paradigma del derecho común anglosajón, que desde entonces quedó incorporado en la estructura del ensayo. Me hubiese gustado poder ilustrar los mismos puntos refiriéndome a los fueros de España, pero mi tardío descubrimiento posterga intentarlo.

IVAN ILLICH, Ocotepec, Morelos, enero de 1978.

Introducción

Durante estos próximos años intento trabajar en un epílogo a la era industrial. Quiero delinear el contorno de las mutaciones que afectan al lenguaje, al derecho, a los mitos y a los ritos, en esta época en que se condicionan los hombres y los productos. Quiero trazar un cuadro del ocaso del modo de producción industrial y de la metamorfosis de las profesiones que él engendra y alimenta. Sobre todo quiero mostrar lo siguiente: las dos terceras partes de la humanidad pueden aún evitar el atravesar por la era industrial si eligen, desde ahora, un modo de producción basado en un equilibrio posindustrial, ese mismo contra el cual las naciones superindustrializadas se verán acorraladas por la amenaza del caos. Con miras a ese trabajo y en preparación al mismo presento este manifiesto a la atención y la crítica del público. En este sentido hace ya varios años que sigo una investigación crítica sobre el monopolio del modo industrial de producción y sobre la posibilidad de definir conceptualmente otros modos de producción posindustrial. Al principio centré mi análisis en la instrumentación educativa; en los resultados publicados en La sociedad desescolarizada (Illich, 1971), quedaron establecidos los puntos siguientes:
1. La educación universal por medio de la escuela obligatoria es imposible.

2. Condicionar a las masas por medio de la educación permanente en nada soluciona los problemas técnicos, pero esto resulta moralmente menos tolerable que la escuela antigua. Nuevos sistemas educativos están en vías de suplantar los sistemas escolares tradicionales tanto en los países ricos como en los pobres. Estos sistemas son instrumentos de condicionamiento, poderosos y eficaces, que producirán en serie una mano de obra especializada consumidores dóciles, usuarios resignados. Tales sistemas hacen rentable y generalizan los procesos de educación a escala de toda una sociedad. Tienen aspectos seductores, pero su seducción oculta la destrucción. Tienen también aspectos que destruyen, de manera sutil e implacable, los valores fundamentales.

3. Una sociedad que aspire a repartir equitativamente el acceso al saber entre sus miembros y a ofrecerles la posibilidad de encontrarse realmente, debería reconocer límites a la manipulación pedagógica y terapéutica que puede exigirse por el crecimiento industrial y que nos obliga a mantener este crecimiento más acá de ciertos umbrales críticos.
El sistema escolar me ha parecido el ejemplo-tipo de un escenario que se repite en otros campos del complejo industrial: se trata de producir un servicio, llamado de utilidad pública, para satisfacer una necesidad llamada elemental. Luego, nuestra atención se trasladó al sistema de la asistencia médica obligatoria y al sistema de los transportes que, al rebasar cierto umbral de velocidad, también se convierten, a su manera, en obligatorios. La superproducción industrial de un servicio tiene efectos secundarios tan catastróficos y destructores como la superproducción de un bien. Así pues, nos encontramos enfrentando un abanico de límites al crecimiento de los servicios de una sociedad; como en el caso de los bienes, estos límites son inherentes al proceso del crecimiento y, por lo tanto, inexorables.
De manera que podemos concluir que los límites asignables al crecimiento deben concernir a los bienes y los servicios producidos industrialmente. Son estos límites lo que debemos descubrir y poner de manifiesto.

Anticipo aquí el concepto de equilibrio multidimensional de la vida humana. Dentro del espacio que traza este concepto, podremos analizar la relación del hombre con su herramienta. Aplicando ‘el análisis dimensional’ esta relación adquirirá una significación absoluta ‘natural’. En cada una de sus dimensiones, este equilibrio de la vida humana corresponde a una escala natural determinada. Cuando una labor con herramientas sobrepasa un umbral definido por la escala ad hoc, se vuelve contra su fin, amenazando luego destruir el cuerpo social en su totalidad. Es menester determinar con precisión estas escalas y los umbrales que permitan circunscribir el campo de la supervivencia humana.

En la etapa avanzada de la producción en masa, una sociedad produce su propia destrucción. Se desnaturaliza la naturaleza: el hombre, desarraigado, castrado en su creatividad, queda encarcelado en su cápsula individual. La colectividad pasa a regirse por el juego combinado de una exacerbada polarización y de una extrema especialización. La continua preocupación por renovar modelos y mercancías produce una aceleración del cambio que destruye el recurso al precedente como guía de la acción. El monopolio del modo de producción industrial convierte a los hombres en materia prima elaboradora de la herramienta. Y esto ya es insoportable. Poco importa que se trate de un monopolio privado o público, la degradación de la naturaleza, la destrucción de los lazos sociales y la desintegración del hombre nunca podrán servir al pueblo.
Las ideologías imperantes sacan a la luz las contradicciones de la sociedad capitalista.

No presentan un cuadro que permita analizar la crisis del modo de producción industrial. Yo espero que algún día, con suficiente vigor y rigor, se formule una teoría general de la industrialización, para que enfrente el asalto de la crítica.
Para que funcionara adecuadamente, esta teoría tendría que plasmar sus conceptos en un lenguaje común a todas las partes interesadas. Los criterios, conceptualmente definidos, serían otras tantas herramientas a escala humana: instrumentos de medición, medios de control, guías para la acción. Se evaluarían las técnicas disponibles y las diferentes programaciones sociales que implican. Se determinarían umbrales de nocividad de las herramientas, según se volvieran contra su fin o amenazaran al hombre; se limitaría el poder de la herramienta. Se inventarían formas y ritmos de un modo de producción posindustrial y de un nuevo mundo social.

No es fácil imaginar una sociedad donde la organización industrial esté equilibrada y compensada con modos distintos de producción complementarios y de alto rendimiento. Estamos en tal grado deformados por los hábitos industriales, que ya no osamos considerar el campo de las posibilidades; para nosotros, renunciar a la producción en masa significa retornar a las cadenas del pasado, o adoptar la utopía del buen salvaje. Pero si hemos de ensanchar nuestro ángulo de visión hacia las dimensiones de la realidad, habremos de reconocer que no existe una única forma de utilizar los descubrimientos científicos, sino por lo menos dos, antinómicas entre sí. Una consiste en la aplicación del descubrimiento que conduce a la especialización de las labores, a la institucionalización de los valores, a la centralización del poder. En ella el hombre se convierte en accesorio de la megamáquina, en engranaje de la burocracia. Pero existe una segunda forma de hacer fructificar la invención, que aumenta el poder y el saber de cada uno, permitiéndole ejercitar su creatividad, con la sola condición de no coartar esa misma posibilidad a los demás. Si queremos, pues, hablar sobre el mundo futuro, diseñar los contornos teóricos de una sociedad por venir que no sea hiperindustrial, debemos reconocer la existencia de escalas y de límites naturales.

El equilibrio de la vida se expande en varias dimensiones, y, frágil y complejo, no transgrede ciertos cercos. Hay umbrales que no deben rebasarse. Debemos reconocer que la esclavitud humana no fue abolida por la máquina, sino que solamente obtuvo un rostro nuevo, pues al trasponer un umbral, la herramienta se convierte de servidor en déspota. Pasado un umbral la sociedad se convierte en una escuela, un hospital o una prisión. Es entonces cuando comienza el gran encierro. Importa ubicar precisamente en dónde se encuentra este umbral crítico para cada componente del equilibrio global. Entonces será posible articular de forma nueva la milenaria tríada del hombre, de la herramienta y de la sociedad. Llamo sociedad convivencial a aquella en que la herramienta moderna está al servicio de la persona integrada a la colectividad y no al servicio de un cuerpo de especialistas. Convivencial es la sociedad en la que el hombre controla la herramienta.

Me doy cuenta de que introduzco una palabra nueva en el uso habitual del lenguaje. Me fundo para ello en el recurso al precedente. El padre de este vocablo es Brillat Savarin en su Physiologie du gout: Med tat ons sur la gastronomie trascendentale. Debo precisar, sin embargo, que en la aceptación un poco novedosa que confiero al calificativo, convivencial es la herramienta, no el hombre. Al hombre que encuentra su alegría y su equilibrio en el empleo de la herramienta convivencial, le llamo austero. Conoce lo que en castellano podría llamarse la convivencialidad; vive dentro de lo que el idioma alemán describe como Mitmenschlichkeit. Porque la austeridad no tiene virtud de aislamiento o de reclusión en sí misma. Para Aristóteles como para Tomás de Aquino la austeridad es lo que funda la amistad. Al tratar del juego ordenado y creador, Tomás definió la austeridad como una virtud que no excluye todos los placeres, sino únicamente aquellos que degradan la relación personal.

La austeridad forma parte de una virtud que es más frágil, que la supera y que la engloba: la alegría, la eutrapelia, la amistad[2].

1 Dos umbrales de mutación

El año 1913 marca un giro en la historia de la medicina moderna, ya que traspone un umbral. A partir aproximadamente de esta fecha, el paciente tiene más de cincuenta por ciento de probabilidades de que un médico diplomado le proporcione tratamiento eficaz, a condición, por supuesto, de que su mal se encuentre en el repertorio de la ciencia médica de la época. Familiarizados con el ambiente natural, los chamanes y los curanderos no habían esperado hasta esa fecha para atribuirse resultados similares, en un mundo que vivía en un estado de salud concebido en forma diferente.

A partir de entonces, la medicina ha refinado la definición de los males y la eficacia de los tratamientos. En Occidente, la población ha aprendido a sentirse enferma y a ser atendida de acuerdo con las categorías de moda en los círculos médicos. La obsesión de la cuantificación ha llegado a dominar la clínica, lo cual ha permitido a los médicos medir la magnitud de su éxito por criterios que ellos mismos han establecido. Es así como la salud se ha vuelto una mercancía dentro de una economía en desarrollo. Esta transformación de la salud en producto de consumo social se refleja en la importancia que se da a las estadísticas médicas.
Sin embargo, los resultados estadísticos sobre los que se basa cada vez más el prestigio de la profesión médica no son, en lo esencial, fruto de sus actividades. La reducción, muchas veces espectacular, de la morbilidad y de la mortalidad se debe sobre todo a las transformaciones del hábitat y del régimen alimenticio y a la adopción de ciertas reglas de higiene muy simples.

Los alcantarillados, la clorización del agua, el matamoscas, la asepsia y los certificados de no contaminación que requieren los viajeros o las prostitutas, han tenido una influencia benéfica mucho más fuerte que el conjunto de los ‘métodos’ de tratamientos especializados muy complejos. El avance de la medicina se ha traducido más en controlar las tasas de incidencia que en aumentar la vitalidad de los individuos.

En cierto sentido, la industrialización, más que el hombre, es la que se ha beneficiado con los progresos de la medicina; la gente se capacitó mejor para trabajar con mayor regularidad bajo condiciones más deshumanizantes. Para ocultar el carácter profundamente destructor de la nueva instrumentación, del trabajo en cadena y del imperio del automóvil, se dio amplia publicidad a los tratamientos espectaculares aplicados a las victimas de la agresión industrial en todas sus formas: velocidad, tensión nerviosa, envenenamiento del ambiente. Y el médico se transformó en un mago; sólo él dispone del poder de hacer milagros que exorcicen el temor; un temor que es engendrado, precisamente, por la necesidad de sobrevivir en un mundo amenazador. Al mismo tiempo, si los medios para diagnosticar la necesidad de ciertos tratamientos y el instrumento terapéutico correspondiente se simplificaban, cada uno podría haber determinado mejor por sí mismo los casos de gravidez o septicemia, como podría haber practicado un aborto o tratado un buen número de infecciones. La paradoja está en que mientras más sencilla se vuelve la herramienta, más insiste la profesión médica en conservar el monopolio. Mientras más se prolonga la duración para la iniciación del terapeuta, más depende de él la población en la aplicación de los cuidados más elementales. La higiene, una virtud desde la antigüedad, se convierte en el ritual que un cuerpo de especialistas celebra ante el altar de la ciencia.

Recién terminada la Segunda Guerra Mundial, se puso de manifiesto que la medicina moderna tenía peligrosos efectos secundarios. Pero habría de transcurrir cierto tiempo antes de que los médicos identificaran la nueva amenaza que representaban los microbios que se habían hecho resistentes a la quimioterapia, y reconocieran un nuevo género de epidemias dentro de los desórdenes genéticos debidos al empleo de rayos X y otros tratamientos durante la gravidez. Treinta años antes, Bernard Shaw se lamentaba ya: los médicos dejan de curar, decía, para tomar a su cargo la vida de sus pacientes. Ha sido necesario esperar hasta los años cincuenta para que esta observación se convirtiera en evidencia: al producir nuevos tipos de enfermedades, la medicina franqueaba un segundo umbral de mutación.

En el primer plano de los desórdenes que induce la profesión, es necesario colocar su pretensión de fabricar una salud ‘mejor’. Las primeras víctimas de este mal iatrogenético (es decir, engendrado por la medicina) fueron los planificadores y los médicos. Pronto la aberración se extendió por todo el cuerpo social. En el transcurso de los quince años siguientes, la medicina especializada se convirtió en una verdadera amenaza para la salud. Se emplearon sumas colosales para borrar los estragos inconmensurables producidos por los tratamientos médicos. No es tan cara la curación como lo es la prolongación de la enfermedad. Los moribundos pueden vegetar por mucho tiempo, aprisionados en un pulmón de acero, dependientes de un tubo de perfusión, o sometidos al funcionamiento de un riñón artificial. Sobrevivir en ciudades insalubres, y a pesar de las condiciones de trabajo extenuantes, cuesta cada vez más caro. Mientras tanto, el monopolio médico extiende su acción a un número cada vez mayor de situaciones de la vida cotidiana. No sólo el tratamiento médico, sino también la investigación biológica, han contribuido a esta proliferación de las enfermedades.
La invención de cada nueva modalidad de vida y de muerte ha llevado consigo la definición paralela de una nueva norma y, en cada caso, la definición correspondiente de una nueva desviación, de una nueva malignidad.

Finalmente, se ha hecho imposible para la abuela, para la tía o para la vecina, hacerse cargo de una mujer encinta, de un herido, de un enfermo, de un lisiado o de un moribundo, con lo cual se ha creado una demanda imposible de satisfacer. A medida que sube el precio del servicio, la asistencia personal se hace más difícil, y frecuentemente imposible. Al mismo tiempo, cada vez se hace más justificable el tratamiento para situaciones comunes, a partir de la multiplicación de las especializaciones y para profesiones cuyo único fin es mantener la instrumentación terapéutica bajo el control de la corporación.

Al llegar al segundo umbral, es la vida misma la que parece enferma dentro de un ambiente deletéreo. La protección de una población sumisa y dependiente se convierte en la preocupación principal, y en el gran negocio, de la profesión médica. Se vuelve un privilegio la costosa asistencia de prevención o de cura, al cual tienen derecho únicamente los consumidores importantes de servicios médicos. Las personas que pueden recurrir a un especialista, ser admitidas en un gran hospital o beneficiarse de la instrumentación para el tratamiento de la vida, son los enfermos cuyo caso se presenta interesante o los habitantes de las grandes ciudades, en donde el costo para la prevención médica, la purificación del agua y el control de la contaminación es excepcionalmente elevado. Paradójicamente, la asistencia por habitante resulta tanto más cara cuanto más elevado el costo de la prevención. Y se necesita haber consumido prevención y tratamiento para tener derecho a cuidados excepcionales. Tanto el hospital como la escuela descansan en el principio de que sólo hay que dar a los que tienen.

Es así cómo para la educación, los consumidores importantes de la enseñanza tendrán becas de investigación, en tanto que los desplazados tendrán como único derecho el de aprender su fracaso. En relación a la medicina, mayor asistencia conducirá a mayores dolencias: el rico se hará atender cada vez más los males engendrados por la medicina, mientras que el pobre se conformará con sufrirlos.

Pasado el segundo umbral, los subproductos de la industria médica afectan a poblaciones enteras. La población envejece en los países ricos. Desde que se entra en el mercado del trabajo, se comienza a ahorrar para contratar seguros que garantizarán, por un periodo cada vez más largo, los medios de consumir los servicios de una geriatría costosa. En Estados Unidos el 27% de los gastos médicos van a los ancianos, que representan el nueve por ciento de la población. Es significativo el hecho de que el primer campo de colaboración científica elegido por Nixon y Brejnev concierna a las investigaciones sobre las enfermedades de los ricos que van envejeciendo. De todo el mundo, los capitalistas acuden a los hospitales de Boston, de Houston o de Denver para recibir los cuidados más costosos y singulares, en tanto que en los mismos Estados Unidos, entre las clases pobres, la mortalidad infantil se mantiene comparable a la existente en ciertos países tropicales de África o de Asia. En Norteamérica es preciso ser muy rico para pagarse el lujo que a todo el mundo se le ofrece en los países pobres: ser asistido a la hora de la muerte (estar acompañado por familiares o amigos). En dos días de hospital un norteamericano gasta lo que el Banco Mundial de Desarrollo calcula que es el ingreso medio anual de la población mundial. La medicina moderna hace que más niños alcancen la adolescencia y que más mujeres sobrevivan a sus numerosos embarazos.

Entretanto, la población aumenta, sobrepasa la capacidad de acogerse al medio natural, y rompe los diques y las estructuras de la cultura tradicional. Los médicos occidentales hacen ingerir medicamentos a la gente que, en su vida pasada, había aprendido a vivir con sus enfermedades. El mal que se produce es mucho peor que el mal que se cura, pues se engendran nuevas especies de enfermedad que ni la técnica moderna, ni la inmunidad natural, ni la cultura tradicional saben cómo enfrentar. A escala mundial, y muy particularmente en Estados Unidos, la medicina fabrica una raza de individuos vitalmente dependientes de un medio cada vez más costoso, cada vez más artificial, cada vez más higiénicamente programado. En 1970, durante el Congreso de la American Medical Association, el presidente, sin atraer ninguna oposición, exhortó a sus colegas pediatras a considerar a todo recién nacido como paciente mientras no haya sido certificada su buena salud. Los niños nacidos en el hospital, alimentados bajo prescripciones, atiborrados de antibióticos, se convierten en adultos que, respirando un aire viciado y comiendo alimentos envenenados, vivirán una existencia de sombras en la gran ciudad moderna. Aún les costará más caro criar a sus hijos, quienes, a su vez, serán aún más dependientes del monopolio médico. El mundo entero se va convirtiendo poco a poco en un hospital poblado de gente que, a lo largo de su vida, debe plegarse a las reglas de higiene dictadas y a las prescripciones médicas.

Esta medicina burocratizada se expande por el planeta entero. En 1968, el Colegio de Medicina de Shanghai tuvo que inclinarse ante la evidencia:
«Producimos médicos llamados de primera clase [...] que ignoran la existencia de quinientos millones de campesinos y sirven únicamente a las minorías urbanas [...] adjudican grandes gastos de laboratorio para exámenes de rutina [...] prescriben, sin necesidad, enormes cantidades de antibióticos [...] y, cuando no hay hospital, ni laboratorios, se ven reducidos a explicar los mecanismos de la enfermedad a gentes por quienes no pueden hacer nada, y a quienes esta explicación a nada conduce.»

En China, esta toma de conciencia condujo a una inversión de la institución médica. En 1971, informa el mismo colegio, un millón de trabajadores de la salud han alcanzado un nivel aceptable de competencia. Estos trabajadores son campesinos. Durante la temporada de poca actividad, siguen cursos acelerados: aprenden la disección en cerdos, practican los análisis de laboratorio más corrientes, adquieren conocimientos elementales en bacteriología, patología, medicina clínica, higiene y acupuntura. Luego hacen su aprendizaje con médicos o con trabajadores de la salud ya ejercitados. Después de esta primera formación, estos médicos descalzos vuelven a su trabajo original, pero, cuando es necesario, se ausentan para ocuparse de sus camaradas. Son responsables de lo siguiente: la higiene del ambiente de vida y de trabajo, la educación sanitaria, las vacunaciones, los primeros auxilios, la supervivencia de los convalecientes, los partos, el control de la natalidad y los métodos abortivos.

Diez años después de que la medicina occidental franquease el segundo umbral, China emprende la formación, cada centenar de ciudadanos, de un trabajador competente de la salud. Su ejemplo prueba que es posible invertir de golpe el funcionamiento de una institución dominante. Queda por ver hasta qué punto esta desprofesionalización puede mantenerse, frente al triunfo de la ideología del desarrollo ilimitado y a la presión de los médicos clásicos, recelosos de incorporar a sus homónimos descalzos a la jerarquía médica y formar con ellos una infantería de no graduados que trabajan a tiempo parcial.

Pero por todas partes se exhiben los síntomas de la enfermedad de la medicina, sin tomar en consideración el desorden profundo del sistema que la engendra. En Estados Unidos, los abogados de los pobres acusan a la American Medical Association de ser un bastión de prejuicios capitalistas, y a sus miembros de llenarse los bolsillos.
Los portavoces de las minorías critican la falta de control social en la administración de la salud y en la organización de los sistemas de asistencia. ¿Quieren creer que participando en los consejos de administración de los hospitales podrían controlar las actuaciones del cuerpo médico? Los portavoces de la comunidad negra encuentran escandaloso que los fondos para investigación se concentren en las enfermedades que afligen a los blancos provectos y sobrealimentados. Exigen que las investigaciones se dediquen a una forma particular de la anemia, que afecta solamente a los negros. El elector norteamericano espera que con el término de la guerra del Vietnam se destinen más fondos al desarrollo de la producción médica. Todas estas acusaciones y críticas descansan sobre los síntomas de una medicina que prolifera como un tumor maligno y que produce el alza de los costos y de la demanda, junto con un malestar general.

La crisis de la medicina tiene raíces mucho más profundas de lo que se puede sospechar a simple vista del examen de sus síntomas. Forma parte integrante de la crisis de todas las instituciones industriales. La medicina se ha desarrollado en una organización compleja de especialistas. Financiada y promovida por la colectividad, se empeña en producir una salud mejor. Los clientes no han faltado, voluntarios para todas las experiencias. Como resultado, el hombre ha perdido el derecho a declararse enfermo: necesita presentar un certificado médico. Aún más, es a un médico a quien hoy corresponde, como representante de la sociedad, elegir la hora de la muerte del paciente. Igual que el condenado a muerte, el enfermo es vigilado escrupulosamente para evitar que encuentre la muerte cuando ella le venga a buscar.

Las fechas de 1913 y de 1955 que hemos elegido como indicativas de dos umbrales de mutación de la medicina no son restrictivas. Lo importante es comprender lo siguiente: a principios de siglo, la práctica médica se dedicó a la verificación científica de sus resultados empíricos. La aplicación del resultado ha marcado, para la medicina moderna, la trasposición de su primer umbral. El segundo umbral se traspuso al comenzar a decrecer la utilidad marginal de la mayor especialización, cuantificable en términos del bienestar del mayor número; se puede decir que este último umbral se traspuso cuando la desutilidad marginal comenzó a aumentar, a medida que el desarrollo de la institución médica llegó a significar mayor sufrimiento para más gente. En ese momento la institución médica fue más vehemente en cantar victoria. Los virtuosos de las nuevas especialidades exhibían como vedettes a algunos individuos atacados de raras enfermedades. La práctica médica se concentró en operaciones espectaculares realizadas por equipos hospitalarios. La fe en la operación-milagro cegaba el buen sentido y destruía la sabiduría antigua en materia de salud y curación. Los médicos extendieron el uso inmoderado de drogas químicas entre el público general. En la actualidad el costo social de la medicina ha dejado de ser mensurable en términos clásicos. ¿Cómo medir las falsas esperanzas, el agobio del control social, la prolongación del sufrimiento, la soledad, la degradación del patrimonio genético y el sentimiento de frustración engendrados por la institución médica? Otras instituciones industriales han traspuesto también estos dos umbrales. En particular es el caso de las grandes industrias terciarias y de las actividades productivas, organizadas científicamente desde mediados del siglo XIX. La educación, el correo, la asistencia social, los transportes y hasta las obras públicas, han seguido esta evolución.

En un principio se aplica un nuevo conocimiento a la solución de un problema claramente definido y los criterios científicos permiten medir los beneficios en eficiencia obtenidos. Pero, en seguida, el progreso obtenido se convierte en medio para explotar al conjunto social, para ponerlo al servicio de los valores que una élite especializada, garante de su propio valor, determina y revisa constantemente.

En el caso de los transportes, se ha necesitado el transcurso de un siglo para pasar de la liberación lograda a través de los vehículos motorizados, a la esclavitud impuesta por el automóvil. Los transportes a vapor comenzaron a ser utilizados durante la Guerra de Secesión. Este nuevo sistema dio a mucha gente la posibilidad de viajar en ferrocarril a la velocidad de una carroza real y con un confort jamás soñado por rey alguno. Poco a poco se empezó a confundir la buena circulación con la alta velocidad. Desde que la industria de los transportes traspuso su segundo umbral de mutación, los vehículos crean más distancia de la que suprimen. El conjunto de la sociedad consagra a la circulación cada vez más tiempo del que supone que ésta le ha de hacer ganar. Por su parte, el norteamericano tipo dedica más de 1.500 horas por año a su automóvil: sentado en él, en movimiento o estacionado, trabajando para pagarlo, para pagar la gasolina, los neumáticos, los peajes, el seguro, las contravenciones y los impuestos. De manera que emplea cuatro horas diarias en su automóvil, sea usándolo, cuidando de él o trabajando para sus gastos. Y conste que aquí no se han tomado en cuenta otras actividades determinadas por el transporte: el tiempo pasado en el hospital, en los tribunales o en garaje, el tiempo pasado en ver por televisión la publicidad automovilística, el tiempo consumido en ganar dinero necesario para viajar en vacaciones, etc. Y este norteamericano necesita esas 1.500 horas para hacer apenas 10.000 kilómetros de ruta; seis kilómetros le toman una hora.

La visión que se tiene de la crisis social actual se ilumina con la comprensión de los dos umbrales de mutación descritos. En sólo una década, varias instituciones dominantes han traspuesto juntas, gallardamente, el segundo umbral. La escuela ya no es un buen instrumento de educación, ni el automóvil un buen instrumento de transporte, ni la línea de montaje un modo aceptable de producción. La escuela produce males y la velocidad devora el tiempo.

Durante los años sesenta, la reacción característica contra el crecimiento de la insatisfacción ha sido la escalada de la técnica y de la burocracia. La escalada del poder de autodestruirse se convierte en el rito ceremonial de las sociedades altamente industrializadas. La guerra de Vietnam ha sido en este sentido una revelación y un encubrimiento. Ha revelado ante el planeta entero el ritual en ejercicio, sobre un campo de batalla. Pero, al hacerlo, ha desviado nuestra atención de los sectores llamados pacíficos, en donde el mismo rito se repite más discretamente. La historia de la guerra de Vietnam demuestra que un ejército convivencial de ciclistas y de peatones puede revertir en su favor las oleadas del poder anónimo del enemigo. Por lo tanto, ahora que la guerra ha ‘terminado’, son muchos los norteamericanos que piensan que con el dinero gastado anualmente para dejarse vencer por los vietnamitas, sería posible vencer la pobreza doméstica. Otros quieren destinar los veinte billones de dólares del presupuesto de guerra a reforzar la cooperación internacional, lo que multiplicaría por diez los recursos actuales. Ni los unos ni los otros comprenden que la misma estructura institucional sostiene la guerra pacífica contra la pobreza y la guerra sangrienta contra la disidencia. Todos elevan en un grado más la escalada que tratan de eliminar.

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http://viruseditorial.net/pdf/la_convivencialidad-prueba.pdf

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