Julio López
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“El 20N es un acontecimiento inaugural”
Por Fuente: Agencia Paco Urondo - Saturday, Jan. 05, 2013 at 6:33 PM

Para pensar el año, AGENCIA PACO URONDO entrevistó a referentes políticos e intelectuales. En esta entrega, Eduardo Grüner, sociólogo, ensayista y crítico cultural. “La clase obrera levantó reivindicaciones que tienden a poner en cuestión la orientación del modelo”.

“El 20N es un aconte...
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Jueves 27 de Diciembre de 2012

1 - ¿Cuál cree que fue el tema político del año?
2 - ¿Cuál es su visión sobre la ruptura del kirchnerismo con un sector del sindicalismo (Moyano)? ¿Qué cree que expresa la división del sindicalismo en cuatro centrales (2 CGT y 2 CTA)?
3 - ¿Cómo analiza las movilizaciones opositoras (13S, 8N)? ¿Y el acto en Plaza de Mayo del 9D?
4 - ¿Qué evaluación hace de lo que es la disputa en torno a la ley de Servicios de Comunicación Audiovisual?
5 - ¿Cuáles cree que siguen siendo los temas pendientes en el país?
6 - ¿Qué expectativas tiene para lo que será el escenario político en 2013?

"Decido responder (casi) todo más o menos junto, puesto que evidentemente las preguntas están combinadas, si bien “desigualmente”:

Me parece bien interesante, para empezar –, y me permito hablar respetuosamente de un lapsus – que bajo la rúbrica “movilizaciones opositoras” se pregunte por el 13S y por el 8N, pero no por el 20N. También lo es, en verdad, que se diga “la ruptura del gobierno con Moyano”, y no al revés (¿o alguien cree que un gobierno peronista no hubiera querido seguir teniendo a Moyano de su lado?). “Síntoma”, en efecto, y tal vez “denegatorio”: sencillamente, no se puede creer que una movilización de una parte de la clase obrera y los sectores populares (con los dirigentes que tienen, claro: no perdamos tiempo en aclarar lo que todos sabemos) haya mostrado su oposición a ciertas políticas económicas del gobierno. Este es, desde mi perspectiva, el “tema político del año”: justamente aquel por el cual no se preguntó. ¿Por qué? Pues porque, signifique lo que signifique desde el punto de vista ideológico-político –eso lo veremos-, es un quiebre visible de la supuesta unanimidad de esos sectores sociales en su apoyo al gobierno. Los dirigentes, todos los dirigentes, decíamos, son lo que son. Pero los reclamos eran más que justos. Por sólo mencionar uno, que después de nueve años siga existiendo el mal llamado “impuesto a las ganancias” mientras sigue no existiendo un impuesto a la renta financiera y una profunda reforma impositiva, debería ser una señal clara de cuál es esa política económica. Y voten lo que voten esos sectores el año que viene (tampoco hay tanto para elegir) han empezado a comprender que cuando los reclamos son justos no pueden ser “psicopateados” con el argumento de que se les da pasto a las fieras clarinescas, o cualquier otra falacia por el estilo, que llevada al límite implicaría que no se puede protestar ni siquiera cuando es justo, porque eso beneficia a los “enemigos” del gobierno. Que es, en definitiva, lo que dicen todos los gobiernos –con lo cual hay que concluir que hoy , este es un gobierno más , como cualquiera, aunque no igual a cualquiera, porque los gobiernos son todos distintos-. Esto último es importantísimo, me permito abundar sobre ello en lo que sigue.

En otras ocasiones hemos insistido –no solo nosotros, evidentemente- en que el elenco K, a partir de 2003, fue el que más inteligentemente percibió que –después de las críticas jornadas de diciembre de 2001 y los procesos del 2002- el sistema político argentino requería urgentemente de una normalización para que el sistema económico (capitalista, se sobreentiende) pudiera volver a funcionar. Desde ya –esa fue la mayor inteligencia de los K- eso no se podía lograr haciendo como si nada hubiera pasado. Como si Néstor Kirchner, ganador de las elecciones del 2003 en las más extremas condiciones de debilidad política, no hubiera asumido aún llevando en sus oídos la “maravillosa música” del Que se vayan todos. Hubo que hacer concesiones (a los Derechos Humanos, a ciertos sentimientos antiimperialistas de la sociedad, al enojo con las privatizaciones menemistas, a las necesidades de los sectores más desprotegidos, etcétera) que aceitaran lo más posible las tuberías de la normalización sin que la lógica básica de la recomposición burguesa se viera dramáticamente afectada. No nos metemos aquí con la cuestión de hasta qué punto esas medidas provinieron de convicciones sinceras o fueron puramente instrumentales: es muy probable que haya habido una mezcla desigual de ambas cosas, pero no podemos saberlo ni importa mucho. El hecho es que estuvieron nítidamente inscriptas en el proyecto global de normalización burguesa. Que incluye, desde luego, al 40 % -entre desocupados estructurales y trabajadores “en negro”-, que no son ninguna “anomalía”, sino la muy necesaria exclusión incluida que disciplina a los trabajadores “blancos”.

Y bien, esta normalización ha quedado hoy plenamente completada (lo que no significa decir que vivamos en un país “normal”, sea lo que sea eso) incluso en el discurso oficial, y ello gracias al “20-N”. Hasta hace un tiempo todavía alguien podía atreverse a emprender sutiles debates semióticos, retóricos, hermenéuticos o estilísticos a propósito de cuánta distancia y / o contradicción podía haber (o no) entre el “relato” K y los hechos reales (ciertamente, “hechos” como la ley antiterrorista o la de las ART deberían haber terminado de liquidar tales debates: pero la ideología, se sabe, suele tener tiempos más lentos que los hechos). Ya no. La semiótica, la retórica y el estilo de todos los funcionarios K, de la presidente para abajo, a propósito de sus críticas al “parazo” del 20N, fue unánime y monocorde: provocación, extorsión, patoterismo, cortes y piquetes que impidieron ir a trabajar a los que lo deseaban (la inmensa mayoría, se supone, o al menos el 54 %), la injusticia de hacerle semejante bolonqui al gobierno “nac & pop”, la perversidad de “hacerle el caldo gordo a Clarín”, su carácter “claramente político” –chocolate por la noticia- y via dicendo.

Y la frutilla “filosófico-política” del postre: la respuesta la daremos en las urnas, como buenos republicanos para quienes la política –esa que, ya sabemos, “retornó” en el 2003 sin que sepamos adónde se había ido- se hace una vez cada dos o cuatro años, durante los minutos que lleve poner una papeleta en la cajita de cartón (en el cuartito oscuro, “solo con su conciencia”, como quien se confiesa). En suma: exactamente lo mismo que vienen diciendo (desde 1890, por decir algo) todos los gobiernos burgueses, sin distinción –en este rubro, entendámonos- entre conservadores, liberales, radicales, militares –salvo por las urnas, claro-, centroizquierdistas, centroderechistas, nacionalpopulistas, neo-libe-conserva-pops o lo que diantres fuere, para desacreditar la poca elegancia de las manifestaciones de protesta auténticamente populares. La mayor “sutileza” que algunos se permitieron (o pudieron pergeñar) fue que las “multitudes” del 20-N eran una “bolsa de gatos” inimaginable donde convivían la izquierda revolucionaria con Buzzi, Barrionuevo y el Momo Venegas (contrachicana obvia: si nos atenemos al relato oficial, ¿la convivencia en los aparatos del Estado, no en la unidad de acción en la calle, de Cristina e Insfrán, de Kiciloff y Caló, de Abal Medina y Gerardo Martínez, y así, hay que suponer que es el colmo de coherencia y homogeneidad político-ideológica? Es muy gracioso que desde el kirchnerismo se suela fustigar a la izquierda por su “purismo utópico”, pero si la izquierda, atemperando ese “purismo”, se une en la acción -no orgánicamente, por supuesto, como hace el gobierno- con otros, entonces es “oportunista” y “se ensucia las manos” ).

Un argumento “desacreditador” contra la izquierda fue, hay que reconocerlo, bien interesante como síntoma de toda una lógica de razonamiento: ¿cómo es posible que, por ejemplo, los partidos revolucionarios se hayan dejado “dirigir” por la Sociedad Rural? ¡”Dirigir”! Un psicoanalista ahí, por favor: es otro estupendo lapsus , revelador de una incapacidad congénitamente burguesa para siquiera imaginar que la clase obrera en su conjunto –no digamos ya la petite izquierda exenta de grandes aparatajes- pueda organizar, conducir, planificar y garantizar paros y piquetes (el tema “piquetes” merecería todo un ensayo irónico: una metodología de autodefensa que la clase obrera utiliza por lo menos desde las revoluciones de 1848 o la Comuna de Paris de 1870 resulta que ahora es –se escuchó así, aunque cueste no creer en una alucinación auditiva- algo “inédito / novedoso / impensable / inaudito”). Para los sedicentes ex montoneros, combativos “peronistas de izquierda”, cultores de “la columna vertebral del movimiento”, adoradores fetichistas de la “masa sudorosa”, un paro nacional obrero y popular sólo podía ser dirigido por la Sociedad Rural, o por Buzzi, o en todo caso por Clarín, y en el mejor de los casos por Moyano y la CTA-Micheli (a quienes, al revés, el gobierno debería agradecerles que el paro no fuera aún más importante, ya que se desvivieron por mantenerlo dentro de una “razonabilidad” que no cerrara todas las vías de negociación). Los oportunistas no son la SR, Buzzi y Clarín, que se “prenden” con el objetivo espúreo de llevar agua al molino de sus tironeos intra-burgueses con el gobierno, sino ¡la izquierda!. ¿Identificación especular invertida, dijo alguien? ¿Hacía falta algo más para certificar sin vuelta atrás la plena solidez de la “normalización burguesa”, al punto de que ya ni siquiera se escamotea en los pliegues discursivos? Say no more.

Por supuesto, es una normalización fallida. Mucho se habló, en su momento, del famoso discurso de Harvard, en el que la presidente argumentó que si fuera cierto que la inflación argentina es superior al 25 %, el país estallaría. Y bien: ahí está. No es, claro, que el país haya exactamente estallado: no hay situación prerrevolucionaria, ni volvió diciembre de 2001 (aunque en cierto sentido se abre potencialmente una situación mejor a la de entonces: ya diremos algo más al respecto). Pero el gobierno, y las fracciones burguesas que él representa, están en serios problemas. Si el 8-N, por su carácter claramente “gorila” y propatronal, con una base social y unas consignas y demandas –muchas de ellas autocontradictorias- que mayoritariamente correspondían a mezquindades materiales y simbólicas propias de cierta pequeña burguesía “antipolítica” (y es por todo eso que la izquierda no tenía que hacerse presente allí), si el 8-N, decíamos, pudo todavía, con grandes esfuerzos comunicacionales, presentarse como poco más que un picnic (gigantesco, eso sí) de “señoras gordas”, el 20-N es otro cantar. No importa cuál fuera –que la hubo, y es un tema que da para discutir mucho- la utilización que una parte de la burocracia sindical y de la centroizquierda hiciera para sus propios intereses particulares dentro de la política sistémica, la gran protagonista de esa jornada fue la clase obrera , levantando reivindicaciones no sólo legítimas en sí mismas sino que tienden a poner en cuestión la lógica y la orientación del “modelo” (y es por eso que la izquierda sí tenía que hacerse presente allí, asumiendo todos los riesgos de que las operaciones político-mediáticas, especialmente las oficialistas, la presentaran como subordinada a los “sellos” burocrático-políticos –, operaciones, por otra parte, a las que la izquierda ya debería estar acostumbrada-).

Más allá de esas dimensiones materiales, hubo un potencialmente poderoso efecto simbólico: es la primera vez en nueve años que el gobierno (y las fracciones burguesas que él representa, repitamos) se ve confrontado por un paro nacional –bien “piqueteado”, para colmo- del pueblo trabajador que supuestamente es el (“¡principal!”) beneficiario del “modelo”. No es que diversos indicadores no fueran perceptibles desde antes; pero esta vez los “indicadores” salieron juntos y encarnados a bloquear calles y rutas, y eso es un primer impulso hacia el canónico “salto cualitativo”.

No es cosa, pues, de minimizar un importante síntoma de resquebrajadura de la identificación masiva que el gobierno –con mayor o menor sincero autoconvencimiento- creía que esos sectores tenían con él. Hay que anotar que este quiebre se produce a pesar de que la “macroeconomía” (en el sentido plenamente patronal) aún no registra una gran crisis, e incluso hay todavía algún resto de “colchón” para otorgar módicas concesiones si fuera necesario (quizá a inicios del año próximo se discuta el vergonzoso impuesto al trabajo –es decir, el tributo que los trabajadores deben pagar… para ser explotados- repugnantemente llamado “a las ganancias”): pero, precisamente, cuando en una situación nacional que todavía dista mucho de ser una crisis terminal (ni hablar de la comparación con el sur de Europa) se puede producir un 20-N, tiene que significar que las papas queman mucho más de lo que el “autorrelato” K se imaginaba. Tiene que significar que las “molestias” que antes sólo se toleraban de mala gana (la inflación, los impuestazos, las misérrimas jubilaciones, las inundaciones, lo que fuera) porque parecían compensadas por los beneficios del modelo ya no lo parecen tanto, y se están volviendo intolerables. Tiene que significar que ya ni siquiera las burocracias sindicales, sean más o menos pro-“K”- alcanzan para contener el agua que empieza a colarse por la grieta en la pared, ensanchando cada vez más el agujero. Y tiene que significar, en fin, que junto a los límites del “modelo” asoman cada vez más nítidos los límites de las pretensiones “bonapartistas”: cuando las papas queman, no hay lugar para la ilusión de que se las pueda reacomodar cuidadosamente, una por una, para emparejar el calorcito.

El gobierno, por cierto, ha tomado nota. Incluso de una manera un poquitín “desesperada”. Como saben los lingüistas y los semiólogos, los tonos discursivos de la enunciación forman parte del sentido de los enunciados. Ante el 13-S y aún ante el 8-N aún prevalecía el sarcasmo, la socarronería, el “gaste” a los chetos finolis que no pisan el césped. Ante el 20-N la tonalidad dominante es la rabia, la frustración, la “firmeza” defensiva / reactiva (“A mí no me van a mover con aprietes”), cuando no el reproche plañidero de los padres decepcionados por el nene desobediente (¿cómo ellos nos van a hacer esto a nosotros, que les dimos la vida, que nos sacrificamos por su futuro?). Y es que la propia composición social mayoritaria del 20-N le quitó al gobierno de debajo de los pies el felpudo “clasemediero” sobre el cual podía ironizar como se hace con un adversario despreciable –se habrá observado que en el relato “pluriclasista” K la única clase que realmente existe es la “media”: es decir, justamente aquella que no es “clase” alguna-. No es nuestra intención seguir practicando psicoanálisis al paso, pero cuesta resistir la tentación de “interpretar” esos brotes de fastidio políticamente, como la bronca, atravesada por la “herida narcisista”, del que empieza a sentir que la posibilidad del “arbitraje” estatal ya empezó a hacer agua (para insistir con las metáforas hidráulicas), y corre el riesgo de que se la tome cada vez menos en serio.

Es por todo lo anterior, y tantas otras cosas que se podrían citar, que nos atrevíamos a decir que la situación –al menos en potencia, o como plataforma de ciertas condiciones de posibilidad- es mejor que la de diciembre del 2001. Tal vez es menos espectacular, menos convulsiva, menos inmediatamente explosiva. Pero está mucho más “estructurada” : la clase obrera está más armada, ha aumentado mucho su presencia en los lugares “fijos” de trabajo, por lo tanto ha aumentado también su presencia sindical (en parte por mérito del propio gobierno, cómo no, aunque sin olvidar que la “informalización” de una fuerza de trabajo superexplotada no ha disminuido). Hay nuevas camadas de obreros jóvenes –y buena porción de los “mayores”- que, después de haber pasado por las jornadas del 2001 / 2002, y se reconozcan o no como “kirchneristas”, ya no se someten tan “automáticamente” a la patronal, a la burocracia sindical o al mismísimo Estado como antes. Y, a riesgo de ser cargosos, repitamos que el “relato” K ya no les suena tan convincente como en los buenos tiempos del primer Néstor, “a la salida del infierno”: después de casi una década, al fin y al cabo, la reiteración ritual y machacona de los argumentos comparativos (con la dictadura y el menemato, con el delarruismo o el duhaldismo, últimamente con la crisis europea) empieza a sonar como una cantilena abstracta y previsible, tediosa, vacía de sentido, mientras a las masas se les hace cada vez más evidente la asociación del gobierno con el gran capital concentrado (“nacional” tanto como externo: Barrick Gold, Monsanto, etcétera) y su subordinación a la lógica financiera global, más allá de los tironeos de siempre, o de los pataleos de un juez yanqui de cuarta categoría (que por otra parte fue rápidamente “puesto en caja” por sus patrones, lo cual no es un azar, sino una demostración de que hay que contar con el gobierno “K” para el salvataje –si todavía se puede- de las grandes finanzas globales). Las masas, hay que convencerse, viven al día: les importa ante todo lo que les pasa hoy.

En suma: el 20N, como quiera que se lo juzgue, es lo más importante de este último período, porque es un acontecimiento inaugural: se cruzó una raya, aunque sería prematuro decir exactamente hacia dónde. Pero la cosa se mueve, después de mucho tiempo en que tuvimos que tolerar el mitologema dicotómico según el cual en la Argentina sólo había “K” (= “progresismo”) o “anti-K” (= “derecha”). El 13S y el 8N, en cambio, no aportaron nada nuevo (salvo quizá, en el segundo caso, el número). ¿El 9D? Fue un acto bien masivo, sin duda es una indicación de que el gobierno sigue contando con numeroso apoyo, aunque no se puede comparar a las otras fechas: fue un acto organizado “desde arriba” por el Estado, con abundante desembolso, y con códigos mucho más “festivos” que militantes, y que además tuvo que cargar con la frustración del sobredimensionado 7D. Como sobre este último alfanumérico también se omite prolijamente toda pregunta, aclaro: no soy de los que piensan que el asunto “Clarín” carece de importancia, en una época (mundial, y no solo local) en que vivimos sometidos a lo que sin sonrojo podemos denominar fascismo mediático. (Paréntesis más o menos teórico: soy adversario del concepto “medios de comunicación”; aquí me pongo en buen marxista –en todo lo demás soy malo- y elijo decir medios de producción de contenidos ideológicos comunicables. “Medios de comunicación” alude a la esfera de distribución y consumo –es decir, al mercado -, cuando desde el capítulo I de El Capital queda claro que el secreto está en la esfera de la producción -y sus “relaciones de”-. Ahora bien, ¿estamos bien seguros de que después de tres años de seudoaplicación de la bendita Ley, y aún si se barriera bajo la alfombra a Clarín, hemos afectado en un ápice esa esfera? ¿Lo harán Cristóbal López, Vila-Manzano, Haddad? ¿Podemos decir, con una mano en el corazón, que los medios pro-“K” actúan bajo una lógica radicalmente diferente en la producción de sus “contenidos ideológicos comunicables”?). Retomo: el affaire Clarín puede ser muy importante, pero elegirlos como prácticamente el único blanco (perdón, ahora también está la “corpo” judicial) de las batallas homéricas del gobierno, ¿no es una admisión implícita de que efectivamente hemos alcanzado la plena normalización burguesa (recuerdo al pasar que todos los gobiernos burgueses tuvieron algún problema con los medios, como es lógico; a decir verdad, este fue uno de los que menos problemas tuvo… hasta el 2008)?

En fin, ¿temas pendientes? En cierto sentido, ninguno. Esto es “lo que hay”, como diría mi querido amigo Horacio González. El gobierno no tiene “faltas” que “profundizar”, porque la lógica del “modelo” es esta, y sus “límites” son necesidades de esa lógica de “normalización burguesa”. En otro sentido, por supuesto, está todo pendiente".

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