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La década ganada, la infancia perdida
Por Agencia de Noticias Pelota de Trapo - Tuesday, May. 28, 2013 at 11:43 PM

Escrito por Claudia Rafael | Martes, 28 de Mayo de 2013 | (APe).- En agosto, María Belén votaría por primera vez. El 27 de octubre, hubiera entrado al cuarto oscuro. Le hubieran puesto su sello en una de las últimas páginas de su DNI. Porque María Belén tendría 17 en este 2013. Y hubiera estrenado las formalidades vanas de su ciudadanía. Y hubiera tenido que decidir entre dos ex radicales K de Santiago del Estero. Hubiera, sí. Pero no. María Belén Sosa murió hace exactamente diez años. En el inicio de la década ganada. Pesaba apenas 5 kilos. Y a los siete años murió por desnutrición.

La década ganada, la...
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La geografía cobija historias niñas de hambre temprana. En el barro. Lejos de los sillones decisorios de destinos.

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El hombre estaba allí. En el exacto centro de la escena. Su rostro era foco permanente detrás del de Cristina sobre el escenario. “Yo no voy a ser una Presidenta que les dé palos a nadie”, decía con Gildo Insfrán, el gobernador de Formosa, detrás. Impávido. Tanto como sus pares Capitanich, de Chaco; Zamora, de Santiago; Beder Herrera, de La Rioja.

La niñez en su Formosa no ha tenido destino de paraíso. No lo tuvo el niño Burgos de la comunidad Nam Qom que, a los 12, hurgaba en los desechos del vaciadero municipal y corría tenaz detrás de los infiernos que otros descartaban. Hasta que en febrero, como a Diego Duarte en el basural del Ceamse, en José León Suárez, lo aplastó la muerte parapetada en un camión.

No lo tuvo, tampoco, el racimo de niños que mueren y mueren de puro crimen sistémico, de hambre y sus hermanas, por hambre y sus parientes, mientras en los certificados simplemente se lee “paro cardiorrespiratorio”. No lo tuvieron las decenas de niños de las colonias Pilagá y Toba, en Ibarreta, que crecen como pueden cuerpéandole a la desnutrición.

No suele haber red carpet (como diría la misma presidenta) para los olvidados de la Historia. No la hay. No existe para ellos. No ganaron en la entera década en el Chaco profundo.

No en 2009, en que el mismo Jorge Milton Capitanich tuvo que reconocer que su provincia tiene "los peores indicadores" sociales del país. Producto –dijo entonces con la extrañeza de quien no ostenta responsabilidades- de una “combinación de pobreza estructural con pobreza por ingresos". No en 2007, en que morían los niños aborígenes de puro frío y postergación. Ni siquiera en 2013 en que el mismo gobernador habló en su discurso de apertura de las sesiones legislativas de un 25,6 % de pobres mientras que el Centro Nelson Mandela aseguró que ronda el 42 por ciento. Es decir, 250.000 para Capitanich. 430.000, para la ONG.

No había tampoco red carpet en los días del gobierno chaqueño del radical Roy Nikisch, aquel que gobernó los primeros cuatro años de la década y que aceptaba el hambre y la desnutrición pero los atribuía a “hábitos culturales” de los aborígenes.

A los festejos por la primera década del modelo hay 4.800.000 chicos que no fueron invitados. 800.000 ostentan el título feroz de indigentes. Candidatos predilectos en la carrera a la desnutrición.

Muchos de ellos corretean entre la tierra colorada de Maurice Closs. El mismo que en el séptimo año de la década tuvo que admitir que habían muerto 206 niños por hambre y precisó que había “6000 desnutridos, de los cuales 1000 de extrema gravedad”. “Obviamente, algunos se nos van a morir, porque la mortalidad infantil es un problema”, sentenció. Como Héctor Díaz, de dos años, o Milagros Benítez, de un año y tres meses. Somos una provincia muy rica pero los pobres no viven en la tierra fértil. Viven en terrenos de seis por ocho, en una casilla con letrina y tierra de muy mala calidad, decía a APe por aquellos días el pediatra Basilio Malczewski.

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Las imágenes televisivas del 25 enfocaban los rostros de la fiesta. El bello salteño Juan Manuel Urtubey, el que ostenta el gabinete más joven de la ancha patria. Ahí donde el pastorcito de Isonza murió de muerte tonta a los siete años. Un golpe en la cabeza puede ser letal si ocurre en esos pueblos de olvido, sin médicos ni tomógrafos.

El joven Urtubey arguyó en 2011 razones parecidas a las del ministro de Nikisch cuando en Salta, la Linda, murieron 14 niños wichis. “Problemas culturales”, dijo entonces ante historias como de Melba Antolina Bisón, de apenas dos años, que se murió hace unos meses por desnutrición en el pueblo de Coronel Juan Solá, en Rivadavia Banda Norte.

El entero país se atraviesa por la infancia que duele. Que salpica desazones. Que hunde como desencantos. En la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, la mortalidad infantil aumentó en un 26 % en 2011. Y en provincias como Entre Ríos y Corrientes, los médicos ministros sentencian su sabiduría de perversidades: si menstrua, es que está lista para parir. Y los curas bendicen la vida que arriba aunque pronta y desmedida. Aunque arranque de un sablazo la infancia, a los 10 u 11 años. Aunque no se sepa ni se entienda qué hay en ese cuerpecito de niña y se destroce la historia y se muela a palos la esperanza.

Hay niñez que quema entre los dedos aunque el fuego no se vea. Porque está lejos, en ese sur de patagonias castigadoras donde Baian Hernández con sus 14 se hermana en el mismo balazo policial con un maestro como Fuentealba. Los dos igual. Los dos con la vida ensangrentada de un escopetazo que entró por la luneta del auto. Como Sofía Herrera, que tenía tres años y ocho meses cuando desapareció en Tierra del Fuego con la marca eterna de un país que parió la palabra desaparecidos y la multiplicó treinta mil uno, dos, tres, diez…

La infancia de la década conoció la sangre y el odio, se desnucó de miedo y se retorció de hambre. El salvaje sur se devoró a Otoño Uriarte con sus 16 Asesinó a Atahualpa Martínez Vinaya, a Julián Antillanca o hundió en la nada a Daniel Solano. Partió en dos la crueldad y castigó en suicidios a cientos de pibes que no pudieron pronunciar la palabra mañana. Porque a veces no hay futuro si el país no lo dibuja y una sociedad entera se propone el abrazo.

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Los calvarios de Candela, en Hurlingham; de Fernanda Aguirre, en Entre Ríos; de Sofía Viale, en Pico; de Marela Martínez, en Avellaneda. Atravesados por crueldades pergeñadas en la historia, paridas lentamente en el tiempo hasta estallar y devorarse entera esa infancia golpeada hasta los huesos. Tanto como aquella otra, usada y malgastada por las redes entramadas del paco y la violencia. Que se los carga puestos como soldaditos de sus ejércitos hasta que ya no sirven y los arroja al vacío y los destroza.

Esta década tiene otros rostros que tuvieron final que no fue sonrisa ni fiesta del 25. Esta década concibió el símbolo de Luciano Arruga, desaparecido por gritar no. Simplemente no a los monstruos del poder de uniforme que se lo llevó puesto en una esquina oscura de La Matanza.

Hay una cuota de cinismo en los recuerdos. Están aquellos que serán enarbolados como bandera al viento y los otros, los que se barren y ocultan de toda mirada. La de la infancia que aspiró los venenos agroquímicos de pura esclavitud, como Ezequiel Ferreyra; la que soportó las fumigaciones en el barrio Ituzaingó, de Córdoba y se nutrió de tóxicos que viraron en tumores cancerígenos. 190 millones de litros de agrotóxicos se derraman año tras año sobre los sembradíos. No importa si en el medio se cruza José, el niño correntino de 4 años del pueblo de Lavalle o tantos otros niños a los que les quedó la vida entrampada en el medio.

En esta década también –aunque se oculte en el medio de la alegría y el fervor por los festejos- hay un pacto social destinado a asesinar los brotes de la primavera.

El mismo pacto que hace que la histórica variable de ajuste sea para Scioli el no pago de las becas para los que conciben como los sobrantes de la sociedad. Con una mirada parecida a la que suele dejar brutalmente expuesta Beatriz Rojkés de Alperovich ante muertes como la de la pequeña Mercedes, de seis años, en Villa Muñecas o la del muchacho que murió de puro paco en el cuerpo (“Al menos ahora vas a dormir tranquila, porque tu hijo no está más en la calle”, le dijo a la madre).

Estas son las historias de la década que no entran en el recuento de los festejos. Lejos del largo listado de reivindicaciones. Son las que van por otro camino paralelo que se oculta. Que se hunden en la desmemoria. Que no se quieren ver. Que dejan al desnudo un modelo cruento –que va mucho más allá de la década- que no construye desde la ternura y el abrazo. Que exponen obscenamente el capitalismo devorador de arcoiris y de utopías. Y que llenan de ausencia.

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