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El negocio (en el futbol)
Por (reenvio) Martín Caparrós - Sunday, Jul. 14, 2013 at 12:24 AM

Hace tres años lo pagaron 30 millones de euros; acaban de venderlo en dos. Cuando David Villa llegó al Barcelona –verano europeo 2010– tenía 28 años, acababa de ganar un Mundial, titular con la nueve del campeón, goleador del torneo empatado con el alemán Müller, Balón de Bronce. En Cataluña jugó, en tres años, 146 partidos donde hizo 62 goles –muy por debajo de su promedio anterior– y terminó saliendo por la puerta de atrás. Sería un triste tropezón, si fuera el único.

Pero hay varios. El primero fue Eto’o. Samuel Eto’o fue un caso extraño; llegó, cuando tenía 15 años, de su barrio en Duala, Camerún a las inferiores del Real Madrid. Debutó en primera cuando tenía 17 pero jugó muy poco; un año después se fue al Mallorca y se convirtió en su goleador histórico. En 2004, con 23 años, lo compró el Barcelona por 25 millones de euros. Fue entonces cuando dijo su frase célebre: “Yo sé que aquí tengo que correr como un negro para poder vivir como un blanco”.

Eto’o jugó cinco temporadas en el Barça, 200 partidos, 128 goles, elegancia y efectividad bastante extraordinarias, una pieza decisiva en aquel año –2008/9– en que su equipo ganó todo. Y sin embargo, en el verano del 2009, lo incluyeron como parte de pago en la compra de Ibrahimovich al Inter: el precio del sueco era el camerunés más 51 millones más. Ésa era, supuestamente, la diferencia de valor entre los dos.

Zlatan Ibrahimovic fue un desastre. Empezó espléndido, haciendo goles en cada uno de sus primeros cinco partidos, y se fue desarmando. A fin de año lo vendieron al Milan por 24 millones: entre sueldos y diferencias de cotización, había costado unos 200.000 euros por cada día de ese año que pasó junto al Mediterráneo.

Y ahora Villa. Para terminar con los números: en unos pocos años, sólo en nueves mal comprados y peor vendidos, el Barcelona perdió unos 100 millones de euros, 130 millones de dólares. Para empezar con el fútbol: los problemas de todos ellos fueron semejantes.

Eto’o quiso irse cuando, tras un par de años de figura indiscutida, el ascenso de Messi le hizo perder ascendiente en el equipo: estaba dispuesto a correr como un negro pero no a dejar de ser el blanco de todas las miradas. Lo de Ibrahimovic fue peor: no soportó que Guardiola lo sacara del centro del ataque cuando decidió inventar a Messi como “falso nueve” –y tampoco soportó, por supuesto, no ser la prima donna que siempre había sido. Empezó a pelearse, a jugar a desgano, a mezquinar pelotas en la zona de gol y prodigar palabras en la zona de prensa. Y ahora Villa: al principio enganchó, aceptó tirarse a la izquierda, hizo goles, recibía asistencias. Pero después de una lesión fea nunca volvió a ser el mismo y empezaron los malos entendidos.

Todo muy parecido, y la pregunta insidiosa detrás de la cortina: ¿qué tendrá el petiso? Porque está claro que buena parte del fracaso de tres de los mejores nueves del mercado tuvo que ver con que no pudieron convivir –o conjugar– con Messi. Messi les ocupó su posición sin ocupar su posición: dejándola abierta como una posibilidad permanente, una potencia que se transforma de repente en acto. Messi los dirigía sin dirigirlos, sin decirles nada claro pero con reproches visibles cuando no hacían lo que esperaba. Messi era la estrella indiscutible que opacaba las luces de unos muchachos acostumbrados a ser la estrella indiscutible. Y así de seguido: nadie sabe bien por qué, pero Messi parece tener dificultades con los laderos que le traen.

En cambio Maradona agrandaba a cualquiera que le pusieran al lado –ver Brindisi, Valdano, Careca, Burruchaga, Caniggia y compañía limitada. Algo debía haber en su juego –más de atrás, distinto– que producía ese efecto. Pero también es cierto que Maradona jugaba con más chicos: con jugadores buenos pero no tan buenos. En cambio, con el nivel de excelencia que ha alcanzado, el Barcelona sólo puede comprar muy grandes: los que parecen muy grandes. Si los achica, no parece ser sólo por los caprichos de Guardiola o Messi; es, también, que su equipo es una unidad de medida despiadada, un probador de jugadores. Para un delantero no es lo mismo jugar, como en tantos clubes, a correr con treinta metros y tres o cuatro defensores por delante, que jugar, como en el Barcelona, con cinco metros frente a ocho, con toques permanentes, con sutilezas impensadas. Y eso se nota –tanto, en el caso de Villa, por ejemplo, que se veía torpe, desgreñado. Por eso el Barcelona se ha convertido en una droga de la verdad, una vara terrible de medir estrellas.

Y ahora está Neymar. Neymar tiene un nivel técnico que le permitiría ganar este partido tan difícil: puede jugar con tres contrarios parados adelante, puede devolver la pelota más que redonda chata, puede entrar en cualquier fantasía. Su éxito en el Barça no depende de sus piernas sino de su cabeza: de su habilidad para aceptar que va a ser por unos años el segundo. No es fácil, para estos muchachos tan acostumbrados. Pero, si lo consigue, el equipo que reúne a los tres 10 de las tres mejores selecciones del mundo puede ser un escándalo continuo.

fuente http://www.ole.com.ar/blogs/de_la_cabeza/negocio_7_954574535.html

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