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La memoria difusa
Por (reenvio) Alberto Oliverio - Friday, Aug. 30, 2013 at 3:37 PM

Nuestros recuerdos no son un registro exacto de lo que vemos sino que, con el paso del tiempo y otros estímulos, se van modificando: mutan, se mezclan y confunden. En un mundo donde los datos se cruzan contradictorios y arrogantes, el neurocientífico italiano Alberto Oliverio analiza cómo funcionan los procesos cognitivos de la memoria. Adelanto de "Cerebro", un ensayo científico publicado por Adriana Hidalgo en la colección Fundamentales.

¿Es posible que creamos que algunos de nuestros recuerdos son reales, cuando, en realidad, no lo son? ¿O que lo que se cuenta a propósito de un suceso modifique nuestro recuerdo de él? ¿Es posible, en suma, que la memoria sea muy –o totalmente– infiel?

Este es un tema central dentro de la teoría psicoanalítica, que fue abordado por el mismo Sigmund Freud en 1897, cuando el padre del psicoanálisis se detuvo en el significado de los recuerdos de supuestos traumas y abusos sexuales ocurridos durante la infancia del paciente. En un primer momento, Freud consideró que estos recuerdos –traídos a la luz por efecto de la hipnosis o durante el análisis– eran verdaderos y que era preciso darles crédito; pero pronto juzgó que se trataba de fabulaciones, y que los recuerdos de esos (supuestos) abusos sexuales eran, en realidad, “recuerdos pantalla”: distorsiones o proyecciones que, a través de imágenes visuales “inventadas”, representaban los deseos o los conflictos inconscientes del paciente, o bien operaban de modo tal que no se afrontara lo que realmente había sucedido. Según Freud, el resurgir de (falsos) recuerdos relativos a (presuntos) abusos sexuales durante la infancia podía depender de pulsiones eróticas –que no son ni pueden ser explícitas– hacia la persona responsable del presunto abuso.

Freud nunca aclaró de qué modo el analista podría separar los recuerdos reales o confiables de los falsos o “de pantalla”, mientras que otros estudiosos de la psiquis sí han intentado separar estos dos componentes de los recuerdos. Uno de los estudios más exhaustivos lo realizó el psicólogo inglés Frederic Bartlett, quien se sirvió de una antigua leyenda de los nativos norteamericanos que se presta a interpretaciones y proyecciones subjetivas. Bartlett la relató a un grupo de voluntarios que, a su vez, debían repetirla en distintas ocasiones.

Notó que los participantes no se ceñían a la historia: omitían unas partes, resumían otras, intercalaban fragmentos que, más que nada, reflejaban sus expectativas y valoraciones personales. A medida que pasaba el tiempo, la historia se modificaba y se “contaminaba” con reconstrucciones que no se debían tanto a olvidos como a modificaciones. Apoyándose en los resultados de este y otros estudios, Bartlett dedujo que muchos recuerdos son reconstrucciones imaginarias del pasado, que revelan las expectativas de la persona que recuerda y sus conocimientos generales, “reglas” que se aplican a hechos específicos. Sin reconstrucciones, expectativas ni reglas, es decir, sin un marco dentro del cual disponer recuerdos específicos, estos se presentan como eventos fluctuantes, imprecisos y confusos. ¿Implica esto que los recuerdos pueden ser reconstrucciones imaginarias del pasado? ¿El recuerdo puede ser deformado por completo, o inducido artificiosamente?

Para afrontar este aspecto de la memoria, consideremos un caso clásico de la vida diaria: imaginen que son testigos de un crimen. La policía ha escuchado, en primer término, el relato de otro testigo, y quien les toma declaración les cita algunos de los puntos clave de ese testimonio, considerando que, de esa manera, los está ayudando a fijar la declaración en una trama precisa: “El culpable era un muchacho de estatura media, cabello castaño y ojos oscuros. Llevaba puesta una chaqueta de jean. Tenía una expresión provocadora y le dio un puñetazo a la víctima, que cayó al suelo y se golpeó la frente”.

El policía, normalmente, no debería actuar de ese modo, pues al darles una referencia verbal del suceso, altera su memoria visual: las palabras tienen el poder de generar una imagen del culpable y de la escena del crimen que compite con la imagen que ustedes tenían y la elimina de su memoria. El mismo mecanismo puede modificar no sólo memorias visuales sino también olfativas y gustativas. Si después de haber probado un vino (y haberse formado de él una memoria gustativa) escuchan la descripción de ese vino de boca de otra persona, se corre el riesgo de que su recuerdo se perjudique: el lenguaje tiene el poder de reemplazar una parte del recuerdo gustativo o visual. Otro tanto sucede cuando la descripción de un incidente específico es filtrado por los conocimientos generales que tenemos sobre ese tipo de hechos: el escuchar el relato nos lleva a “corregir” inconscientemente los errores que captamos y a codificar la descripción de ese suceso de un modo “corregido y revisado”: lo alteramos con respecto a la realidad.

¿El hecho de que nuestra memoria pueda ser engañada de distintas maneras implica que los testimonios no son confiables? La respuesta a esa pregunta, que reviste una singular importancia en distintos aspectos de la vida cotidiana y social, depende de las circunstancias y del modo en que el testimonio se toma y se orienta. Para abordar este tema, empecemos por una de las primeras investigaciones que se hicieron en este campo por Elizabeth Loftus (1979), psicóloga de la Universidad de Washington. Loftus había partido de un famoso caso judicial de los años setenta que, en ese entonces, era de dominio público y se conocía como “el caso del estrangulador de Bel Air”. Después de una serie de delitos que había tenido en jaque a la policía de Los Ángeles, el “estrangulador” finalmente fue arrestado y confesó que había ahorcado a numerosas mujeres californianas y a dos del estado de Washington.

Sin embargo, el estrangulador parecía poco creíble: a veces decía que había asesinado a una de sus víctimas en el asiento de su propio automóvil mientras su primo conducía, pero, más tarde, dijo recordar que había entrado en una casa y visto que era su cómplice quien asfixiaba a la mujer. En otra ocasión les dijo a los abogados y a los psiquiatras que lo interrogaban que no estaba del todo seguro de haber sido él quien había estrangulado a las víctimas, y que tenía la impresión de haber elaborado los detalles que “recordaba” a partir las declaraciones y de los interrogatorios de la policía. ¿Mentía? ¿Era un psicópata con la memoria perturbada? ¿Actuaba para que lo declararan un enfermo mental?

Le preguntaron a Elizabeth Loftus, que ya gozaba de renombre en el campo de la memoria, si era posible que la memoria del acusado vacilara y que un asesino olvidara tantos homicidios. La psicóloga respondió que tal posibilidad no era para nada remota ya que la memoria de cualquiera puede ser manipulada. El caso suscitó gran polémica y Loftus precisó, más tarde, que en situaciones similares es necesario tener en cuenta varios factores, ligados ya sea a la personalidad del individuo ya sea a las condiciones en las que se prestó el primer testimonio. En este caso específico, el acusado, sin duda, presentaba trastornos de la personalidad que podían “convencerlo” más fácilmente de que las condiciones en las que se habían desarrollado los homicidios eran distintas de la realidad, pero, dadas sus características psíquicas, el papel ejercido por la policía también habría podido “alterar” sus recuerdos.

Aun los ciudadanos “honestos”, sostuvo Loftus, pueden tener la mente repleta de falsos recuerdos. Si, por ejemplo, una persona ve a un individuo sospechado de homicidio con anteojos y cabello lacio y luego alguien habla del “cabello rizado” del sospechoso, en la mayoría de las ocasiones el testigo “recuerda” a un culpable de cabellos rizados, generalmente sin anteojos. Así, en otros experimentos sobre la memoria de los testigos, los detalles dados por otras personas podían contaminar el recuerdo: los testigos podían ser inducidos a recordar galpones que jamás habían visto, a transformar autos amarillos en rojos y, sobre todo, a modificar sus testimonios según cómo les fuera presentada la situación. De ese modo, testigos oculares pueden evaluar como más grave un accidente automovilístico si se les pregunta cómo fue que los dos autos se “hicieron pedazos” antes que cómo “chocaron”, ya que palabras distintas pueden evocar distintos niveles de gravedad del hecho.

Si la manipulación verbal de un recuerdo puede alterar la memoria del oyente, la manipulación de los recuerdos visuales tiene un efecto declaradamente superior, como indican algunos estudios recientes sobre los efectos de contaminaciones y falsificaciones de “documentos” fotográficos efectuadas con programas de computación sencillos y hoy a disposición de todos. En especial, como han señalado los psicólogos cognitivos, las falsas imágenes que se refieren a nuestra infancia pueden generar falsos recuerdos que se incorporan a la memoria autobiográfica y convencernos de que un acontecimiento particular realmente ocurrió.

Las imágenes, de hecho, pueden engañarnos más que las palabras, más que un relato con el que se intenta implantar en la mente de una persona un recuerdo falso. En un experimento hoy clásico, los voluntarios debían leer relatos de su infancia escritos por miembros de sus respectivas familias: uno de ellos era falso (previo acuerdo con los parientes) y describía la vez en que el voluntario, de pequeño, se había perdido en un supermercado. Cuando se los interrogó sobre este “evento”, casi un tercio de los voluntarios “recordaba” muchos de sus detalles, obviamente inducidos por su propia fantasía. En tiempo más reciente, se realizó un experimento similar, pero utilizando fotos entregadas por los familiares, que luego se trucaron (con su consentimiento).

Una de las fotos más usadas mostraba una improbable travesía en globo aerostático realizada por el grupo familiar durante la primera infancia del voluntario. En este caso, más de la mitad de las personas sometidas al test se convenció a sí misma de que había efectuado ese viaje y le agregó, al “recordarlo”, numerosos detalles, coherentes con la situación pero totalmente inventados (Wade et al., 2002).

Más allá de la dimensión individual de la reestructuración y falsificación de la memoria, existe también una dimensión colectiva que depende, en gran parte, del poder de penetración de las imágenes, a las que nuestro cerebro les presta suma atención: esta dimensión depende del hecho de que, en gran parte, el cerebro humano está programado en términos visuales, como lo demuestra la presencia de decenas y decenas de áreas corticales que se ocupan de esta función. Sobre todo para los más jóvenes, no siempre es fácil sustraerse a la fuerza inherente a las imágenes.

Los “documentos visuales” que proponen los medios masivos se intercalan frecuentemente con las simulaciones de fantasía, dejando dudas –conscientes o inconscientes– sobre la veracidad o la falsedad de algunas realidades (y, por lo tanto, de algunos recuerdos); desestructuran el sentido del relato y tornan incierta su articulación temporal. El desarrollo de técnicas de elaboración de las imágenes, que permiten reconstruir los acontecimientos mediante animaciones verosímiles, inspira cada vez más dudas sobre el devenir real de los hechos. A nivel procesal, por ejemplo, una cosa es la reconstrucción de la escena de un accidente vial, donde la simulación permite comprender la lógica espacial de los hechos, y otra bien distinta es la reconstrucción computarizada de la escena de un delito, una filmación en la que, de quererlo así, los rasgos de las partes involucradas pueden prestárseles a los personajes que aparecen en la animación electrónica.


Tomemos, por ejemplo, el caso de algunas imágenes grabadas a fuego en la memoria visual colectiva de los que eran jóvenes o adultos en los años sesenta: las imágenes del asesinato de John F. Kennedy, del contexto de la ciudad de Dallas atravesada por la fila de vehículos presidenciales, del arresto y el asesinato del supuesto magnicida. Se trata de imágenes que forman parte de un archivo histórico visual profundamente arraigado en nuestra memoria, pero ¿qué les sucederá a nuestros recuerdos después de ver una película como JFK, de Oliver Stone, u otras reconstrucciones “de tesis” análogas? Probablemente, incluso a causa de la amplificación emotiva que provoca la banda sonora sobre las imágenes, estaremos menos seguros de la precisión de nuestra memoria. Las nuevas imágenes, que pertenecen a una historia falsa o reinterpretada, competirán con las precedentes, de modo tal que, en nuestra mente, el límite entre lo real y lo fantástico se hará más sutil. Pero los nuevos “documentos” cinematográficos tendrán efectos aún más ambiguos y sutiles en el público más joven, que tiene un recuerdo visual frágil de aquellos acontecimientos: las imágenes falsas le parecerán casi verdaderas.

El problema de la relación entre realidad y ficción en una cultura que está cada vez más basada en la imagen podrá asumir en el futuro una dimensión cada vez más amplia e inquietante. Pero también en el ámbito de la historiografía se perfila un uso desprejuiciado de la invención o de la falsificación sobre el que se han teorizado algunos aspectos positivos, ya que la falsificación de la historia, o aunque sólo sea la aproximación bajo la forma de realidad novelada, es decir, de auténtica ficción, constituiría una suerte de compensación frente a los excesos del historicismo “árido” y no empático, alejado de la memoria colectiva. Es en este ámbito en el que se suman obras no ya de ficción sino docudramas o factions, concepto surgido de la unión entre fact y fiction, realidad e invención. ¿Nos dirigimos acaso a una época en la cual será necesario esforzarse cada vez más para separar la historia de la “ucronía”? Probablemente sí, si se tiene en cuenta otro asecto que modifica el significado de nuestros recuerdos (individuales o colectivos): la dimensión temporal.

Hoy, a diferencia del pasado, se trata a menudo de una dimensión ambigua y efímera, ya que el núcleo de cada uno de nuestros recuerdos se reviste de estratificaciones no específicas, contaminado y empañado por nuevas experiencias, por un inmenso flujo de imágenes –verdaderas y falsas– que provienen de los medios de comunicación, de la publicidad, de las nuevas tecnologías audiovisuales y de los videojuegos. Estamos cada vez más inmersos en un mundo donde lo fantástico puede ser real; lo imposible, posible; en el cual lo verdadero y lo falso se superponen; en el que la cultura informática de la previsión y de la simulación nos coloca frente a escenarios futuros y posibles.

En síntesis, vivimos en una dimensión en la que la memoria del pasado no se refiere siempre a “nuestro” pasado y en la que la clásica articulación temporal que ha caracterizado durante siglos las formas narrativas está completamente subvertida; las relaciones entre el antes y el después, abiertas a cualquier posibilidad, como en esos filmes que se basan en continuos flashbacks. Es indudable que las tecnologías audiovisuales pueden alentar la fantasía y que los nuevos desarrollos de la realidad virtual (con límites aún más vagos entre lo verdadero y lo falso) pueden representar una aventura fascinante; sin embargo, el bombardeo de imágenes al que estamos expuestos perturba, en cierta medida, la dimensión individual y colectiva de los recuerdos.

fuente http://www.revistaanfibia.com/feria-nota/la-memoria-difusa/pagina-2

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