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Protesta social: un país laboratorio de experiencias de movilización
Por Maristella Svampa - Monday, Dec. 09, 2013 at 2:21 PM

La militancia setentista dio lugar a la emergencia de formas de resistencia y reclamo más horizontales y asamblearias, marcadas por las asimetrías sociales, que no se redujeron en tres décadas

Protesta social: un ...
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La pobreza persistente, uno de los ejes de reclamo. Foto: Archivo

La última dictadura militar constituyó una cesura en la historia argentina, pues sentó las bases para el cambio en la distribución del poder al interior de la sociedad. La nueva época produjo el final violento del empate social, atravesado por una gran inestabilidad política y fuertes pujas económicas, y abrió el tránsito hacia un nuevo período, caracterizado por "la gran asimetría" entre los grandes grupos económicos y los empobrecidos sectores medios y populares.

Desde mi perspectiva, más allá de las innegables transformaciones sociales, en estos 30 años de democracia los argentinos hemos vivido bajo el signo constante de esa "gran asimetría". A la decepción de los 80, bajo el alfonsinismo, que planteaba que con la democracia se come, se cura, se educa, le sucedieron los golpes económicos y la hiperinflación, que significaron un duro revés para las expectativas de las clases medias y populares. Lo peor sucedió en los 90, con la ampliación vertiginosa de las desigualdades, gracias a la alianza entre el peronismo y los sectores neoliberales. Sin plan de gobierno alternativo, la Alianza agravó la situación y precipitó la caída. A la gran crisis de 2001 que reduplicó las brechas de la desigualdad, le siguió el establecimiento de un orden político y económico, el kirchnerismo, que más allá de arrogarse una retórica inclusiva y de colocar al Estado en un espacio de geometría variable, consolidó la estructura de desigualdades preexistente a la crisis de 2001. En suma, las mejoras transitorias en la distribución capital/trabajo no alteraron estas tendencias estructurales.

Visto desde arriba, en los últimos veinte años emergieron nuevas problemáticas, vinculadas a los modelos de urbanización (¿alguien podría pensar acaso que la segregación espacial que ilustran los countries y barrios privados podría generar alguna expectativa de inclusión o igualdad?). Asimismo, en los últimos diez años, la expansión de las fronteras del capital (soja transgénica con agrotóxicos, megaminería, acaparamiento de tierras; ahora, la llegada del fracking, con la explotación del gas no convencional) vuelve a iluminar viejas asimetrías (el arrinconamiento y expulsión de la población indígena-campesina) y produce la emergencia de nuevas desigualdades (impacto ambiental y sociosanitario). Al compás de los modelos de maldesarrollo, las asimetrías irán sumando problemáticas regionales, étnicas, ambientales, sanitarias.

Visto desde abajo, nada es lineal ni mucho menos pensable en un lenguaje de resignación. Es que la Argentina siempre fue una sociedad movilizada, presta a contestar y ponerse de pie. Y en el contexto de "la gran asimetría", la importancia de los movimientos sociales ha sido central en el corrimiento -a veces temporario, otras veces no- de las fronteras de la exclusión y en la búsqueda de la expansión de los derechos.
La frontera de derechos

Los 80 fueron signados por las organizaciones de derechos humanos, que pese a los reveses institucionales durante los gobiernos de Alfonsín y Menem, nunca permitieron la naturalización de la impunidad, vinculada a los crímenes de lesa humanidad ocurridos bajo el terrorismo de Estado. Los 90 fueron marcados por las organizaciones de desocupados que, mal que le pese al peronismo neoliberal, lograron colocar en la escena política la realidad del hambre y la exclusión que padecían vastos sectores. Los piqueteros -movimiento plebeyo por excelencia- dejaron una marca indeleble en las luchas sociales argentinas. Es hora de reconocerlo, de reflexionar sobre la fuerte estigmatización y el desprecio mediático y social que atravesó su meteórico ascenso político y cayó sobre aquellos cuerpos que el neoliberalismo pensó como sacrificables.

El nuevo siglo se abrió con una explosión de luchas sindicales, socioambientales, indígenas, territoriales, culturales. Estos movimientos colocaron nuevos temas en la agenda pública y política y, en su carácter proactivo, plantearon la expansión de la frontera de derechos: ambientales, colectivos, culturales, entre otros. Algunos de ellos -viejas y nuevas organizaciones- terminaron por ser tutelados por el gobierno de los Kirchner y perdieron la capacidad -aunque también el interés- por desarrollar una agenda propia, denegando sin más la emergencia de otra conflictividad y, sobre todo, de nuevas violaciones de derechos humanos. Otros fueron creciendo y tienen por protagonistas colectivos y asambleas que cuestionan los modelos de maldesarrollo que el gobierno nacional y sus socios provinciales promueven de la mano de grandes corporaciones (Monsanto, Barrick Gold, Chevron). Son aquellos que enfrentan represiones y fuertes procesos de criminalización y cuestionan certeramente, mal que le pese a los voceros progresistas del kirchnerismo, que éste sea "el gobierno de los derechos humanos".
Ethos militante

En otro orden, en estos últimos 30 años, por encima de la gran heterogeneidad existente, los movimientos sociales ilustran la emergencia de un nuevo ethos militante, que podríamos llamar posdictadura y pos-setentista. Es sabido que el umbral de violencia política capaz de tolerar una sociedad es siempre una construcción social y cultural, muy ligada a los ciclos de su historia nacional y a sus devenires traumáticos. La sociedad argentina que emerge de la posdictadura, y que arrastra el trauma de "la gran represión" fue modificando el umbral de tolerancia respecto de la violencia política que está dispuesta a soportar. En este contexto, por razones que nada tienen que ver con la errada teoría de los dos demonios, la lucha armada -como forma de violencia política- terminó por desaparecer del horizonte de posibilidades como alternativa para promover el cambio social y dejó de ser un repertorio de acción desde las propias organizaciones políticas y los movimientos sociales. La Tablada (1989) marcó el final de una época, el ocaso del ethos militante setentista, basado en la idea del compromiso total y la apuesta por la revolución a través de la lucha armada.

El nuevo ethos militante, sobre todo el que se consolida a partir del año 2001, conjuga compromiso y deseo, aspiración a la horizontalidad y búsqueda de nuevas formas de democracia, con un espíritu más insurreccional y asambleario. Sus protagonistas mayores son mujeres -siempre polivalentes- de los sectores populares y medios, y jóvenes radicalizados que ensayan nuevas solidaridades políticas. Su horizonte experiencial aparece más marcado por las puebladas y los levantamientos populares de las dos últimas décadas que por el ideal militarista y fuertemente masculino de los 70.

La Argentina de los últimos 30 años no ha dejado de ser un laboratorio de nuevas experiencias de resistencia colectiva, con una gran resonancia en otros países. Todas ellas muestran la vitalidad del campo organizacional, por fuera y más allá de la acción sindical y partidaria. También alientan otras figuras de la democracia (participativa, directa, por consenso), que se aparta de los moldes propuestos por la democracia representiva-delegativa que atraviesa el modelo constitucional argentino, tan defendido por la corporación política partidaria a lo largo de estas tres décadas.

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