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El engaño a que nos someten el poder económico y los medios
Por Amparo Ariño Verdú * - Saturday, Feb. 01, 2014 at 10:37 AM

Al voluntario y frecuente “no querer saber” acerca de la realidad y de nuestra situación en ella, se le llama mala fe. ¿Por qué la mala fe es más común de lo que cabría esperar en la era de la hiperinformacion en la que vivimos? Porque saber es incómodo, asusta. Sapere aude: atrévete a saber, decía Kant.

No para acumular informaciones acríticamente, sino para buscar saber sobre la verdad, sobre los hechos reales, para comprender cual es nuestra situación en el mundo hace falta atreverse. Hace falta incluso audacia, como señala el filósofo. Y es que saber, conocer la realidad, la auténtica (no hay otra) puede no resultar grato, fundamentalmente por dos razones: en primer lugar, el poder trata de impedirnoslo por todos los medios, y los suyos son muchos; en segundo lugar, este saber, este conocimiento nos obliga moralmente a comprometernos en la acción, a tomar postura y actuar.

La mala fe, la ignorancia voluntaria, como es apoyada desde el poder -al que benefícia el acriticismo que la mala fe comporta- con propaganda descarada y con publicidad subliminal, es fácil de mantener, nos resulta cómoda. Además, la mala fe nos tranquiliza, nos da la seguridad -cuando tenemos que tomar una decisión- de no tener que decidir por nosotros mismos. Ya sabemos, nos lo han dicho, qué es lo que tenemos que hacer, qué tenemos que elegir.

Hace unos años, cuando vivíamos en el supuesto “estado del bienestar”, se nos prometía la felicidad si eramos consumidores, y se nos instaba a consumir de forma compulsiva. Así, nos sobrecargábamos de trabajo, un trabajo en la mayoría de los casos alienante, sin sentido para nuestra existencia, cuyo único fin era proporcionarnos el dinero que nos servía para adquirir unos bienes que seguramente no necesitábamos y que, desde luego, apenas teníamos tiempo de disfrutar.

Ocupadas como teníamos nuestras horas por la sobrecarga de un trabajo no elegido como proyecto vital, es decir, elegido no como fin, sino sólo como un medio de obedecer las consignas publicitarias y conseguir una casa, una cocina o un coche al menos tan grande o de marca tan prestigiosa como los de nuestros vecinos que, a su vez se sentían espoleados por nuestros bienes para adquirir otros superiores, no porque verdaderamente los necesitaran o, lo que es más grave, sin haberlos deseado ni elegido libremente, del mismo modo como, seguramente, tampoco nosotros necesitábamos ni deseábamos los nuestros realmente.

Entrabamos en la carrera del consumo compulsivo por la obligación de ”ser como todo el mundo”. Seguramente, en algún momento de nuestro escaso tiempo libre nos preguntábamos por qué, aparte de la supuesta envidia vecinal nunca garantizada, solo obteníamos cansancio, tensiones y ninguna felicidad. Es esos momentos hubiéramos podido superar la mala fe, descubrir el engaño en el que nos mantenían y en el que nos manteníamos. Pero para eso necesitábamos la audacia de analizar y después rechazar el modelo de sociedad y de ciudadano que se nos imponía y el valor de asumir la elección de nuestros propios valores éticos y morales.

Ahora la situación ha cambiado, el consumo compulsivo se ha dificultado en gran medida y, para muchos, resulta directamente imposible. El globo de esa supuesta felicidad ha explotado, hemos despertado del sueño. Sabemos que nos han engañado en su propio beneficio, y quiénes lo han hecho: el poder, la banca, el capital, los mercados…

Atrevámonos a descubrir ahora nosotros, atrevámonos a saber que tener y ser no son lo mismo. Que no somos lo que poseemos. Que ser es hacer, como nos dice Sartre: somos lo que hacemos, no lo que tenemos. Si actuamos desde la libertad de elección, sin seguir consignas impuestas y alienantes, contribuimos a cambiar el mundo, la realidad nuestra situación y la situación de los seres humanos en él hacia la realización de la autenticidad y la libertad.

* Amparo Ariño Verdú es doctora en Filosofía por la Universitat de València

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