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Futbol: Ni la muerte nos va a separar
Por (reenvio) Martín Caparrós - Saturday, Mar. 15, 2014 at 10:50 AM

Es extraña la idea de un museo del fútbol. O, más bruto: ¿un museo del fútbol no es lo contrario del fútbol? El fútbol, un partido de fútbol, es, por definición, lo indefinido: un escenario preparado para que pase cualquier cosa, el gustito de la incertidumbre.

Por eso seguimos viendo fútbol, perdiendo horas y horas ante un espectáculo donde lo que siempre se repite es que no podemos saber de antemano qué es lo que va a pasar. Un museo, en cambio, es el lugar que celebra lo que ya sucedió: que junta los recuerdos de lo que ya no puede ser de otra manera. Un museo ofrece la calma chicha de lo que no va a cambiar nunca; la cancha, la adrenalina de lo que siempre está a punto de cambiar.

Y sin embargo en los 20 últimos años los equipos más grandes del fútbol se han construido museos y, sin más embargo, funcionan del carajo. En Argentina, River y Boca compiten cabeza a cabeza; en España, con millón y medio de visitantes anuales, el museo del Barcelona es el más visitado de una ciudad que tiene, por ejemplo, el mejor museo Picasso o la Sagrada Familia de Gaudí o el Museo del Mamut, a la vuelta de casa.

Fui a verlo. El museo del Barsa tiene ese toque de diseño que tienen todas sus construcciones: ofrece fotos, videos, copas, botines, camisetas en displays elegantísimos, luces de whisky bar, música al tono. Pero también permite pasar al borde de la cancha para ver el césped más perfecto y entrar al vestuario visitante y mirar su frialdad extrema. El museo del Barsa termina, por supuesto, en la Botiga, los dos pisos de venta de ropa deportiva de su sponsor: te inculcan amor en el museo y te depositan en la boutique para ver cuánto vale. Cada vez más, la pasión futbolera debe manifestarse con la billetera.

Por eso, los dirigentes del Barcelona anunciaron, hace unas semanas, la creación de su “Espai Memorial” –Espacio Memorial–: un primer ensayo de camposanto culé. El ensayo es modesto –sólo 500 urnas en un rincón de un cementerio ciudadano– pero ya se anuncia su ampliación: cuando renueven el Camp Nou armarán un espacio para 30.000 hinchas que podrán quedarse para siempre sin temer más fallos defensivos. En sus urnas de porcelana habrá fotos impresas del momento de su equipo que hayan elegido: debe ser lindo pasar la eternidad mirando la repetición de la jugada.

El negocio parece pingüe pingüe. El precio del nicho estará entre los 3.000 euros para 50 años y 6.000 euros para 90 años; no se prevén residencias más largas –o, quizá, no se supone que el fútbol exista en el siglo XXII. En cualquier caso, el emprendimiento puede rendir: si se venden todos los nichos, con esos 30.000 muertos el club se podría comprar un buen Neymar –y devolver el falso.

El nuevo colombario es, de algún modo, un efecto del museo: un dirigente explicó que con estas facilidades esperan terminar con esa práctica cada vez más difundida, dijo, de familiares que se traen a la visita las cenizas del muerto culé y las esparcen por izquierda sobre el césped tan verde. No quiero imaginarme su desazón cuando ven, el domingo, que catorce mangueras diligentes ahogan los últimos rastros del abuelo; no quiero imaginarme la de los jugadores cuando, tras foul violento, se levantan del pasto escupiendo pastitos manchados con ceniza.

Parece raro; es bastante común. Una vez más nos copian: la Bombonera, sin ir más lejos, viene recibiendo cenizas de difuntos desde hace décadas. En general, nadie lo impide. Salvo, cuentan, el doctor Bilardo, que lo prohibió por cábala cuando todavía hablaba.

Es toda una costumbre. Cuando escribí Boquita, docenas de hinchas me hablaron de sus ganas de terminar ahí o, por lo menos, amortajados en un trapo azul y oro o enterrados con una camiseta bien chivada. En cambio uno de ellos, don Enrique Freire, ochenta y tantos, se había buscado una solución más afín a la viveza criolla, más coherente con la idea bostera de seguir dando guerra hasta el final: me dijo que cuando se la viera venir se iba a volver gashina: –Yo creo que el verdadero hincha de Boca, el día antes de morirse, cuando ya sabe que se va a morir, se hace de River, para que no se muera nunca un hincha de Boca. Y para que los de River tengan uno menos. Para mí, eso sí que es ser bostero hasta la muerte. El último sacrificio, ¿me entendés?

Que desde el cielo te vamo’a alentar, decía el pueta.

fuente http://www.ole.com.ar/blogs/de_la_cabeza/muerte-va-separar_7_1102159774.html

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