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Una política para los indígenas urbanos
Por Santiago Valenzuela - Wednesday, Apr. 02, 2014 at 12:18 PM

Fotos: Luis Ángel - El Espectador

Una política para lo...
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Ser indígena sin territorio, buscar un trabajo en la ciudad para comprar lo que antes se cultivaba, desprenderse de los rituales y de los lugares que los ancestros veneraron y buscar entre las calles rasgos indígenas para no sentirse perdido entre la selva de cemento: esta ha sido, a grandes rasgos, la historia de los gobernadores indígenas de las comunidades huitoto, nasa, misak misak, yanacona, kamentzá, pastos, epearara siapiadara, wounaan, sirianos (tubu), pijaos y diosa dulima. (Vea: Grito Wounaan en la selva de concreto)
En 2013, el Ministerio del Interior analizó 83 solicitudes para la “constitución de cabildos urbanos” en 20 departamentos del país. Diez comunidades indígenas de Bogotá se unieron a esta petición. Sin un reconocimiento oficial por parte del Estado, dicen, las etnias desaparecerán. En la otra orilla están los cabildos registrados: muiscas, ambiká pijao, ingas y kichwas. Para ellos no existe ningún problema si contratan con entidades públicas; pueden exigir consulta previa y cuentan por ley con territorio propio.
La lucha de las 10 comunidades indígenas de Bogotá por un reconocimiento comenzó en los últimos nueve años. En ninguno de los casos el registro de cabildo fue aceptado: “Si mañana van a ampliar la carrera Séptima y las comunidades indígenas están registradas como cabildos, tocaría pedir permiso porque se aplicaría la consulta previa. La figura de cabildo implica que tú tienes que pedirles permiso para entrar en su territorio. No podemos hacer demagogia registrando cabildos que tienen su lugar de origen en otras regiones del país”, sostiene Pedro Santiago Posada, director de Asuntos Indígenas, Rom y Minorías del Ministerio del Interior.
Posada ha tenido que enfrentar un dilema: si autoriza la creación de cabildos urbanos estaría impidiendo que las comunidades regresen a sus territorios. Pero es consciente de que todavía no existen las condiciones para que el retorno sea efectivo: entre 2012 y mediados de 2013, según Human Rights Watch, cerca de 500 reclamantes recibieron amenazas y “solamente una familia había retornado a vivir en su tierra”. Aunque la Unidad de Restitución de Tierras dijo en su momento que “el total de sentencias de restitución son 233, que cubren 666 casos e involucran casi 15.000 hectáreas”, el regreso no es una garantía para las comunidades indígenas. En la lista de espera, según el Distrito, hay en total 519.647 víctimas en la ciudad.
En los últimos meses, el Ministerio y 21 delegados de los cabildos no reconocidos de Bogotá cruzaron una especie de laberinto jurídico para encontrar un acuerdo que por lo menos consolide la personería jurídica de las comunidades en territorio urbano. Este mes quedó definida la “política pública de cabildos urbanos”, un pacto entre ambas partes que será presentado en la Mesa Permanente de Concertación con los Pueblos y Organizaciones Indígenas.
Dependerá de la Mesa Permanente si la “política pública de cabildos urbanos” se convierte en decreto antes de 2015. En caso de que sea así, las comunidades que no han sido reconocidas presentarán planes de trabajo para vincularse a la ciudad; de esta manera, el Ministerio podría otorgarles personería jurídica. Un proyecto que resume el objetivo del acuerdo es el centro medicinal Ambiká Pijao en el hospital de Usme, en donde médicos y parteras de la comunidad trabajan de la mano con el personal del centro médico. Este diario conoció seis propuestas de comunidades no reconocidas que fueron presentadas ante el Ministerio del Interior.

Historia nasa
Jaime Collazos
347 familias
“La migración de nuestro pueblo comenzó en los años ochenta y aumentó en los noventa por la agudización del conflicto en el Cauca. Venimos de Toribío, Jambaló, Corinto, Miranda, Caloto y Santander de Quilichao. Los nasa somos la segunda población indígena más grande en Colombia (estamos en 10 departamentos) y también a la que más han desplazado. Mes a mes van llegando jóvenes a Ciudad Bolívar, Usme, Bosa, Suba, Usaquén y Kennedy, donde tenemos el asentamiento más grande. Ellos son guerreros, han estado en la guardia indígena y pueden resistir la guerra en todo aspecto: cuando no hay comida, ni trabajo ni educación.
Somos la cuarta población indígena en el Distrito Capital. Me preocupa que vayamos a ser más, porque cada ocho días me llegan registros de mujeres cabeza de familia que llegan a las localidades. Me gustaría que la comunidad trabajara en la tierra, ya sea cuidando los humedales o cultivando. Lamentablemente, la mayoría de hombres trabaja en la “rusa”, en la mensajería o simplemente en lo que ustedes llaman el rebusque.
Al Ministerio del Interior le hemos mostrado nuestros productos: panela, café, lácteos, harina, truchas y todo lo que se deriva de la hoja de coca: galletas, té, aromáticas. Si tan sólo pudiéramos fortalecer el proceso de comercio como cabildo, sería otra la historia. No puedo negar que, de casi 1.100 personas nasa que viven en Bogotá, solamente 100 podrían regresar al Cauca. Ante esta situación, lo único que podemos hacer es mantener el horizonte, no dejar de ser indígenas, mantener la lengua, la medicina tradicional, los bailes. Pero si queremos tener el comercio necesitamos personería jurídica para contratar.
Dentro de nuestros planes está ser guardianes de la naturaleza. Los humedales de Bogotá están abandonados y no hay un tratamiento espiritual. Para nosotros son muy valiosos porque son lo poco de la naturaleza que alcanzamos a ver dentro de tanto cemento. Es triste ver a los adultos mayores —nosotros los llamamos ancianos sabedores— encerrados en casas sin entregar su conocimientos a los ciudadanos. Los ancianos no deben estar en los albergues; son una fuente de sabiduría y la ciudad debería reconocerlo.
El problema es que no tenemos mucha capacidad para desarrollar programas: todavía no nos dejan ejecutar grandes contratos con la Secretaría de Desarrollo Económico, por ejemplo, o con la Secretaría de Salud. El gobierno distrital se ha sensibilizado mucho, pero todavía no es suficiente.
No queremos ser una carga para la ciudad. A los ciudadanos que lean mi testimonio les quiero decir que aquí estamos y queremos aportar en cultura, conocimientos y economía. Sabemos que Bogotá es una cuna del capitalismo y que ha perdido sus valores. Nosotros estamos dispuestos a trabajar en los conceptos de solidaridad que han perdido a medida que sólo se construye cemento”.
Camino yanacona
Paulina Mujín
200 familias
El cabildo yanacona de Bogotá nació en la localidad de Teusaquillo en 2003, después de que sus integrantes deambularan 18 años por la ciudad. “No fue posible construir una comunidad en ese entonces, porque la mayoría de los que llegábamos veníamos desplazados por el narcotráfico, la guerrilla y los paramilitares. Aunque hoy nos siguen desplazando por los mismos motivos, tenemos comunicación entre nosotros, nos visitamos”, sostiene Paula Mujín. Una comunicación que ha sido útil para preservar el conocimiento, pero que no ha cambiado las condiciones de vida: “A la mayoría nos toca salir a rebuscarnos en trabajos de construcción o casas de familia”.
El cosmos yanacona se divide en tres mundos: el de abajo, donde habitan los tapucos; el intermedio, donde viven hombres, plantas y seres espirituales, y el de arriba, lugar sagrado de dioses y santos. Pareciera que los yanaconas de Bogotá estuvieran en el mundo inferior: el asentamiento de seres “semejantes a los humanos que se alimentan del vapor de las comidas”. La comunidad, sin embargo, divide la historia en tres tiempos: entre 1492 y 1537, cuando ocurrió “el mayor genocidio y etnocidio de la humanidad”; desde 1537 a 1700, “la Conquista”, y después de 1900, cuando surge la “reapropiación de la identidad yanacona”.
Paulina Mujín ve un paisaje similar: “Queremos recuperar nuestra identidad. Nuestro sueño es tener jardines propios, escuelas y de pronto una universidad indígena. Es difícil, obvio, porque acá somos una minoría y la cultura es mayoría, viene y te absorbe. Estamos intentando salvar lo que traemos del territorio, que cada niño sepa cómo es la nación y de dónde viene su cultura. Yo les digo a los niños: ‘No te olvides de que aquí tienes un pedacito de la cultura que llevas en tu alma. Eres como un luchador, no te quedes quieto, porque lo indígena lo llevas en tu corazón y en tu sangre, no es sólo el pedazo de tierra’”.

Sueño huitoto
Óscar Seoneray
125 familias
Seoneray es consciente de los impedimentos para regresar a la Amazonia. Ha propuesto construir jardines infantiles huitoto para niños de cero a cinco años. El plan consiste en fortalecer la cultura a través de los niños y luego, si es posible, volver a los asentamientos en Putumayo, Amazonas, Caquetá y Vaupés. El planteamiento a corto plazo es preservar la lengua propia y crear un proyecto de vida para las localidades que han sido receptoras de indígenas. Su comunidad no tiene reconocimiento jurídico en Bogotá, pese a que los primeros caciques llegaron a la ciudad a finales de los años ochenta a fortalecer procesos con el pueblo muisca.
Sin embargo, los huitotos tienen una ventaja frente a otros cabildos: desde 1997 cuentan con una maloca en el Jardín Botánico. Sin este lugar no habría rituales, asambleas, bailes. Apropiarse de la maloca es otro de los objetivos de la comunidad: “Hemos propuesto una articulación con el Jardín Botánico, porque el lugar ha quedado abandonado y no hay un diálogo que permita el fortalecimiento cultural. En este momento se le está dando un funcionamiento administrativo que no tiene nada que ver con la cultura”, dice Seoneray.
De hecho, Seoneray cree que para preservar la etnia es necesario que la comunidad asuma un rol de conservación: “Estamos expuestos a todas las dinámicas de la ciudad, sí, pero parte de la responsabilidad de sobrevivir es nuestra. Nace desde nosotros la preservación de la cultura, a veces sin tener garantías. Es irónico cuando las leyes que nos protegen en términos culturales se convierten en letra muerta o cuando el Estado no asume una realidad como la nuestra”.
La maloca sería un espacio transitorio si se tiene en cuenta que el pensamiento del cabildo es regresar al origen o, en palabras huitoto, “volver a la chagra, donde están nuestro alimento, nuestra comunidad y nuestra vida”. Hoy, el pueblo huitoto mambea y recibe el ambil en casas de familia u oficinas. Se han dado cuenta de que replicar la vida de la Amazonia en Bogotá es una utopía, pero con reconocimiento jurídico tendrían más capacidad financiera y la posibilidad de crear jardines y colegios, lo que sería la base del cabildo urbano.

Misak misak, con un centro de pensamiento

Israel Montano
216 familias
Los más viejos de la comunidad misak misak cuentan que las primeras familias llegaron hace 40 años. Desde 2006 se asentaron en los barrios Casandra y HB de Fontibón, muy cerca de los ríos Fucha y Bogotá. El cabildo, como los demás que no tienen personería jurídica, es reconocido por el Distrito. De hecho, han trabajado con las secretarías de Integración Social y Salud en proyectos como jardines y medicina alternativa. Continuar con los planes sería la propuesta de los misak misak.
Antes de que los programas realmente funcionen, señala el gobernador, “es necesario tener salud y alimentación. Mantenemos nuestros vestidos, la lengua nativa y la cosmovisión, así nuestra etnia esté muy ligada al Cauca”. En el barrio HB construyeron “el centro de pensamiento Misak Misak”, un salón que difícilmente puede parecerse a una maloca de Silvia o Jambaló. Pero es, hasta el momento, su único resguardo para realizar el día de las ofrendas en su lengua nativa: wampi-misamerawam.
De acuerdo con el DANE, en las zonas urbanas del país viven aproximadamente 1.840 indígenas misak misak. La definición de cultura de esta etnia se aleja de la realidad en Bogotá: “Integra el territorio, y dentro de éste las tierras, los aires, las aguas, los minerales, la variabilidad de organismos vivos de cualquier origen, y todos los elementos que son expresión de los conocimientos tradicionales acumulados durante la existencia de nuestra gente en todos los ámbitos de la vida”.
Vida en los Mártires
Héctor Tapia,
comunidad de los pastos
230 familias
“Hemos llegado a la ciudad en busca de vida, porque es justamente lo que no tenemos en nuestro territorio: vida. Nos asentamos en la localidad de Los Mártires en 2007, un sector que ha sido hostil con nosotros. El 40% de nuestra comunidad trabaja en la construcción, lo que les quita mucho tiempo y por eso ha sido difícil afianzar los lazos.
Estar unidos es muy importante, porque así empezamos a valorarnos como indígenas. No les puedo mentir: estamos perdiendo nuestra moral en un barrio que nos discrimina cada vez más. La única opción es formar un cabildo fuerte. Quiero que los niños se den cuenta de que existe una comunidad que los acoge; algo que no sucede del todo. Cuando llegamos al barrio éramos cuatro familias que intentaban mantener los usos y las costumbres, pero la ciudad nos ha quitado la visión. Si no es por un fogón que ponemos en la calle, que le llamamos mingas de pensamiento, difícilmente podríamos mantenernos unidos. No ha sido fácil: cuando empezamos con las ollas comunitarias y las mingas la comunidad dijo que nosotros no somos blancos y nos empezaron a odiar. ¿Qué les podemos dar nosotros? Por ahora el pensamiento, el fuego y la comunidad, así nos discriminen.
Con el tiempo hemos demostrado que nos podemos mantener en esta lucha. Hemos ido cultivando y ya son 230 las familias que se sienten identificadas con los pastos. El problema es que ni los colegios ni los jardines nos reconocen. Para un trabajo debemos tener un título y nuestros conocimientos no valen.
No queremos pedir limosna. Queremos que el Gobierno nos cumpla con cuatro puntos: salud, educación, vivienda digna y empleo”.

svalenzuela@elespectador.com
@santiagov72

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